Las ilusiones del doctor Faustino: 23


- XXI - Por seguir a una mujer

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Aunque el doctor logró recoger a tientas el candelero, de nada le servía sino de estorbo con la luz apagada. En balde iba buscando salida, palpando las paredes. No había en aquel obscuro recinto ventana ni hueco por donde entrase la luz de la luna, que, si bien en su cuarto menguante, iluminaba los cielos en aquella noche de primavera.

Un vientecillo fresco susurraba meciendo las copas de los árboles y doblando la yerba; pero el susurro, oído desde el lugar donde el doctor se hallaba, tenía más de medroso que de apacible y grato. Penetrando el aire por los pasadizos y aberturas, por donde el doctor quisiera salir, gemía encarcelado en la lobreguez de aquellas ruinas, produciendo mil ecos tenues y mil tristes y fantásticos rumores. No menos desagradable ruido hacían las ratas, que allí abundaban, y que corrían alborotadas con el extraño y no esperado huésped que había venido a visitar sus dominios.

A pesar de todas sus filosofías, el doctor pensó que no estaba muy bien demostrado que no hubiese diablos o duendes u otros monstruos y seres sobrenaturales, y tuvo algún miedo de ellos. Sin embargo, la rabia de verse burlado y encerrado en aquélla a modo de mazmorra, sin poder salir, pesó más en su ánimo que la hipotética y vaga aprensión de que hubiese diablos y anduviesen cerca. El doctor, dando forma a su pensamiento en resonantes palabras, lanzó, Dios se lo haya perdonado, dos o tres blasfemias espantosas. Como si con su voz le atrajera, sintió entonces cerca de sí los pasos de un ser de mucha mayor corpulencia que las ratas. Nada se veía en realidad; pero de los ojos doctor brotaban unos círculos luminosos que se dilataban en el espacio y llenaban las tinieblas ensanchándose cada vez más, como los círculos de una fantasmagoría. Dentro de aquellos círculos, rojos a veces, a veces entre verdes y amarillos, ora se mostraba Joselito el Seco, con corbatín de hierro y sacando un palmo de lengua; ora un espectro de mujer, que ya se parecía a María, ya a la coya, ya tenía de ambas; ora otras figuras como las que se pintan en los cuadros de las tentaciones de San Antonio. No se acobardó por eso el doctor; antes bien, como para desafiarlo todo, blasfemó de nuevo en voz alta.

No bien salió de sus labios la reiterada blasfemia, aquel ser que había sentido cerca de sí, se le echó encima. Pareciole al doctor que le enlazaban unos brazos deformes, forzudos, aunque descarnados como los de la momia de un gigante, y sintió en su cara el contacto de un rostro peludo. El efecto, que esto le produjo, fue horrible. Casi maquinal mente, pues no tuvo fuerzas ni serenidad para reflexionar, dio un empellón al monstruo: pero el monstruo, rechazado por un instante, volvió sobre el doctor, y le aplicó un inmundo y frío beso, pasando por su mejilla el hirsuto y húmedo hocico.

Confesemos que el lance era para asustar a cualquiera. El viento gemía, zumbaba, murmuraba, remedando mil voces, cantos, suspiros, sollozos y hasta palabras de un mágico y desconocido idioma; y un ser repugnante y maravilloso abrazaba y besaba a D. Faustino.

D. Faustino se dio a creer, a despecho de su ciencia, que se las había con el mismo diablo. Ya vacilaba entre si debía esgrimir el hacha para vencer al monstruo o hacer la señal de la cruz para ahuyentarle, cuando éste exhaló un aullido lastimero, que nada tenía de humano.

El doctor se echó a reír y dijo algo confuso y vergonzoso:

-¡Hola, Faón! ¿Tú por aquí?... ¡Qué demonio de Faón!

Era el más hermoso y grande de sus podencos, que lleno de buen deseo, circunspección y prudencia, le había seguido silencioso, a fin de no espantar la caza, y sin recelar que espantara a su amo.

