Las metamorfosis: Libro II

Las metamorfosis de Ovidio
Libro II


Faetón. II (1 - 332) editar

 
     El real del Sol era, por sus sublimes columnas, alto,
 claro por su rielante oro y, que a las llamas imita, por su piropo,
 cuyo marfil nítido las cúspides supremas cubría;
 de plata sus bivalvas puertas radiaban de su luz.
 A la materia superaba su obra; pues Múlciber allí 5
 las superficies había cincelado, que ciñen sus intermedias tierras,
 y de esas tierras el orbe, y el cielo, que domina el orbe.
 Azules tiene la onda sus dioses: a Tritón el canoro,
 a Proteo el ambiguo, y de las ballenas apretando,
 a Egeón, las inabarcables espaldas con sus brazos, 10
 a Doris y a sus nacidas, de las cuales, parte nadar parece,
 parte, en una mole sentada, sus verdes cabellos secar;
 de un pez remolcarse algunas; su faz no es de todas una misma,
 no distante, aun así, cual decoroso es entre hermanas.
 La tierra hombres y ciudades lleva, y espesuras y fieras 15
 y corrientes y ninfas y los restantes númenes del campo.
 De ello encima, impuesta fue del fulgente cielo la imagen,
 y signos seis en las puertas diestras y otros tantos en las siniestras.
     Adonde, en cuanto por su ascendente senda de Clímene la prole
 llegó y entró de su dudado padre en los techos, 20
 en seguida hacia los patrios rostros lleva sus plantas,
 y se apostó lejos, pues no más cercanas soportaba
 sus luces: de una purpúrea vestidura velado, sentábase
 en el solio Febo, luciente de sus claras esmeraldas.
 A diestra e izquierda el Día y el Mes y el Año, 25
 y los Siglos, y puestas en espacios iguales las Horas,
 y la Primavera nueva estaba, ceñida de floreciente corona,
 estaba desnudo el Verano y coronas de espigas llevaba;
 estaba también el Otoño, de las pisadas uvas sucio,
 y glacial el Invierno, arrecidos sus canos cabellos. 30
 Desde ahí, central según su lugar, por la novedad de las cosas atemorizado
 al joven el Sol con sus ojos, con los que divisa todo, ve,
 y «¿Cuál de tu ruta es la causa? ¿A qué en este recinto», dice, «acudías,
 progenie, Faetón, que tu padre no ha de negar?».
 Él responde: «Oh luz pública del inmenso mundo, 35
 Febo padre, si me das el uso del nombre este
 y Clímene una culpa bajo esa falsa imagen no esconde:
 prendas dame, genitor, por las que verdadera rama tuya
 se me crea y el error arranca del corazón nuestro».
 Había dicho, mas su genitor, alrededor de su cabeza toda rielantes 40
 se quitó los rayos, y más cerca avanzar le ordenó
 y un abrazo dándole: «Tú de que se niegue que eres mío
 digno no eres, y Clímene tus verdaderos» dice «orígenes te ha revelado,
 y para que menos lo dudes, cualquier regalo pide, que,
 pues te lo otorgaré, lo tendrás. De mis promesas testigo sea, 45
 por la que los dioses han de jurar, la laguna desconocida para los ojos nuestros».
 No bien había cesado, los carros le ruega él paternos,
 y, para un día, el mando y gobierno de los alípedes caballos.
     Le pesó el haberlo jurado al padre, el cual, tres y cuatro veces
 sacudiendo su ilustre cabeza: «Temeraria», dijo, 50
 «la voz mía por la tuya se ha hecho. Ojalá mis promesas pudiera
 no conceder. Confieso que sólo esto a ti, mi nacido, te negaría;
 pero disuadirte me es dado: no es tu voluntad segura.
 Grandes pides, Faetón, regalos, y que ni a las fuerzas
 esas convienen ni a tan pueriles años. 55
 La suerte tuya mortal: no es mortal lo que deseas.
 A más incluso de lo que los altísimos alcanzar pueden,
 ignorante, aspiras; aunque pueda a sí mismo cada uno complacerse,
 ninguno, aun así, es capaz de asentarse en el eje
 portador del fuego, yo exceptuado. También el regidor del vasto Olimpo, 60
 que fieros rayos lanza con su terrible diestra,
 no llevará estos carros, y qué que Júpiter mayor tenemos.
     Ardua la primera vía es y con la que apenas de mañana, frescos,
 pugnan los caballos; en medio está la más alta del cielo,
 desde donde el mar y las tierras a mí mismo muchas veces ver 65
 me dé temor, y de pávido espanto tiemble mi pecho;
 la última, inclinada vía es, y precisa de manejo cierto:
 entonces, incluso la que me recibe en sus sometidas olas,
 que yo no caiga de cabeza, Tetis misma, suele temer.
 Añade que de una continua rotación se arrebata el cielo 70
 y sus estrellas altas arrastra y en una rápida órbita las vira.
 Pugno yo en contra, y no el ímpetu que a lo demás a mí me
 vence, y contrario circulo a ese rápido orbe.
 Figúrate que se te han dado los carros. ¿Qué harás? ¿Podrías
 en contra ir de los rotantes polos para que no te arrebate el veloz eje? 75
 Acaso, también, las florestas allí y las ciudades de los dioses
 concibas en tu ánimo que están, y sus santuarios ricos
 en dones. A través de insidias el camino es, y de formas de fieras,
 y aunque tu ruta mantengas y ningún error te arrastre,
 a través, aun así, de los cuernos pasarás del adverso Toro, 80
 y de los hemonios arcos, y la boca del violento León,
 y del que sus salvajes brazos curva en un circuito largo,
 el Escorpión, y del que de otro modo curva sus brazos, el Cangrejo.
 Tampoco mis cuadrípedes, ardidos por los fuegos esos
 que en su pecho tienen, que por su boca y narices exhalan, 85
 a tu alcance gobernar está: apenas a mí me sufren cuando sus agrios
 ánimos se enardecen, y su cerviz rechaza las riendas.
 Mas tú, de que no sea yo para ti el autor de este funesto regalo,
 mi nacido, cuida y, mientras la cosa lo permite, tus votos corrige.
 Claro es que para que de nuestra sangre tú engendrado te creas 90
 unas prendas ciertas pides: te doy unas prendas ciertas temiendo,
 y con el paterno miedo que tu padre soy pruebo. Mira los rostros
 aquí míos, y ojalá tus ojos en mi pecho pudieras
 inserir y dentro desprender los paternos cuidados.
 Y, por último, cuanto tiene el rico cosmos mira en derredor, 95
 y de tantos y tan grandes bienes del cielo y la tierra
 y el mar demanda algo: ninguna negativa sufrirás.
 Te disuado de esto solo, que por verdadero nombre un castigo,
 no un honor es: un castigo, Faetón, en vez de un regalo demandas.
 ¿Por qué mi cuello sostienes, ignorante, con tus blandos brazos? 100
 No lo dudes, se te concederá -las estigias ondas hemos jurado-
 aquello que pidas. Pero tú con más sabiduría pide.
     Había acabado sus advertencias. Sus palabras, aun así, él rechaza
 y su propósito apremia y flagra en el deseo del carro.
 Así pues, lo que podía, su genitor, irresoluto, a los altos 105
 conduce al joven, de Vulcano regalos, carros.
 Áureo el eje era, el timón áureo, áurea la curvatura
 de la extrema rueda, de los radios argénteo el orden.
 Por los yugos unos crisólitos y, puestas en orden, unas gemas,
 claras devolvían sus luces, reverberante, a Febo. 110
 Y mientras de ello, henchido, Faetón se admira y su obra
