Las mil y una noches:336
PERO CUANDO LLEGO LA 343ª NOCHE
editarElla dijo:
... aquella ciudad que no quería dejarse violar por las tentativas humanas.
Al principio no pudieron distinguir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras sobre la llanura; pero de pronto hízose un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas desplegose un espectáculo que les contuvo la respiración.
Estaban viendo una ciudad de ensueño.
Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podía abarcar la mirada fija en los horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bronce cúpulas de palacios, terrazas de casas, apacibles jardines, y a la sombra de los macizos brillaban los canales, que iban a morir en un mar de metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente amalgamábanse bajo la brisa nocturna v la luna mágica.
Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada, como en una tumba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vida humana. Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacábanse sobre monumentales zócalos altas figuras de bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo estéril; y los únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud eran millares de inmensos vampiros que daban vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisibles turbaban el estático silencio con sus lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias.
Cuando saciaron la mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros bajaron de la montaña, asombrándose en extremo por no haber advertido en aquella ciudad inmensa la huella de un ser humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lugar donde vieron cuatro inscripciones grabadas en caracteres jónicos, y que enseguida descifró y tradujo al emir Muza el jeique Abdossamad.
Decía la primera inscripción:
¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cercana; no hagas cuentas para el porvenir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde su palacios de vastas magnificencias precipita a los reyes en la estrecha morada de la tumba; y al despertar su alma en la igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo!
Cuando oyó estas palabras, exclamó el emir Muza: "¡oh sublimes verdades! ¡Oh sueños del alma en la igualdad de la tierra! ¡Qué conmovedor es todo esto!" Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases. Pero ya traducía el jeique la segunda inscripción, que decía:
¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que cimentaron los imperios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán? ¡Pasaron cual si nunca hubieran existido!
Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeique, que traducía la tercera:
¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los placeres., y no ves que la muerte se te monta en los hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada! ¿Adónde fueron a parar los hombres llenos de esperanzas y sus proyectos efímeros? ¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan búhos ahora!
No pudo el emir Muza contener su emoción y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes, y decía: "¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay que morir? ¿Por qué vivir, si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos ante El con obediencia muda!"
Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego bajar a aquella ciudad sin puertas.
Enseguida dedicáronse a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo suficiente larga para llegar a lo alto de las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras gruesas; e invocando el nombre de Alah, comenzaron a trepar por ella lentamente...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.