Las japonesas
Si no temiéramos exagerar diríamos que es el bibelot más curioso de la tierra en donde tantos y tan bonitos existen, y para explicar ese apelativo un tanto inapropiado á la mayoría de nuestras damas europeas, contemplemos detenidamente á las hijas del país del Sol naciente. Vestidas en su traje nacional están muy monas (en el buen sentido de la palabra), y sus movimientos y gracejo, que en un principio causa extrañeza y parece ridículo, al cabo de algún tiempo de permanencia en Japón llega á encontrarse gracioso. Lo mismo diría, creemos, un japonés trasladado á nuestra nación si se le preguntara su parecer sobre los movimientos y garbo de nuestras hembras, aunque somos de opinión que se acostumbraría antes que nosotros en su pueblo á dar el relativo valor á esos detalles, tanto más en nuestra razón cuanto que el Japón es el país del detalle, como nos lo demuestran sus artes; y ya que hablamos de movimientos citaremos el baile japonés, que casi es una ciencia por las estrictas é invariables reglas á que están sujetas las diferentes danzas; al baile se dedican como á una profesión de las difíciles desde muy jóvenes algunas mujeres, á quienes llaman gueishas, que durante la niñez se pasan los días estudiando posiciones y que cuando se muestran en público verdaderamente... callan con la boca y hablan con los pies, pues cada bailable tiene una letra implícita. Estas gueishas son uno de los tipos clásicos del Japón; su posición social en todo viene á ser análoga á la de nuestras bailarinas, y mejor comparadas están con nuestras cantaoras y bailaoras, pues hasta sus danzas acompañadas con el samisén (especie de guitarra) recuerdan algo el flamenco... con perdón de los aficionaos.
La belleza escultural no existe en la mujer japonesa; su cabeza es de exagerada magnitud respecto al resto del cuerpo; en cambio, sus extremidades inferiores son de escaso desarrollo; el pelo es lacio, el tronco poco desarrollado, pero sus manos y pies son de una forma perfecta, aun en las mujeres campesinas y las dedicadas á trabajos materiales; el cutis es por lo general fino y tienen la gran cualidad de una exagerada limpieza. El tipo de mujer que más bello se considera allí es el de las naturales de Kioto, la antigua capital: cara ovalada, nariz aguileña, ojos rasgados y labios finos, y el tipo basto, el que más se ve en Yokohama y en el campo, es de cara circular, abultados labios, nariz roma y por lo general gruesas.
El traje, tan sencillo y que casi sin variación se conserva desde hace siglos, lo constituyen (prescindiendo del shocking) una serie de batas llamadas kimonos, cuya calidad depende de la posición social de su dueña, y cuyo número, del más ó menos frío que sienta. Estas batas van ceñidas al cuerpo por un obi, que es un ancho y casi siempre lujoso cinturón de seda, raso ó brocado, anudado á la espalda en forma de enorme lazo; completa á veces el traje un sobretodo de seda (ahori) en cuya espalda y mangas van estampadas en blanco las armas propias ó de sus señores. Cubren sus pies una especie de calcetines de tela ajustados, que llegan al tobillo solamente y que llevan separado de los otros el dedo grueso de cada pie, para entre éste y los demás sujetar los cordones de su calzado especial. El peinado es una de las cosas más complicadas y difíciles de explicar, pero las fotografías adjuntas dan una idea bien exacta.
De las japonesas vestidas á la europea lo mejor es no hablar; las pobrecitas pierden todos sus pequeños encantos, y desgraciadamente la clase elevada, la que es admitida en la corte, está obligada por orden imperial á presentarse á la europea en los actos oficiales, y lo que es más, según palabras textuales de la referida orden, ¡deben ir á la moda alemana!
El trato de las japonesas es agradable; son muy amables, serviciales y superficiales; la consideración que merecen de los japoneses es como si tratasen á seres inferiores, á niños ó muñecos animados, pero no es común ver que las maltraten.
El papel de la mujer está reducido á la obediencia: cuando solteras á su padre, de casadas á su marido y suegros y á sus hijos cuando viudas.