 escruta, he aquí que vigilante abrió desde el nítido orto
 la Aurora sus purpúreas puertas, y plenos de rosas
 sus atrios. Se dispersan las estrellas, cuyas columnas conduce
 el Lucero, y de su posta del cielo el postrero sale: 115
 al cual cuando buscar las tierras, y que el cosmos enrojecía, vio,
 y los cuernos como desvanecerse de la extrema luna,
 uncir los caballos el Titán impera a las veloces Horas.
 Sus órdenes las diosas rápidas cumplen y, fuego vomitando
 y de jugo de ambrosia saciados, de sus pesebres altos 120
 a los cuadrípedes sacan, y les añaden sus sonantes frenos.
 Entonces el padre la cara de su nacido con una sagrada droga
 tocó y la hizo paciente de la arrebatadora llama
 e impuso a su pelo los rayos, y, présagos del luto,
 de su pecho angustiado reiterando suspiros, dijo: 125
     «Si puedes a estas advertencias al menos obedecer de tu padre,
 sé parco, chico, con las aguijadas, y más fuerte usa las bridas.
 Por sí mismos se apresuran: la labor es inhibirles tal deseo.
 Y no a ti te plazca la ruta, derechos, a través de los cinco arcos.
 Cortada en oblicuo hay, de ancha curvatura, una senda, 130
 y, con la frontera de tres zonas contentándose, del polo
 rehúye austral y, vecina a los aquilones, de la Osa.
 Por aquí sea tu camino: manifiestas de mi rueda las huellas divisarás;
 y para que soporten los justos el cielo y la tierra calores,
 ni hundas ni yergas por los extremos del éter el carro. 135
 Más alto pasando los celestes techos quemarás,
 más bajo, las tierras: por el medio segurísimo irás.
 Tampoco a ti la más diestra te decline hacia la torcida Serpiente,
 ni tu más siniestra rueda te lleve, hundido, al Ara.
 Entre ambos manténte. A la Fortuna lo demás encomiendo, 140
 la cual te ayude, y que mejor que tú por ti vele, deseo.
 Mientras hablo, puestas en el vespertino litoral, sus metas
 la húmeda noche ha tocado; no es la demora libre para nos.
 Se nos reclama, y fulge, las tinieblas ahuyentadas, la Aurora.
 Coge en la mano las riendas, o, si un mudable pecho 145
 es el tuyo, los consejos, no los carros usa nuestros.
 Mientras puedes y en unas sólidas sedes todavía estás,
 y mientras, mal deseados, todavía no pisas, ignorándolos, mis ejes,
 las que tú seguro contemples, déjame dar, las luces a las tierras».
     Ocupa él con su juvenil cuerpo el leve carro 150
 y se aposta encima, y de que a sus manos las leves riendas hayan tocado
 se goza, y las gracias da de ello a su contrariado padre.
 Entre tanto, voladores, Pirois, y Eoo y Eton,
 del Sol los caballos, y el cuarto, Flegonte, con sus relinchos llameantes
 las auras llenan y con sus pies las barreras baten. 155
 Las cuales, después de que Tetis, de los hados ignorante de su nieto,
 retiró, y hecha les fue provisión del inmenso cielo,
 cogen la ruta y sus pies por el aire moviendo
 a ellos opuestas hienden las nubes, y con sus plumas levitando
 atrás dejan, nacidos de esas mismas partes, a los Euros. 160
 Pero leve el peso era y no el que conocer pudieran
 del Sol los caballos, y de su acostumbrado peso el yugo carecía,
 y como se escoran, curvas, sin su justo peso las naves,
 y por el mar, inestables por su excesiva ligereza, vanse,
 así, de su carga acostumbrada vacío, da en el aire saltos 165
 y es sacudido hondamente, y semejante es el carro a uno inane.
     Lo cual en cuanto sintieron, se lanzan, y el trillado espacio
 abandonan los cuadríyugos, y no en el que antes orden corren.
 Él se asusta, y no por dónde dobla las riendas a él encomendadas,
 ni sabe por dónde sea el camino, ni si lo supiera se lo imperaría a ellos. 170
 Entonces por primera vez con rayos se calentaron los helados Triones
 y, vedada, en vano intentaron en la superficie bañarse,
 y la que puesta está al polo glacial próxima, la Serpiente,
 del frío yerta antes y no espantable para nadie,
 se calentó y tomó nuevas con esos hervores unas iras. 175
 Tú también que turbado huiste cuentan, Boyero,
 aunque tardo eras y tus carretas a ti te retenían.
 Pero cuando desde el supremo éter contempló las tierras
 el infeliz Faetón, que a lo hondo, y a lo hondo, yacían,
 palideció y sus rodillas se estremecieron del súbito temor, 180
 y le fueron a sus ojos tinieblas en medio de tanta luz brotadas,
 y ya quisiera los caballos nunca haber tocado paternos,
 ya de haber conocido su linaje le pesa, y de haber prevalecido en su ruego.
 Ya, de Mérope decirse deseando, igual es arrastrado que un pino
 llevado por el vertiginoso bóreas, al que vencidos sus frenos 185
 ha soltado su propio regidor, y al que a los dioses y a los rezos ha abandonado.
 ¿Qué haría? Mucho cielo a sus espaldas ha dejado;
 ante sus ojos más hay. Con el ánimo mide los dos;
 y, ya, los que su hado alcanzar no es,
 delante mira los ocasos; a las veces detrás mira los ortos, 190
 y, de qué hacer ignorante, suspendido está, y ni los frenos suelta
 ni de retenerlos es capaz, ni los nombres conoce de los caballos.
 Esparcidas también en el variado cielo por todos lados maravillas,
 y ve, tembloroso, los simulacros de las vastas fieras.
 Hay un lugar, donde en gemelos arcos sus brazos concava 195
 el Escorpión, y con su cola, y dobladas a ambos lados sus pinzas,
 alarga en espacio los miembros de sus dos signos:
 a éste el muchacho, cuando, húmedo del sudor de su negro veneno,
 y heridas amenazando con su curvada cúspide, ve,
 de la razón privado por el helado espanto las bridas soltó. 200
 Las cuales, después de que tocaron postradas lo alto de sus espaldas,
 se desorbitan los caballos y, nadie reteniéndolos, por las auras
 de una ignota región van, y por donde su ímpetu les lleva,
 por allá sin ley se lanzan, y bajo el alto éter se precipitan
 contra las fijas estrellas y arrebatan por lo inaccesible el carro, 205
 y ya lo más alto buscan, ya en pendiente y por rutas
 vertiginosas a un espacio a la tierra más cercano vanse,
 y de que más bajo que los suyos corran los fraternos caballos
 la Luna se admira, y abrasadas las nubes humean.
     Se prende en llamas, según lo que está más alto, la tierra, 210
 y hendida produce grietas, y de sus jugos privada se deseca.
 Los pastos canecen, con sus frondas se quema el árbol,
 y materia presta para su propia perdición el sembrado árido.
     De poco me quejo: grandes perecen, con sus murallas, ciudades,
 y con sus pueblos los incendios a enteras naciones 215
 en ceniza tornan; las espesuras con sus montes arden,
 arde el Atos y el Tauro cílice y el Tmolo y el Oete
 y, entonces seco, antes abundantísimo de fontanas, el Ide,
 y el virgíneo Helicón y todavía no de Eagro el Hemo.
 Arde a lo inmenso con geminados fuegos el Etna 220
 y el Parnaso bicéfalo y el Érix y el Cinto y el Otris
 y, que por fin de nieves carecería, el Ródope, y el Mimas
