Las mil y una noches:133

Las mil y una noches - Tomo II
de Anónimo
Capítulo 133: Pero cuando llegó la 102ª noche



PERO CUANDO LLEGO LA 102ª NOCHE


Y le leyó la carta de la Madre de todas las Calamidades. Entonces el rey Hardobios llegó al límite más extremo del entusiasmo, y exclamó: "¡Admira, ¡oh rey! los ardides maravillosos de mi nodriza la Madre de todas las Calamidades! ¡Nos ha sido más útil que las armas de nuestros guerreros! ¡Su mirada, lanzada ahora contra nuestros enemigos, produce más terror que todos los demonios del infierno en el terrible día del Juicio!" Y el rey Afridonios respondió: "¡Ojalá nunca nos prive Cristo de esa mujer inestimable! ¡Y ojalá centuplique sus ardides y sus estratagemas!"

Después mandó a los jefes que avisaran a los soldados la hora del ataque. Y los guerreros afluyeron de todos sitios, afilaron las espadas e invocaron la cruz, juraron, blasfemaron, se movieron y aullaron. Y por último, salieron por la puerta principal de Constantinia.

Al verlos avanzar en orden de batalla y con la espada desnuda, comprendió el chambelán el gran peligro que les amenazaba, y reunió en seguida a sus soldados, y les dijo: "¡Oh musulmanes! poned vuestra confianza en vuestra fe. Si retrocedéis, estáis perdidos; pero si resistís firmemente, triunfaréis.

¡El valor, no es más que la paciencia de un momento! ¡No hay cosa, por angosta que sea, que no pueda ensancharla Alah! ¡Pido al Altísimo que nos bendiga y os mire con ojos clementes! "

Cuando los musulmanes oyeron estas palabras, su valor ya no conoció límites, y gritaron todos: "¡No hay más Dios que Alah!" Y por su parte los cristianos, a la voz de sus sacerdotes y sus monjes, invocaron a Cristo, la cruz y el cíngulo. Y entremezclándose estos gritos, vinieron los ejércitos a las manos, la sangre corrió a oleadas, y las cabezas volaron de los cuerpos. Entonces los ángeles buenos se pusieron del lado de los creyentes, y los ángeles malos abrazaron la causa de los descreídos; y se vió dónde estaban los cobardes y dónde estaban los intrépidos.

Los héroes brincaban en medio de la lucha. Y unos mataban, y otros caían derribados de las sillas. Y la batalla se hizo sangrienta, alfombrando el suelo los cadáveres, hacinándose hasta la altura de los caballos. ¿Pero qué podía el heroísmo de los creyentes contra el insuperable número de los malditos rumís? Así es que al caer la noche fueron rechazados los musulmanes, y saqueadas sus tiendas, cayendo su campamento en poder de la gente de Constantinia.

Entonces, en plena derrota, encontraron al ejército victorioso del rey Daul'makán, que volvía del valle después de haber destrozado a los cristianos del monasterio.

Y Scharkán llamó al chambelán, y ante todos los jefes reunidos le felicitó por su firmeza en la resistencia, por su prudencia en la retirada y por su paciencia en la derrota. Y todos los guerreros musulmanes, reunidos ahora en una sola masa, clamaban venganza, y avanzaron contra Constantinia con los estandartes desplegados.

Cuando los cristianos vieron aproximarse aquel ejército formidable sobre el cual ondeaban las banderas con las palabras de la fe, se lamentaron e invocaron a Cristo, a Mariam, a Hanna y a la cruz, y rogaron a sus patriarcas y a sus malos sacerdotes que intercedieran por ellos cerca de sus santos.

Mientras tanto, el ejército musulmán había llegado al pie de los muros de Constantinia y se preparaba para el combate.

Y Scharkán adelantó hacia su hermano, y le dijo: "¡Oh rey del tiempo! puesto que los cristianos no rehusarán la lucha, que es lo que deseo con toda mi alma, quisiera exponerte mi plan". Y el rey dijo: "¿Y cuál es ese plan que deseas expresar, ¡oh tú que posees las ideas admirables!?" Y Scharkán dijo: "La mejor disposición para la batalla es colocarme en el centro, precisamente ante el frente del enemigo; el gran visir mandará el centro derecho, el emir Torkash el centro izquierdo, el emir Rustem el ala derecha y el emir Bahramán el ala izquierda. Y tú quedarás bajo la protección del gran estandarte para vigilar los movimientos, pues eres nuestra columna y nuestra única esperanza después de Alah. ¡Y todos nosotros te serviremos de muralla!"

Daul'makán dió las gracias a su hermano por su abnegación, y dispuso que se ejecutara su plan.

