Las inquietudes de Shanti Andía/Libro IV

Las inquietudes de Shanti Andía
de Pío Baroja
Libro IV

Libro IV

De la compañía de vapores de Bilbao a Liverpool, pasé a otra de transatlánticos de la línea de Burdeos a Buenos Aires. El corto tiempo que tenía licencia lo aprovechaba para llegar a Lúzaro y ver a mi madre y a Mary.

Mary iba acomodándose a la vida sedentaria, y comenzaba a trabajar de modista. Nos escribíamos en todos los correos; yo la llamaba a ella «mi querida Mary», y ella, «mi querido Shanti». Muchas veces me decía en broma: «La Egan-suguia nos protege». Yo no le había dicho claramente que estaba enamorado de ella y que aspiraba a hacerla mi mujer.

Mi madre sabía que el médico de Elguea había certificado la muerte de su presunto hermano a nombre de Tristán de Ugarte, y quería creer que el parentesco con el capitán de Bisusalde era un engaño. A pesar de esto, como la conducta de Mary en casa de Cashilda era buena, comenzaba a sentir por la muchacha cierta simpatía.

Yo tenía que vivir desesperado en el vapor. Cumplía los deberes de mi cargo como un autómata. Mis pensamientos estaban en Lúzaro.

Solía encerrarme en mi camarote, teniendo su retrato delante de los ojos. ¡Qué largos me parecían estos días de navegación! ¡Qué horrible este cielo azul de los trópicos!

A la vuelta de mi viaje, cuando perdía de vista por las noches la Cruz del Sur y comenzaba a divisar la Estrella Polar y las dos Osas, me sentía tranquilo.

Al acercarnos a Europa, al oír las sirenas de los vapores dando sus largos alaridos, experimentaba una alegría infinita. Si tenía ocasión propicia, al llegar a Burdeos tomaba un vapor, aunque no fuese más que para pasar un día en Lúzaro. Si no, me quedaba en el barco, escribiendo a Mary.

La cuestión del nombre de mi tío Juan de Aguirre, que a veces me preocupaba, se aclaró en Burdeos. Un viejo marino retirado, que tenía una tienda de objetos náuticos, y que navegó con mi tío Juan, me dio nuevos datos acerca del padre de Mary.

Un día estaba haciendo los preparativos para zarpar cuando recibí la visita del capitán de la goleta Dama Zuri, que me traía una carta de recomendación de mi amigo Recalde. La Dama Zuri era una goleta de tres palos, blanca como una gaviota y airosa como un cisne.

El capitán deseaba buscar aparejos para su barco, le habían dicho que allí, en Burdeos, se hacían los mejores y más baratos, y que la gente de Bayona y de la costa vascofrancesa se entendía para esto con un comerciante vascongado.

Acompañé al paisano en busca del comerciante; preguntamos en una cordelería de la orilla del río, y nos dirigimos a una tienda de objetos navales del muelle de Borgoña, casi en el centro de la población.

Era una covachuela a más bajo nivel de la calle, que tenía unos escalones desde la acera. En el escaparate, ancho y de poca altura, se veían fanales de barco, rodeados de alambres gruesos y dorados; cronómetros, cámaras de bitácora, correderas, sextantes, catalejos y otros muchos instrumentos. Se mostraban, además, cables metálicos, rollos de amarras, de relingas, de cordajes en cáñamo, anclas, argollas, impermeables blancos y negros y otros muchos objetos navales, de lona, fabricados en Angers y en Burdeos, y diversos aparatos de pesca y latas de conserva inglesas.

La tienda exhalaba un olor de alquitrán muy agradable. En el cristal del almacén, escrito con letras negras, se leía un nombre medio borrado: Fermín Itchaso.

Entramos en el establecimiento el capitán de la Dama Zuri y yo. Hablé yo con un hombre joven que nos salió al encuentro, y qué no comprendía el vascuence. El capitán, paisano mío, no sabía francés, y quería entenderse directamente con el comerciante. En vista de esto, el joven dijo que esperásemos un momento a que llegara su padre.

No tardó mucho en venir. Era un hombre viejo, encorvado por la cintura, con el pelo blanco y la pipa en la boca. Vestía de negro, la cara rasurada, la boina grande de gascón; llevaba patillas cortas, que entre los marinos franceses solían llamar patas dé conejo, y por debajo de la manga se le veían en las dos muñecas unas anclas tatuadas, de color azul. Tenía la nariz larga, los ojos pequeños, las cejas como pinceles y un rictus sardónico en los labios.

Al decirle su hijo que éramos vascos, levantó los brazos al aire con grandes extremos.

-¿De qué pueblo? -nos dijo en vascuence.

-De Lúzaro.

-¿Españoles?

-Sí.

-Yo soy vascofrancés. Nuestra tierra es muy buena, ¿eh? Yo no digo que la Gironda sea mala, no. Es un país rico; pero la tierra vasca es otra cosa.

Luego, mirándome con fijeza, me preguntó:

-¿De qué pueblo habéis dicho que sois?

-De Lúzaro.

-¡Lúzaro! -exclamó el viejo-. Yo he conocido a alguien de Lúzaro. ¡Ah, sí! -añadió, llevándose la mano a la frente-. El piloto de El Dragón... Tristán, Tristán de Ugarte.

Tristán de Ugarte era el nombre con que el médico de Elguea había extendido la partida de defunción de mi tío, y El Dragón el nombre del barco en donde había navegado Juan de Aguirre, según me contó Francisco Iriberri.

-¿De manera que usted ha conocido a Tristán de Ugarte? -pregunté al viejo.

-Sí. ¿Usted también lo ha conocido?

-¡Ya lo creo! ¡Era pariente mío!

-Es verdad... Se parece usted a él en la voz..., en algo, no sé en qué... tY qué fue de su vida?

-Murió hace unos meses.

-¿En España?

-Sí.

-¿Con quién vivía?

-Con su hija y con un criado, alto, rojo...

-¿Escocés quizá?

-Sí.

-Allen: lo recuerdo.

-¿Y en qué condiciones le conoció usted a mi pariente? -le dije.

-¿Está usted para bastante tiempo aquí, mi oficial? -me preguntó el viejo.

-Mañana por la mañana he de zarpar para Buenos Aires.

-Pues si no tiene usted algo más importante que hacer, venga usted esta tarde a las cinco; le contaré lo que sé de Ugarte.

-Muy bien. A las cinco estaré aquí.

Ahora, vamos -añadió el viejo dirigiéndose al capitán de la Dama Zuri- a nuestros asuntos. Me despedí del capitán y de Itchaso, fui a mi barco, y a las cinco en punto estaba en el muelle de Borgoña, en la tienda de objetos navales.

El viejo Itchaso me esperaba, e inmediatamente de llegar me pasó a un cuarto pequeño con una ventana que daba al muelle.

Desde allí se veían los mástiles entrecruzados de las fragatas y bergantines, de las goletas y pailebots.

Había en el cuarto, en un armario, varios libros, y entre ellos el Diccionario filosófico de Voltaire.

-Este libro es mi amigo -me dijo el viejo, señalándolo.

-¿No es usted religioso? -le pregunté yo.

-No, no. No creo en supersticiones.

Itchaso tenía preparada una botella de vino de Burdeos, añejo, que conservaba en el casco polvo y telarañas. Llenó dos copas; luego levantó la suya y dijo:

-Por el País Vasco, mi oficial.

-Por España.

-Por Francia.

Chocamos las copas, bebimos, y el viejo comenzó su narración de este modo:

-Soy de Guéthary, un pueblo pequeño próximo a España y que quizá usted conozca. Allí pasé mi infancia. Sabrá usted tan bien como yo que los vascos nunca hemos sentido gran entusiasmo por el Ejército ni por la Marina de guerra. Yo no fui una excepción; por el contrario, la quinta me indignaba; un hermano mío murió en Argelia, el otro estaba sirviendo en un navío del Estado; la tierra de la familia no se podía cultivar, y mi pobre padre me recomendó que fuera a América.

A los dieciséis años hice un viaje no muy feliz a Terranova, de grumete. Casi todos los vascos que íbamos a la pesca del bacalao nos reuníamos en Saint-Malo; arrendábamos unas cuantas barcas y marchábamos a pescar a las islas de Saint-Pierre y Miquelon; pero los arrendadores nos daban goletas viejas sin condiciones marineras, llenas de agujeros tapados con estopa. En el viaje que yo fui de grumete naufragaron una porción de barcos, y más de cincuenta hombres de aquella costa se ahogaron.

No había para mí porvenir de ninguna clase en el país; no tenía dinero, y antes de que viniese la odiosa quinta decidí ir a Brest o a Saint-Malo, con intención de pasar a Inglaterra y embarcarme para América.

Usted conocerá seguramente la ciudad de Brest, cuya rada es magnífica. Al día siguiente de llegar allí, paseaba por los muelles, contemplando la punta del Cuervo y la de los Españoles, la embocadura del río Elhora, y en el puerto las fragatas, los bricks, los vapores y las largas chalupas de cincuenta remos, tripuladas por los forzados. Estaba cansado de andar sin objeto y sin rumbo cuando se me acercó un marinero de buenas trazas, hombre afable, que se puso a hablar conmigo.

En aquella época, el puerto de Brest se cerraba al anochecer por medio de una enorme cadena de hierro tendida de una orilla a otra, y se abría al estampido de un cañonazo a la hora de la diana.

En el momento que encontré a aquel marinero estaban cerrando el puerto. Yo no conocía a nadie, y me alegré de relacionarme con alguien que pudiese darme una orientación. Le dije a mi nuevo conocido que no tenía plaza en ningún barco y que deseaba ir a América, y le enseñé mis certificados de buena conducta.

El hombre me dijo:

-No se apure usted. El mundo es grande, y sabiendo trabajar se vive siempre. Venga usted conmigo.

Le seguí, y me condujo a una posada de marineros de la calle de la Souris, calle estrecha, infecta, sombría.

Bajamos unas escaleras, hablamos y bebimos. Sin duda, yo bebí demasiado. Recuerdo que me eché a dormir sobre la mesa, y cuando me quise dar cuenta de dónde estaba me encontré, como por arte de magia, a bordo de un gran buque, que salía en aquel instante de la rada de Brest. Pasábamos por delante del Fuerte del Diablo cuando oímos el cañonazo indicando que se abría el puerto.

El barco en donde estaba era un barco negrero. Me dijeron que me había comprometido la noche anterior en la taberna. Yo, la verdad, no recordaba nada. Después comprendí, viendo cómo a otros los cazaban, lo que hicieron conmigo. A unos les emborrachaban sencillamente; a otros les solían dar opio y los llevaban a los barcos de noche, por delante de la policía, como marineros borrachos.

Ya en el barco me pintaron el porvenir de color de rosa; me dijeron que podía hacerme rico, y yo dije:

«Bueno, sigamos adelante».

El hombre, en la vida y en el mar, no tiene más que dos caminos: el torcido y el derecho. Mientras se marcha por el camino torcido, es inútil hacer cosas buenas; va uno dando tumbos y tumbos, perdiendo las velas, hasta que queda uno desarbolado. Entonces lo único que hay que hacer es cambiar de derrotero..., si se puede, porque lo demás es inútil.

El barco en donde acababa yo de entrar involuntariamente era un barco moderno para la época: un barco de carga con gran bodega, una verdadera urca holandesa, de aquellas que llamaban urcas mayores. Desplazaría de seiscientas a setecientas toneladas, tendría unos ciento sesenta o ciento ochenta pies de largo y más de treinta de ancho.