 y el Díndima y el Mícale y nacido para lo sagrado el Citerón,
 y no le aprovechan a Escitia sus fríos: el Cáucaso arde
 y el Osa con el Pindo y mayor que ambos el Olimpo, 225
 y los aéreos Alpes y el nubífero Apenino.
     Entonces en verdad Faetón por todas partes el orbe
 mira incendiado, y no soporta tan grandes calores,
 e hirvientes auras, como de una fragua profunda,
 con la boca atrae, y los carros suyos encandecerse siente; 230
 y no ya las cenizas, y de ellas arrojada la brasa,
 soportar puede, y envuelto está por todos lados de caliente humo,
 y a dónde vaya o dónde esté, por una calina como de pez cubierto,
 no sabe, y al arbitrio de los voladores caballos es arrebatado.
 De su sangre, entonces, creen, al exterior de sus cuerpos llamada, 235
 que los pueblos de los etíopes trajeron su negro color.
 Entonces se hizo Libia, arrebatados sus humores con ese bullir,
 árida, entonces las ninfas, con sueltos cabellos, a sus fontanas
 y lagos lloraron: busca Beocia a su Dirce,
 Argos a Amímone, Éfire a las pirénidas ondas. 240
 Y tampoco las corrientes, las agraciadas con riberas distantes de lugar,
 seguras permanecen: en mitad el Tanais humeaba de sus ondas,
 y también Peneo el viejo y el teutranteo Caíco
 y el veloz Ismeno con el fegíaco Erimanto
 y el que habría de arder de nuevo, el Janto, y el flavo Licormas 245
 y el que juega, el Meandro, entre sus recurvadas ondas,
 y el migdonio Melas y el tenario Eurotas.
 Ardió también el Eufrates babilonio, ardió el Orontes
 y el Termodonte raudo y el Ganges y el Fasis y el Histro.
 Bulle el Alfeo, las riberas del Esperquío arden, 250
 y el que en su caudal el Tajo lleva, fluye, por los fuegos, el oro,
 y las que frecuentaban con su canción las meonias riberas,
 sus fluviales aves, se caldean en mitad del Caístro.
 El Nilo al extremo huye, aterrorizado, del orbe,
 y se tapó la cabeza, que todavía está escondida; sus siete embocaduras, 255
 polvorientas, están vacías, siete, sin su corriente, valles.
 El azar mismo los ismarios Hebro y Estrimón seca,
 y los Vespertinos caudales del Rin, el Ródano y el Po,
 y al que fue de todas las cosas prometido el poder, al Tíber.
     Saltó en pedazos todo el suelo y penetra en los Tártaros por las grietas 260
 la luz, y aterra, con su esposa, al infernal rey;
 y el mar se contrae, y es un llano de seca arena
 lo que poco antes ponto era, y, los que alta cubría la superficie,
 sobresalen esos montes y las esparcidas Cícladas ellos acrecen.
 Lo profundo buscan los peces y no sobre las superficies, curvos, 265
 a elevarse se atreven los delfines hacia sus acostumbradas auras;
 los cuerpos de las focas, de espaldas sobre lo extremo del profundo,
 exánimes, nadan; el mismo incluso Nereo, fama es,
 y Doris y sus nacidas, que se ocultaron bajo tibias cavernas.
 Tres veces Neptuno, de las aguas, sus brazos con torvo semblante 270
 a extraer se atrevió, tres veces no soportó del aire los fuegos.
 La nutricia Tierra, aun así, como estaba circundada de ponto,
 entre las aguas del piélago y, contraídas por todos lados, sus fontanas,
 que se habían escondido en las vísceras de su opaca madre,
 sostuvo hasta el cuello, árida, su devastado rostro 275
 y opuso su mano a su frente, y con un gran temblor
 todo sacudiendo, un poco se asentó y más abajo
 de lo que suele estar quedó, y así con seca voz habló:
 «Si te place esto y lo he merecido, ¿a qué, oh, tus rayos cesan,
 supremo de los dioses? Pueda la que ha de perecer por las fuerzas del fuego, 280
 por el fuego perecer tuyo, y su calamidad por su autor aliviar.
 Apenas yo, ciertamente, mis fauces para estas mismas palabras libero»
 -le oprimía la boca el vapor- «quemados, ay, mira mis cabellos,
 y en mis ojos tanta, tanta sobre mi cara brasa.
 ¿Estos frutos a mí, este premio de mi fertilidad 285
 y de mi servicio me devuelves, porque las heridas del combado arado
 y de los rastrillos soporto, y todo se me hostiga el año,
 porque al ganado frondas, y alimentos tiernos, los granos,
 al humano género, a vosotros también inciensos, suministro?
 Pero aun así, este final pon que yo he merecido ¿Qué las ondas, 290
 qué ha merecido tu hermano? ¿Por qué, a él entregadas en suerte,
 las superficies decrecen y del éter más lejos se marchan?
 Y si ni la de tu hermano, ni a ti mi gracia te conmueve,
 mas del cielo compadécete tuyo. Mira a ambos lados:
 humea uno y otro polo, los cuales si viciara el fuego, 295
 los atrios vuestros se desplomarán. Atlante, ay, mismo padece,
 y apenas en sus hombros candente sostiene el eje.
 Si los estrechos, si las tierras perecen, si el real del cielo:
 en el caos antiguo nos confundimos. Arrebata a las llamas
 cuanto todavía quede y vela por la suma de las cosas». 300
     Había dicho esto la Tierra, puesto que ni tolerar el vapor
 más allá pudo ni decir más, y la boca
 suya se devolvió a sí misma, y a sus cavernas a los manes más cercanas.
     Mas el padre omnipotente, los altísimos poniendo por testigos y a aquél mismo
 que había dado sus carros, de que, si ayuda él no prestara, todas las cosas de un hado 305
 desaparecerían grave, acude, arduo, al supremo recinto
 desde donde suele las nubes congregar sobre las anchas tierras,
 desde donde mueve los truenos, y sus blandidos rayos lanza.
 Pero ni las que pudiera sobre las tierras congregar, nubes
 entonces tuvo, ni las que del cielo mandara, lluvias: 310
 truena, y balanceando un rayo desde su diestra oreja
 lo mandó al auriga y, al par, de su aliento y de sus ruedas
 lo expelió, y apacentó con salvajes fuegos los fuegos.
 Constérnanse los caballos, y un salto dando en contrario
 sus cuellos del yugo arrebatan, y sus rotas correas abandonan: 315
 por allí los frenos yacen, por allí, del timón arrancado,
 el eje, en esta parte los radios de las quebradas ruedas,
 y esparcidos quedan anchamente los vestigios del lacerado carro.
     Mas Faetón, con llama devastándole sus rútilos cabellos,
 rodando cae en picado, y en un largo trecho por los aires 320
 va, como a las veces desde el cielo una estrella, sereno,
 aunque no ha caído, puede que ha caído parecer.
 Al cual, lejos de su patria, en el opuesto orbe, el máximo
 Erídano lo recibió, y le lavó, humeante, la cara.
 Las náyades Vespertinas, por la trífida llama humeante, 325
 su cuerpo dan a un túmulo, e inscriben también con esta canción la roca:
 AQUÍ · SITO · QUEDA · FAETÓN · DEL · CARRO · AURIGA · PATERNO
 QUE · SI · NO · LO · DOMINÓ · AUN · ASÍ · SUCUMBIÓ · A · UNAS · GRANDES · OSADÍAS
     Pues su padre, cubiertos por su luto afligido, digno de compasión,
 había escondido sus semblantes, y si es que lo creemos, que un único 330
 día pasó sin sol refieren; los incendios luz
 prestaban, y algún uso hubo en el mal aquel.

