Las mil y una noches:162
Y CUANDO LLEGO LA 131ª NOCHE
editarElla dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que después de estas palabras del jefe de los eunucos, el rey dijo al visir: "Acabas de oír con tus propios oídos lo que ha pasado. Transmite, pues, mis zalemas al rey Soleimán-Schah, y repítele lo ocurrido, diciéndole que a mi hija la horroriza el matrimonio. ¡Y Alah haga que llegues a tu país con toda seguridad!"
Entonces el visir y Aziz se apresuraron a regresar a la Ciudad Verde, y a repetir al rey Soleimán-Schah lo que había ocurrido.
Esta noticia encolerizó al rey, que quiso llamar a los emires y a los lugartenientes para reunir las tropas e invadir inmediatamente las comarcas de las Islas del Alcanfor y el Cristal.
Pero el visir pidió permiso para hablar, y dijo: "¡Oh soberano! no debes proceder de ese modo, pues en realidad la culpa no la tiene el padre, sino la hija, y el impedimento procede de ella sola. Y su mismo padre está tan contrariado como todos nosotros. Ya te he repetido las terribles palabras que la princesa Donia dijo al espantado jefe de los eunucos".
Cuando el rey Soleimán-Schah hubo oído al visir, acabó por darle la razón y se asustó al pensar en las amenazas de la princesa. Y se dijo: "Aunque invadiese su país y la redujese a ella a la esclavitud, de nada nos serviría, puesto que ha jurado matarse".
Entonces mandó llamar al príncipe Diadema, y muy afligido por el disgusto que iba a darle, le puso al corriente de todo. Pero el príncipe Diadema, lejos de desesperarse, dijo firmemente: "¡Oh padre mío! no creas que voy a dejar esto en tal estado. ¡Lo juro por Alah! ¡Sett-Donia será mi esposa! Llegaré hasta ella, aunque haya de arriesgar la vida". Y el rey dijo: "¿Pero de qué manera?"
Y respondió el príncipe: "Iré en calidad de mercader".
Y dijo el rey: "En ese caso lleva contigo al visir y a Aziz". Y en seguida mandó comprar mercaderías por valor de cien mil dinares, y que vaciasen en los sacos los tesoros encerrados en sus propios armarios. Y le dió cien mil dinares en oro, caballos, camellos, mulos y tiendas suntuosas forradas de seda y de colores admirables.
Entonces el príncipe Diadema besó las manos a su padre, se puso su ropa de viaje, fué en busca de su madre, y le besó igualmente las manos. Y su madre le dió cien mil dinares, y lloró mucho, e invocó sobre él la bendición de Alah, e hizo votos por la satisfacción de su alma y por su buen regreso entre los suyos. Y las quinientas damas de palacio, que rodeaban a la madre de Diadema, se echaron también a llorar, mirándole en silencio, con respeto y ternura.
Y el príncipe Diadema salió de la habitación de su madre, llamó a su amigo Aziz y al anciano visir, y dió la orden de marcha. Y como Aziz se echase a llorar, le preguntó el príncipe: "¿Por qué lloras, hermano Aziz?" Y éste dijo: "¡Oh hermano mío! ya sé que no puedo separarme de ti, pero ¡hace tanto tiempo que dejé a mi pobre madre! Y ahora, cuando llegue la caravana sin mí, ¿qué pensará mi madre al no verme entre los mercaderes?" El príncipe dijo: "¡Tranquilízate, hermano Aziz! Volverás a tu tierra en cuanto quiera Alah, después de habernos facilitado los medios de conseguir nuestro objeto". Y se pusieron en camino.
Y viajaron en compañía del sabio y prudente visir que, para distraerlos y para que Diadema lo sobrellevase todo con paciencia, les contaba historias admirables. Y también Aziz recitaba a Diadema inspirados poemas, e improvisaba versos llenos de encanto, hablando del amor y de los amantes. Como éstos, entre otros mil:
- ¡Vengo a contaros mi locura, y cómo el amor ha podido hacerme niño, rejuveneciendo mi vida!
- ¡Tú a quien lloro! ¡La noche aviva en mi alma tu recuerdo! ¡La mañana brota sobre mi frente, que no ha conocido el sueño! ¡Oh! ¿Cuándo vendrá el regreso después de la ausencia?
Al cabo de un mes de viaje llegaron a la capital de las Islas del Alcanfor y el Cristal, y al entrar en el gran zoco de los mercaderes, notó el príncipe Diadema que disminuían sus preocupaciones, animándose su corazón con alegres latidos. Hicieron alto por consejo de Aziz en el gran khan, y alquilaron para ellos todos los almacenes de abajo y todas las habitaciones de arriba, mientras el visir iba a buscarles una casa de la ciudad. Colocaron los fardos en los almacenes, y después de haber descansado cuatro días, fueron a visitar a los mercaderes del gran zoco de la seda.
Y por el camino dijo el visir: "Se me ocurre una cosa para que podamos alcanzar el fin deseado". Y el príncipe contestó: "Habla como gustes, pues los ancianos tienen inspiraciones, y sobre todo cuando poseen como tú la experiencia de los negocios".
