Las mil y una noches:333

Las mil y una noches - Tomo III
de Anónimo
Capítulo 333: Y cuando llegó la 340ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 340ª NOCHE

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Ella dijo:

"...Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos."

Al oír tales palabras, el emir Muza, gobernador de Moghreb, invocando el nombre de Alah, no quiso tener un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos, no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossamad y de Taleb el enviado del califa, tomó el camino del desierto, seguido por mil camellos cargados con agua y por otros mil cargados con víveres y provisiones.

Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte, hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, sostenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el cielo se veían allá. En la gran muralla donde abríase la puerta principal, de ébano macizo incrustado de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas palabras trazadas en caracteres jónicos, que descifró el jeique Abdossamad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:

¡Entra aquí para saber la historia de los dominadores!

¡Todos pasaron ya! ¡Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres!

¡Los dispersó la muerte como si fueran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento!

Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que traducía el venerable Abdossamad, y murmuró: "¡No hay más Dios que Alah!" Luego dijo: "¡Entremos!" Y seguido por sus acompañantes, franqueó los umbrales de la puerta principal y penetró en el palacio.

Entre el vuelo mundo de los pajarracos negros, surgió ante ellos la alta desnudez granítica de una torre cuyo final perdíase de vista, y al pie de la cual se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una, rodeando un monumental sarcófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:

¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo! ¿De cuántos acontecimientos no hube de ser testigo?

¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?

¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?

¿Cuántas ciudades no saqueé, entrando en ellas como el simún destructor? ¿Cuántos imperios no destruí, impetuoso como el trueno?

¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?

¿Qué de leyes no dicté en el universo? ¡Y ya lo veis!

¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena pueda dejar la espuma!

¡Me sorprendió la muerte, sin que mi poderío la rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!

Por tanto, viajero, escucha las palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:

¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se apoderará de ti la muerte!

Mañana responderá la tierra a quien te llame: "¡Ha muerto!" ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que guarda para la eternidad!

Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcófago y los sepulcros, repitiéndose las palabras fúnebres. Luego se encaminaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano, sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:

¡En el nombre del Eterno, del Inmutable!

¡En el nombre del Dueño de la furia v del poder!

¡Aprende, viajero que pasas por aquí, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!

¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo!

¡Voy a hablarte de mi poderío!

¡En mis cuadras, cuidadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!

¡En mis estancias reservadas tenía yo como concubinas mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos y cuya belleza hace palidecer el brillo de la luna!

¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!

¡Poseía inmensos tesoros: y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los límites extremos de Occidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!

¡Y creí eterno mi poderío y afirmada por los siglos de los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oír la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!

¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!

¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus espadas!

Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:

"¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata si prolongáis por un día mi vida sobre la tierra!"

¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio!

¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio se tornó en asilo de la muerte!

¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-scheddad ben-Aad el Grande!

Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes prorrumpieron en sollozos y lloraron largamente. Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma de cúpula, y que era única de la torre que tenía algún mueble. El mueble consistía en una colosal mesa de madera de sándalo, tallada maravillosamente, y sobre la cual se destacaba, en hermosos caracteres análogos a los anteriores, esta inscripción:

¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos y mil reyes que conservaron bien sus ojos! ¡Ahora son ciegos todos en la tumba!

El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución, transcribió tales palabras en sus pergaminos; luego, conmovido en extremo, abandonó el palacio y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.