Las ilusiones del doctor Faustino: 13


- XI - Actividad diplomática

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Después de la conversación con su sobrino, doña Araceli conoció que importaba herrar o quitar el banco; echó sus cuentas, calculó que aquel estado de cosas no debía durar, y resolvió presentar su ultimatum a su sobrina y a su hermano D. Alonso, a fin de que diesen los pasaportes al doctor o le aceptasen y reconociesen como novio oficial y esposo futuro de Costancita.

Las razones que tuvo doña Araceli, después de recapacitarlo bien, deben exponerse aquí en resumen.

D. Faustino empezaba a hacer un papel bastante desairado. Toda la gente de la ciudad, porque en una pequeña ciudad de provincia casi nada se encubre, sabía que había venido a vistas; y como de las vistas nada resultaba, y podían al cabo resultar unas calabazas, mientras más tiempo pasara, sería mayor y más ruidoso el desaire. Como el doctor no tenía mundo y estaba además enamorado, no comprendía bien esto.

Aunque doña Araceli amaba con todo su corazón a doña Costanza, el amor no quita conocimiento, y doña Araceli auguraba mal del disimulo y recato de su sobrina, que hablaba por la reja con el doctor, sin confiárselo; y peor auguraba aún del dominio que tenía sobre sí para que, después de siete noches en que un joven tan gallardo le había hablado de su amor, era de suponer que con arrebatadora elocuencia, no hubiese ella dado un sí y siguiese consultando su corazón, sin averiguar lo que su corazón respondía. Doña Araceli se acordaba de su juventud, y allá en el sigilo profundo de su conciencia se representaba las escenas por la reja, cuando ella también había hablado con una persona querida. ¿Cómo resistir, si se ama un poquito, a las palabras dulces y ardientes, a los suspiros, a los juramentos de amor, a las quejas, al deseo expresado en el gesto y en las miradas lánguidas, cuando todo ello viene fortalecido por la magia del silencio, del reposo nocturno, de la oscuridad, de la incierta luz de los astros que parece que se enamoran unos a otros en la bóveda azul, del perfume de las flores, de la blanda frescura del regalado ambiente, del arrullo lejano de alguna paloma, o el trino amoroso de algún ruiseñor y de otros mil incentivos que ofrecen a tales horas, y en la primavera, el clima, el suelo y el cielo de Andalucía? Todo esto, según lo recordaba doña Araceli, era irresistible a los diez y ocho años de edad.

Comprendan también mis lectores que ya he dado a entender que doña Araceli había sido algo frágil y más amorosa que severa. Las que presumen de severidad lo primero que deben hacer es no acudir por la noche a la reja a hablar con el novio. No por eso sostendrá aquí el autor de esta historia que no haya mujeres que acudan a la reja, que estén enamoradas del que habla con ellas, y que escatimen tanto o más que doña Costanza los favores y las generosas condescendencias; pero repito que lo mejor es no acudir a la reja. Así se lo recomiendo a los padres, hermanos y madres de las señoritas andaluzas. Quien quita la ocasión, quita el ladrón. No sólo el vino embriaga.

Sea como sea, doña Araceli no acertaba a comprender por qué, a pesar de toda su honestidad y católica crianza, Costancita, ya que había bajado a la reja durante siete noches, no había permitido siquiera que su primo le diese un beso en la frente. Para la condición, los ímpetus y las ternuras de doña Araceli, esto constituía prueba plena de que Costancita no quería al doctor y estaba entreteniéndole y divirtiéndose con él.

«En efecto -pensaba doña Araceli-, es menester estar revestida de la piel del diablo para bajar a hurtadillas al jardín, de una a dos o tres de la noche, para acudir con tanto misterio como si fuera un delito, y todo esto con el propósito de dar la mano a besar y de decir: «Ya veremos si te quiero». Está visto: ¡son incomprensibles las muchachas del día!»