Y el visir dijo: "Mi idea es que, en vez de dejar las mercaderías encerradas en el khan, donde los parroquianos no pueden verlas abramos para ti, ¡oh príncipe! una gran tienda en el zoco de la sedería. Y tú, en calidad de mercader, te sentarás a la entrada de la tienda para vender y mostrar los géneros, mientras que Aziz estará en el fondo para darte todas las telas y desenrollarlas. Y de esta suerte, como eres tan hermoso, y como Aziz no lo es menos que tú, he aquí que la tienda llegará a ser inmediatamente la más concurrida del zoco". Y Diadema contestó: "¡La idea es admirable!" Y vestido con un magnífico traje de gran mercader, entró en el zoco de la seda, seguido de Aziz, del visir y de sus servidores.
Cuando le vieron pasar los mercaderes, quedaron completamente deslumbrados por su belleza. Y todos dejaron de atender a los parroquianos en aquel momento. Los que estaban cortando telas se quedaron con las tijeras en el aire. Los que compraban abandonaron sus compras. Y todos se decían a un tiempo: "¿Será que el portero Raduán, aquel que tiene las llaves de los jardines del cielo, se habrá olvidado de cerrar las puertas, y así ha podido bajar a la tierra este joven celestial?"
Y otros exclamaban al verle: "¡Ya Alah! ¡Nos envías un ángel de entre tus ángeles para que veamos cuán hermosos son!"
Llegados al centro del zoco, preguntaron dónde estaba el gran jeique de los mercaderes, y se dirigieron hacia su tienda. Y cuando entraron en ella, se levantaron en honor suyo cuantos estaban sentados allí. Y pensaban: "¡Este venerable anciano es el padre de esos dos jóvenes tan hermosos!" El visir, después de hacer sus zalemas, preguntó: "¡Oh mercaderes! ¿Cuál de vosotros es el jefe del zoco?"
Y le contestaron: "Helo aquí". El visir miró al mercader que le señalaban, y vió que era un anciano muy alto, de barba blanca y de aspecto respetable, que se apresuró a hacerles los honores de su tienda, con un cordial saludo de bienvenida, e invitándoles a sentarse en la alfombra a su lado. Y exclamó: "¡Estoy dispuesto a todos los servicios que deseéis!".
Entonces el visir dijo: "¡Oh jeique el más amable de todos! Hace años que viajo con estos dos jóvenes por ciudades y comarcas para completar su instrucción, mostrándoles los diversos pueblos, para que aprendan a vender y comprar, sacando al mismo tiempo provecho de los diversos usos y costumbres. Y con este propósito venimos a establecernos en esta ciudad durante algún tiempo, pues deseo que mis hijos regocijen su vista en todas las cosas hermosas que contiene, y aprendan de los que viven en ella los buenos modales y la cortesía. Te rogamos, pues, que nos alquilen una buena tienda, bien situada, para que expongamos las mercaderías de nuestro país".
Y el jeique respondió: "Tendré mucho gusto en satisfaceros". Enseguida, volviéndose hacia los jóvenes para examinarlos mejor, sintió un pasmo sin límites, sólo con aquella ojeada, pues tanto le asombró su hermosura. Porque aquel jeique adoraba hasta la locura y sin ningún reparo los bellos ojos de los jóvenes, y su predilección se encaminaba al amor de los muchachos anteponiéndolo al de las doncellas, y prefiriendo con mucho el ácido sabor de los pequeños.
Dijo, pues, para sí: "¡Gloria y loor al que ha creado y modelado a estos dos jóvenes, formando semejante belleza de una materia sin vida!"
Y se levantó, les sirvió mejor que un esclavo a sus amos, y se puso por completo a sus órdenes, apresurándose a mostrarles las tiendas disponibles, y acabando por elegir para ellos una que estaba precisamente en el centro del zoco. Aquella tienda era la más hermosa de todas, la más clara, la más amplia, la de mejor exposición, y estaba construida con mucho arte, adornándola escaparates de madera labrada y anaquelerías de marfil, ébano y cristal. La calle estaba bien regada y barrida en su alrededor, y de noche se colocaba en su puerta el guarda del zoco. Por lo tanto, el jeique, en cuanto se ajustó el precio, entregó las llaves de la tienda al visir, y le dijo: "¡Haga Alah de esta tienda en manos de tus hijos un comercio próspero y abundante, bajo los auspicios de este día bendito!"
Entonces el visir mandó colocar en la tienda las mercaderías de valor, las hermosas telas, los brocados, todos los tesoros inestimables que habían guardado los armarios del rey Soleimán. Y terminado este trabajo, se llevó a los dos jóvenes a tomar un baño al hammam, muy próximo a la puerta del zoco, y que tenía fama por su limpieza y por sus mármoles relucientes. Entrábase en él subiendo tres peldaños, donde se colocaban ordenadamente los zuecos de madera.
Y los dos amigos, terminado el baño, no quisieron aguardar al visir, pues tenían mucha prisa por ocupar su sitio en la tienda. Salieron, pues, muy alegres, y la primera persona con quien se encontraron fué el jeique del zoco, que los aguardaba, lleno de pasión, en los peldaños del hammam. Y el baño había dado más esplendor a la belleza de los jóvenes, y más frescura a su tez, y...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.