El doctor pasó la mano por el lomo de Faón y se cercioró bien de que no era otro quien había acudido a sus blasfemias. Confiando en la clara inteligencia canina del amante de Safo, esperó que le sacase de aquella oscuridad, y, para servirse de él como de lazarillo, le ató el pañuelo al pescuezo guardando en la mano uno de los picos.

El podenco entendió, con admirable instinto, que le convenía guiar; pero no sabía a dónde. Echó a andar, no obstante, y el doctor le siguió.

Pronto llegaron a un punto en que percibió el doctor que Faón subía. Luego tropezó con el primer escalón de una escalera y subió por ella en pos de su perro. A poco vio el doctor la luz de la luna, sintió vientecillo fresco en la cara y se encontró en el adarve, no lejos de la albacara o torre saliente, que comunica con la iglesia por medio del arco-pasadizo.

Por desgracia, no había medio de penetrar en la albacara, desde el adarve. No había puerta por allí, y por los angostos tragaluces no cabía ningún cuerpo humano por escuálido que estuviese.

El doctor dio en el suelo con el pie en señal de impaciencia y cólera. Faón se puso en marcha de nuevo; bajó por la misma escalera por donde había subido, llevando en pos a su amo, y sacándole de aquella oscuridad, le condujo a un patio interior del castillo, todo cubierto de larga hierba. Aunque el doctor no era observador muy experto de las cosas naturales, no pudo menos de notar sobre la misma yerba, ajada y pisada, las huellas recientes de unos pies humanos, ligeros y pequeñitos. No se había engañado. María había pasado por allí.

Conoció Faón en el ademán de su amo que estaba contento y que era María a quien buscaba, y, dando un ladrido alegre, apretó el paso, siguiéndole el doctor.

Entraron en un corredor, llegaron a otra escalera, la subieron y se hallaron en el segundo piso de la albacara. En uno de los lados del cuadro, que aquella estancia formaba, se abría en el muro el pasadizo del arco que une el castillo con la iglesia.

D. Faustino y Faón atravesaron por el hueco del arco, bajaron por otra escalerilla, y se hallaron al fin en el coro de la hermosa iglesia de Villabermeja, silenciosa y sombría entonces, aunque tres lámparas ardían en su seno: una delante del altar mayor y otras dos delante de los camarines, donde estaba el Santo Patrono y Jesús Nazareno.

Desde el coro hasta la iglesia pudo bajar el doctor, sin ningún estorbo, por escalera harto conocida y trillada.

Ya en la iglesia misma, se dirigió a la puerta de la sacristía. El doctor estaba seguro de que María se había ido por allí. Aunque no hubiese estado seguro de ello, los signos que daba Faón de no haber perdido la huella, le hubieran corroborado en su pensamiento.

El disgusto del doctor fue grandísimo al hallar la puerta de la sacristía cerrada con llave. Aquella puerta no era tan fácil de derribar como la otra. Estaba formada de espesos tablones de nogal y podía resistir sin romperse un diluvio de hachazos.

La violencia era inútil; mas, aunque no lo hubiese sido, tal vez no se hubiera atrevido el doctor a emplearla.

La puerta de la sacristía estaba al lado del magnífico retablo churrigueresco de los López de Mendoza, en cuyo camarín habitaba nuestro Padre Jesús. Bajo el piso de grandes losas, que el doctor hollaba, estaba la bóveda sepulcral con los restos de sus ascendientes. Cada paso que daba el doctor sonaba sobre lo hueco, y era repetido por las naves del templo solitario, cuyos muros repercutían cualquier ruido. La escasa luz que entraba por las claraboyas de la cúpula o que difundían las lámparas, deteniéndose y reflejándose en los altos pilares, poblaba de vagarosas sombras todo el recinto, que ya se deshacían, ya se agrandaban, ya volvían a desvanecerse, conforme oscilaban las lámparas, levemente tocadas por un soplo de aire, o el mustio resplandor de la luna se amortiguaba un poco antes de entrar por las claraboyas, merced al paso e interposición de alguna nube. Todo esto infundía cierto respeto semi-religioso en el espíritu descreído del doctor.

