LAS LITERATAS. (1865)
de Rosalía de Castro
El cadiceño y Las literatas se incluyeron en el Almanaque de Galicia para 1866.[1]

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CARTA Á EDUARDA

Mi querida Eduarda: ¿Seré demasiado cruel, al empezar esta carta, diciéndote que la tuya me ha puesto triste y malhumorada? ¿Iré a parecerte envidiosa de tus talentos, o brutalmente franca, cuando me atrevo a despojarte, sin rebozo ni compasión, de esas caras ilusiones que tan ardientemente acaricias? Pero tú sabes quién soy, conoces hasta lo íntimo mis sentimientos, las afecciones de mi corazón, y puedo hablarte.

No, mil veces no, Eduarda; aleja de ti tan fatal tentación, no publiques nada y guarda para ti sola tus versos y tu prosa, tus novelas y tus dramas: que ése sea un secreto entre el cielo, tú y yo. ¿No ves que el mundo está lleno de esas cosas? Todos escriben y de todo. Las musas se han desencadenado. Hay más libros que arenas tiene el mar, más genios que estrellas tiene el cielo y más críticos que hierbas hay en los campos. Muchos han dado en tomar esto último por oficio; reciben por ello alabanzas de la patria, y aunque lo hacen lo peor que hubiera podido esperarse, prosiguen entusiasmados, riéndose, necios felices, de los otros necios, mientras los demás se ríen de ellos. Semejantes a una plaga asoladora, críticos y escritores han invadido la tierra y la devoran como pueden. ¿Qué falta hacemos, pues, tú y yo entre ese tumulto devastador? Ninguna y lo que sobra siempre está demás. Dirás que trato esta cuestión como la del matrimonio, que hablamos mal de él después que nos hemos casado; mas puedo asegurarte, amiga mía, que si el matrimonio es casi para nosotros una necesidad impuesta por la sociedad y la misma naturaleza, las musas son un escollo y nada más Y, por otra parte, ¿merecen ellas que uno las ame? ¿No se han hecho acaso tan ramplonas y plebeyas que acuden al primero que las invoca, siquiera sea la cabeza más vacía? juzga por lo que te voy a contar.

Hace algún tiempo, el barbero de mi marido se presentó circunspecto y orgullosamente grave. Habiendo tropezado al entrar con la cocinera, le alargó su mano y la saludó con la mayor cortesía, diciendo: «A los pies de usted, María: ¿qué tal de salud?,» «Vamos andando –le contestó muy risueña–, ¿y usted, Guanito?» «Bien, gracias, para servir a usted.» «¡Qué fino es usted, amigo mío! –añadió ella, creyéndose elevada al quinto cielo porque el barberillo le había dado la mano al saludarla y se había puesto a sus pies –. ¡Cómo se conoce que ha pisado usted las calles de La Habana! Por aquí, apenas saben los mozos decir más que buenos días.»

– ¡Cómo se conoce que vienes de aquella tierra! –exclamé yo para mí–. Tú ya sabes, Eduarda, cuál es aquella tierra…, aquella feliz provincia en donde todos, todos (yo creo que hasta las arañas) descienden en línea recta de cierta antigua, ingeniosa y artística raza que ha dado al mundo lecciones de arte y sabiduría.

–¿Cómo no ha venido usted más antes? –le preguntó mi marido algo serio. ¿No sabía usted que le esperaba desde las diez?

–Cada cual tiene sus ocupaciones particulares –repuso el barbero con mucho tono y jugando con el bastón– Tenía que concluir mi libro y llevarlo a casa del impresor, que ya era tiempo.

–¿Qué libro?–repuso mi marido lleno de asombro.

–Una novela moral, instructiva y científica que acabo de escribir, y en la cual demuestro palpablemente que el oficio de barbero es el más interesante entre todos los oficios que se llaman mecánicos, y debe ser elevado al grado de profesión honorífica y titulada, y trascendental por añadidura.

Mi marido se levantó entonces de la silla en que se sentara para ser inmolado, y cogiendo algunas monedas, se las entregó al barbero, diciendo:

–Hombre que hace tales obras no es digno de afeitar mi cara –y se alejó riendo fuertemente; pero no así yo, que, irritada contra los necios y las musas, abrí mi papelera y rompí cuanto allí tenía escrito, con lo cual, a decir verdad, nada se ha perdido.

Porque tal es el mundo, Eduarda: cogerá el libro, o, mas bien dicho, el aborto de ese barbero, a quien Dios hizo más estúpido que una marmota, y se atreverá a compararlo con una novela de Jorge Sand. –Yo tengo leídas muchas preciosas obras — me decía un día cierto joven que se tenía por instruido–. Las tardes de la Granja y el Manfredo de Byron; pero, sobre todo, Las tardes de la Granja me han hecho feliz. –Lo creo — le contesté y mudé de conversación.