Como barco de carga destinado al transporte de mercancías, era un tanto pesado; de figura muy redonda, casi igual a proa que a popa, tenía una cubierta, sollado a proa para la marinería, cámaras en popa y todo lo demás preparado para bodega. Como la generalidad de los barcos de entonces, no tenía puente; su aparejo era de corbeta o brick-barca de mucho volumen. Navegaba en aquel momento en lastre y enseñaba dos pies de cobre fuera del agua.

Se llamaba El Dragón, nombre que trascendía a barco pirata.

El Dragón era de una sociedad francoholandesa para la trata de negros, que tenía sus principales accionistas en Amsterdam, SaintMalo y Nantes. Esta sociedad no firmaba más que por sus iniciales: V d. H. Z. y Cía.

Comparado con los de hoy, aquel barco daría risa. Era ancho, de madera; tenía la proa como un pico; el bauprés, muy levantado sobre el castillo, a la antigua usanza, con su red para que no cayesen los marineros al andar por las cuerdas. Sostenido sobre la flecha del tajamar ostentaba un dragón chino, blanco y dorado. Su popa estaba muy adornada, y entre las ventanas de la cámara del capitán y del teniente había un dragoncillo esculpido y debajo el título: El Dragón.

No era este barco como aquellos viejos bombos holandeses que en mi tiempo se veían arrinconados en los puertos. Su color era negro, con una faja blanca, y tenía portas fingidas para darse aires de barco de guerra.

El Dragón era, como he dicho, una urca, una urca coquetona y elegante; parecía una dama holandesa, blanca y rolliza, vestida de negro, que marchaba contoneándose con gracia por el mar. El Dragón era un buen barco, un barco seguro, en el que uno se podía confiar, con una arboladura gallarda y muchas velas de cuchillo. Era de esas embarcaciones que los franceses llaman ardientes.

Ofrecía verdaderos refinamientos para la época; estaba limpio, bien arreglado y dispuesto; las cámaras para la marinería, en el Bollado y castillo de proa, eran muy capaces; la bodega, muy aireada. Llevaba dos grandes aljibes, de hierro, uno a proa y otro a popa.

El Dragón estaba autorizado, según decían, para usar cañones, y tenía tres de a seis pulgadas en la toldilla de popa y dos sobre el castillo de proa.

En el espacio comprendido desde el palo del centro y el último, llevábamos una barca grande, de estas que llaman balleneras, con cubierta, y encima de ella un botecillo.

Entre la tripulación había ingleses, franceses y españoles; pero el núcleo mayor lo formaban los holandeses y los portugueses. En conjunto, seríamos cuarenta.

Los marineros dormían en las tarimas del sollado, y cuando hacía calor ponían las hamacas en la cubierta. Sin duda, a mí no me destinaban a la marinería, porque me llevaron a la cámara de popa, me mostraron mi hamaca y un cofre de cinc y me dijeron que me explicarían mis obligaciones. Me conformé rápidamente.

Como decía antes, el hombre, en la vida y en el mar, no tiene más que dos derroteros: el torcido y el derecho.

Mientras se marcha por el camino torcido, es inútil la brújula y el sextante: se va de escollo en escollo hasta dar el último batacazo.

Allí no había nadie que me pudiera dar un buen consejo; me parecía que la vida del negrero era una gran cosa, y marchaba por el camino torcido a la ruina.

El ser vasco en aquel buque constituía gran ventaja. El capitán lo era; lo mismo que su camarilla o guardia negra, con quien se entendía en vascuence. Yo iba a formar parte de esta camarilla.

No era raro, sino muy frecuente, que los armadores de barcos corsarios o negreros escogieran capitanes de puertos lejanos; así, los de Saint-Malo tomaban un capitán de Burdeos; los de aquí, uno de El Havre o de Honfleur. En el tiempo en que Nantes era uno de los centros negreros más activos de Europa, había allí pilotos de todo el mundo.

El capitán Zaldumbide era hombre alto, encorvado, amojamado. Nosotros le llamábamos el Viejo: en inglés, el Viejo de a bordo, y en vascuence, Gure Zarra (nuestro viejo). Zaldumbide no hablaba apenas; tenía una mirada de través, con sus ojos encarnados, poco agradable. Se dejaba sotabarba, ya blanca, y el pelo lo llevaba largo. Vestía levita negra y raída; en la cabeza, una gorrita, y los días de frío, un gabán viejo con esclavina.

Zaldumbide bebía poco o no bebía nada. Era muy religioso. Nunca se sentaba a comer sin rezar antes el Benedicite. Tenía en su camarote una virgen peruana, con dos ramas de romero bendito debajo. Ante esta imagen rezaba con un rosario de cuentas gruesas.

Yo muchas veces pensé si nuestro capitán estaría loco, porque algunas noches se las pasaba sin dormir, andando por el cuarto, llorando e invocando a la Virgen. Quizá le remordían sus crímenes.

Antes de ser negrero, el Viejo, según decían, había hecho naufragar varios barcos asegurados, llegando hasta exponer su vida. Tantos naufragios seguidos le dieron una buena fortuna y una mala fama.

Entonces se dedicó al comercio del ébano.

Zaldumbide llevaba a la tripulación muy derecha, sin que nadie se le desmandara.

Los domingos deseaba que se celebrasen convenientemente, y en estos días se ponía una levita azul, que él llamaba la nueva, y paseaba por la cubierta. Subía al alcázar de proa, inspeccionaba el sollado, recorría el barco mirándolo todo, riñendo porque no encontraba las cosas bastante limpias, y al final de su paseo escalaba la toldilla de popa y se apoyaba en uno de los cañones. Así permanecía silencioso, sumido en sus pensamientos.

Si en estos días de fiesta algún vasco, imitando a los demás, blasfemaba, Zaldumbide le castigaba cruelmente.

Como marino, era entendido, pero algo rutinario. Sabía poco, pero tenía mucha práctica. En El Dragón no se verificaban operaciones con el sextante. Zaldumbide hacía la estima calculando el punto de situación en que se hallaba el barco, la dirección que se debía seguir según las indicaciones de la aguja náutica, y las distancias medidas con la corredera. Los resultados los anotaba todos los días en el cuaderno de bitácora.

Yo solía ayudarle muchas veces a echar el cordel de la corredera y luego a medir. Tenía una corredera antigua. En general, lo que usaba el capitán, el barómetro, los cronómetros, las cartas de derrota, todo era viejo. En su camarote tenía un reloj de arena; lo prefería por seguro y por silencioso. Zaldumbide odiaba lo nuevo. Él creía, como los hombres antiguos, que el hombre va del bien al mal; nosotros, los progresistas, creemos lo contrario: que va del mal al bien.

En casos apurados, Zaldumbide era un gran piloto y hombre de un valor furioso. Sólo por los golpes del viento en la cara comprendía inmediatamente las maniobras que había de hacer. Cuando subía a la toldilla, seguido de Old Sam, el contramaestre, que refrendaba las órdenes con los silbidos del pito, se veía a un hombre sabiendo mandar; tenía una gran precisión en sus disposiciones, y su voz áspera de marino, formada de gritar en medio del mar y de las tempestades, parecía hecha para dominar a los hombres y a los elementos.

Usted sabe muy bien, mi oficial, que el hombre que manda durante mucho tiempo un barco de vela llega a mirarle como una cosa viva; el Viejo así lo creía, y hablaba con su Dragón más que con su gente.

Consideraba a su corbeta como si fuera su mujer, su novia o su querida.

La única distracción de Zaldumbide era jugar con Mari Zancos, una mona que le había regalado un capitán español.

Zaldumbide era avaro como pocos; tenía dos o tres maletas con aros de hierro y cofres de latón, que, según se decía, estaban llenos de preciosidades.

Zaldumbide era vascofrancés, y me designó para formar parte de su guardia negra.

Aquí -me dijo el primer día- el que cumple vive bien. Ahora, el que no cumple puede encomendarse a san Chicote.

Yo, al principio, no andaba apenas por el barco. Nunca iba a la proa. Mis dominios eran desde la toldilla hasta el palo de popa. La cámara del capitán y la del teniente se hallaban bajo cubierta, y tenían ventanas con rejas; delante de ellas estaba nuestra cámara y encima de las tres la sobrecámara, en el alcázar de popa, formando dos cuartos separados por un mamparo: uno que ocupaba el piloto, Franz Nissen, un dinamarqués que no hablaba nunca, y otro el médico, el doctor Cornelius.

Franz Nissen era un hombre muy serio; gobernaba siguiendo el rumbo con una precisión admirable; sólo cuando las olas ofrecían peligro por su magnitud se ocupaba de ellas.

La brújula estaba delante de la toldilla, a la vista del timonel. Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche. En aquellos buques de madera no se necesitaban las correcciones que hoy son precisas en los barcos de hierro, con los compases de Thompson y las barras de Flinders.

El cuarto de Nissen, el timonel, tenía un ventanillo, desde donde podía mirar la brújula, y una trampa que comunicaba con la cámara del capitán. En casos de sublevación, la sobrecámara del alcázar de popa, las cámaras del capitán, del teniente y la nuestra se cerraban y quedaban incomunicadas. Estas tres últimas estaban blindadas.

Debajo del cuarto del capitán se encontraba la sala de armas y la santabárbara; debajo del cuarto del teniente, el pañol del pan, y debajo de nuestro cuarto, que se llamaba cámara de los vascos, la despensa. Como he dicho, fuera de la camarilla vasca, el resto de la tripulación lo formaban ingleses, holandeses, portugueses, un español, dos o tres chinos, un malayo y un negro.

Nosotros hacíamos la guardia de popa. No pasábamos casi nunca de la escotilla grande hacia la proa más que cuando había alguna sublevación. Desde la ballenera hasta el bauprés, mandaban realmente el contramaestre y el cocinero. El equipaje alternaba las guardias de cuatro en cuatro horas, dividiéndose en guardias de babor y estribor, y Tommy, el grumete, avisaba con campanadas cuándo se tenían que renovar los de un lado y los de otro.

El capitán no debía de tener mucha confianza en aquella gente, porque había tomado grandes precauciones.

Para llegar a su camarote era necesario pasar por nuestra cámara, en donde dormíamos gentes de su confianza, y luego seguir por un pasillo en zigzag, forrado de hierro, con agujeros pequeños y redondos para disparar por ellos en caso de ataque.

Los respiraderos de nuestra cámara estaban cruzados por rejas; las paredes y las puertas, chapeadas de hierro; teníamos en medio una mesa, sujeta al suelo, que se podía desarmar y adaptar a la pared; unas cuantas sillas de tijera, una estufa de Plymouth, varios ganchos para las hamacas, colgadores para cada uno de nosotros y los cofres de cinc.

Las lámparas se apagaban, por reglamento, a las ocho de la noche. Para esta hora había que tener colgadas las hamacas; las descolgábamos al salir el sol. La marinería y el contramaestre se alojaban a proa, en el sollado, y en las zonas cálidas, cerca del ecuador, dormían en la cubierta y guardaban las telas de los coys arrolladas sobre las bordas.

Los vascos, por disposición del capitán, comíamos solos. Zaldumbide nos regalaba fiambres y postres para tenernos contentos.

Todos los días tomábamos un café muy fuerte, que hacía Arraitz, un compañero nuestro, y una copa de ron. La vida material era buena; comíamos bien, teníamos tabaco; los días de mal tiempo nos encerrábamos en la cámara a hablar y a jugar.

El capitán era un bárbaro, como todo capitán negrero de esa época. Allí, al. que faltaba, ya se sabía, lo azotaban como a un perro. Zaldumbide tenía un chicote retorcido, con el cual él mismo daba un castiguillo.