Clímene (333 - 339) editar

 
     Mas Clímene, después de que dijo cuanto hubo
 en tan grandes males de ser dicho, lúgubre y amente,
 y rasgándose los senos, todo registró el orbe, 335
 y sus exánimes miembros primero, luego sus huesos buscando,
 los halló, aunque huesos, en una peregrina ribera escondidos.
 Y se postró en ese lugar, y su nombre, en el mármol leído,
 regó de lágrimas, y con su abierto pecho lo calentó.

Las Helíades (340 - 366) editar


     Y no menos las Helíades le plañen y, inanes ofrendas 340
 a la muerte, le dan lágrimas, e hiriéndose los pechos con sus palmas,
 a quien no oiría sus tristes quejas, a Faetón,
 noche y día llaman y se prosternan al sepulcro.
 La luna cuatro veces había llenado, juntos sus cuernos, su orbe:
 ellas, con la costumbre suya -pues costumbre lo hiciera el uso-, 345
 sus golpes de duelo se habían dado; de las cuales Faetusa, de las hermanas
 la mayor, cuando quisiera en tierra postrarse, se quejó
 de que rigentes estaban sus pies, a la cual intentando llegarse
 la cándida Lampetie, por una súbita raíz retenida fue;
 la tercera, cuando con las manos su pelo a desgarrar se disponía, 350
 arranca frondas; ésta, de que un tronco sus piernas retiene,
 aquélla se duele de que se han hecho sus brazos largas ramas;
 y mientras de ello se admiran, se abraza a sus ingles una corteza
 y por sus plantas, útero y pecho y hombros y manos,
 las rodea, y restaban sólo sus bocas llamando a su madre. 355
 ¿Qué iba a hacer su madre, sino, adonde la trae su ímpetu a ella,
 para acá ir y para allá, y, mientras puede, su boca unirles?
 No bastante es: de los troncos arrancar sus cuerpos intenta,
 y tiernas con sus manos sus ramas rompe; mas de ahí
 sanguíneas manan, como de una herida, gotas. 360
 «Cesa, te lo suplico, madre», aquélla que es herida grita,
 «cesa, te lo suplico: se lacera en el árbol nuestro cuerpo.
 Y ya adiós...». La corteza a sus palabras postreras llega.
 Después fluyen lágrimas, y, destilados, con el sol se endurecen,
 de sus ramas nuevas, electros, los cuales el lúcido caudal 365
 recibe, y a las nueras los manda, para que los lleven, latinas.
 

Cigno (367 - 400) editar

 
     Asistió a este prodigio, prole de Esténelo, Cigno,
 el cual a ti, aunque por la sangre materna unido,
 en la mente aun así, Faetón, más cercano estaba. Él, tras abandonar
 -pues de los lígures los pueblos y sus grandes ciudades regía- 370
 su gobierno, las riberas verdes y el caudal Erídano
 de sus quejas había llenado, y la espesura, por sus hermanas acrecida;
 cuando su voz se adelgazó para la de un hombre, y canas plumas
 sus cabellos disimulan, y el cuello del pecho lejos
 se extiende, y sus dedos rojecientes liga una unión, 375
 un ala su costado vela, tiene su cara, sin punta, un pico.
 Se vuelve nueva Cigno una ave, y no él al cielo y a Júpiter
 se confía, como acordado del fuego injustamente enviado desde él;
 a los pantanos acude y a los anchurosos lagos, y el fuego odiando,
 las que honrara eligió, contrarias a las llamas, las corrientes. 380
     Demacrado entre tanto el genitor de Faetón, y privado
 él de su propio decor, con tal orbe cual cuando falta
 estar suele, la luz odia y a sí mismo él, y al día,
 y da su ánimo a los lutos, y a los lutos añade ira,
 y su servicio niega al cosmos. «Bastante», dice, «desde los principios 385
 del tiempo la suerte mía ha sido irrequieta, y me pesa
 de estos, cumplidos sin fin por mí, sin honor, trabajos.
 Cualquier otro lleve, portadores de las luces, los carros.
 Si nadie hay y todos los dioses que no pueden confiesan,
 que él mismo los lleve, para que al menos mientras prueba nuestras riendas, 390
 los que han de orfanar a los padres, alguna vez los rayos suelte.
 Entonces sabrá, las fuerzas experimentando de los caballos de pies de fuego,
 que no merecía la muerte quien no bien los gobernara a ellos».
 Al que tal decía circundan, al Sol, todos
 los númenes, y que no quiera las tinieblas congregar sobre las cosas 395
 con suplicante voz ruegan; sus enviados fuegos también Júpiter
 excusa, y a sus súplicas amenazas, regiamente, añade.
 Reúne amentes y todavía de terror espantados
 Febo los caballos, y con la aguijada, doliente, y el látigo se encona
 -pues enconado está- y de su nacido les acusa e imputa a ellos. 400
 

