Las mil y una noches:222
PERO CUANDO LLEGO LA 207ª NOCHE
editarElla dijo:
...y en un giro rápido como el relámpago, se la arrancó de la mano. Después fué a posarse, algo más lejos, en la copa de un árbol alto, y lo miró, inmóvil y burlona, sujetando con el pico el talismán.
Ante aquel desastroso accidente, la estupefacción de Kamaralzamán fué tan honda, que abrió la boca y estuvo algún rato sin poder moverse, pues a su vista pasó todo el dolor con que presentía afligida a Budur al saber la pérdida de una cosa que indudablemente debía estimar mucho. Así es que Kamaralzamán, repuesto de su sorpresa, no vaciló un instante. Cogió una piedra y corrió hacia el árbol en que se había posado el ave. Llegó a la distancia necesaria para tirarle la piedra al ladrón, y ya levantaba la mano apuntándole, cuando el ave saltó del árbol y fué a posarse en otro algo más lejano.
Entonces Kamaralzamán la persiguió, y el ave voló y fué al tercer árbol.
Y Kamaralzamán dijo para sí: "¡Ha debido ver que llevo una piedra en la mano! Voy a tirarla para que comprenda que no quiero hacerle daño" Y tiró la piedra a lo lejos.
Cuando el ave vió que Kamaralzamán tiraba la piedra, saltó al suelo, pero manteniéndose de todos modos a cierta distancia. Y Kamaralzamán pensó: "¡Ahí me está esperando!" Y se acercó a ella con rapidez, pero al ir a tocarla con la mano, el ave saltó algo más lejos. Y Kamaralzamán saltó detrás de ella. Y el ave saltó y Kamaralzamán saltó y el ave saltó. Y Kamaralzamán salto, y así sucesivamente, horas y horas, de valle en valle y de collado en collado, hasta que anocheció. Entonces Kamaralzamán exclamó: "¡No hay más recurso que Alah Todopoderoso!" Y se paró, sin aliento. Y el ave también se paró, pero algo más lejos, en la cima de un montecillo.
En aquel momento, Kamaralzamán notó humedad en la frente, más de desesperación que de cansancio, y pensó que tal vez haría mejor en regresar al campamento. Pero dijo para sí: "Mi amada Budur sería capaz de morirse de pena si le anunciase la pérdida irremediable de este talismán, de virtudes desconocidas para mí, pero que para ella deben ser esenciales. Y además, si me volviera ahora que la tiniebla es tan espesa, me expondría a extraviarme, o a que me atacasen las alimañas nocturnas". Sumido entonces en pensamientos tan desconsoladores, no sabía qué resolución tomar, y se tendió en el suelo, llegando al límite del aniquilamiento.
Sin embargo, no dejó de observar al ave, cuyos ojos brillaban de una manera extraña entre la sombra; y cada vez que hacía un ademán o se levantaba pensando sorprenderla, el ave sacudía las alas y daba un chillido como para avisarle que le veía. De modo que Kamaralzamán, vencido por la fatiga y la emoción, se dejó dominar del sueño hasta por la mañana.
En cuanto despertó, decidió pillar a todo trance al ave ladrona, y empezó a perseguirla: y se repitió la misma carrera, con igual resultado que en la víspera. Y Kamaralzamán, cuando anocheció, empezó a golpearse, exclamando: "¡La perseguiré mientras me quede un hálito de vida!" Y recogió algunas plantas y hierbas, conformándose con alimentarse de ellas. Y se durmió, acechando al ave, y acechado también por los ojos que brillaban entre la sombra.
Y al día siguiente se reprodujo la misma persecución, y así continuaron hasta el décimo día, desde por la mañana hasta por la noche; pero al amanecer el undécimo día, atraído sin cesar por el vuelo del ave, Kamaralzamán llegó a las puertas de una ciudad situada junto al mar.
Al ver aquello, Kamaralzamán se sintió presa de una ira tal, que se tiró al suelo de bruces, y lloró durante largo tiempo, sacudido por los sollozos.