Llamaba así a pegarle a uno hasta dejarle desmayado. En general, Zaldumbide castigaba la mala intención, pero casi nunca la torpeza.

Cuando Zaldumbide se encontraba alegre y con ganas de pasar el rato, pegaba él mismo; cuando estaba displicente, pegaba Demóstenes el negro, un marinero que con frecuencia hacía de verdugo. Para los delitos de robo, Zaldumbide empleaba el cepo y la barra.

En el fondo, el capitán era más egoísta y avaro que cruel. Su única preocupación era reunir dinero. Debía de ganar mucho. Los capitanes de barcos negreros no necesitaban pólizas de cargo para dar cuenta del género recibido. Yo me figuro que Zaldumbide debía quedarse con más de la mitad de la ganancia en cada expedición.

Durante el viaje, fuera de sus trabajos de capitán, solía rezar. Cuando se metía en el camarote, pasaba el tiempo jugando con sus monedas de oro, en compañía de la mona Mari-Zancos.

Su sistema era no pagar soldadas regulares a la marinería.

-Luego os encontraréis con más dinero -decía.

Pero después, pasado el tiempo, enredaba las cuentas y siempre salía ganancioso.

Sus frases favoritas eran estas dos de los piratas ingleses: No prey no pay (Sin botín no hay paga) y No peace beyond the line (Todo es enemigo más allá de la línea).

Para indicarle a usted la barbarie de Zaldumbide, le contaré a usted dos casos. Un día, al pasar cerca de Cabo Verde, echamos a pique una barca de pescadores; unas horas después, en la cubierta, encontramos a un portugués vestido sólo con un pantalón y una camisa.

-¿Qué hacemos con este hombre? -preguntó el contramaestre.

-Atadlo -contestó el capitán.

Se le ató, a pesar de sus protestas y sus gritos.

-¿Y ahora?

-Ahora, echadlo al mar.

Así se hizo.

Otra vez habíamos llegado a la Barbada con un cargamento de bultos de madera de ébano. Estábamos haciendo nuestras señales cuando en un bote se acercaron a El Dragón dos individuos de la policía de aquella isla. El capitán los recibió amablemente, y al mismo tiempo ordenó al negro Demóstenes y a Chim, el malayo, que los matasen. Éstos se echaron como perros, y un momento después iban los dos policías al fondo del mar cosidos a puñaladas. En seguida nos alejamos del puerto, y al día siguiente volvimos a hacer el desembarco de los fardos con perfecta tranquilidad.

Como barco cuya tripulación la formaban gentes perseguidas y fuera de la ley, había allá mucho tipo extraño.

El negro Demóstenes, de quien le hablaba a usted hace un instante, era un negrazo gigantesco, tatuado, fuerte como un cabrestante. Chim, el malayo, su amigo, era un dayak de Borneo, de estos malayos de pura raza, de los más violentos y crueles.

Chim había sido, según decía, capitán de uno de esos barcos piratas que llaman paraos, en Borneo, y cuando estaba a punto de ser colgado logró escaparse.

Chim llevaba una peineta de concha y el pelo largo, como las mujeres. Solía ir con mucha frecuencia, aunque hiciera frío, desnudo de medio cuerpo arriba. Demóstenes, el negro, era un hombre a quien habían hecho brutal, pero que no era naturalmente malo; en cambio, Chim era sanguinario y perverso, y su mayor placer consistía en hacer sufrir a los demás.

La camarilla de confianza de Zaldumbide la formábamos cinco vascos: Tristán de Ugarte, el piloto, que era de Elguea; Albizu, de Pasajes; Burni, de Ondárroa; Arraitz, de Fuenterrabía, y yo. Nuestro trabajo consistía en limpiar desde la escotilla grande hasta la popa, arreglar los cuartos, bruñir los cañones y vigilar la despensa. Además, teníamos el cargo de cortar el tocino para el rancho del día, sacar el carbón para el cocinero, las provisiones de la despensa, el pan, el aceite para guisar y para las lámparas y el agua. Los cinco vascos nos conocíamos unos a otros como si fuéramos hermanos. Cada cual tenía su vicio:

Burni era glotón y brutal; Albizu no pensaba más que en la elegancia y en las mujeres; y cuando llegaba a un puerto se gastaba el dinero con ellas. Era el único que tenía la moral de un negrero o de un pirata. Le gustaba divertirse. Los demás éramos unos farsantes. Arraitz era jugador. Siempre estaba haciendo proyectos mientras miraba vagamente el humo de su pipa. Arraitz se jugaba las pestañas, y cuando no podía jugar, apostaba. Tenía muy mala suerte y era muy supersticioso. Llevaba una porción de escapularios y de medallitas, y era bastante inocente para creer que estos pedacitos de tela y de latón le iban a preservar de la desgracia.

A Burni le llamábamos Tripa triste porque siempre se quejaba de no sé qué melancolía que le daba en el estómago cuando no comía bastante.

El enamorado Albizu era hombre de mucha fuerza y muy nervioso, flaco, alto, seco; tenía unos dedos de hierro. El capitán le temía y no le dejaba andar con nada delicado, porque lo rompía.

Zaldumbide no quería que nos hiciéramos amigos de los marineros. Los cinco vascos éramos bastante odiados por la tripulación. Nosotros teníamos un perro de lanas blanco, que alimentábamos, y la marinería otro. Los dos perros se detestaban. El equipaje se hallaba dividido en dos bandos: el de los holandeses y el de los portugueses.

De esta gente no se sabe cuál es peor: los unos son una canalla rubia y los otros una canalla morena.

El más inocente de aquéllos tenía unas cuantas muertes sobre la conciencia. En el rancho del Bollado reñían a todas horas unos contra otros. Muchas veces había algún muerto. Lo echábamos al mar y seguíamos adelante.

Dirigía a los holandeses Ryp, el cocinero de El Dragón, un hombre que tenía todo el cuerpo tatuado con la figura de los barcos en donde había servido.

Ryp Timmermans, el cocinero, poseía un estómago que era una especialidad; bebía lo mismo alcohol puro que petróleo, aguarrás o tinta; rompía las monedas con los dientes, y hasta rompía el cristal. Cosa que él agarrara con los dientes no había manera de quitársela.

Ryp Timmermans tenía como pinche un chino, el chino Bernardo; un chino rubio que se dedicaba a cazar todas las ratas del barco y a comérselas.

El jefe de los portugueses era un mestizo de indio, lacrimoso y sucio, que hacía de intérprete, y se llamaba Silva Coelho.

El contramaestre, Old Sam, muchas veces no podía sujetar aquella gente y buscaba el auxilio del capitán. Entonces íbamos nosotros a restablecer el orden; pero, si se juntaban los dos bandos, teníamos que retirarnos a popa y algunas veces meternos en la cámara y cerrar la escotilla, sacar los rifles y prepararnos para la defensa.

En estas condiciones solíamos navegar a la buena de Dios; la tripulación, borracha, no hacía caso de los silbidos del contramaestre, y marchábamos expuestos a chocar contra otro barco o con algún bajo cualquiera. Zaldumbide tenía el procedimiento de hacer como que no se enteraba de lo que pasaba cuando no podía dominar la situación.

Old Sam era un desertor de la marina inglesa, hombre inteligente y práctico. Tenía unos cincuenta años. Vestía marsellés y una gorra de pelo y llevaba el pito de plata pendiente de un cordón de seda negro, enlazado en el ojal de la chaqueta.

Franz Nissen, el timonel, era el que no abandonaba nunca la rueda del timón. Era un viejo ex presidiario que no hablaba con nadie ni se mezclaba en nada. Tenía bastante con sus recuerdos. Él y Old Sam eran los únicos a quienes el capitán pagaba con exactitud la soldada.

Nissen nos salvó de muchos peligros.

Nosotros, la cuadrilla de vascos, ya habituados a aquella vida extraña e indiferentes a todo cuanto pasaba a nuestro alrededor, nos poníamos a jugar a la manilla o al truque nuestros ahorros. Solíamos tener discusiones interminables por las cosas más tontas; por ejemplo: cuál de nuestros pueblos era mejor, y llegábamos hasta a contar las casas que había en cada uno. Un reloj inglés que teníamos en la cámara nos acompañaba en nuestro encierro, dando las horas con campanadas muy agudas.

Gracias a que holandeses y portugueses se odiaban, podíamos dominarlos nosotros. De los cinco vascos, cuatro éramos relativamente buenas personas; pero el teniente Ugarte, no. Éste era endemoniado, malo, atrabiliario.

El capitán Zaldumbide le conocía, y como mandaba en dueño absoluto y allí no se guardaban más jerarquías que la suya, nos dijo varias veces en vascuence delante del piloto:

-Éste es un perro. Cuando estéis entre los demás, respetadle como teniente; pero si aquí os molesta, os autorizo para que le deis una buena.

Se siguió el consejo, y un día Arraitz le calentó las costillas para una temporada.

Como éramos la parte más tranquila de la tripulación, se hizo amigo nuestro un irlandés, Patricio Allen.

Era un buen muchacho, grandullón, con los ojos azules y el pelo de color rojo, pesado, pero excelente persona.

Tenía una buena voz, pero nos aburría tocando cosas tristes con su acordeón. Yo no sé cómo demonio sacaba unos sonidos tan lamentables y tan melancólicos a su fuelle. Casi el ruido más alegre de su instrumento era cuando le faltaba una nota, y parecía tener un ataque de asma. Sólo oyendo a Allen se sentía uno desgraciado, como si el mar, el viento, la soledad y la niebla se echaran sobré uno y lo agotaran.

El español don José era simpático y formaba en el partido de los holandeses. Era generoso, hidalgo, hombre de palabra; no tenía más defecto que el de ser ladrón. Decía que nada era comparable con la emoción de robar. Él nunca había robado por el valor de las cosas, sino por sentir la deliciosa impresión del acto. Había recibido una educación cristiana, según decía. Era hijo de un canónigo de la catedral de Toledo.

Don José había trabajado en casi todos los puntos de España y de sus indias; después, encontrando pequeña su patria para su gloria, había ido a otros países, hasta que, viéndose perseguido, tuvo que meterse en el barco negrero, cosa que le repugnaba profundamente por sus sentimientos de humanidad.

Don José consideraba como su obra maestra un robo que hizo en una iglesia de un pueblo de América, de la que se llevó una custodia, varios cálices y coronas. Después de verificar esta bella sustracción con una maravillosa habilidad, don José llamó en casa del juez, denunció el hecho, dio una pista falsa y se fue del pueblo sin que nadie le molestara.

Cuando se le preguntaba si, como hombre religioso, no sentía remordimientos por este robo, decía que no, porque lo había hecho con reservas mentales y sentido un gran propósito de enmienda.

Otros dos tipos curiosos teníamos en el barco: el médico Ewaldus Hollenkind, a quien nosotros llamábamos el doctor Cornelius, y el pequeño Tommy, el grumete.

El doctor Cornelius era un hombre rechoncho, algo jorobado, triste y desagradable. Tenía barbuchas amarillas y deshilachadas, la expresión suspicaz y un color de manteca de Flandes. Decían que era judío. Llevaba una bata vieja y una gorra de pelo. El maestro Ewaldus tenía en su cuarto libros en todos los idiomas y hablaba muchas veces solo consigo mismo en latín. El vasco no lo sabía; alguna vez quiso que le explicáramos el significado de las palabras, pero como no nos era simpático, le decíamos mentiras.