Júpiter y Calisto (401 - 532) editar

 
     Mas el padre omnipotente las ingentes murallas del cielo
 rodea y que no haya algo vacilante, por las fuerzas del fuego
 derruido, explora. Las cuales, después de que firmes y con su reciedumbre
 propia que están ve, las tierras y los trabajos de los hombres
 indaga. El de la Arcadia suya, aun así, es su más precioso 405
 cuidado, y sus fontanas y, las que todavía no osaban bajar,
 sus corrientes restituye, da a la tierra gramas, frondas
 a los árboles, y ordena retoñar, lastimadas, a las espesuras.
 Mientras vuelve y va incesante, en una virgen nonacrina
 quedó prendido, y encajados caldearon bajo sus huesos unos fuegos. 410
 No era de ella obra la lana mullir tirando,
 ni de disposición variar los cabellos: cuando un broche su vestido,
 una cinta sujetara blanca sus descuidados cabellos,
 y ora en la mano una leve jabalina, ora tomara el arco,
 un soldado era de Febe, y no al Ménalo alcanzó alguna 415
 más grata que ella a Trivia. Pero ninguna potencia larga es.
     Más allá de medio su espacio el sol alto ocupaba,
 cuando alcanza ella un bosque que ninguna edad había cortado.
 Despojó aquí su hombro de su aljaba y los flexibles arcos
 destensó, y en el suelo, que cubriera la hierba, yacía, 420
 y su pinta aljaba, con su cuello puesto, hundía.
 Júpiter cuando la vio, cansada y de custodia libre:
 «Este hurto, ciertamente, la esposa mía no sabrá», dice,
 «o si lo vuelve a saber, son, oh, son unas disputas por tanto...».
 Al punto se viste de la faz y el culto de Diana 425
 y dice: «Oh, de las acompañantes mías, virgen, parte única,
 ¿en qué sierras has cazado?». Del césped la virgen
 se eleva y: «Salud, numen a mi juicio», dijo,
 «aunque lo oiga él mismo, mayor que Júpiter». Ríe y oye,
 y de que a él, a sí mismo, se prefiera se goza y besos le une 430
 ni moderados bastante, ni que así una virgen deba dar.
 En qué espesura cazado hubiera a la que a narrar se disponía,
 la impide él con su abrazo, y no sin crimen se delata.
 Ella, ciertamente, en contra, cuanto, sólo una mujer, pudiera
 -ojalá lo contemplaras, Saturnia, más compasiva serías-, 435
 ella, ciertamente, lucha, pero ¿a quién vencer una muchacha,
 o quién a Júpiter podría? Al éter de los altísimos acude vencedor
 Júpiter: para ella causa de odio el bosque es y la cómplice espesura,
 de donde, su pie al retirar, casi se olvidó de coger
 su aljaba con las flechas y, que había suspendido, su arco. 440
     He aquí que de su coro acompañada Dictina por el alto
 Ménalo entrando, y de su matanza orgullosa de fieras,
 la vio a ella y vista la llama: llamada ella rehúye
 y temió a lo primero que Júpiter estuviera en ella,
 pero después de que al par a las ninfas avanzar vio, 445
 sintió que no había engaños y al número accedió de ellas.
 Ay, qué difícil es el crimen no delatar con el rostro.
 Apenas los ojos levanta de la tierra, y no, como antes solía,
 junta de la diosa al costado está, ni de todo es el grupo la primera,
 sino que calla y da signos con su rubor de su lastimado pudor 450
 y, salvo porque virgen es, podría sentir Diana
 en mil señales su culpa -las ninfas que lo notaron refieren-.
 En su orbe noveno resurgían de la luna cuernos,
 cuando la diosa, de la cacería bajo las fraternas llamas lánguida,
 alcanzado había un bosque helado desde el que con su murmullo bajando 455
 iba, y sus trilladas arenas viraba un río;
 cuando esos lugares alabó, lo alto con el pie tocó de sus ondas.
 Ellas también alabadas, «Lejos queda», dijo, «árbitro todo;
 desnudos, sumergidos en las linfas bañemos nuestros cuerpos».
 La Parráside rojeció; todas sus velos dejan; 460
 una demoras busca; a la que dudaba su vestido quitado le es,
 el cual dejado, se hizo patente, con su desnudo cuerpo, su delito.
 A ella, atónita, y con sus manos el útero esconder queriendo:
 «Vete lejos de aquí», le dijo Cintia, «y estas sagradas fontanas
 no mancilles», y de su unión le ordenó separarse. 465
     Había sentido esto hacía tiempo la matrona del gran Tonante,
 y había diferido, graves, hasta idóneos tiempos los castigos.
 Causa de demora ninguna hay, y ya el niño Árcade -esto mismo
 dolió a Juno- había de su rival nacido.
 Al cual nada más volvió su salvaje mente junto con su luz: 470
 «Claro es que esto también restaba, adúltera», dijo,
 «que fecunda fueras y se hiciera tu injuria por tu parto
 conocida y del Júpiter mío testimoniado el desdoro fuera.
 No impunemente lo harás, puesto que te arrancaré a ti la figura
 en la que a ti misma, y en la que complaces, importuna, a nuestro marido», 475
 dijo, y de su frente, a ella opuesta, prendiéndole los cabellos,
 la postra en el suelo de bruces; tendía sus brazos suplicantes:
 sus brazos empezaron a erizarse de negros vellos
 y a curvarse sus manos y a crecer en combadas uñas
 y el servicio de los pies a cumplir, y alabada un día 480
 su cara por Júpiter, a hacerse deforme en una ancha comisura,
 y para que sus súplicas los ánimos, y sus palabras suplicantes, no dobleguen,
 el poder hablar le es arrebatado: una voz iracunda y amenazante
 y llena de terror de su ronca garganta sale.
 Su mente antigua le queda -también permaneció en la osa hecha-, 485
 y con su asiduo gemido atestiguando sus dolores,
 cuales ellas son, sus manos al cielo y a las estrellas alza,
 e ingrato a Júpiter, aunque no pueda decirlo, siente.
 Ay, cuántas veces, no osando descansar en la sola espesura,
 delante de su casa y, otro tiempo suyos, vagó por los campos. 490
 Ay, cuántas veces por las rocas los ladridos de los perros la llevaron,
 y la cazadora, por el miedo de los cazadores aterrada, huyó.
 Muchas veces fieras se escondió al ver, olvidada de qué era,
 y, la osa, de ver en los montes osos se horrorizó,
 y temió a los lobos, aunque su padre estuviese entre ellos. 495
     He aquí que su prole, desconocedor de su Licaonia madre,
 Árcade, llega, por tercera vez sus quintos casi cumpleaños pasados,
 y mientras fieras persigue, mientras los sotos elige aptos
 y de nodosas mallas las espesuras del Erimanto rodea,
 cae sobre su madre, la cual se detuvo Árcade al ver 500
 y como aquella que lo conociera se quedó. Él rehúye,
 y de quien inmóviles sus ojos en él sin fin tenía
 sin saber tuvo miedo y a quien más cerca avanzar ansiaba
 hubiera atravesado el pecho con una heridora flecha.
 Lo evitó el omnipotente, y al par a ellos y su abominación 505
 contuvo, y, al par, arrebatados por el vacío merced al viento,
 los impuso en el cielo, y vecinas estrellas los hizo.
     Se inflamó Juno después que entre las estrellas su rival
 fulgió, y hasta la cana Tetis descendió a las superficies,
 y al Océano viejo, cuya reverencia conmueve 510
 a menudo a los dioses, y a aquéllos que la causa de su ruta preguntaban, empieza:
 «¿Preguntáis por qué, reina de los dioses, de las etéreas
 sedes aquí vengo? En vez de mí tiene otra el cielo.
 Miento si cuando oscuro la noche haya hecho el orbe,
 recién honoradas -mis heridas- con el supremo cielo, 515
 no vierais unas estrellas allí, donde el círculo último,
 por su espacio el más breve, el eje postrero rodea.
 ¿Hay en verdad razón por que alguien a Juno herir no quiera,
 y ofendida le trema, la que sola beneficio daño haciendo?
 ¡Oh, yo, qué cosa grande he hecho! ¡Cuán vasta la potencia nuestra es! 520
 Ser humana le veté: hecho se ha diosa. Así yo los castigos
 a los culpables impongo, así es mi gran potestad.
 Que le reclame su antigua hermosura y los rasgos ferinos
 le detraiga, lo cual antes en la argólica Forónide hizo.
 ¿Por qué no también, echada Juno, se la lleva 525
 y la coloca en mi tálamo y por suegro a Licaón toma?
 Mas vosotros, si os mueve el desprecio de vuestra herida ahijada,
 del abismo azul prohibid a los Siete Triones,
 y esas estrellas, en el cielo en pago de un estupro recibidas,
 rechazad, para que no se bañe en la superficie pura una rival». 530
     Los dioses del mar habían asentido: en su manejable carro la Saturnia
 ingresa en el fluente éter con sus pavones pintados.
 

El cuervo (533 - 541) editar

 
     Tan recién pintados sus pavones del asesinado Argos,
 como tú recientemente fuiste, cuando cándido antes fueras,
 cuervo locuaz, en alas vuelto súbitamente ennegrecidas. 535
 Pues fue ésta un día, por sus níveas alas plateada
 un ave, como para igualar, todas sin fallo, a las palomas,
 y a los que salvarían los Capitolios con su vigilante voz
 no ceder, a los ánsares, ni amante de las corrientes al cisne.
 Su lengua fue su perdición, la lengua haciendo esa, locuaz, 540
 que el color que blanco era, ahora es contrario al blanco.
 