No obstante, llamó a la puerta con el hacha, sin tocar de filo. Nadie respondió. Llamó más fuerte, y tampoco. Acabó por perder la paciencia: por golpear con todo su brío. Cada golpe, duplicado, triplicado, quintuplicado por los ecos, parecía un trueno prolongado. Se diría que Dios llamaba a juicio a los frailes dominicos y a los Mendozas todos, que en sendas criptas estaban enterrados allí: pero ni por esas respondió entonces persona viva.

Acercando la boca a la cerradura, gritó varias veces el doctor:

-¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¿Es Vd. sordo?

El Padre Piñón estaba sordo en efecto. Los gritos del doctor fueron inútiles. No le contestaron.

Una idea súbita atravesó la mente de D. Faustino. Se figuró que había tomado una resolución precipitada y absurda en venir por allí. Temió que mientras se hartaba de golpear y de gritar en vano, María se escapaba por la puerta de la casa del Padre Piñón que daba a la calle.

No bien se le ocurrió esto, el doctor corrió como un loco hacia el coro, y pasó, seguido ya del podenco, por los mismos sitios por donde había venido, hasta que llegó al patio del castillo. Allí tomó de nuevo al podenco por guía, y el podenco le condujo a la entrada de su casa.

Respetilla, que había vuelto de cumplir con su comisión, sospechó que se le había trastornado el juicio a su amo, al verle con el hacha y todo descompuesto.

D. Faustino agarró su sombrero a escape y se salió a la calle, prohibiendo a Respetilla e impidiendo a Faón que le siguiesen.

En cuatro brincos estuvo a la puerta del Padre Piñón, y empezó a dar aldabonazos furibundos.

Tal vez por aquel lado se oía mejor o tal vez el Padre Piñón había recobrado el oído. Lo cierto es que a los tres o cuatro minutos, el propio Padre se asomó a una ventana y preguntó:

-¿Quién llama a estas horas?

-Yo soy -contestó el doctor-. ¿No me conoce Vd.?

-¡Ah! Sí... ¿Hay alguien de peligro?

-No hay nadie de peligro: pero que me abran. Tengo que hablar con usted.

-¡Ea! -se oyó decir al Padre Piñón-, despáchate, Antonio, y baja a abrir al señorito D. Faustino.

Antes de que siga adelante nuestra historia, conviene informar a los lectores de quién era el Padre Piñón.

Era el único fraile que del antiguo convento quedaba todavía. Enjuto y pequeñuelo, recibió el nombre de Padre Piñón, y apenas si nadie recordaba su verdadero nombre.

Aunque el edificio en que vivieron los frailes se había vendido y estaba sirviendo de molino aceitero, había quedado una habitación cómoda, grande y hermosa, aneja a la sacristía. Ésta concedieron por morada las gentes del pueblo al Padre Piñón, a quien querían mucho.

Allí, teniendo a sus órdenes de noche y de día al sacristán Antonio, y de día además a dos monaguillos, cuidaba el Padre Piñón del grandioso templo, gloria del lugar, y conservaba las ricas casullas, las dalmáticas y capas pluviales recamadas de oro, la exquisita ropa blanca, como albas, estolas, amitos, sobrepellices y roquetes, llena en gran parte de preciosos encajes y bordados, la custodia cuajada de esmeraldas y de perlas, y otros ornamentos, joyas y primores artísticos, que atesoraba la iglesia. Todo esto se hallaba encerrado en armarios, alacenas y arcones, que había en la sacristía.

El Padre Piñón, no sólo encantaba a las gentes del lugar, por sus virtudes, sino por su alegría, buen humor y dichos agudos. Era un dechado de las gracias de la gracia y del poder de la eutropelia, y el célebre Padre Boneta hubiera sin duda cantado sus loores, si le hubiese conocido.