La más encopetada dama del imperio es como todas, siempre la esclava de su esposo: hacerle grandes reverencias á la entrada y salida de la casa, esperarle á las comidas, ayudarle en todo y divorciarse al antojo de su marido, sin contar el tener que sufrir otras compañeras de él no legales.
Es en extremo curioso ver los matrimonios japoneses, que cuando van vestidos en su traje natural, el marido pasa delante, siendo su esposa la que le deja el lugar de preferencia, y en cuanto se visten á la europea sucede todo lo contrario, como acontece entre nosotros.
Es muy interesante la traducción del japonés hecha por Mr. Chamberlain, profesor en la Universidad del Japón, sobre los deberes de la mujer, y de donde extractamos las siguientes reglas. Entre otras cosas dice que «más preciado debe ser en la mujer un corazón virtuoso que la belleza del rostro. En sus conversaciones debe ensalzar á los demás, colocándose ella en el último lugar. Las cualidades que más deben adornarla son la obediencia castidad, clemencia y tranquilidad, debiendo observar desde su más tierna infancia la línea que le separa del hombre. No debe hablar á extraños ó extranjeros. No debe tener intimidades en sus amistades sin la orden de sus padres. Nunca debe dejar la casa de su esposo una vez casada. Las siete razones para el divorcio son: 1.ª, por desobediencia á sus suegros; 2.ª, por esterilidad, pero en caso que el esposo desee conservarla por su buen comportamiento y corazón virtuoso se debe adoptar un hijo de la misma sangre: no es causa de divorcio si el marido tiene hijos de una concubina; 3.ª, el libertinaje es causa de divorcio; 4.ª, los celos son causa de divorcio; 5.ª, las enfermedades contagiosas lo son también; 6.ª, es causa de divorcio la falta de respeto y cuando por chismografía se disturba la paz en el matrimonio, y 7.ª, es causa de divorcio también cuando la mujer hurta. La mujer divorciada echa sobre sí un baldón aunque vuelva á contraer matrimonio.
«La mujer casada debe considerar á su marido como si fuera el mismo cielo y no sólo respetarle y considerarle á él solo, sino á sus suegros y cuñados, y estar siempre alerta en la observación de su propia conducta. Debe levantarse temprano y acostarse tarde; en vez de dormir de día, debe ocuparse de su casa y no aburrirse de tejer, coser ó hilar. No debe beber demasiado vino ni te ni empañar sus oídos con representaciones teatrales y narraciones. A los templos y otros lugares análogos donde hay aglomeración de gente no debe ir sino rara vez hasta que haya cumplido cuarenta años de edad. No debe familiarizarse irreverentemente con los dioses ni estar ocupada constantemente en rezar. Sin permiso de su marido no debe ir á ninguna parte y sus visitas después de casada deben ser raras aun á casa de sus propios padres. Por más que tenga muchos criados, siempre debe ocuparse de su casa, coser los vestidos del marido y suegros y ocuparse de sus comidas, así como lavar y cuidar sus hijos. Si alguna criada fuera charlatana, debe echarla en seguida, que la causa muchas veces del desorden de una casa es la chismografía.
«Las cinco peores enfermedades que afligen la mente de la mujer son: indocilidad, descontento, maledicencia, celos y tontería. «Sin duda alguna, dice el sabio, estas cinco desdichas infestan á siete ú ocho de cada diez mujeres y de ellas depende la inferioridad de la mujer al hombre», y termina la frase diciendo: «¡Padres, enseñad estas reglas á vuestras hijas! ¡Hacédselas escribir y leer de cuando en cuando, que más valen que las telas y joyas que podáis regalarlas el día de sus bodas!»
Sin embargo de las reglas del gran moralista japonés, no se lleva tan al extremo la sujeción de la mujer, sobre todo en la clase baja y artesana, donde hay bastante libertad y no gran moralidad de costumbres y en donde, si la mujer tiene más capacidad intelectual que el hombre, ella es la que lleva los pantalones.