El doctor Cornelius, si no era brujo, le faltaba poco. Calculaba la cantidad de aire que necesitaban los negros para respirar en la bodega; estudiaba el mar y, según decía, estaba haciendo una obra describiendo los distintos fondos.

Algunos aseguraban que el doctor Cornefus era tan sabio que a unos indios-les había convertido en negros para venderlos después; pero otros decían que lo único que había hecho era teñirles la piel con una mezcla de alquitrán, sebo y nuez vómica.

El doctor Cornelius tenía un sistema extraño de espionaje en el barco. Se enteraba de todo, no sé por qué medios. Era como una de esas arañas panzudas que están en su agujero, pero que, cuando sienten la tela que se mueve, salen en seguida a devorar la presa.

El doctor Cornelius curaba por la homeopatía, procedimiento que él llamaba el sistema de l’Homme du Coq (el sistema del Hombre del Gallo). No comprendía el porqué de la frase, hasta que él mismo me dijo que la homeopatía la había inventado un señor Hahnemann, que en alemán quiere decir el Hombre del Gallo.

Constantemente repetía un latinajo que, si no recuerdo mal, era similia similibus curantur, lo que yo, en verdad, no sé qué quiere decir; pero cuando algún marinero se quejaba al capitán de una paliza, él le aconsejaba que le diera otra; si se quejaba de falta de dinero, que le quitase el sueldo. Siempre con el sistema del Hombre del Gallo.

A aquel pajarraco de mal agüero todo el mundo le odiaba. Su único amigo era un gato negro, Belzebuth, con el que andaba por todas partes llevándolo en el hombro.

Así como el doctor Cornelius era la bestia negra del barco, un jettator, como dicen los italianos, o un Jonás, como dicen los ingleses, Tommy, el grumete, era la mascota. A este muchacho se lo habían encontrado en El Dragón un día a bordo, al pasar por Santa Elena. ¿De dónde era? ¿De dónde venía? Nadie se lo preguntó. Dijo llamarse Tom, y como era pequeño, todo el mundo empezó a decirle Tommy. Le quisieron hacer limpiar las botas de los marineros, él se negó; le quisieron pegar, y él corrió como una ardilla a esconderse y al día siguiente le hinchó un ojo a uno de sus perseguidores, y al otro día le derramó una caldera de agua hirviendo a los pies a otro.

En poco tiempo Tommy se impuso. No quería trabajar y trataba con un desprecio profundo a la marinería. Era un ejemplo de lo que puede el convencimiento de la propia fuerza aun entre gente bestial. Tommy se reía de nosotros; hasta la campana la tocaba de una manera burlona, haciendo un tintán endemoniado.

Como Tommy no hacía nada, todos los trabajos del barco iban a dos pobres muchachos, el uno portugués y el otro bretón, a quienes aquellos bárbaros de marineros trataban a golpes.

Zaldumbide mismo le miró a Tom con simpatía. Tommy era un clown, un verdadero diablo. Se había ganado la independencia, y fuera de tocar la campana para renovar las guardias, lo que hacía de la manera más escandalosa e impertinente que puede suponerse, no trabajaba nada. En cambio, educaba a nuestro perro y a la mona Mari-Zancos a la alta escuela.

Little Tommy hacía juegos malabares con Demóstenes, el negro, y con Chim, el malayo. Chim y Tommy representaban con frecuencia una parodia de Guillermo Tell. Chim sabía jugar con los cuchillos con una gran habilidad. Tommy se ponía delante de la puerta de la cocina con una manzana en la cabeza. Chim le tiraba un cuchillo y, después de atravesar la manzana, lo dejaba clavado en la puerta. Entonces Tommy extendía la mano, arrancaba el cuchillo y se comía la manzana entre las carcajadas de todos.

El diablo del chico, cuando se ponía de mal humor, iba a la cofa de un palo y allí estaba hasta que se le pasaba la murria, y volvía más alegre que antes.

Otro de los personajes importantes del barco era Poll. Poll era un loro inglés; lo habían robado una noche Old Sam y un amigo suyo en el consulado de Inglaterra de un pueblo del Brasil. Poll, en vez de decir Bonjour, jaquot! o ¡Lorito real.; como hubiese dicho siendo francés o español, gritaba:

Scratch Poll! Scratch poor Polly!

y ponía, la cabeza entre la reja de la jaula para que se le rascara.

Belzebuth, el gato negro del doctor Cornelius, tenía un odio feroz a Poll y dos o tres veces estuvo a punto de matarlo.

Tommy solía entretenerse en hacer rabiar al pajarraco. Le echaba humo de tabaco, le llamaba y solía poner entre los barrotes de la jaula un trozo de madera, como si fuese el dedo, y Poll que era rencoroso, se echaba sobre él y le daba un picotazo con su pico fuerte, y cuando se encontraba que no tenía presa, se recogía, burlado y huraño, ante las carcajadas del pillo del grumete...

Con esta tropa salíamos de Amsterdam en mayo, pasábamos en junio a la altura de las Canarias y cruzábamos por delante de las islas de Cabo Verde.

Aquí nos deteníamos para la aguada y nos acercábamos a las costas de África. Solíamos ver en el viaje barcos que iban a la India, fragatas y bergantines; pero en aquella época la cordialidad marítima no era muy grande. Se temía el encuentro de barcos piratas, y los negreros, que eran muchos en aquellas costas, huían de todo buque, temiendo encontrar en cada uno un crucero inglés.

Llegábamos a la costa de Angola; allí había agentes de todas las nacionalidades, sobre todo americanos y portugueses. Éstos se metían entre los reyezuelos y jefes de tribu y hacían negocio. A cambio de los negros daban fusiles, pólvora, instrumentos de hierro y brazaletes de latón y de cristal.

Embarcábamos doscientos o doscientos cincuenta negros entre hombres, mujeres y chicos, y aprovechando los alisios del sudeste, íbamos casi siempre al Brasil. Allí vendíamos el saldo entero. Luego, el comerciante negociaba al por menor. Los hombres valían de mil pesetas hasta cinco mil; los niños, veinticinco duros antes de bautizar y cincuenta después; las mujeres se vendían a precios convencionales.

Zaldumbide no regateaba fusiles ni pólvora para adquirir un buen género. A él no le daban un anciano venerable por un hombre joven, aunque estuviese teñido, ni un hombre con una hernia por un individuo bien organizado.

Él, con el doctor Cornelius, miraba los dientes de los negros, estudiaba los músculos y las articulaciones; veía si tenían hinchado el vientre.

-Cuando yo doy un negro, un buen negro por mil duros, es que es una cosa excelente -decía Zaldumbide, y añadía-: Ante todo la seriedad comercial.

El género femenino de color no le gustaba al capitán, quizá, por razones de moralidad. Zaldumbide no era partidario de maltratar ni de pegar siquiera a los negros, no por nada, sino por no estropearlos.

Los demás capitanes negreros trataban a fuetazos a sus negros. Estos fuetazos no eran más que el ligero prólogo de los que les darían después los bandidos de América. Hay que reconocer, en honor de la bella Francia, que los negreros franceses debieron dejar atrás a los demás en el arte de desollar negros, porque incrustaron en el lenguaje de las colonias el nombre del látigo francés, lo impusieron, y a todas partes donde había negros llevaron triunfante el fouet.

Bien es verdad que, a cambio de esa pequeña molestia de arrancar a los negros algunas piltrafas insignificantes, de carne, se les bautizaba, y eso salían ganando.

Zaldumbide era el san Francisco de Asís de los negros. No los tenía a todos en la misma cámara, sino en cuatro grandes cuadras, hechas con mamparos; les ponía camas de paja y les sacaba sobre cubierta para airearlos y lavarlos.

-Es una mercancía delicada -solía decir.

No era el capitán de los que consideraban que para cumplir como un buen negrero hay que maltratar al ganado humano. Prefería matar a un marinero que a un negro. Varias veces le reprocharon esto, y él contestaba:

-¡Qué imbéciles! ¿Cómo quiere compararse un marinero con un negro? Un marinero no vale nada; lo reemplazo con otro en cualquier parte. Un negro puede valerme mil duros.

Con nosotros no tenían gran cosa que hacer los tiburones; otros barcos negreros, que hacinaban los bultos de ébano en la bodega, en malas condiciones, iban teniéndolos que echar al agua, a que sirvieran de pasto a los tiburones; nosotros, no; hubo viaje en que no murió ninguno.

Zaldumbide era muy político; cuando bajaba a tierra a visitar al rey Badegú o al mariscal Taparrabo, les rogaba que mandasen azotar a los negros que iban a vender. Los otros lo hacían sin ningún inconveniente. Después, Zaldumbide, al tenerlos en el barco, les hablaba, porque sabía algo del bantú y del mandingo, y les decía, en aquella infame algarabía negra, que les iba a llevar a un país en donde no harían más que tomar el sol y comer habichuelas con tocino. Los negros quedaban encantados. No les alimentaba con mijo y manteca de palma, como los demás negreros, sino que les daba pescado ahumado, habichuelas y miel. Los alimentaba mejor que a los marineros. No había sublevaciones; al revés, había negro que, salido de la prisión, al verse en el barco con cierta libertad y sin ser golpeado, consideraba al capitán como un bienhechor. El farsante del vasco sonreía dulcemente. En aquellos momentos se consideraba el san Juan de Dios de los negros. Era un canalla pintoresco y simpático aquel Zaldumbide. ¡Lástima de hombre! Tenía grandes condiciones de previsor y de organizador.

En otros barcos negreros solían hacer bailar a los negros el baile de bomba, y, cuando no querían, les instaban a zarandearse a fuetazos. Allí no. Zaldumbide contaba con Tommy, que era el gracioso. Se sacaban cincuenta negros, se les ponía en círculo, y Tommy hacía saltar a Mari-Zancos, vestida de rojo, y a nuestro perro le hacía pasar por un aro. Luego, cuando el pequeño Tommy venía con un sombrero de copa hasta las orejas y la nariz pintada de encarnado, andando con las piernas para dentro, cuando imitaba al capitán y al doctor Cornelius, entonces los negros comenzaban a reír, enseñando los dientes y soltando la quijada hasta el punto de que Tommy solía empujarles la mandíbula con cuidado para que la cerraran.

Después se sacaba la bomba, que era un tonel con una piel estirada, en donde se tocaba con las manos como en un tam-tam, y bailaban los negros. Tom les enseñaba las más extraordinarias jigas de todo el Reino Unido. El negro es un inocente, e iba así en el barco entretenido, sin ganas de sublevarse.

Solíamos estar en el Brasil una temporada. El capitán nos daba algún dinero, que gastábamos alegremente, y cuando no nos quedaba un cuarto, íbamos todos volviendo a El Dragón.

No se podían hacer expediciones tan frecuentes como nosotros hubiéramos querido; primero, no había siempre negros que llevar, y luego era indispensable tener mucho cuidado con la limpieza. Si se descuidaba la bodega, se armaba una peste que no se podía vivir.

Por dentro y por fuera teníamos que limpiar el barco casi continuamente. Por fuera lo fregábamos todas las semanas, y, cuando recalábamos en alguna bahía conocida por el capitán, lo primero que hacíamos era raspar los fondos para quitarles algas, hierbas y escaramujos que, principalmente en los mares tropicales, se adhieren en tal cantidad que dejan los fondos como una selva. Cuando no teníamos mucho tiempo ni gran seguridad, avanzábamos sobre un banco de arena, en la marea alta, y en la baja, cuando se retiraba el agua, limpiábamos con una escoba de brezo lo que se podía.