Otra consideración se ofrecía a la mente de doña Araceli, que no tiene vuelta de hoja, y con la cual no dudo que estarán de acuerdo mis lectoras más graves.

La conducta de Costancita no tenía buena interpretación. ¿Para qué aquel misterio? ¿Para qué no decir paladinamente que amaba a su primo? ¿Para qué no hablarle ya como a futuro delante de todos los tertulianos de su casa? Lo de ir a la reja era comprometido y pecaminoso, y ni siquiera tenía la disculpa del amor, ya que Costancita aún no amaba.

Hechas todas las reflexiones susodichas, y muchas otras que en obsequio de la brevedad se pasan por alto, doña Araceli se puso la mantilla y se fue a casa de D. Alonso, resuelta a arreglarlo o tronarlo todo, sin más dilación ni rodeo.

D. Alonso estaba en el Casino y doña Costanza recibió sola a su tía. Lo que hablaron es de suma importancia, y se traslada aquí tan fielmente como pudiera hacerlo un taquígrafo.

-Costancita -dijo doña Araceli después del saludo y de tomar asiento-, quiero que nos entendamos de una vez. El hijo de mi mejor amiga ha venido aquí, confiado en mis promesas y buenos oficios, y no conviene que salga burlado. ¿Le quieres o no le quieres? Ya no puedes alegar que él no te ama, que él no se ha declarado. ¿Para qué hacerle penar? ¿Para qué tenerle en una espantosa incertidumbre, si es que le amas? Y si no le amas, ¿para qué engañarle con vanas esperanzas, consiguiendo así que sea más honda, quizás mortal, la herida que piensas hacerle o que ya le has hecho?

-Tía, tía -respondió doña Costanza-, Vd. viene contra mí espada en mano. Vd. es quien viene a herirme. Vd. viene tremenda. ¿Y cómo quiere Vd. que yo conteste a todo eso? Deseo amar a mi primo. Me siento inclinada a amarle, pero no le amo aún. No es culpa mía. ¿Mando yo en mi corazón?

-Pero, hija, ¿qué corazón es entonces el tuyo? Pues qué, ¿después de tres o cuatro semanas de ver, de hablar, de tratar a tu primo, nada te dice el corazón, ni en favor ni en contra?

-No es que no me dice nada el corazón. El corazón me dice demasiado, y la cabeza responde, y entre el corazón y la cabeza se arman disputas crueles que me aturden y desesperan.

-Confíate en mí, Costancita -dijo doña Araceli con mucha ternura, acercándose a su sobrina y dándole un cariñoso abrazo.

-Mire Vd., tía, la quiero a Vd. tanto, la creo a Vd. tan buena, que voy a abrirle mi alma y a revelarle cuanto hay en ella de bueno y de malo. Voy a exponer a Vd. mis dudas y contradicciones con franqueza y lealtad.

-Habla, habla, hermosa mía.

-Sin bromas, tía Araceli; yo soy niña, soy inexperta, sé poco de pasiones y de lances de amor; pero sospecho que en el amor hay grados, como en todo. Hasta cierto grado me parece que amo ya a mi primo, el cual es discreto, buen mozo, instruido y tiene otras muchas prendas estimables. Con la mitad, con la cuarta parte del amor que yo profeso ya a Faustinito, tiene de sobra cualquiera otra para aceptar a un hombre por novio y luego por marido. Pero yo reflexiono demasiado, y necesito doble o triple amor del que tengo para casarme con mi primo, venciendo las reflexiones. Creo que él me ama, pero también necesito en él doble o triple amor del que me tiene.

-¿Cómo es eso? Explícate.