Apolo y Coronis. I (542 - 547a) editar

 
     Más bella en ella toda que la larísea Coronis
 no la hubo, en la Hemonia: te agradó a ti, Délfico, ciertamente,
 mientras o casta fue, o inobservada, pero el ave
 de Febo sintió el adulterio, y para descubrir 545
 la culpa escondida, no exorable delator,
 hacia su señor tomaba el camino;
 

La corneja; Nictímene (547b - 554) editar

 
 al cual, gárrula, moviendo
 sus alas, le sigue, para averiguarlo todo, la corneja,
 y oída de su ruta la causa: «No útil coges»,
 dice, «un camino: no desprecia los presagios de mi lengua. 550
 Qué fuera yo y qué sea, mira, y el mérito pregunta.
 Encontrarás que daño me hizo mi lealtad. Pues en cierto tiempo
 Palas a Erictonio, prole sin madre creada,
 había encerrado, tejida de acteo mimbre, en una cesta,
 

Las hijas de Cécrope (555 - 595) editar

 
 y a vírgenes tres, del geminado Cécrope nacidas, 555
 con la ley lo había entregado, de que sus secretos no vieran.
 Escondida en su fronda leve oteaba yo desde un denso olmo
 qué hacían: sus cometidos dos sin fraude guardan,
 Pándrosos y Herse; miedosas llama sola a sus hermanas
 Áglauros y los nudos con su mano separa, y dentro 560
 al pequeño ven y, al lado tendido, un dragón.
 Los hechos a la diosa refiero, a cambio de lo cual a mí gracia tal
 se me devuelve, que se me dice de la guardia expulsada de Minerva,
 y se me pone por detrás del ave de la noche. Mi castigo a las aves
 advertir puede de que con su voz peligros no busquen. 565
 Mas, pienso, no voluntariamente ni que algo tal pedía
 a mí acudió. Lo puedes a la misma Palas preguntar:
 aunque furiosa está, no esto furiosa negará.
 Pues a mí en la focaica tierra el claro Coroneo
 -cosas conocidas digo- me engendró, y había sido yo una regia virgen 570
 y por ricos pretendientes -no me desprecia- era pretendida.
 Mi hermosura me dañó: pues, cuando por los litorales con lentos
 pasos, como suelo, paseaba por encima de la arena,
 me vio y se encendió del piélago el dios, y como suplicando
 con blandas palabras tiempos inanes consumió, 575
 la fuerza dispone y me persigue; huyo y denso dejo
 el litoral, y en la mullida arena me fatigo en vano.
 Después a dioses y hombres llamo, y no alcanza la voz
 mía a mortal alguno: se conmovió por una virgen la virgen
 y auxilio me ofreció. Tendía los brazos al cielo: 580
 mis brazos empezaron de leves plumas a negrecer;
 por rechazar de mis hombros esa veste pugnaba, mas ella
 pluma era y en mi piel raíces había hecho hondas;
 golpes de duelo dar en mis desnudos pechos intentaba con mis palmas,
 pero ni ya palmas ni pechos desnudos llevaba; 585
 corría, y no como antes mis pies retenía la arena,
 sino que de lo alto de la tierra me elevaba; luego, llevada por las auras
 avanzo y dada soy, inculpada, de acompañante, a Minerva.
 ¿De qué, aun así, esto me sirve, si, hecha ave por un siniestro
 crimen, Nictímene nos sucedió en el honor nuestro? 590
 ¿O acaso la que cosa es por toda Lesbos conocidísima,
 no oída por ti ha sido, de que profanó el dormitorio patrio
 Nictímene? Ave ella, ciertamente, pero sabedora de su culpa,
 de la vista y la luz huye, y en las tinieblas su pudor
 esconde y, a una, expulsada es del éter todo». 595
 

Apolo y Coronis. II (596 - 632) editar

     
     A quien tal decía: «Para tu mal», dice el cuervo,
 «las disuasiones estas sean, suplico yo: nos el vano agüero despreciamos»,
 y no suelta emprendido el camino y a su dueño, que yaciendo
 ella con un joven hemonio había visto, a Coronis, narra.
 La láurea se resbaló, oído el crimen, al amante, 600
 y al par su expresión, del dios, y su plectro y su color,
 se desprendió, y según su ánimo hervía de henchida ira,
 sus armas acostumbradas coge y, doblado por sus cuernos, el arco
 tiende, y aquellos, tantas veces con su pecho unidos,
 con una inevitada flecha atravesó, sus pechos. 605
 Golpeada dio un gemido, y al ser sacado de su cuerpo el hierro
 sus cándidos miembros regó de crúor carmesí,
 y dijo: «Pude mis castigos a ti, Febo, haber cumplido,
 pero haber parido antes. Dos ahora moriremos en una».
 Hasta aquí, y al par su vida con su sangre vertió. 610
 A su cuerpo, inane de aliento, un frío letal siguió.
     Le pesa, ay, tarde de su castigo cruel al amante,
 y a sí mismo, porque oyera, porque así ardiera se odia;
 odia al ave por la cual el crimen y la causa de su dolor
 a saber obligado fue, y no menos su arco y su mano odia, 615
 y, con su mano, temerarios dardos, las saetas,
 y a la abatida conforta, y con tardía ayuda por vencer esos hados
 pugna, y médicas ejerce inanemente sus artes.
 Lo cual, después de que en vano intentarse, y la hoguera aprestarse
 sintió, y que arderían en los supremos fuegos sus miembros, 620
 entonces en verdad gemidos -puesto que no las celestes caras
 bañarse pueden en lágrimas-, de su alto corazón acudidos,
 emitió, no de otro modo que cuando, viéndolo la novilla,
 de su lactante becerrito, balanceado desde la diestra oreja,
 las sienes cóncavas destrozó el mazo con un claro golpe. 625
 Aun así, cuando ingratos sobre sus pechos derramó los olores
 y le dio abrazos, y con lo injustamente justo cumplió,
 no soportó Febo que a las cenizas mismas cayeran
 sus simientes, sino a su nacido de las llamas y del útero de su madre
 arrebató, y del geminado Quirón lo llevó a la caverna, 630
 y al que esperaba para sí los premios de su no falsa lengua,
 entre las aves blancas vetó asentarse, al cuervo.

