Las mil y una noches:145
PERO CUANDO LLEGO LA 114ª NOCHE
editarElla dijo:
El hermoso Aziz prosiguió de este modo su historia:
Y me perfumó con sus manos, quemó benjuí para que aromase mi ropa, y me abrazó tiernamente, diciendo: "¡Oh mi muy amado primo! he aquí la hora. Ten ánimo, y vuelve a mí tranquilo y satisfecho. Pues yo deseo la paz de tu alma, y sólo seré dichosa con tu dicha. Vuelve pronto, pues, para contarme la aventura. ¡Y cuenta que habrá hermosos días para nosotros, y hermosas noches benditas!" Entonces, calmando los latidos de mi corazón y reprimiendo mis emociones, me despedí de mi prima y salí.
Llegado a la callejuela sombría, fuí a sentarme en el banco, sintiendo que se había apoderado de mí una excitación inmensa.
Y apenas estuve allí, vi que se entreabría la ventana; y enseguida me pasó un vértigo por delante de los ojos, pero me rehice, miré hacia la ventana, y vi a la joven. Y al ver aquel rostro adorado, me tambaleé y caí temblando en el banco.
La joven seguía en la ventana, mirándome con toda la luz de sus ojos. Y tenía en la mano un espejo y un pañuelo rojo. Y sin decir palabra, se levantó las mangas y se descubrió los brazos hasta los hombros. Después abrió la mano, y extendiendo los dedos, se tocó los pechos. Luego alargó el brazo fuera de la ventana, empuñando el espejo y el pañuelo rojo; agitó el pañuelo tres veces, levantándolo y volviéndolo a bajar. Hizo ademán de retorcer el pañuelo y doblarlo; inclinó la cabeza hacia mí largo rato; después, retirándose rápidamente, cerró la ventana y desapareció. ¡Y esto fué todo! Y sin pronunciar ni una sola palabra.
Me dejó así, en una perplejidad extrema; y no sabía si quedarme o irme; y en la duda, estuve mirando a la ventana horas y más horas, hasta medianoche. Entonces, sintiéndome enfermo a fuerza de tanto pensar, me volví a casa y encontré a mi pobre prima esperando, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y la cara llena de tristeza y resignación. Y falto de fuerzas, me dejé caer al suelo en un estado lamentable. Y mi prima, que se había apresurado a correr hacia mí, me recibió en sus brazos, y me besó en los ojos, y me los secó con una punta de la manga, y para calmar mi espíritu, me dió un vaso de jarabe perfumado con agua de flores; y acabó por interrogarme dulcemente sobre aquel retraso y sobre mi desesperación.
Entonces, aunque quebrantado por el cansancio, la puse al corriente de todo, refiriéndole los ademanes de la hermosa desconocida. Y mi prima dijo: "¡Oh Aziz de mi corazón! el significado que para mí tienen esas cosas, sobre todo lo de los cinco dedos y el espejo, es que la joven te enviará un mensaje dentro de cinco días a casa del tintorero de la calleja".
Entonces exclamé: "¡Oh hija de mi corazón! ¡Ojalá sean verdaderas tus palabras! Pues he visto que en la esquina de la calleja existe efectivamente la tienda de un tintorero judío". Y después, sin poder resistir la ola de mis recuerdos, me puse a sollozar en el seno de mi prima, que para consolarme me colmó de palabras dulces y caricias encantadoras.
Y decía: "Piensa, ¡oh mi querido Aziz! que los enamorados sufren años y más años esperando, y tienen que resignarse, armándose de firmeza, y tú apenas si hace una semana que conoces los tormentos del corazón. Anímate, ¡oh hijo de mi tío! y prueba estos manjares, y bebe este vino que te ofrezco".
Pero yo, ¡oh mi joven señor! no pude tragar ni un bocado, ni un sorbo, y hasta perdí el sueño. La cara se me puso amarilla, y se desmejoraron mis facciones. Porque era la primera vez que sentía la pasión, y gozaba un amor amargo y misterioso.
Así es que durante los cinco días que estuve aguardando, enflaquecí hasta el extremo, y mi prima, muy afligida al verme de aquel modo, no me dejó ni un solo instante, y pasaba los días y las noches sentada a mi cabecera contándome historias de enamorados, y en vez de dormir, velaba a mi lado; y algunas veces la sorprendí secándose las lágrimas, que quería disimular.
Por fin, pasados los cinco días, me obligó a levantarme, y me calentó agua, y me hizo entrar en el hammam. Y después me vistió, y me dijo: "¡Ve a escape a la cita! ¡Y Alah te haga lograr lo que deseas, y con sus bálsamos te cure el alma!"
Me apresuré a salir, y corrí a casa del tintorero judío.
Pero aquel día era sábado, y el judío no había abierto la tienda. Me senté, a pesar de todo, delante de la puerta de la tienda, y estuve esperando hasta la oración y hasta que el sol se puso. Y como la noche avanzaba sin ningún resultado, me sobrecogió el temor y me decidí a volver a casa. Llegué como borracho, sin saber lo que hacía ni lo que decía. Y encontré a mi prima de pie, vuelta la cara hacia la pared, con un brazo apoyado en un mueble y una mano sobre el corazón. Y suspiraba unos versos muy tristes acerca del amor desgraciado.
Pero apenas se enteró de mi presencia, se secó los ojos y corrió a mi encuentro, procurando sonreír para ocultarme su dolor. Y me dijo: "¡Oh primo muy amado! ¡Que Alah haga duradera tu felicidad! ¿Pero por qué en lugar de volver tan solo por las calles desiertas no has pasado toda la noche en casa de tu amante?"
Al oírla no pude contenerme; creí que mi prima se quería burlar de mí, y la rechacé con tal brusquedad, que fué a caer todo lo larga que era contra el ángulo de un diván, y se hizo en la frente una ancha herida, de donde empezó a correr la sangre a oleadas. Entonces mi pobre prima, lejos de irritarse por mi brutalidad, no pronunció ni una palabra de indignación, se levantó muy resignada, y fué a quemar un pedazo de yesca, aplicándosela sobre la herida. Y cuando se hubo vendado la frente con un pañuelo, limpió la sangre que manchaba el mármol, y como si nada hubiese pasado, se volvió hacia mí, sonriendo tranquila, y me dijo con la mayor dulzura . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y discreta como de costumbre, interrumpió su relato hasta el otro día.