Esto es insoportable para una persona que tenga algún orgullo literario y algún sentimiento de poesía en el corazón; pero sobre todo, amiga mía, tú no sabes lo que es ser escritora. Serlo como Jorge Sand vale algo; pero de otro modo, ¡qué continuo tormento!; por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en todas partes murmuran de ti. Si vas a la tertulia y hablas de algo de lo que sabes, si te expresas siquiera en un lenguaje algo correcto, te llaman bachillera, dicen que te escuchas a ti misma, que lo quieres saber todo. Si guardas una prudente reserva, ¡qué fatua!, ¡qué orgullosa!; te desdeñas de hablar como no sea con literatos. Si te haces modesta y por no entrar en vanas disputas dejas pasar desapercibidas las cuestiones con que te provocan, ¿en dónde está tu talento?; ni siquiera sabes entretener a la gente con una amena conversación. Si te agrada la sociedad, pretendes lucirte, quieres que se hable de ti, no hay función sin tarasca. Si vives apartada del trato de gentes, es que te haces la interesante, estás loca, tu carácter es atrabiliario e insoportable; pasas el día en deliquios poéticos y la noche contemplando las estrellas, como don Quijote. Las mujeres ponen en relieve hasta el más escondido de tus defectos y los hombres no cesan de decirte siempre que pueden que tina mujer de talento es una verdadera calamidad, que vale más casarse con la burra de Balaam, y que sólo una tonta puede hacer la felicidad de un mortal varón.

Sobre todo los que escriben y se tienen por graciosos, no dejan pasar nunca la ocasión de decirte que las mujeres deben dejar la pluma y repasar los calcetines de sus maridos, si lo tienen, y si no, aunque sean los del criado. Cosa fácil era para algunas abrir el armario y plantarle delante de las narices los zurcidos pacientemente trabajados, para probarle que el escribir algunas páginas no le hace a todas olvidarse de sus quehaceres domésticos, pudiendo añadir que los que tal murmuran saben olvidarse, en cambio, de que no han nacido más que para tragar el pan de cada día y vivir como los parásitos.

Pero es el caso, Eduarda, que los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo, y éste es un nuevo escollo que debes temer tú que no tienes dote. únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar necias y aun erradas preocupaciones; pero… ¡ay de ti entonces!, ya nada de cuanto escribes es tuyo, se acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas.

Yo, a quien sin duda un mal genio ha querido llevar por el perverso camino de las musas, sé harto bien la senda que en tal peregrinación recorremos. Por lo que a mí respecta, se dice muy corrientemente que mi marido trabaja sin cesar para hacerme inmortal. Versos, prosa, bueno o malo, todo es suyo; pero, sobre todo, lo que les parece menos malo y no hay principiante de poeta ni hombre sesudo que no lo afirme. ¡De tal modo le cargan pecados que no ha cometido! Enfadosa preocupación, penosa tarea, por cierto, la de mi marido que costándole aún trabajo escribir para sí (porque la mayor parte de los poetas son perezosos), tiene que hacer además los libros de su mujer, sin duda con el objeto de que digan que tiene una esposa poetisa (esta palabra ya llegó a hacerme daño) o novelista, es decir, lo peor que puede ser hoy una mujer.

Ello es algo absurdo si bien se reflexiona, y hasta parece oponerse al buen gusto y a la delicadeza de un hombre y de una mujer que no sean absolutamente necios… Pero ¿cómo cree que ella pueda escribir tales cosas? Una mujer a quien ven todos los días, a quien conocen desde luna, a quien han oído hablar, y no andaluz, sino lisa y llanamente como cualquiera, ¿puede discurrir y escribir cosas que a ellos no se les han pasado nunca por las mientes, y eso que han estudiado y saben filosofía, leyes, retórica y poética, etc.? Imposible; no puede creerse a no ser que viniese Dios a decirlo. ¡Si siquiera hubiese nacido en Francia o en Madrid! Pero ¿aquí mismo?… ¡Oh!…

Todo esto que por lo general me importa poco, Eduarda, hay, veces, sin embargo, que me ofende y, lastima mi amor propio, y he aquí otro nuevo tormento que debes añadir a los ya mencionados.

Pero no creas que para aquí el mal, pues una poetisa o escritora no puede vivir humanamente en paz sobre la tierra, puesto que, además de las agitaciones de su espíritu, tiene las que levantan en torno de ellas cuantos la rodean.

Si te casas con un hombre vulgar, aun cuando él sea el que te atormente y te oprima día y noche, sin dejarte respirar siquiera, tú eres para el mundo quien le maneja, quien le lleva y trae, tú quien le manda; él dice en la visita la lección que tú le has enseñado en casa, y no se atreve a levantar los ojos por miedo a que le riñas y todo esto que redunda en menosprecio de tu marido, no puede menos de herirte mortalmente si tienes sentimientos y dignidad, porque lo primero que debe cuidar una mujer es de que la honra y la dignidad de su esposo rayen siempre tan alto como sea posible. Toda mancha que llega a caer en él cunde hasta ti y hasta tus hijos: es la columna en que te apoyas y no puede vacilar sin que vaciles, ni ser derribada sin que te arrastre en su caída.

He aquí, bosquejada deprisa y a grandes rasgos, la vida de una mujer literata. Lee y reflexiona; espero con ansia tu respuesta. – Tu amiga, Nicanora.

Paseándome un día por las afueras de la ciudad, hallé una pequeña cartera que contenía esta carta. Parecióme de mi gusto, no por su mérito literario, sino por la intención con que ha sido escrita, y por eso me animé a publicarla. Perdóneme la desconocida autora esta libertad, en virtud de la analogía que existe entre nuestros sentimientos.

                               Rosalía Castro de Murguía.