A veces traíamos los fondos lavados y nos encontrábamos que, después de un largo viaje, el cobre de la quilla y de las partes próximas estaba limpio como el oro; otras veces, en cambio, se hallaba cubierto de algas y había que limpiarlo.

Si contábamos con tiempo, buscábamos un sitio tranquilo y desierto, hasta encontrar un buen agarradero para anclas. Sacábamos la ballenera y el bote, los anclábamos, los uníamos con tablones, formando una balsa, y a ésta la lastrábamos con los cañones. Luego fijábamos en la balsa una polea, atábamos una amarra a la primera cofa del palo mayor, y a proa y a popa echábamos dos anclas.

Después, al mismo tiempo, con los cabrestantes empezábamos a estirar las amarras atadas al palo mayor y a las dos anclas, hasta conseguir que el barco se tumbase por una banda y descubriera la quilla.

Antes había que calafatear las aberturas de un lado, para que no entrase el agua. Poníamos unos andamios, raspábamos toda la parte descubierta y volvíamos a torcer el casco al lado contrario y a rasparlo.

Todas las precauciones eran pocas para poder huir rápidamente, en caso de ser perseguidos.

Llevaba ya varios años en El Dragón, pensando algunas veces abandonar aquella vida.

La tripulación cambiaba constantemente; nosotros los vascos, en un período largo seguimos siendo los mismos, hasta que en uno de los viajes se fue Ugarte, el piloto, y lo sustituyó otro, con el mismo nombre y apellido.

En barcos como aquél no había que fiarse de los nombres ni pedir los papeles a nadie. Cada cual se llamaba como le parecía; yo mismo cambié de nombre; no quería que, si me llegaban a ahorcar, el apellido de mi padre saliera a la vergüenza pública.

Entró el nuevo Tristán en Batavia, adonde habíamos ido a desembarcar unos negros. No era el nuevo piloto un canalla, como el anterior, insolente y envidioso; parecía, sí, un poco sombrío y triste. Había navegado en barcos de buenas compañías; pero se le había muerto la mujer, según dijo, y estaba desesperado, deseando vivir a la ventura para olvidar sus tristezas.

El nuevo Tristán calculaba los errores de la estima por las observaciones del sextante; tomaba la altura del sol, y en unas tablas hacía sus comprobaciones para encontrar la altura y la latitud. Zaldumbide, que conocía bien a la gente, le trataba con gran consideración, y el piloto y el capitán se reemplazaban en las guardias, como iguales.

El tal Tristán, o como se llamara, no nos dio suerte; desde que entró en El Dragón no hicimos un viaje feliz. Del estrecho de la Sonda fuimos a Mozambique, y fondeamos cerca de Quelimane, en una ría conocida por el capitán.

El nuevo piloto quería presenciar el embarque de negros. Solíamos llevar las luces roja y verde reglamentarias, y al acercarnos a tierra se ponía un farol grande de luz blanca en el palo de proa.

Un centinela se colocaba en el bauprés y avisaba cuando veía brillar un fanal rojo.

Al momento, el intérprete, el doctor Cornelius y Zaldumbide iban a tierra con la chalupa. En la factoría les esperaba el agente.

El Dragón entraba en el río despacio, navegando sólo con las velas triangulares del foque y algunas del palo de proa.

Al meternos en el río preparábamos las cuatro anclas. Al mismo tiempo yo me dedicaba a sondar.

Llenaba el agujero de la gruesa bala de sebo, le daba vueltas en el aire como una honda y la despedía lo más lejos posible. Luego le decía al piloto las brazas con que contábamos.

-¿Qué fondo tenemos? -preguntaba él.

Yo sacaba la sonda para que viese si era arena, fango, trozos de coral o de concha.

Cuando el fondo disminuía, el contramaestre subía al castillo de proa, y quedaba de guardia con el martillo en la mano, esperando la orden para dejar caer el ancla.

-¡Fondo! -gritaba el piloto.

Old Sam daba un martillazo a la palomilla de hierro que sujetaba el ancla de proa, y poco después se echaban las otras tres y quedaba el barco inmóvil.

El nuevo Tristán y yo presenciamos el embarque, el primero que hicimos con este piloto. Sin duda, el surtido de ébano se había agotado en aquella parte de África, porque no pudieron traer más que veinte o treinta negros encadenados. ¡Y qué personal! Viejos, tiñosos, ulcerados: un espectáculo horrible.

El doctor Cornelius se encargó de ellos para ver si los dejaba presentables. Enderezamos el rumbo hacia el cabo de Buena Esperanza, y con unos días borrascosos, luchando con la corriente del cabo de las Agujas, pasamos al Atlántico, y tras de muchas penalidades llegamos a Angola y fondeamos en la bahía de los Elefantes, nuestro puerto de refugio.

De los veinte o treinta-negros tomados en Mozambique habían servido de pasto a los tiburones más de la mitad.

Esperamos en la bahía de los Elefantes una larga temporada. Se decía que uno de los reyezuelos del interior iba a hacer una razzia y a traer cientos de esclavos.

Después de aguardar cerca de un mes, no pudimos embarcar más que quince o veinte negros, otras tantas negras y unos cuantos chiquillos. Era una miseria. El capitán estaba desesperado, la tripulación se revolvía furiosa; el único indiferente era el nuevo piloto, a quien no importaba sin duda la ganancia gran cosa.

Con un cargamento tan ligero subimos hacia el norte con los alisios, teniendo que echar varias veces algunos negros al mar para regalo de los tiburones, y, al pasar cerca de la isla de la Ascensión, estuvimos a pique de ser cazados por un crucero inglés.

Los viajes de El Dragón tomaban un nuevo aspecto. Según algunos marineros, el doctor Cornelius había echado la maldición al barco.

Llegamos al Brasil, dejamos la carroña que llevábamos y volvimos al África. Los mercados estaban vacíos. Ni mandingos, ni congoleses, ni uolofs, ni bantúes, ni lucumíes se encontraban por ninguna parte.

Sin duda, el comercio de negros atravesaba una crisis, y al capitán le ordenaron que fuera a Batavia a recibir nuevas órdenes.

El capitán renegaba; se trataba de un viaje larguísimo y sin resultado pecuniario alguno. Tardamos cuatro meses en llegar al estrecho de la Sonda. Lo atravesamos y llegamos a Batavia.

Entonces, no sé si ahora pasará lo mismo, la gente se moría en aquellos parajes como chinches.

Nosotros tuvimos en la tripulación varias defunciones por fiebres.

El capitán y el doctor Cornelius conferenciaron con los representantes de la compañía, y por la noche se nos anunció que zarpábamos para China. Teníamos que recoger trabajadores coolíes chinos, cerca de la colonia portuguesa de Macao, y conducirlos a América. Silva el portugués era el encargado de llevar a cabo estas negociaciones.

Llegamos a las aguas de China. Hacía un calor bestial; todos teníamos que andar casi desnudos. Nos acercamos a tierra. Se veía una costa pantanosa verde, y la desembocadura de un río a lo lejos. El capitán, el doctor Cornelius y Silva Coelho fueron a tierra. Luego supimos que íbamos a llevar a América trescientos chinos, más cincuenta barriles de opio. El opio valía entonces una enormidad. Cada libra se pagaba cuatro y cinco libras esterlinas.

El capitán quería desquitarse a toda costa. Había calculado la cantidad de agua necesaria para el viaje; pero estos cálculos en barcos de vela, como usted sabe, no tienen mucho valor.

El Pacífico es muy grande, el viaje largo; éramos demasiada gente y el agua nos había de perder.

Por la noche comenzó el embarque de los chinos. Venían en unas canoas de dos velas de esteras que allí llaman tancales; se acercaban al barco e iban subiendo por la escala, entrando por el portalón y desapareciendo por la escotilla de la bodega.

La ballenera nuestra fue y vino varias veces. Por la noche entraban los trescientos chinos en el barco.

-¿Cuándo salimos? -preguntó Ugarte.

-En seguida: cuando haya viento -contestó el capitán.

El piloto mandó la maniobra. Salió el bote para levar ancla, el cabrestante comenzó a chirriar para levantarla, las velas se tendieron en los palos y unos momentos después zarpábamos con viento fresco.

Al pasar a la altura de cabo Engaño recogimos al antiguo piloto Ugarte, que había salido en un junco a nuestro paso. Ugarte, por lo que dijo, había vivido en Filipinas y estaba aburrido de aquello y quería marcharse a América.

Tristán, el antiguo, se encontraba muy cambiado; tenía una cicatriz reciente, roja aún, en la cara, que le cogía desde la ceja de un lado hasta la comisura de la boca del otro, cortándole el labio superior. Nuestro antiguo piloto bebía el brandy como si fuera agua.

Algún motivo de enemistad debía existir entre los dos Tristanes, porque el de la cicatriz, como le llamábamos al antiguo piloto, parecía buscar las ocasiones para herir y molestar a su sustituto.

El viaje por el Pacífico es, como usted sabe, de una monotonía terrible. En general, muy al sur, los vientos son constantes, y hay grandes facilidades para la navegación a vela; pero nosotros teníamos que recorrer cientos de millas para alcanzar los vientos alisios.

Salimos en marzo, y tardamos muchísimo en salir del mar de la China y pasar la Línea.

Llevábamos un mes de navegación, esperando en la calma ecuatorial el monzón del sudeste, cuando el capitán tuvo que mandar acortar la ración de agua. Afortunadamente, en la isla de San Agustín pudimos hacer la aguada y seguir adelante.

El piloto aconsejó al capitán que desembarcara algunos chinos; podía volver a ocurrir el mismo conflicto con el agua. La travesía del Pacífico no sabíamos lo que nos reservaba. Zaldumbide veía únicamente la manera de desquitarse de sus pérdidas anteriores, y dijo:

-Si nos molestan los chinos, los echaremos al agua.

Zaldumbide no tenía ninguna simpatía por los celestes, y se le había ocurrido que era más cómodo, en caso de necesidad, en vez de echar agua a los chinos, echar los chinos al agua.

Tres semanas después quedamos entre el ecuador y el trópico de Capricornio en una calma chicha.

Estábamos a unas cincuenta millas de la isla de la Sociedad. Hacía un calor espantoso; el cielo ardía implacable, sin una nube, como una cúpula roja; no se movía ni una brizna de viento; las velas, desinfladas, caían a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le dejaba a uno como ciego.

En la cubierta, la brea se derretía; los pies se nos quedaban pegados; hacía un vaho de calor imposible de resistir. La piel y la garganta las teníamos abrasadas. Algunos marineros se desmayaban tendidos por los rincones; otros se ponían como locos; el sol mordía la piel de estos desdichados.

Los chinos se ahogaban en la bodega y comenzaban a pedir agua a grandes voces; se asfixiaban. El capitán dijo que no había agua, y nos mandó a nosotros quitar las bombas de mano que sacaban el agua de los aljibes. Al hacerlo comprendimos que la tripulación estaba alborotada; pudimos retirar las bombas sin que nos atacaran. Los marineros fueron a ver al capitán enardecidos, como locos, con los ojos inyectados, fuera de las órbitas. El capitán repitió varias veces que no había agua, que se contentaran con la media ración. Dicho esto, se sentó cerca de la ballenera a charlar con el doctor Cornelius.

Al anochecer, los vascos salimos a respirar sobre cubierta aquel aire tórrido. El mar se extendía incendiado, como un metal incandescente. Lo contemplábamos con una enorme desesperación cuando vino Arraitz, uno de los nuestros, corriendo a decirnos que el chino Bernardo había abierto la escotilla de la bodega a los coolíes, y que salían todos sublevados. El capitán y el médico estaban hablando, sentados los dos en sillas de lona al socaire de la ballenera, y no vieron a los marineros y a los chinos que avanzaban por el otro lado de la lancha grande.