Pero he aquí que de entre las filas de los rumís se destacó un jinete, que avanzó rápidamente hacia los musulmanes. Y cuando estuvo cerca se le vió cabalgar sobre una ligera mula, cuya silla era de seda blanca cubierta con un tapiz de Cachemira. El jinete era un arrogante anciano de barbas blancas y de aspecto venerable, envuelto en un manto de lana blanca. Se acercó al sitio en que estaba Daul'makán, y dijo: "Vengo hacia vosotros para traeros un mensaje. Como soy un embajador, y el embajador debe estar amparado por la neutralidad, otorgadme el derecho a hablar sin que me molesten, y os comunicaré mi misión".

Entonces Scharkán le dijo: "Estás bajo nuestra salvaguardia". El mensajero se apeó, se quitó la cruz que pendía de su cuello, se la entregó al rey, y dijo: "Vengo hacia vosotros de parte del rey Afridonios, que ha atendido mis consejos para terminar esta guerra desastrosa que aniquila tanta criatura hecha a imagen de Dios. Vengo a proponeros que se ponga término a esta guerra con un combate singular entre el rey Afridonios y el príncipe Scharkán, jefe de los guerreros musulmanes".

Oídas estas palabras, Scharkán dijo: "¡Oh anciano! vuelve junto al rey de los rumís, y dile que Scharkán, campeón de los musulmanes, acepta la lucha. Y mañana por la mañana, en cuanto hayamos descansado de esta larga marcha, chocarán nuestras armas. Y si soy vencido, nuestros guerreros tendrán que buscar su salvación en la fuga".

Entonces el anciano regresó junto al rey de Constantinia y le trasmitió la respuesta. Y el rey estuvo a punto de volar de alegría al enterarse, pues estaba seguro de matar a Scharkán, y había tomado todas sus disposiciones para ello. Y pasó aquella noche comiendo, y bebiendo, y rezando, y diciendo oraciones.

Cuando llegó la mañana, avanzó a caballo de un alto corcel de batalla. Vestía una cota de malla de oro, en el centro de la cual brillaba un espejo enriquecido con pedrería; llevaba en la mano un sable grande y corvo, y se había echado al hombro un arco fabricado al estilo occidental: Y cuando estuvo muy cerca de las filas musulmanas, se levantó la visera, y gritó:

"¡Heme aquí! ¡El que sabe quién soy, debe saber a qué atenerse; y el que ignora quién soy, me conocerá muy pronto! ¡Oh vosotros todos! ¡Soy el rey Afridonios, cuya cabeza está cubierta de bendiciones!"

Pero no había acabado de hablar, cuando apareció frente a él el príncipe Scharkán, montando un hermoso caballo que valía más de mil monedas de oro rojo, y cuya silla era de brocado, bordada con perlas y pedrerías. Llevaba en la mano una espada india nielada de oro, cuya hoja era capaz de cortar el acero y de nivelar todas las cosas.

Llevó su caballo hasta muy cerca del de Afridonios, y gritó:

"¡Guárdate, miserable! ¿Me tomas por uno de esos jovencillos de piel de doncella, cuyo sitio está más bien en el lecho de las prostitutas que en el campo de batalla? ¡He aquí mi nombre, maldito rumí!"

Y haciendo girar la espada, asestó un tremendo golpe a su adversario, que sólo se pudo resguardar haciendo dar una vuelta a su caballo. Después se lanzaron el uno contra el otro, semejando dos montañas que chocaran o dos mares que se desplomasen. Y se alejaban y se acercaban para separarse y volver a acercarse otra vez. Y no dejaban de darse golpes y pararlos. Todo esto a la vista de los dos ejércitos, que tan pronto voceaban la victoria para Scharkán como para el rey de los rumís. Y así siguieron hasta la puesta del sol, sin ningún resultado.

Pero cuando el astro iba a desaparecer, el rey Afridonios gritó súbitamente a Scharkán:

"¡Por Cristo! ¡Mira hacia atrás, campeón de la derrota, héroe de la fuga! ¡He aquí que te traen un caballo de refresco para que luches ventajosamente contra mí, que conservo el mío! ¡Esa es costumbre de esclavos y no de guerreros! ¡Por Cristo! ¡Vales menos que un esclavo!"

Al oír estas palabras, Scharkán, en el colmo de la rabia, se volvió para ver qué caballo era aquel de que le hablaba el cristiano; y no vió ninguno. Aquello era un ardid del maldito cristiano, que aprovechándose de aquel movimiento, que dejaba a Scharkán a merced suya, blandió la azagaya y se la tiró a la espalda.

Entonces Scharkán exhaló un grito terrible, un solo grito, y cayó sobre el arzón de la silla. Y el maldito Afridonios, dejándole por muerto, lanzó su grito de victoria, grito de traición, y galopó hacia las filas de los cristianos.

Pero en cuanto los musulmanes vieron caer a Scharkán con la cara contra el arzón de la silla, acudieron a socorrerle, y los primeros que llegaron hasta él fueron...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y como de costumbre, interrumpió su relato.