Algunos sujetos sobrado rígidos le acusaban de tener la manga muy ancha, pero sin motivo, según hemos llegado a averiguar. Lo cierto es que era aún, y sobre todo había sido en la época de su mayor auge, el confesor más buscado, y eso que costaba caro confesarse con él. El antiguo refrán que dice quien reza y peca la empata, parecíale abominable. Bien sabía él que la bondad de Dios es infinita y que perdona al que llora, reza, se arrepiente y hace propósito de la enmienda: pero el mal hecho ya por el pecado, hecho se queda, y no se remedia ni se subsana con el arrepentimiento ni con la penitencia, como ésta no vaya bien encaminada. A este fin, tenía ideado y ponía en práctica el Padre Piñón un sistema de penitencia, por medio del cual, ya que los pecados fuesen inevitables, lograba sacar provecho de los de los ricos en favor de los menesterosos. Teniendo en cuenta a par de la magnitud del pecado la riqueza del pecador, solía multarle, ya en una docena de huevos, ya en una gallina, ya en un jamón, ya en un pavo, ya en alguna cosa de comer o de vestir, que repartía luego a los pobres. Claro está que el Padre Piñón era prudente, y cuando se trataba de alguna casada, a quien había que imponerle, por ejemplo, un pavo de penitencia, lo hacía con el mayor disimulo, a fin de que el marido no se enterase y se echase a cavilar, muy escamado, sobre la equivalencia de un pavo en los aranceles penitenciarios.

Cuando no había de por medio tales respetos, el pago de la multa era público, con lo cual decía el Padre que se conseguía además que el pecador se avergonzase y buscase, por esta razón más, el corregirse.

No faltarán censores severos que hallen ridículo el método y condenen al Padre Piñón: pero, o yo no lo entiendo, o el método es tan discreto y atinado que quisiera que se generalizase. El Padre Piñón no excitaba al pecado, ni mucho menos; pero, una vez cometido, y castigándole, sacaba provecho de él para los desvalidos. ¡Qué diferencia de lo que se acostumbra ahora en las grandes ciudades, dando v. gr. un baile de máscaras en beneficio de los niños de la inclusa, lo cual hasta mirándolo económicamente es absurdo, pues quizás los ingresos, que a la cuna se proporcionan, están compensados y aun sobrepujados, proporcionándole, a los pocos meses, multitud de nuevos gastos y quehaceres!

Las acusaciones de manga ancha que se habían lanzado contra el Padre Piñón provenían de los serviles y tenían otro fundamento. Asegurábase que, en tiempo del absolutismo, cuando era indispensable proveerse de una cédula de haber cumplido con la iglesia, el Padre Piñón daba cédulas a los liberales libre-pensadores, en cambio de limosnas: pero esto más bien merece elogio, pues evitaba confesiones hipócritas y comuniones sacrílegas. Añadíase que el padre de D. Faustino, cuando recibía la cédula, daba al Padre Piñón media onza de oro, diciéndole: -Vaya, para que diga Vd. unas cuantas misas por el alma de Riego.

En fin, el Padre Piñón, pese a quien pese, era mejor que el pan, más regocijado que unas sonajas, y tan indulgente y caritativo como un ángel. Apenas si había leído más que el Breviario; pero el Breviario se le sabía de memoria, comprendiendo todos los bellos pensamientos, todas las sentencias sublimes y todos los tesoros poéticos que en dicho libro se contienen.

Dispense D. Faustino que le hayamos en apariencia detenido a la puerta para dar alguna noticia del Padre Piñón, en cuya sala de recibo se halló, a poco de haber llamado, introducido y guiado por Antonio.

-¿Qué tiene que mandar a su capellán el señorito D. Faustino? -preguntó el Padre Piñón.

-Padre -contestó el doctor-, omito preámbulos: el disimulo es inútil. Vd. sabe quién es María. Aquí se oculta María. Vengo en su busca. Quiero verla. Es mi mujer. Tengo razón y justicia para exigir que no me huya.

-¡Hijo mío! ¿Qué locura es esa?

-Responda Vd. -añadió el doctor. ¿Dónde está María?

-Ya que exiges respuesta categórica, te la daré: Dominus custodivit eam ab inimicis et a seductoribus tutavit illam

-Dejémonos de bromas. Ni yo soy su enemigo, ni su seductor. No hay para qué guardarla de mí.

El doctor quiso salir de la sala y registrar la casa del Padre, quien le contuvo suavemente.