Les avisamos con un grito; Zaldumbide agarró el rebenque y se lanzó hacia proa repartiendo chicotazos a derecha e izquierda. Nosotros le seguimos, creyendo que dominaría el tumulto; pero al llegar él solo hasta unas cubas que había delante de la cocina, uno de los marineros le tiró el cuchillo con tal acierto que se lo clavó en la garganta.

El capitán cayó en medio de aquella turba; la tripulación entera se echó sobre nosotros como perros, y gracias a que el piloto tenía la puerta de la sobrecámara abierta, pudimos refugiarnos allá y salvarnos. Quedamos dentro los vascos y el timonel. Al doctor Cornelius lo habían atrapado, y seguramente estaban dando cuenta de él en aquel momento. Tristán, el de la cicatriz, debía haber hecho causa común con los sublevados.

Los marineros y chinos no se preocuparon al principio de nosotros; pusieron las bombas y estuvieron bebiendo hasta hartarse.

Pasado el primer momento de pánico, nos aprestamos a defendernos. Como he dicho, la sobrecámará de la toldilla tenía una trampa que daba a la cámara del capitán; por ella bajamos nosotros y cerramos la puerta de nuestra cámara, donde solíamos dormir los vascos. Quedamos incomunicados. En seguida el piloto nos mandó encender la linterna de la santabárbara, bajamos al pañol de las armas y de la pólvora y tomamos cada uno nuestro rifle y cartuchos en abundancia.

Hecho esto, volvimos debajo de la toldilla porque hacía más fresco y además porque podíamos desde allí ver algo de lo que pasaba en cubierta. Nuestro anhelo y nuestro temor eran tan grandes que casi no sentíamos la sed.

Pasamos las primeras horas de la noche alerta. En el camarote del capitán había botellas de cerveza, que era bebida que él solía tomar alguna vez. El piloto nos hizo beber a los cuatro vascos y al timonel un poco de líquido. Franz Nissen, indiferente a todo, con una brújula pequeña en la mano, seguía en la rueda del timón.

A eso de la medianoche sonaron dos golpes fortísimos en la puerta.

-¿Quién va? -dijo el piloto.

-Yo -contestó Silva el portugués.

-¿Qué queréis?

-Han matado al capitán. ¡Rendíos! No se os hará nada.

-Entregaos vosotros antes -contestó Tristán.

En ese momento alguien metió el cañón de la pistola por un ventanillo que tenía la puerta y disparó un tiro adentro. Yo apagué el farol y quedamos a oscuras.

-Si os entregáis ahora, no os haremos nada -volvió a decir el portugués.

-Estáis borrachos -replicó el piloto-; mañana hablaremos.

-¡Ea, muchachos! -gritó el portugués-. Echad la puerta abajo. Traed un martillo.

Alguien fue por el martillo.

-¡Eh, vosotros! -volvió a gritar Tristán-; os advierto que estamos armados, que somos dueños de la santabárbara y que hay tres toneles de pólvora. No os atacamos porque no queremos hacer una matanza inútil, pero tened en cuenta que podemos hacer saltar el barco.

La amenaza hizo su efecto. Silva mandó a uno de los suyos a que viera si nuestra cámara estaba cerrada, y cuando el otro volvió diciendo que lo estaba murmuró:

-Estos bárbaros son capaces de todo.

Desde el ventanillo de la puerta oímos durante toda la noche los cantos de los marineros y la algarabía de los chinos.

Nos sustituimos para hacer la guardia; aunque nadie pudo dormir, estuvimos tendidos, descansando.

Comenzó a llegar la luz del alba. Debajo de la toldilla hacía un calor horrible; al amanecer la abrimos para ventilarla un poco. No nos vigilaba nadie.

Como no se sentía ningún movimiento en la cubierta, salimos Arraitz y yo para darnos cuenta de lo que pasaba. Tristán el piloto no quería que entabláramos combate, pues aunque hubiéramos vencido al último, estando armados como estábamos y ellos no, hubiese sido a costa de mucha gente.

Avanzamos Arraitz y yo; todo el mundo dormía, y el barco navegaba a la ventura. A pesar de esto, Nissen no había abandonado el timón.

Nos extrañó tanto silencio. Luego supimos que el cocinero había llenado cuatro barricas a medias de agua y de ron, y habían bebido todos los marineros y chinos hasta quedar borrachos.

En vista de que nadie nos espiaba, creímos que se podía hacer un intento de buscar agua, y se lo dijimos al teniente. Vaciamos en la cubierta una damajuana llena de brandy, que sacamos de nuestra cámara, y decidimos traerla con agua.

Albizu y yo daríamos a la bomba; Arraitz y Burni nos escoltarían armados de rifles, y a la puerta de la sobrecámara quedarían el teniente y Nissen para dar, en caso de necesidad, la voz de alarma.

Salimos despacio; hicimos funcionar la bomba del aljibe de popa. Nos figuramos que no daría agua. Efectivamente, estaba agotado. Había que acercarse al castillo de proa. Fuimos avanzando los cuatro con cautela, estudiando el camino. En las crujías, cerca de los palos, se veían tendidos marineros borrachos. Pasamos con grandes precauciones por delante del camaranchón de la cocina.

Llegamos a la bomba de proa, que comunicaba con el otro aljibe, la hicimos funcionar y trajimos diez o doce litros de agua. Como el viaje se había hecho sin riesgo, lo volvimos a repetir y llenamos todas las botellas y depósitos que encontramos. El aljibe de proa debía quedar también muy mermado.

En uno de los viajes, Burni, señalando con el cañón del rifle, nos dijo:

-Mirad, mirad allá.

Nos quedamos sorprendidos. A la luz pálida del alba se veía el cadáver de Zaldumbide, colgado de una verga, balanceándose con los movimientos del barco.

Se lo advertimos al teniente y a Nissen, y éste, con su habitual laconismo, nos dijo:

-Las llaves, las llaves.

-Es verdad -repuso el teniente-; hay que registrarle, a ver si tiene el llavero.

Ninguno de los otros vascos se atrevía, y fui yo. Subí por una cuerda y llegué al cadáver. Al estar junto a él me estremecí; una cosa saltó sobre mis hombros. Era la mona Mari-Zancos, acurrucada en los hombros del ahorcado. Cogí las llaves, y cuando bajaba oí la voz de Tommy, que desde lo alto de una cofa decía:

-¡Hola! ¡Hola! ¡Buenos días! ¡El capitán está en una postura incómoda! ¡eh!... ¡Ja, ja!... Pues en la otra verga está el doctor Cornelius. Ése sí que está gracioso dando tumbos.

Invitamos a Tommy a venir con nosotros, pero dijo que no, que se estaba divirtiendo mucho, para meterse en un rincón.

El teniente mandó que cerráramos la puerta de la toldilla y le siguiéramos. Bajamos a nuestra cámara, la abrimos y salimos a la escalera.

-Cerrad la escotilla -dijo el piloto-; cuando esa gente se despierte entrará a saco en la despensa y no dejará nada. Ahora hay que aprovecharse.

Nos metimos en la despensa y llevamos a nuestra cámara provisiones para quince días, dos barriles de vino y de ron, embutidos, carne seca, galletas; luego entramos en el pañol del pan y lo dejamos casi vacío.

Arraitz, que estaba de guardia, nos avisó que la gente comenzaba a ir y venir por la cubierta.

-Vamos ya -dijo el teniente.

-¿Cerramos la despensa? -le pregunté yo.

-No. ¿Para qué? Si se cierra, romperán la puerta.

-Entonces la dejamos abierta.

-Sí; dejadla abierta, y ,dejad abierta la escotilla. Nosotros, adentro.

Desde la sobrecámara pudimos presenciar el alboroto del barco. Los chinos, sobre todo, armaban una algarabía infernal.

Nissen recordó que el doctor Cornelius tenía guardado en su armario un alambique. Nos sobraba el alcohol, y podíamos destilar el agua de mar que se quisiera. Preparamos el alambique y le hicimos funcionar.

Destilaba perfectamente. La cuestión del agua estaba resuelta.

El portugués Silva volvió a intimidarnos para que nos rindiéramos. Quería, sobre todo, los cofres de Zaldumbide. El teniente contestó que podíamos atacarlos y vencerlos porque estábamos bien armados; pero no quería hacer una carnicería inútil, y que si nos desembarcaban en cualquier punto, nosotros nos iríamos dejando el tesoro de Zaldumbide.

Poco después el cocinero Ryp vino con la misma proposición; también quería las cajas de Zaldumbide.

Cuando supo que el portugués tenía la misma pretensión le entró una cólera terrible, y juró que le había de calentar las orejas al intérprete.

Por la noche del segundo día debió cambiar el tiempo, porque el barco empezó a navegar, dando tumbos, y comenzó a llover.

Se oía el ruido de la lluvia, que azotaba y repiqueteaba en la toldilla. Era una de esas lluvias de los trópicos, abundantes y densas. El teniente mandó a un marinero que avisara al contramaestre, y cuando vino éste le dijo lo que tenía que hacer para llenar el aljibe con el agua de la lluvia.

La cordialidad entre nosotros y los de fuera iba estableciéndose, pero aún no estábamos muy seguros. Como la cámara de debajo de la toldilla era pequeña y cerrada, el teniente no quería que durmiésemos todos en ella, y nos repartíamos en los cuatro departamentos que poseíamos. Yo dormía en la misma cama de Zaldumbide.

Pronto dejó de llover, pero siguió el viento y siguió el oleaje, que nos zarandeaba furiosamente. Por intervalos se nos metía el agua en la cubierta por toneladas, y como no podía marcharse con facilidad por los agujeros, se formaba una ola que rodaba a derecha e izquierda y entraba en las cámaras.

-¿Qué hacen esos bestias? -pensábamos nosotros-. Van a conseguir que el barco se hunda.

Varias veces instamos al teniente a que saliéramos a dominar a los amotinados, pero él nos contenía diciendo:

-No, no; que vean que nos necesitan. Si no, en seguida se volverían a sublevar otra vez.

Al quinto día nos sorprendió la agitación que había en cubierta; se oían gritos furiosos, voces iracundas...

Al anochecer estaba yo de guardia cuando sonaron dos golpes suaves en la puerta.

-¿Quién va? -pregunté.

-Soy yo, Allen. Vengo con Sam Cooper, el contramaestre, y con Tommy, que quieren hablar con el piloto.

-Esperad un momento.

Desperté a Tristán, que se echó de la hamacó y que ,mandó abrir inmediatamente. Por lo que contó Old Sam, portugueses y holandeses, sintiendo renacer sus odios, se batían a palos y a cuchilladas en la cubierta.

Después de una lucha en que quedaron en el campo varios combatientes, los holandeses, más en número, habían hecho meterse en el castillo de proa a los enemigos.

Era el momento oportuno de apoderarse de nuevo del barco.

-¿Y los chinos? -preguntó Tristán.

-Los chinos han encontrado los barriles de opio y están en la cubierta borrachos, como muertos la mayoría -contestó el contramaestre.

Tristán hizo que se trajeran tres rifles más para Old Sam, Allen y el joven grumete, y a la luz de una linterna que llevaba Tommy nos lanzamos los nueve a pacificar el barco. Toda la parte de la cubierta entre el alcázar de popa y el castillo de proa estaba llena de celestes, revueltos unos con otros. La chimenea de la cocina en aquel momento echaba chispas que subían destacándose sobre las velas. Supusimos que al cocinero lo encontraríamos en su garita entre sus cacerolas, y efectivamente, lo vimos junto al fogón. Ryp no intentó resistir; se rindió y dijo que conseguiría la sumisión inmediata de sus paisanos.