Pasadas algunas horas en tal estado de angustia, se decidió a levantarse, y fué hasta el arroyo que corría cerca de allí para lavarse las manos y la cara y hacer sus abluciones; después se encaminó a la ciudad, pensando en el dolor de su amada Budur y en todas las suposiciones que estaría haciendo sobre su desaparición y la del talismán. Y se recitaba poemas acerca de la separación y las penas de amor, como el siguiente, entre otros mil:
Para no escuchar a los envidiosos que me censuraban y me decían: ¡Sufres porque amas a un ser demasiado hermoso! ¡Quien es tan hermoso como ese ser, se antepone a todo amor!
Para no escucharlos, me he tapado todas las aberturas de los oídos, y les he dicho: ¡La he escogido entre mil, es verdad! ¡Cuando el Destino nos tiene en su poder, perdemos la vista y hacemos la elección entre tinieblas!
Después Kamaralzamán traspuso las puertas y entró en la ciudad. Empezó a andar por las calles sin que ninguno de los numerosos habitantes con quienes se cruzaba le mirara con afabilidad, como acostumbran a hacer los musulmanes con los extranjeros. Siguió, pues, su camino, y llegó de tal modo a la puerta opuesta de la ciudad, por la cual se salía para ir a los jardines.
Como encontró abierta la puerta de un jardín más grande que los demás, entró en él, y vió que se le acercaba el jardinero, que fué el primero que le saludó, según la fórmula de los musulmanes. Y Kamaralzamán correspondió a sus deseos de paz, y respiró a gusto oyendo hablar en árabe. Y después del cambio de zalemas, Kamaralzamán preguntó al viejo: "Pero ¿por qué tienen unas caras tan hurañas y unas maneras tan frías, tan heladas y tan poco hospitalarias todos esos habitantes?"
El buen anciano contestó: "¡Bendito sea Alah, hijo mío, por haberte sacado sin detrimento de sus manos! Los que habitan en esta ciudad son invasores procedentes de los países negros de Occidente; llegaron un día por mar desembarcando de improviso, y mataron a todos los musulmanes, que vivían en nuestra ciudad. Adoran cosas extraordinarias e incomprensibles; hablan en un lenguaje oscuro y bárbaro, y comen cosas podridas que huelen mal, como el queso corrompido y la caza pasada; y no se lavan nunca, porque al nacer, unos hombres muy feos y vestidos de negro les riegan el cráneo con agua, y esta ablución, acompañada por ademanes extraños, les dispensa de cualquiera otra ablución durante el resto de sus días. De modo que esta gente, para no sentir nunca la tentación de lavarse, empezaron por destruir todo harnmam y toda fuente pública, y en el lugar que ocupaban edificaron tiendas servidas por zorras, que venden como bebida un líquido amarillo con espuma, que debe ser orines fermentados, o cosa peor todavía. ¡En cuanto a sus mujeres, ¡oh hijo mío! son la calamidad más abominable! Tampoco se lavan, lo mismo que los hombres; pero en cambio se blanquean las caras con cal apagada, y cascarones de huevo pulverizados; además, tampoco llevan paño ni pantalón que las libre por abajo del polvo del camino; así es que resulta pestilente acercarse a ellas, y todo el fuego del infierno no bastaría a limpiarlas. He aquí, hijo mío entre qué gente acabo una existencia que me costó gran trabajo salvar del desastre: ¡Pues aquí donde me ves, soy el único musulmán que queda vivo!
¡Pero demos gracias al Altísimo, que nos hizo nacer con creencias tan puras como el cielo del cual proceden!"
Dichas estas palabras, el jardinero se figuró, por el aspecto cansado del joven, que debía tener hambre; le llevó a su modesta casa, al fondo del jardín, y con sus propias manos le dió de comer y beber. Después de lo cual le interrogó discretamente por la causa de su llegada...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y como era discreta, se calló.