Entonces el doctor empezó a llamar -¡María, María! No te ocultes de mí. No me abandones.

El Padre Piñón dijo: Dominus, inter caetera potentiae suae miracula, in sexu fragili victoriam contulit.

-¿Qué diantres pretende Vd. significar? ¿De qué victoria habla Vd.?

-Dominus deduxit illam per vias rectas.

Este último latín hizo dar un salto al pobre don Faustino.

-¡Ah! ¿no me engaña Vd., Padre? ¿Con que se ha escapado? ¿A dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué camino?

-Hijo, aunque te enfades conmigo, mi deber es arrostrar tu furia. María se ha ido: pero no te diré por dónde ni a dónde. No quiero que la sigas. Ayer me confesó sus pecados. Como condición de la absolución le impuse que se fuera. Además había otras razones que la obligaban a partir.

-¿Qué razones? No hay razón que valga -dijo el doctor enojado.

-Sí las hay, hijo mío. Hay una persona, a quien la naturaleza concedió poder sobre ella: pero a quien Dios quitó el derecho de ejercer ese poder, en castigo de sus maldades. Esa persona sé yo que la busca; sé que ha averiguado ya que estaba en esta casa. Es audaz, terrible... Hubiera venido... venía ya a buscarla y a arrancarla de aquí. Por esto también ha huido María. No puedo ni debo decirte más.

-Yo la hubiera defendido, Padre. Nadie hubiera osado venir a robármela.

-¿Y con qué título iba yo a poner a María bajo tu custodia y amparo?

-Con el título de mi mujer legítima.

-Mira, señorito, los frailes hemos sido siempre esto que llaman ahora demócratas, pero entendida la democracia de un modo mejor. Ciertamente que yo no me hubiera parado ante ningún humano respeto para disuadir a María de que se casase contigo. Hubiera sido un modo de enmendar vuestras gravísimas culpas y yo le hubiera adoptado. María ha sido la que se negó resueltamente a casarse. Creyó que era su deber irse y se fue.

-¿A dónde ha ido? Dígame Vd. a dónde.

-No puedo.

-Vd. me engaña. Está aquí todavía.

-No digas tonterías, D. Faustino -dijo el Padre Piñón, algo picado-. ¿Tengo yo cara de embustero? Te aseguro que María se fue.

-Yo saldré ahora mismo en su busca: yo daré con ella; yo la detendré y la traeré conmigo.

-Haz lo que quieras; pero todo será en balde. Considera además que Joselito el Seco anda ya cerca, y te expones a caer en sus manos.

-Aunque caiga en manos de Lucifer.

-¡Ave María Purísima! Estás perdido, loco. Bien puedes decir de ti mismo con el Salmista: Miser factus sum, quoniam lumbi mei impleti sunt illusionibus.

D. Faustino ni oyó ni contestó más y salió corriendo de casa del Padre Piñón. Éste imaginó que el propósito del doctor de ir en busca de María era como una amenaza que no se cumpliría, y se fue a dormir muy tranquilo.

Un cuarto de hora después, D. Faustino, solo, caballero en su jaca, que había hecho ensillar a escape por Respetilla, y armado con trabuco y pistolas, estaba fuera del lugar, camino de la ciudad de..., distante tres leguas.

El doctor había calculado que María no podía haber huido sino en un carricoche que, a modo de diligencia pasaba a las doce por Villabermeja e iba a la ciudad de...

Desde esta ciudad salían al amanecer coches para Sevilla, Córdoba y Málaga. Si el doctor alcanzaba a María en el camino o en dicha ciudad, antes de que María saliera en ésta o en estotra dirección, el doctor conseguía su objeto.

Las dos habían sonado largo rato hacía en el reloj de la iglesia. María llevaba más de dos horas de delantera. El doctor iba a galope por el camino.

Más de la mitad llevaba ya andado, y la jaca, jadeante y cubierta de sudor, daba muestras de hallarse rendida de cansancio, cuando el doctor, tan apasionado hasta entonces, que todo lo había hecho sin reflexión, se puso a considerar que, con dos horas de delantera que llevaba el carricoche, sería imposible alcanzarle en el camino, aunque reventase la jaca. Para llegar a la ciudad antes de amanecer, había tiempo de sobra, aun yendo al paso. El doctor, pues, si bien devorado por la impaciencia, se resignó a proseguir al paso su viaje. En la ciudad de... buscaría a María por todas partes, y esperaba que no partiría sin que él la viese.

