Las mil y una noches:308

Las mil y una noches - Tomo III
de Anónimo
Capítulo 308: Pero cuando llegó la 314ª noche


PERO CUANDO LLEGO LA 314ª NOCHE

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Ella dijo:

...al kadí y a los testigos, que no tardaron en llegar. Y el anciano me casó con su hija, y nos dio un festín enorme, y celebró una boda espléndida. Después me llamó y me llevó junto a su hija, a la cual aún no había visto. Y la encontré perfecta en hermosura y gentileza, en esbeltez de cintura y en proporciones. Además, la vi adornada con suntuosas alhajas, sedas y brocados, joyas y pedrerías, y lo que llevaba encima valía millares y millares de monedas de oro, cuyo importe exacto nadie habría podido calcular.

Y cuando la tuve cerca, me gustó. Y nos enamoramos uno de otro. Y vivimos mucho tiempo juntos, en el colmo de las caricias y la felicidad.

El anciano padre de mi esposa falleció al poco tiempo en la paz y misericordia del Altísimo. Le hicimos unos grandes funerales y lo enterramos. Y yo tomé posesión de todos sus bienes, y sus esclavos y servidores fueron mis esclavos y servidores, bajo mi única autoridad. Además, los mercaderes de la ciudad me nombraron su jefe, en lugar del difunto, y pude estudiar las costumbres de los habitantes de aquella población y su manera de vivir.

En efecto, un día noté con estupefacción que la gente de aquella ciudad experimentaba un cambio anual en primavera; de un día a otro mudaban de forma y aspecto: les brotaban alas de los hombros, y se convertían en volátiles. Podían volar entonces hasta lo más alto de la bóveda aérea, y se aprovechaban de su nuevo estado para volar todos fuera de la ciudad, dejando en ésta a los niños y mujeres, a quienes nunca brotaban alas.

Este descubrimiento me asombró al principio, pero acabé por acostumbrarme a tales cambios periódicos. Sin embargo, llegó un día en que empecé a avergonzarme de ser el único hombre sin alas, viéndome obligado a guardar yo solo la ciudad con las mujeres y niños. Y por mucho que pregunté a los habitantes sobre el medio de que habría de valerme para que me saliesen alas en los hombros, nadie pudo ni quiso contestarme. Y me mortificó bastante no ser más que Sindbad el Marino y no poder añadir a mi sobrenombre la condición de aéreo.

Un día, desesperando de conseguir nunca que me revelaran el secreto del crecimiento de las alas, me dirigí a uno, a quien había hecho muchos favores, y cogiéndole del brazo, le dije: "¡Por Alah sobre ti! Hazme siquiera el favor, por los que te he hecho yo a ti, de dejarme que me cuelgue de tu persona, y vuele contigo a través del aire. ¡Es un viaje que me tienta mucho, y quiero añadir a los que realicé por mar!"

Al principio no quiso prestarme atención; pero a fuerza de súplicas acabé por moverle a que accediera. Tanto me encantó aquello, que ni siquiera me cuidé de avisar a mi mujer ni a mi servidumbre; me colgué de él abrazándole por la cintura, y me llevó por el aire, volando con las alas muy desplegadas.

Nuestra carrera por el aire empezó ascendiendo en línea recta durante un tiempo considerable. Y acabamos por llegar tan arriba en la bóveda celeste, que pude oír distintamente cantar a los ángeles y sus melodías debajo de la cúpula del cielo.

Al oír cantos tan maravillosos, llegué al límite de la emoción religiosa, y exclamé: "¡Loor a Alah en lo profundo del cielo! ¡Bendito y glorificado sea por todas las criaturas!"

Apenas formulé estas palabras, cuando mi portador lanzó un juramento tremendo, y bruscamente, entre el estrépito de un trueno precedido de terrible relámpago, bajó con tal rapidez que me faltaba el aire, y por poco me desmayo, soltándome de él con peligro de caer al abismo insondable. Y en un instante llegamos a la cima de una montaña, en la cual me abandonó mi portador dirigiéndome una mirada infernal, y desapareció, tendiendo el vuelo por lo invisible.