Ocírroe (633 - 675) editar

 
     El mediofiera, entre tanto, de su ahijado de divina estirpe
 alegre estaba y, mezclado a su carga, se gozaba del honor.
 He aquí que llega, protegiendo sus hombros con sus rútilos cabellos, 635
 la hija del Centauro, a la que un día la ninfa Cariclo,
 en las riberas de una corriente arrebatadora por haberla parido, llamó
 Ocírroe; no ella con haber aprendido las artes paternas
 se contentó: de los hados los arcanos cantaba.
 Así pues, cuando los vatícinos furores concibió en su mente, 640
 y se enardeció del dios que encerrado en su pecho tenía,
 miró al pequeño y: «Para todo el orbe saludador,
 crece, niño», dijo, «a ti los mortales cuerpos muchas veces
 se deberán; los alientos arrancados para ti devolver
 lícito será, y habiendo esto osado tú una sola vez, por la indignación de los dioses, 645
 poder concederlo de nuevo tu llama atávica te prohibirá,
 y, de dios, cuerpo exangüe te volverás, y dios
 quien poco antes cuerpo eras, y dos veces tus hados renovarás.
 Tú también, querido padre, ahora inmortal, y para que
 por las edades todas permanezcas, según la ley de tu nacimiento creado, 650
 poder morir desearás entonces, cuando seas torturado por la sangre
 de una siniestra serpiente, a través de tus heridos miembros recibida,
 y a ti, de eterno, sufridor de la muerte las divinidades
 te harán, y las tríplices diosas tus hilos desatarán».
 Restaba a los hados algo: suspira desde sus hondos 655
 pechos y lágrimas por sus mejillas resbalan brotadas,
 y así: «Se me anticipan», dijo, «a mí mis hados y se me impide
 más decir, y de la voz mía se antecierra el uso.
 No hubieran sido estas artes tan valiosas que del numen la ira
 me contrajeran: preferiría desconocer lo futuro. 660
 Ya a mí sustraérseme la faz humana parece,
 ya por alimento la hierba me place, ya de correr por los anchos llanos
 el ímpetu tengo: en yegua y a mí emparentados cuerpos me vuelvo.
 ¿Toda, aun así, por qué? El padre es mío en verdad biforme».
 A la que tal decía la parte fuele extrema de su queja 665
 entendida poco, y confusas sus palabras fueron.
 Pronto ni palabras siquiera, ni de yegua, el sonido aquel parece,
 sino del que imitara a una yegua, y en pequeño tiempo ciertos
 relinchos emitió, y sus brazos movió a las hierbas.
 Entonces sus dedos se unen y quíntuples enlaza sus uñas, 670
 de perpetuo cuerno, un leve casco, crece también de su cara
 y su cuello el espacio, la parte máxima de su largo manto
 cola se hace, y según vagos los cabellos por su cuello yacían,
 en diestras crines acaban, y al par renovada fue
 su voz y su faz: nombre también esos prodigios le dieron. 675
 

Mercurio y Bato (676 - 707) editar

 
     Lloraba, y la ayuda tuya en vano de Fíliras el héroe,
 Délfico, demandaba. Pues ni rescindir las órdenes
 del gran Júpiter podías ni, si rescindirlas pudieras,
 entonces allí estabas: la Élide y los mesenios campos honrabas.
 Aquel era el tiempo en el que a ti una pastoril piel 680
 te cubrió y carga fue un báculo silvestre de tu siniestra,
 de la otra, dispar de sus septenas cañas, la flauta;
 y mientras el amor es tu cuidado, mientras a ti tu flauta te calma,
 incustodiadas se recuerdan tus reses que en los campos
 se adentraron de Pilos. Las ve de la Atlántide Maya 685
 el nacido, y con el arte suya en las espesuras las oculta sustraídas.
 Sintiera este hurto nadie, salvo, conocido en aquel
 campo, un anciano: Bato la vecindad toda le llamaban.
 Él los sotos y los herbosos pastos del rico Neleo
 y las greyes de sus nobles yeguas como custodio guardaba. 690
 De él temió, y con blanda mano lo apartó, y a él:
 «Quien quiera que eres, huésped», dice, «si acaso las manadas
 buscara estas alguien, haberlas visto niega, y por que no con gracia ninguna
 tu acción se recompense: toma de premios esta nítida vaca»,
 y la dio. Aceptada, las voces estas devolvió: «Huésped, 695
 seguro vayas. La piedra esta antes tus hurtos dirá»,
 y una piedra mostró. Simula de Júpiter el nacido que se marcha.
 Luego vuelve, y tornada al par con su voz su figura:
 «Campesino, si has visto por esta linde», le dijo, «pasar
 algunas reses, préstame ayuda, y al hurto sus silencios quita. 700
 Junto a su toro al par se te dará una hembra».
 Pero el más anciano, después de que se hubo el salario duplicado: «Bajo esos
 montes», dice, «estarán», y estaban bajo los montes esos.
 Rió el Atlantíada y: «¿A mí a mí mismo, pérfido, delatas?
 ¿A mí a mí mismo delatas?», dice, y sus perjuros pechos torna 705
 en un duro sílice, que ahora también se dice delator,
 y, en la que nada mereció, una vieja infamia hay, en esa roca.
 

Áglauros, Mercurio y Herse (708 - 759) editar

     Desde aquí se había elevado en sus parejas alas el Portador del caduceo
 y volando los muniquios campos y la tierra grata
 a Minerva abajo contemplaba, y los arbustos del culto Liceo. 710
 En aquel día, por azar, unas castas de costumbre muchachas,
 la cabeza puesta bajo ellos, hacia los festivos recintos de Palas
 puros sacrificios portaban en coronados canastos.
 De ahí al volver ellas, el dios las ve alado y su camino
 no hace recto, sino que en el orbe lo curva mismo. 715
 Como volador el rapacísimo milano, al ver unas entrañas,
 mientras teme y densos rodean los sacrificios los ministros
 dobla en espiral, y no más lejos osa partir,
 y la esperanza suya ávido circunvuela moviendo las alas,
 así sobre los acteos recintos ávido el Cilenio 720
 inclina su curso y las mismas auras cercena.
 Cuanto más espléndido que las demás estrellas fulge
 el Lucero, y cuanto que el Lucero la áurea Febe,
 tanto que las vírgenes más prestante todas Herse
 iba, y era el decor de la pompa y de las acompañantes suyas. 725
 Quedó pasmado de su hermosura de Júpiter el nacido y, en el éter suspendido,
 no de otro modo ardió que cuando la baleárica honda
 el plomo lanza: vuela éste y se encandece en su ida
 y, los que no tenía, fuegos bajo las nubes encuentra.
 Torna su camino y el cielo abandonado acude a lo terreno 730
 y no se disfraza: tanta es su confianza en su hermosura.
 La cual aunque la justa es, con su cuidado aun así la ayuda:
 y se aquieta los cabellos, y la clámide para que cuelgue aptamente
 coloca, de modo que la orla y todo parezca su oro,
 que bruñida en su diestra, la que los sueños trae y veta, 735
 su vara esté, que brillen sus talares en sus tersas plantas.
 Una parte secreta de la casa, de marfil y tortuga ornados,
 tres tálamos tenía, de los que tú, Pándrosos, el diestro,
 Áglauros el izquierdo, el central poseía Herse.
 La que tenía el izquierdo, al venir él, la primera notó 740
 a Mercurio y el nombre del dios averiguar osó
 y la causa de su venida. A la cual así respondió: «El Atlantíada
 y de Pléyone el nieto yo soy, el que por las auras las ordenadas
 palabras de mi padre porto, padre es para mí Júpiter mismo.
 Y no fingiré las causas: basta que tú fiel a tu hermana 745
 ser quieras y de la prole mía tía materna llamarte:
 Herse la causa de mi ruta; que favorezcas, te rogamos, al amante».
 Lo contempló a él con los ojos mismos con los que escondidos poco antes
 viera Áglauros los secretos de la flava Minerva,
 y a cambio de su ministerio para sí de gran peso un oro 750
 postula: entre tanto de sus techos a retirarse le obliga.
 Torna a ella la diosa guerrera de su torva mirada el orbe,
 y de lo hondo trajo unos suspiros, con tan gran movimiento,
 que al par su pecho y, puesta en su pecho fuerte,
 la égida sacudiera. Recuerda que ella sus arcanos con profana 755
 mano descubrió, entonces, cuando sin madre creada,
 del Lemnícola la estirpe contra los dados pactos vio,
 y que grata al dios iba a ser ya, y grata a su hermana,
 y rica al coger, que avara había demandado, el oro.
 