Al paso iba D. Faustino hacía un cuarto de hora. A un lado y otro del camino había frondosos olivares. La luna brillaba en el cielo despejado y con sus rayos argentinos lo iluminaba todo.

Acababa de bajar el doctor una cuesta muy pendiente, y se hallaba en una hondonada, por donde corría un arroyo, en cuyas márgenes había muchos álamos y otros árboles y matas, que hacían el paraje sombrío, formando verde espesura.

Siempre distraído el doctor en sus cavilaciones, no vio ni oyó que de repente salieron de la arboleda cinco hombres a caballo y con inaudita rapidez se le pusieron delante atajando el camino. No lo advirtió o no tuvo tiempo para advertirlo, tan ligera fue la maniobra de los jinetes, hasta que uno de ellos gritó: -¡Alto ahí!

Entonces vio el doctor que cuatro de los cinco le apuntaban con las escopetas. Quiso volver atrás para escapar, dando un rodeo, y notó que otros tres hombres a pie, armados también de escopeta, se le venían encima. Estaba completamente cercado, y en tan estrecho círculo, que ni para revolverse le quedaba tiempo ni espacio.

-¡Ríndete o mueres! - gritó otro de los de a caballo.

Hallábanse los enemigos tan cerca, y era tan apremiante la situación, que todo lo que no fuese rendirse era una temeridad; pero nuestro héroe, desesperado de que en medio de su viaje le detuviesen, tomó una resolución tremenda. Cogió del arzón de la silla una pistola, la montó, y apuntando al de a caballo que tenía más cerca, le dijo:

-Abre paso, tunante, o te levanto la tapa de los sesos. Al mismo tiempo hirió fuertemente con las espuelas los ijares de la jaca, a fin de salir escapado, rompiendo por entre la cuadrilla de forajidos.

Estos, que tenían también montadas sus armas, apuntando al doctor, hubieran sin duda disparado, dejándole muerto, si la voz del capitán no se hubiera oído a tiempo, diciendo:

-No le matéis, no le matéis; es mi paisano D. Faustino López de Mendoza.

El doctor vaciló asimismo un instante en tirar, viendo la generosidad que con él se usaba.

Todo esto fue obra de un segundo. La jaca, excitada por los espolazos, iba ya a abrirse camino. Al atajar al doctor los bandidos de a caballo, se tocaban con él. Las bocas de las escopetas rozaban su cuerpo. La pistola del doctor podía matar a quemarropa al más cercano de los bandidos.

No había ya tiempo de explicaciones ni de transacciones, y sin duda hubiera habido alguna muerte, a pesar del grito del capitán, si de pronto no se hubiese sentido el doctor asido fuertemente de uno y otro brazo por dos de los de a pie, bastante robustos ambos para arrancarle de la silla y dar con él en el suelo por detrás del caballo.

En los esfuerzos que hizo para desasirse, apretó el gatillo y disparó la pistola; pero el tiro fue al aire, sin herir a persona alguna.

En el suelo ya, y detenido por los dos que le habían derribado, oyó el doctor la voz del capitán que le decía:

-Sr. D. Faustino, su merced es mi prisionero. Ríndase su merced, y deme palabra de honor de que no intentará huir, de que me seguirá donde le lleve, y de que no tratará de emplear la fuerza contra nosotros. Su merced volverá a montar en su jaca, y esta buena gente le respetará y considerará como debe.

D. Faustino no tuvo más remedio que prometer lo que el capitán le exigía.

Apenas lo prometió, uno de los bandidos que había tomado la jaca de la brida, la acercó para que D. Faustino montase, y él, suelto ya, montó en la jaca. Obedeciendo luego a una seña del capitán, entró con los bandidos por una vereda que había en medio de los olivares, apartándose del camino real en tan belicosa compañía.