-Es muy sencillo. Con doble o triple amor, con un amor inmenso, sublime, sería nuestra unión dichosa. Viviríamos aquí o en Villabermeja en un perpetuo idilio. Cuidaríamos de nuestra hacienda y la aumentaríamos. Nuestros hijos, si llegábamos a tenerlos, serían la gloria, la honra, los amos de estos lugares. Faustino y yo recorreríamos en paz, y estrecha y amorosamente enlazados, el sendero de la vida, cubierto de flores, sin nada que turbase nuestra tranquilidad ni que envenenase la copa encantada e inexhausta de nuestra dicha en el mundo. Pero sin este amor, triple del que hoy nos tenemos, me inclino a creer que, si nos casásemos, seríamos infelices los dos. Yo no me resignaría a vivir aquí o en Villabermeja, y Faustino menos, porque es muy ambicioso. Él no tiene nada, y yo espero tener poquísimo. Mi padre podrá darme, a lo más, tres o cuatro mil duros de renta. ¿Y qué es esto para vivir en Madrid? Quiero suponer que Faustino es un genio, un prodigio. ¿Cree Vd. que con sus versos, sus literaturas y sus filosofías, atinará a ganar mil duros al año sobre lo que yo lleve? Yo no lo creo. Si se mezcla en política, podrá tener algún destino importante por espacio de seis meses o un año, y luego se seguirá un largo período de cesantía. Como Faustino no es un hombre de cierta clase, como es más bien ave cantora que ave de rapiña, siempre vivirá pobre. Aun suponiendo que él vale mucho, que va a encumbrarse a los primeros puestos, y que le va a durar la prosperidad, todos los miserables sueldos que tenga durante su vida, acumulados y sumados, si fuere dable que los ahorrara, no puede nadie afirmar que constituyan un capital de veinte mil duros, o sean mil duros de renta o poco más cada año. No es esto negar que Faustinito no logre brillar como sabio, como orador o como poeta; pero con este brillo ni se paga a la modista, ni se compran elegantes muebles, ni coches, ni caballos, ni joyas, ni trajes, ni todo lo que necesita una señora para brillar ella también. Sería muy triste, tía, que tuviese yo que consolarme y aquietarme con gozar del reflejo de la gloria de mi marido, y que, si alguna vez me sacaba a relucir, pasase yo entre las damas aristocráticas de la corte por una señora temporera, efímera o provisional, por una semi-fregona, encogida y obscura, de quien unas preguntarían: -¿Quién es esa?- y otras responderían con desdén: -Esa es la ministra tal; esa es la mujer del doctor Faustino o del poeta Faustino. Peor es, a no dudarlo, que el marido sea el oscuro o aquél a quien sólo por su mujer se le conozca, como también hay muchos. Aflictivo y vejatorio ha de ser para un hombre el que le designen con el título del marido de la doña Tal, o del marido de la condesa de Cual, o algo por este orden; pero también es vejatorio y aflictivo lo contrario, y yo no me resigno a sufrirlo. En resolución, con lo que mi padre puede darme y con las ilusiones y esperanzas vagas de Faustinito sería un disparate casarnos, a no querernos tan fervorosamente, que ambos sacrificásemos todo sueño de ambición y de gloria, y nos resignáramos a vivir en un rincón. No crea Vd. que no comprendo yo la poesía de esta vida. Tanto la comprendo, que he ido y voy aún en busca de ella con mil esfuerzos de voluntad. He hecho lo posible por crear en mi alma un amor tal por Faustino que venciese en mí el orgullo y las demás pasiones. He hecho lo posible por crear también en su alma un amor tal por mí que matase su ambición y todas sus ilusiones mentirosas. No me lisonjeo de haber logrado ni lo uno ni lo otro. Se lo confesaré a usted todo. No por una perversa coquetería, sino llevada de mi deseo de amor, y de todos estos ensueños campestres y de idilios que luchan con otros ensueños, he citado a Faustino por la reja del jardín, he hablado con él, le he dado a besar mi mano, y casi, casi le he dicho ya que le amaba. Él ha estado elocuente, apasionado, tierno, pero entretejiendo con sus amores sus ensueños de gloria, y pintándome inhábilmente para seducirme la realización de sus esperanzas, con lo cual despertaba en mí la ambición, que a menudo olvidan los hombres que también agita el alma de las mujeres.