La Envidia (760 - 796) editar

 
     En seguida de la Envidia, sucios de negra podre, 760
 a los techos acude: la casa está de ella en unos hondos valles
 apartada, de sol privada, no transitable para ningún viento,
 triste y llenísima de indolente frío, y cual
 de fuego carezca siempre, en calina siempre abunde.
 Aquí cuando llegó, de la batalla la temible heroína, 765
 se apostó ante la casa -puesto que acceder a esos techos
 lícito no le es- y los postes con el extremo de su cúspide sacude.
 Golpeadas se abrieron las puertas: ve dentro, comiendo
 viborinas carnes, alimentos de los vicios suyos,
 a la Envidia, y vista los ojos volvió; mas ella 770
 se levanta de la tierra, despaciosa, y de las semicomidas serpientes
 deja los cuerpos, y con paso avanza inerte,
 y cuando a la diosa vio, por su forma y sus armas hermosa,
 gimió hondo, y semblante para esos hondos suspiros puso.
 La palidez en su rostro se asienta, delgadez en todo el cuerpo, 775
 a ninguna parte recta su mirada, lívidos están de orín sus dientes,
 sus pechos de hiel verdecen, su lengua está inundada de veneno.
 Risa no tiene, salvo la que movieron vistos los dolores,
 y no disfruta de sueño, despierta por las vigilativas angustias,
 sino que ve los ingratos -y se consume al verlos- 780
 éxitos de los hombres, y corroe y corróese a una,
 y su suplicio el suyo es. Aun así, aunque la odiaba a ella,
 con tales palabras se le dirigió brevemente la Tritonia:
 «Infecta de la podre tuya de las nacidas de Cécrope a una:
 así menester es. Áglauros ella es». No más diciendo 785
 huye, y la tierra repele apoyando su asta.
     Ella, a la diosa que huía con su oblicua luz contemplando,
 unos murmullos pequeños dio y de lo que bien saldría a Minerva
 se dolió, y su báculo toma, al que entero ligaduras
 de espinas ceñían, y cubierta de nubes negras 790
 por donde quiera que pasa, postra florecientes los campos
 y quema las hierbas y lo alto de las amapolas rae
 y con el aflato suyo pueblos y ciudades y casas
 mancilla, y por fin de la Tritónide contempla el recinto,
 de talentos y de recursos y de festiva paz verdeciente, 795
 y apenas contiene las lágrimas porque nada lacrimoso divisa.
 

Áglauros (797 - 832) editar

 
     Pero después de que en los tálamos penetró de la nacida de Cécrope,
 lo ordenado hace y su pecho con una mano de orín teñida
 toca y de arponadas zarzas su tórax llena,
 y le insufla un dañino jugo, y como la pez por sus huesos 800
 disipa y por mitad esparce de su pulmón un veneno,
 y para que de su mal las causas por un espacio más ancho no vaguen,
 a su germana ante sus ojos, y de su hermana el afortunado
 matrimonio, y al dios bajo su bella imagen, pone,
 y todo grande lo hace; con lo cual excitada, por un dolor 805
 oculto la Cecrópide es mordida, y ansiosa de noche,
 ansiosa a la luz gime, y en una lenta podre, tristísima,
 se disuelve, como el hielo herido por un incierto sol,
 y por los bienes no más lenemente se abrasa de la feliz Herse,
 que cuando a las espinosas hierbas fuego se les abaja, 810
 las cuales, como no dan llamas, sí con suave tibieza se creman.
 Muchas veces morir quiso, para algo tal no ver,
 muchas veces, como un crimen, narrarlo a su rígido padre.
 Por fin en el umbral opuesto al que llegaba se sentó,
 para excluirlo, al dios; a quien, mientras blandimientos y súplicas 815
 y palabras le lanzaba suavísimas: «Cesa», le dijo.
 «De aquí yo no me he de mover sino cuando te haya rechazado».
 «Estemos», dice el veloz Cilenio, «en el pacto este».
 Y con su celeste vara las puertas abrió, mas a ella,
 cuando levantar intentaba las partes que al sentarse 820
 dobla, no pueden, por una indolente pesadez, moverse.
 Ella pugna ciertamente por elevarse, recto el tronco,
 pero de las rodillas la juntura rigente está y un frío por sus uñas
 se desliza y palidecen, perdida la sangre, sus venas,
 y como anchamente suele, incurable, malo un cáncer, 825
 serpear, y a las ilesas añadir las viciadas partes,
 así un letal invierno poco a poco a su pecho llega
 y las vitales vías y los respiraderos cierra,
 y ni intentó hablar ni si intentado lo hubiera
 de voz tenía camino; una roca ya sus cuellos poseía 830
 y su cara se había endurecido y estatua exangüe sentada estaba,
 y no su piedra blanca era: su mente la había inficionado a ella.
 

Júpiter y Europa (833 - 875) editar

 
     Cuando estos castigos de sus palabras y de su mente profana
 cobró el Atlantíada, dichas por Palas esas tierras
 abandona, e ingresa en el éter sacudiendo sus alas. 835
 Lo llama aparte a él su genitor y la causa sin confesar de su amor:
 «Fiel ministro», dice, «de las órdenes, mi nacido, mías,
 rechaza la demora y raudo con tu acostumbrada carrera desciende,
 y la tierra que a tu madre por la parte siniestra
 mira -sus nativos Sidónide por nombre le dicen-, 840
 a ella acude, y el que, lejos, de montana grama apacentarse,
 ganado real, ves, a los litorales torna».
 Dijo, y expulsados al instante del monte los novillos,
 a los litorales ordenados acuden, donde la hija del gran rey
 jugar, de las vírgenes tirias acompañada, solía. 845
 No bien se avienen ni en una sola sede moran
 la majestad y el amor: del cetro la gravedad abandonada
 aquel padre y regidor de los dioses, cuya diestra de los trisulcos
 fuegos armada está, quien con un ademán sacude el orbe,
 se viste de la faz de un toro y mezclado con los novillos 850
 muge, y entre las tiernas hierbas hermoso deambula.
 Cierto que su color el de la nieve es, que ni las plantas
 de duro pie han hollado ni ha disuelto el acuático austro.
 En su cuello toros sobresalen, por sus brazos las papadas penden;
 sus cuernos pequeños, ciertamente, pero cuales contender 855
 podrías que hechos a mano, y más perlúcidos que pura una gema.
 Ninguna amenaza en su frente, ni formidable su luz:
 paz su rostro tiene. Se admira de Agenor la nacida
 porque tan hermoso, porque combate ninguno amenace,
 pero aunque tuvo miedo de tocarlo, manso, a lo primero, 860
 pronto se acerca y flores a su cándida boca le extiende.
 Se goza el amante, y mientras llegue el esperado placer,
 besos da a sus manos; apenas ya, apenas el resto difiere,
 y ahora al lado juega y salta en la verde hierba,
 ahora su costado níveo en las bermejas arenas depone. 865
 Y poco a poco, el miedo quitado, ora sus pechos le presta
 para que con su virgínea mano lo palme, ora los cuernos, para que guirnaldas
 los impidan nuevas. Se atrevió también la regia virgen,
 ignorante de a quién montaba, en la espalda sentarse del toro:
 cuando el dios, de la tierra y del seco litoral, insensiblemente, 870
 las falsas plantas de sus pies a lo primero pone en las ondas;
 de allí se va más lejos, y por las superficies de mitad del ponto
 se lleva su botín. Se asusta ella y, arrancada a su litoral abandonado,
 vuelve a él sus ojos, y con la diestra un cuerno tiene, la otra al dorso
 impuesta está; trémulas ondulan con la brisa sus ropas. 875