Efectivamente, así fue. Resuelto este punto importante, fuimos al castillo de proa, en donde se habían fortificado los portugueses. Tristán llamó a Silva Coelho y le dijo que éramos más que ellos y que estábamos armados; añadió que no pensábamos atacarlos; podían hacer lo que quisieran. Los portugueses optaron por rendirse.

Tristán de Ugarte, ya capitán de hecho, mandó coger a todos los chinos y bajarlos a la bodega. Se echaron los muertos de la última refriega al mar y se descolgó el cadáver de Zaldumbide y el del doctor Cornelius.

A éste le habían puesto una pipa en la boca y tenía el vientre hinchado. Se echaron también los cuerpos del capitán y del doctor a que sirvieran de pasto a los peces. Se cerraron las escotillas y se dieron órdenes para comenzar el arreglo de todo.

Al encontrarse de nuevo unidos holandeses y portugueses, comenzó otra vez la hostilidad, y para zanjarla decidieron los dos grupos elegir a la suerte un campeón para que se batieran.

Chim, el malayo, estaba con los holandeses; en cambio, el negro Demóstenes era del partido portugués; podía suceder que a los dos amigos les tocara en suerte batirse, pero no fue así. Se jugó a cara y cruz con una moneda y salieron elegidos Chim, el malayo, y Silva Coelho.

Tristán no tuvo más remedio que dejar hacer, y se retiró a su cámara. Yo me quedé a presenciar la lucha. Era al comenzar el alba. En el cielo aparecían celajes espesos y desgarrados que anunciaban viento. Los dos hombres desafiados eran fuertes, astutos y manejaban el cuchillo con habilidad. Se les dejó a los dos una chaqueta para envolver el brazo izquierdo y parar los golpes.

Fue un combate terrible, en que los dos enemigos saltaban, se agarraban, se mordían. Varias veces Silva Coelho tuvo sujeto por los pelos a Chim e intentó herirle; pero entonces el malayo se acercaba al portugués, hasta estrecharse con él, y le mordía en la muñeca, y el otro tenía que soltar la cabellera. Al último, en uno de aquellos momentos, al desasirse bruscamente uno de otro, sin que yo al menos notara el golpe, se vio a Silva que caía, dando un grito y llevándose la mano al vientre. Tenía una ancha herida, por donde se iba desangrando.

-¡Ya mátalo! -dijeron todos.

El malayo se inclinó sobre el herido como un chacal, y le hundió el cuchillo en el pecho con tal fuerza que la punta de acero se clavó en la tabla de la cubierta.

Inmediatamente, Demóstenes, el negro, y otro marinero cogieron el cadáver y lo tiraron al agua.

-¡Bravo, Chim! -dijo Tommy, y dio unas cuantas volteretas y un magnífico salto mortal, seguido de Mari-Zancos, que había tomado al grumete por su protector.

Fue haciéndose de día. El capitán nombró a Nissen teniente piloto, aunque acordó que siguiera de timonel hasta encontrar a alguien que lo sustituyera.

El nuevo capitán y el teniente fueron estudiando las medidas que había que tomar. El barco estaba sucio, lleno de basura, de manchas de sangre. Apenas navegaba; unas masas verdes de vegetación que allí flotan en el mar se habían acumulado en la proa y no dejaban avanzar a El Dragón.

El capitán mandó que desde la ballenera y el bote fuéramos cortando aquel estero por la mitad, y después de una larga faena lo pudimos partir en dos pedazos y pasar por en medio.

Al día siguiente se comenzó a limpiar la cubierta con los lampazos. El capitán mandó retirar todas las botellas y barriles, y prohibió al cocinero que sacara licores sin su consentimiento.

Aunque el plan nuestro era bajar por el Pacífico hasta llegar al paralelo 50 a 55 al sur, se decidió ponerse en rumbo hacia las islas de Tahití y desembarcar en cualquiera de ellas por lo menos a la mitad de los chinos.

La falta de agua ya no nos preocupaba; los días siguientes a la pacificación del barco estuvo lloviendo en abundancia y llenamos los aljibes.

Al despejarse el tiempo nos encontramos a la vista de una de las islas de Tahití. Nos fuimos acercando, y pasamos por delante de bahías estrechas, de una vegetación lujuriante, hasta detenernos en una de éstas.

El capitán bajó a la bodega y habló a los chinos. Les dijo que eran demasiados, que podía ocurrir de nuevo el percance de la falta de agua, que estaban delante de una isla feracísima y que sería conveniente que la mitad por lo menos desembarcaran. Ellos podían elegir quiénes debían quedarse y quiénes seguir hasta América. Los chinos contestaron que donde iban unos irían los demás, y decidieron desembarcar.

Salieron de la bodega en grupos de treinta, con su hatillo, entraban en la ballenera y los llevábamos hasta un arenal de la playa, y cuando había una braza de fondo o algo menos, echábamos toda la chinería al agua. Ellos chillaban como gaviotas al ver el mar alborotado; se les recomendó que formaran la cadena, y así fueron llegando a tierra.

Libres de chinos, hubo que limpiar la bodega, que era una verdadera pestilencia.

Comenzamos a marchar hacia el sur, a buscar el estrecho de Magallanes o el cabo de Hornos, en aquella inmensidad desierta del Pacífico, llevados por el monzón del oeste. Encontramos algunos barcos balleneros, con los que nos pusimos al habla, y nos indicaron la situación exacta en que nos encontrábamos.

En esto se nos acercó un barco que iba a la deriva de una manera desesperada. Nos hizo señales y nos preguntó si teníamos médico; le dijimos que no, y nos pidió quinina. Buscamos en el botiquín del doctor Cornelius, pero no había quinina. Lo único que pudimos enviarles fue unas cajas de té. El barco aquél se hallaba apestado. La tripulación, enferma de vómito negro, tenía un aire lamentable; estaba formada por hombres harapientos, verdaderos esqueletos amarillos, con pañuelos y trapos en la cabeza.

Al día siguiente el vómito negro se desarrolló en El Dragón con una gran violencia; uno de los marineros holandeses, Stass, atacado por la fiebre, se levantó de la cama delirando, y después de cantar una extraña canción se tiró al mar. El teniente hizo que toda la tripulación sana se alojara en la parte de la popa, y convirtió el castillo de proa en enfermería. El miedo que se desarrolló entre los marineros fue tan grande, que nadie quería acercarse a la proa; se sorteaba quién había de dar la comida y el agua a los enfermos, y el designado solía ir llevando los víveres en una pértiga larga, los dejaba y echaba a correr. De pronto, el español don José se indignó con aquella inhumanidad y dijo que Cristo nos mandaba cuidar de los enfermos y consolar a los tristes. Nosotros le oíamos burlonamente y le decíamos:

-Anda, ve tú.

Don José, con gran sorpresa nuestra, se metió en la enfermería a cuidar a los enfermos.

Tristán, el de la cicatriz, fue a ver al capitán, y le propuso que se modificaran los libros de a bordo, se cambiara el nombre del barco y nos quedáramos con él. El capitán le dijo que si volvía a proponerle aquello le mandaría arrestar.

Tristán, el de la cicatriz, pareció conformarse, pero no sólo no se conformó, sino que intentó sublevar a la tripulación. Era cosa bien difícil, porque casi toda estaba en la convalecencia. Entre el segundo contramaestre, el cocinero y Tristán, el de la cicatriz, hicieron un pacto para apoderarse del barco y formar una asociación de piratas. Una noche, al entrar en el camarote, se apoderarían del capitán y enarbolarían la bandera negra.

Nosotros sabíamos cómo marchaba la maquinación y dejábamos hacer a los conspiradores, convencidos de su impotencia. Un día, al anochecer, en que los conjurados comenzaron a gritar, los prendimos y se les cogió el escrito de asociáción’y un trozo cuadrado de tela negra. Todos fueron arrestados, menos los convalecientes; unos firmaron, otros pusieron una cruz en el papel, por no saber firmar.

El seráfico don José, que fue también de los del pacto de los piratas, se nos murió del vómito.

Verdaderamente aquel hombre era un santo. Murió reconociendo que era un gran pecador y lamentando no tener un cura católico a su lado. Los vascos nos libramos del vómito negro y del escorbuto, que comenzó también a presentarse en el barco.

Seguimos navegando, cortamos el paralelo 50° sur por los 102° oeste próximamente, y nos acercamos al continente americano, hacia la isla de la Desolación.

Ya no nos quedaba ningún caso de vómito negro. No le pareció prudente al capitán intentar el paso por el estrecho de Magallanes y se decidió a doblar el cabo de Hornos, a gran distancia de tierra.

Sólo mirando el plano hay que echarse a temblar por aquellos parajes: la isla de la Desolación, el puerto del Hambre, la bahía de la Desesperación... Acercándose a tierra no se veían más que rocas peladas y bancos de hielo. Hacía un frío terrible y no se encontraba un rincón donde guarecerse. Pasamos días muy angustiosos, ateridos de frío, y estuvimos a punto de chocar con un enorme banco de hielo que venía flotando, al que tomamos al principio, entre la niebla, por un barco con las velas desplegadas.

Descansamos al llegar a las islas Malvinas, en la bahía de la Soledad. Luego remontamos al norte, atravesando las calmas de Capricornio por los 22° oeste, y aprovechando todo el aparejo en los alisios del sudeste y la corriente brasileña, cortamos la Línea hacia los meridianos 18° o 20° al oeste.

La travesía había sido muy feliz. Íbamos a la altura de San Vicente, a la anochecida, cuando un crucero inglés nos hizo señas de que nos detuviéramos, y nos lanzó por primera providencia una andanada.

El capitán consultó con el teniente y con el contramaestre.

Había bastante viento. Se podía escapar bien. La bruma se nos echaba encima. Después de la conferencia, el capitán mandó poner el barco al- pairo. Nosotros mismos, los vascos, estábamos furiosos.

Entregar El Dragón a los ingleses, que con cualquier pretexto nos ahorcarían, era un disparate. Sabíamos cómo las gastaban los ingleses. Cuando cogían algún negrero solían ahorcar al capitán y vendían los negros por su cuenta; si el barco era sospechoso de piratería, se quedaban con la presa. Así trabajaban por la humanidad y por el bolsillo.

A nosotros podían acusarnos de negreros y de piratas. La muerte del capitán y del médico, mal explicadas, podían comprometernos. Todo esto hacía que fuera un disparate el entregarnos.

Sin embargo, y a pesar de que todos protestábamos interiormente, se hizo la maniobra, y El Dragón quedó inmóvil. El barco de guerra lanzó una de las chalupas para que vinieran a visitarnos a bordo. La niebla se iba echando por encima del mar y aumentando por momentos. Nuestra tripulación estaba anhelante. ¿Qué se proponía el capitán? De pronto sonó el pito del contramaestre: había que cambiar la maniobra; doce hombres treparon con ímpetu por los palos para largar todas las velas y arrastraderas; las lonas, cuadradas y triangulares, se extendieron para coger el mayor viento, los anillos chirriaban, las vergas eran estiradas con fuerza; foques, petifoques, toda vela utilizable iba a ser aprovechada. Las velas dieron un parchazo furioso en los palos y alguna se rasgó; El Dragón, como asombrado, dio un bote terrible, se inclinó hasta hundir la proa en el agua, se tendió al viento y se lanzó a la carrera.