-¡Ay, niña Costanza! -exclamó doña Araceli, casi con lágrimas en los ojos, muy contrariada y atribulada-. Me pasma, me aterra, me confunde lo que sabéis y discurrís ahora las muchachas. No era así en mi tiempo.

-Tía, en todos los tiempos ha sido lo mismo. Por otra parte, no tengo yo la culpa de saber y de discurrir tanto. Cuanto he dicho, y más, me lo ha enseñado mi padre. El novio mismo, tan poético, que me ha buscado Vd., me enseña a discurrir como discurro.

-Pero, hija, yo creo que discurres mal y de un modo perverso. Pues qué, para no pasar por semi-fregona o por dama temporera, ¿es menester tener más de tres o cuatro mil duros al año? Esos diamantes, esas riquezas, las necesitan las feas o las necias para llamar la atención; pero las discretas y hermosas, como tú, se abren camino y brillan por donde quiera sin joyas ni dijes. ¿Qué joya más rica que la belleza? ¿Qué dije más raro que el verdadero ingenio? ¿Qué perla más luciente que la discreción? Además, a una señora como tú, tan bien nacida y emparentada, ¿quién ha de atreverse a no tenerla por legítima señora, aunque no vaya en coche?

-Tía, crea Vd. que el dinero es el que constituye en esta época, como quizás constituyó en todas, la verdadera aristocracia. Sin dinero seré plebeya, aunque descienda del Cid, y con dinero pasaré por la hidalguía personificada, aunque sea hija de un contrabandista, de un lacayo, de un negrero, de un usurero o de un bandido.

Doña Araceli trató de impugnar aún los endiablados razonamientos de Costancita; pero pronto desfalleció y se rindió, no por falta de convicción, sino por torpeza de pensamiento y de palabras.

-¿Y qué piensas hacer, hija mía? -dijo por último.

-Si yo tuviese veinte mil duros de renta -respondió Costancita-, me casaría sin vacilar con mi primo. Esto probará a Vd. que le amo. Si yo no tuviese nada, si estuviese tan perdida como él, también le tomaría por marido, porque él, al tomarme por mujer, me demostraría un verdadero y profundo amor, me satisfaría mi orgullo y me movería a no ser menos generosa; pero mi mediana fortuna destruye estos dos extremos poéticos y me coloca y le coloca en un justo medio de prosa tan vil que no hay más recurso que despedir a mi primo, dándole calabazas con la mayor dulzura. Y crea Vd. que lo siento, tía. Vaya si lo siento. Si estoy enamorada de él, ¿no he de sentirlo?

Y al decir esto, aquella extraña muchacha se echó a llorar como un niño mimado a quien se le rompe su más precioso juguete.

Doña Araceli estaba consternada. Pensó que el infortunio la perseguía siempre en todos sus amores, así en aquéllos en que había hecho el primer papel, como en los que hacía el papel tercero. Doña Araceli había sido incansable y seguía siéndolo en cabeza ajena. Un destino feroz ahuyentaba de su lado al dios Himeneo. Cuando joven no había sido casadera y cuando vieja no lograba ser casamentera. Estas ideas melancólicas acudieron en tropel a su alma, y doña Araceli acompañó en su llanto a Costancita. Ambas lloraron a dúo, con la mayor desolación, los infaustos amores del doctor Faustino.

Parecía el duelo que, allá en las antiguas edades, en Creta y en otros países, debían de hacer las madres, cuando llevaban al sacrificio a los hijos de sus entrañas, que eran sus amores, y que iban a ser inmolados en aras de los dioses Cabires o de otros implacables genios subterráneos, creadores y repartidores de los metales esplendorosos.

En fin, hartas de llorar, ambas se enjugaron las lágrimas, reconociendo que el mal no tenía remedio.