Y quedé completamente solo en aquella montaña desierta, y no sabía dónde estaba, ni por dónde ir para reunirme con mi mujer, y exclamé en el colmo de la perplejidad: "¡No hay recurso ni fuerza más que Alah el Altísimo y Omnipotente! ¡Siempre que me libro de una calamidad caigo en otra peor! ¡En realidad merezco todo lo que me sucede!"

Me senté entonces en un peñasco para reflexionar sobre el medio de librarme del mal presente, cuando de pronto vi adelantar hacia mí a dos muchachos de una belleza maravillosa, que parecían dos lunas.

Cada uno llevaba en la mano un bastón de oro rojo, en el cual se apoyaba al andar. Entonces me levanté rápidamente, fui a su encuentro y les deseé la paz.

Correspondieron con gentileza a mi saludo, lo cual me alentó a dirigirles la palabra, y les dije: "¡Por Alah sobre vosotros!, ¡oh maravillosos jóvenes! ¡Decidme quiénes sois y qué hacéis!" Y me contestaron: "¡Somos adoradores del Dios verdadero!" Y uno de ellos, sin decir más, me hizo seña con la mano en cierta dirección, como invitándome a dirigir mis pasos por aquella parte, me entregó el bastón de oro, y cogiendo de la mano a su hermoso compañero, desapareció de mi vista.

Empuñé entonces el bastón de oro, y no vacilé en seguir el camino que se me había indicado, maravillándome al recordar a aquellos muchachos tan hermosos. Llevaba algún tiempo andando, cuando vi salir súbitamente de detrás de un peñasco una serpiente gigantesca que llevaba en la boca a un hombre, cuyas tres cuartas partes se había ya tragado, y del cual no se veían más que la cabeza y los brazos. Estos se agitaban desesperadamente y la cabeza gritaba:

"¡Oh caminante! ¡Sálvame del furor de esta serpiente y no te arrepentirás de tal acción!" Corrí entonces detrás de la serpiente, y le di con el bastón de oro rojo un golpe tan afortunado, que quedó exánime en aquel momento. Y alargué la mano al hombre trabado y le ayudé a salir del vientre de la serpiente.

Cuando miré mejor la cara del hombre, llegué al límite de la sorpresa al conocer que era el volátil que me había llevado en su viaje aéreo y había acabado por precipitarse conmigo, a riesgo de matarme, desde lo alto de la bóveda del cielo hasta la cumbre de la montaña en la cual me había abandonado, exponiéndome a morir de hambre y sed.

Pero ni siquiera quise demostrar rencor por su mala acción, y me conformé con decirle dulcemente:

"¿Es así como obran los amigos con los amigos?"

El me contestó: "En primer lugar he de darte las gracias por lo que acabas de hacer en mi favor. Pero ignoras que fuiste tú, con tus invocaciones inoportunas pronunciando el Nombre, quien me precipitaste de lo alto contra mi voluntad. ¡El Nombre produce ese efecto en todos nosotros! ¡Por eso no lo pronunciamos jamás!"

Entonces, yo, para que me sacara de aquella montaña, le dije: "¡Perdona y no me riñas; pues, en verdad, yo no podía adivinar las consecuencias funestas de mi homenaje al Nombre! ¡Te prometo no volverlo a pronunciar durante el trayecto, si quieres transportarme ahora a mi casa!"

Entonces el volátil se bajó, me cogió a cuestas, y en un abrir y cerrar de ojos me dejó en la azotea de mi casa y se fue a la suya. Cuando mi mujer me vio bajar de la azotea y entrar en la casa después de tan larga ausencia, comprendió cuanto acababa de ocurrir, y bendijo a Alah que me había salvado una vez más de la perdición. Y tras las efusiones del regreso, me dijo: "Ya no debemos tratarnos con la gente de esta ciudad. ¡Son hermanos de los demonios!"

Y yo le dije: "¿Y cómo vivía tu padre entre ellos?" Ella me contestó: "Mi padre no pertenecía a su casta, ni hacía nada como ellos, ni vivía su vida. De todos modos, si quieres seguir mi consejo, lo mejor que podemos hacer ahora que mi padre ha muerto...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.