-¡Hurra! ¡Hurra! -gritamos todos, entusiasmados.

-¡Callaos! -dijo el capitán.

El barco de guerra se dio cuenta de la estratagema y comenzó a dispararnos cañonazos; pero sólo nos hicieron sus granadas algún agujero en las velas. Tristán, el de la cicatriz, propuso que contestóramos con el fuego de uno de nuestros cañones, pero el capitán le ordenó enmudecer.

A la mañana siguiente sacamos velas del pañol y sustituimos las que llevábamos rotas. La suerte hizo que amainara el viento; navegábamos con una gran lentitud; íbamos desviados del derrotero general de los buques intencionadamente.

De pronto, al caer de la tarde, vimos que aparecía el crucero inglés.

-Lo que yo me temía -murmuró el capitán-. Estas cosas tienen segunda parte.

El navío se encontraba en aquel momento en mejor situación que nosotros, y pudo acercarse con relativa rapidez. Nosotros largamos todas las velas y tiramos los cañones al mar para aligerarnos de carga. Al ponerse a tiro nuestro perseguidor, izó la bandera inglesa, y sin más preámbulos nos soltó una andanada, que hizo caer sobre la cubierta de El Dragón una verdadera lluvia de pedazos de madera, de poleas y de cuerdas.

Una de las velas se rajó en dos pedazos y cayó hecha un montón de pingajos, con un trozo de astilla que dio en lá cabeza de uno de nuestros hombres y lo dejó muerto. A la segunda andanada, el palo mayor quedó hecho trizas, como el tubo de una pipa de barro, y mató á otro marinero.

Se izó la bandera holandesa; fue inútil. El crucero inglés no cesó el bombardeo.

Nuestro capitán iba dando órdenes desde la toldilla; echamos el palo mayor al mar, y seguimos navegando.

Al mismo tiempo mandó botar la ballenera, la izamos tirando de las cuerdas y la bajamos al mar por el lado contrario adonde se encontraba el inglés. Se ató la rueda del gobernalle de El Dragón. Tristán, el de la cicatriz, dijo al teniente que, si no le parecía mal, iba a abrir un boquete al barco. El capitán no replicó.

El de la cicatriz y Old Sam bajaron con un berbiquí, un cortafrío y un mazo a la bodega, y se les oyó golpear por dentro largo rato.

Al cabo de un tiempo salieron los dos a cubierta.

El capitán llevó los planos y los instrumentos de su cámara a la ballenera; algunos sacamos de nuestros cofres el dinero que guardábamos. Ryp, el cocinero, registró los armarios de Zaldumbide y vino ayudado por dos amigos con tres cofres de latón.

Otros, por orden del teniente, bajaron los rifles. Embarcamos tres cajas de galleta, agujas, tijeras, todo lo que pudimos.

La ballenera llevaba un barril de agua y una linterna, que nos serviría para mirar de noche la brújula. íbamos remolcados por El Dragón y protegidos por él, cuando el capitán cortó la amarra y comenzamos a alejarnos del barco a fuerza de remos.

El Dragón siguió navegando, hundiéndose lentamente; algunas de las granadas de los ingleses cayeron en el agua a poca distancia de nosotros. Los del crucero temían, sin duda, alguna estratagema, porque iban acercándose despacio al barco abandonado.

De pronto El Dragón se detuvo y se puso a oscilar. Parecía un animal moribundo. La proa fue hundiéndose... hasta desaparecer en las aguas, y la popa se levantó en el aire.

Luego la popa fue bajando y metiéndose en el mar y se formaron torbellinos y grandes olas encima.

Las velas fueron desapareciendo majestuosamente y no quedó ni rastro de El Dragón.

Al hacerse de noche izamos la vela de la ballenera y comenzamos a navegar hacia el norte. El capitán quería apartarse del derrotero habitual y desembarcar en alguna de las Canarias. Al enterarse de que habían bajado los cofres de Zaldumbide dijo que lo mejor era tirarlos al mar; pero viendo la protesta de todos, decidió acercarse a la costa africana, enterrar allí los cofres en un sitio seguro y volver a las Canarias. Todos convinimos en que era lo más prudente. Llegar a una de aquellas islas con cajas llenas de oro podía parecer sospechoso. A todo esto no sabíamos a punto fijo lo que había dentro.

Al día siguiente, a media tarde, comenzamos a ver la costa africana; una costa baja, de arena que brillaba al sol, con alguna colina de trecho en trecho.

Debíamos estar cerca, por lo que dijo el capitán, de la colonia española de Río de Oro; se veía alguna que otra cabaña de moros salvajes y desharrapados. No nos pareció conveniente desembarcar allá, a pesar de que estábamos hambrientos. Pasamos por entre las islas Canarias y la costa de África, hasta que al llegar a la desembocadura de un río nos detuvimos. Había en las orillas algunos árboles aislados que parecían olivos. Este árbol, el argán, tiene un fruto parecido a la aceituna, aunque más redondo y amarillo.

A la hora de remontar el río nos detuvimos delante de una fortaleza arruinada. Dicen que por allí, en los límites del Atlas, se encuentran estos poderosos castillos antiguos. Nadie sabe quién los ha construido ni contra qué clase de enemigos se hicieron. El castillo aquel era de piedra labrada y de torres con arcos. Inmediatamente de llegar abrimos apresuradamente los cofres de Zaldumbide. El primero produjo un gran desencanto: había dentro una porción de baratijas de las que se empleaban para regalar a los reyezuelos africanos. Los otros cofres costó mucho trabajo abrirlos y los encontramos llenos de monedas de oro y de joyas.

Todos hubiéramos querido apoderarnos de aquellas riquezas; pero al oír al capitán que no estábamos en seguridad porque el crucero inglés andaría buscándonos, decidimos enterrar los cofres.

El capitán nos indicó una peña cónica como el mejor punto para guardar el tesoro; nosotros hicimos un agujero al pie de esta peña y enterramos los tres cofres.

Habíamos acabado esta operación cuando se presentaron media docena de moros, sarnosos, desharrapados, armados con fusiles antiguos. Habían pensado, sin duda, sorprendernos; pero al vernos en mayor número y también armados, se manifestaron como amigos.

Les propusimos cambiarles un rifle por dos corderos y ellos aceptaron. El capitán dijo que sería prudente que nos fuéramos a la ballenera, pues estos moros eran todos traidores. De paso dejamos sin un fruto los árboles de argán que fuimos encontrando. Nos metimos en la ballenera y quedó uno de guardia en un alto.

Estábamos esperando, cuando sonó una descarga cerrada, y el centinela y cuatro de los que estaban a mi lado cayeron a tierra. Entre ellos, Burni.

Me acerqué a él, pero estaba muerto. Toda una partida de moros avanzaba escondiéndose.

Nos metimos en la barca y remamos con furia hacia el centro del río; la corriente nos llevaba hacia el mar; así que nuestra única preocupación fue alejarnos de la orilla. Los moros aparecieron a la descubierta. Algunos de ellos se metieron valientemente en el agua, y dos se quisieron subir en la ballenera; Arraitz le dio a uno tal golpe en la cabeza con la culata del rifle que los sesos saltaron por el aire. El otro huyó. Los de la orilla siguieron disparando. Ya no nos hicieron ninguna baja; en cambio, nosotros tuvimos el gusto de tumbar una docena lo menos de aquellos sarnosos.

Salimos de allá con la intención de coger la isla de Lanzarote.

A los dos días nos cogió un temporal del sudoeste y como el viento, aunque muy fuerte, era manejable, concebimos la esperanza de llegar pronto a las Canarias. A la luz de la linterna, el capitán, con la brújula, estudiaba el plano.

Después de recibir encima del cuerpo chubascos y más chubascos que nos empaparon hasta los huesos, dimos vista a Lanzarote. Se revelaba la isla como un nubarrón sobre el mar. Nos acercamos llenos de esperanzas, cuando un demonio de cuttervelero nos dio el alto disparándonos un cañonazo. Era imposible resistir. El capitán mandó atar un pañuelo blanco en un remo, en señal de que nos rendíamos.

No sabíamos si este cutter estaba avisado por el otro buque que nos había dado caza anteriormente, pero pronto no nos cupo duda al ver al crucero grande acercarse a nosotros.

La serenidad del capitán no se desmintió en aquel instante. A medida que avanzábamos hacia los dos barcos ingleses, fue diciéndonos lo que nos convenía declarar y lo que teníamos que ocultar en beneficio común. Además, nos explicó lo que cada uno podía alegar en su propia defensa.

El negocio de los chinos lo hacían únicamente el capitán Zaldumbide, el médico y el portugués Silva Coelho; a éstos los habían matado los chinos por haberles engañado. Respecto a la trata, nadie sabía nada. Si el barco se había dedicado a este negocio, era antes de que entráramos en él.

El capitán se mostró tal como era, sereno y tranquilo. Llegamos al buque inglés; nos fueron interrogando a todos, y todos contamos, poco más o menos, la misma historia, con los mismos detalles, haciendo lo posible para evitar nuestra responsabilidad.

Yo me permití abogar por el capitán y decir que era un hombre caído en desgracia, pero honrado y justo como pocos.

La serenidad le salvó al capitán, y quizá también nuestros informes. El inglés, que es muy perro, no necesita muchos expedientes paca ahorcar a un capitán sospechoso de piratería. No en balde han pirateado ellos durante cientos de años.

Tristán, el de la cicatriz, se manifestó rebelde y lo castigaron varias veces. Los demás, los marineros, fuimos tratados con poca severidad, obligados únicamente a hacer las faenas penosas.

Llegamos a Plymouth; estábamos ayudando a la maniobra de El Argonauta, así se llamaba el navío inglés en que íbamos prisioneros, cuando pasó un barco francés a poca distancia. Al verlo me eché al agua sin que nadie lo notara y pude agarrarme al ancla.

Llegué a Dunkerque y me embarqué en una goleta de ciento cincuenta toneladas, para ir a Islandia a la pesca del bacalao. Estuve una temporada en las islas de Loffoden y vine por casualidad a Burdeos a componer las velas, y aquí me quedé; puse una cordelería, me casé y mi comercio fue prosperando.

De la suerte de los demás ya no supe nada. Yo había tomado el camino derecho, y desde entonces me empezó a salir todo bien. Ésta ha sido mi historia .

Dejó de. hablar el viejo y se. me quedó mirando con. sus. ojos. grises.

-¿Quién cree usted que sería el verdadero Ugarte de los dos? -le pregunté yo-. ¿El de la cicatriz o el otro?

-El de la cicatriz, seguramente. El otro, sin duda, no quiso dar su nombre.

Me despedí de Itchaso y me fui a mi barco.

No me cabía ninguna duda de que mi tío Aguirre había navegado en El Dragón. Lo que no comprendía era por qué Ugarte le había cedido su nombre.

Para cerciorarme de la verdad de lo dicho por el viejo de Burdeos, encargué al abogado de la compañía por cuenta de la cual yo navegaba que se enterase en Londres de si entre las presas hechas hacía unos treinta años aparecía la de la ballenera de El Dragón.

No tardaron en encontrar lo que yo pedía, y, efectivamente, me enviaron una relación de cómo se había apresado la ballenera de este brik-barca sospechoso de piratería, a la altura de las Canarias, y una lista de la tripulación, en la cual se encontraban los nombres de Juan de Aguirre y Tristán de Ugarte.

Que había una relación estrecha entre estas dos personas era, indudable. Pero, ¿cuál? No podía comprenderlo.