El sol brilló aquel día como los demás. Vino la noche, y no faltó una sola estrella en el cielo. Ni una flor se deshojó más pronto de lo prescrito por su naturaleza.

Costancita pareció en paseo y en la tertulia de su casa, tan inmutable y serena como el sol, las estrellas y las flores.

Doña Araceli trató también de disimular su mal humor; pero no pudo disimularle tanto como su sobrina. Aquella noche jugó al tresillo, según costumbre. Siempre se enfadaba y rabiaba cuando perdía: pero aquella noche se enfadó y rabió mucho más. Se lamentó de su constante mala suerte, suspiró, chilló, y, al marqués de Guadalbarbo, que tuvo la poca galantería de darle tres codillos, le llamó grosero. Doña Araceli tuvo también en la punta de la lengua la palabra fullero: hasta tal extremo llegó a perder los estribos y la debida compostura.

A la una de la noche fue el doctor a la callejuela, acompañado de Respetilla. Doña Costanza tardó más que otros días en salir a la ventana. Salió, por último, pero llorosa, sobresaltada y triste.

-Faustino -dijo-, mi padre lo sabe todo. No sé quién se lo ha dicho, pero lo sabe todo, y acaba de reñirme del modo más cruel. Me ha hecho prometer que no volveré a hablarte. Falto sólo a la promesa para despedirme de ti. Mi padre se opone resueltamente a estos amores, y no debo resistir a su voluntad. El hado inexorable nos separa. Olvídate de mí. Compadéceme. Al menos quiero tener este desahogo al perderte: no puedo ocultártelo más: ¡te amo!

El te amo final fue la dulzura en que vino envuelto todo lo amargo de las mal disimuladas calabazas. El doctor entendió (y quizás no se engañaba, porque el corazón humano es un abismo tenebroso) que el te amo era la mayor verdad que había en todo el razonamiento de doña Costanza. Le propuso que la robaría, y la llevaría depositada donde ella quisiese, y aseguró que por amor de ella arrostraría todos los peligros y desafiaría la cólera de cuantos poderes naturales y sobrenaturales hay en el universo.

Con superior talento y sin herir el orgullo del doctor, hizo ver doña Costanza que los planes de rapto, de bodas contra la voluntad paterna y de retiro bermejino, eran delirios vitandos. Demostró asimismo que su padre tenía razón en oponerse a los amores: y que ellos, aun amándose mucho, como se amaban, se harían infelices, si fueran marido y mujer; que el cielo repugnaba aquel matrimonio; que el doctor tenía abierto un risueño porvenir de venturas y de gloria; y que ella, lejos de prestarle alas para llegar a él de un vuelo, le pondría grillos en los pies para que ni siquiera pudiese recorrer el camino paso a paso.

En suma, Costancita estuvo elocuente, inspirada, deslumbradora. Siento no hallarme en vena para trasladar aquí fielmente todo lo que dijo. Serviría de modelo a mil discursos semejantes que con frecuencia se ven obligadas a pronunciar las señoritas.

El pobre doctor, aunque desahuciado, abandonado y pisoteado, tuvo que quedar agradecido.

No se entienda, sin embargo, que doña Costanza era una coqueta fría, embustera, hipócrita y sin entrañas. Con su tía por la mañana, y con el doctor por la noche, había sido el mismo candor y la misma sinceridad. No mentía afirmando que amaba al doctor. Le amaba, y le amaba ardientemente: pero también amaba su bienestar, su vanidad de mujer, y sus esperanzas de brillar un día y de deslumbrar en el gran mundo.

Hasta el suponer doña Costanza que su alma era hermana de la del doctor, combatida por las mismas encontradas pasiones, presa de iguales sentimientos en lucha, le hacía más simpático, querido y adorable a su primo. Mas por aquello que más le amaba era por lo que le desechaba y apartaba de sí.

-Se me desgarra el corazón -decía doña Costanza-, pero es preciso que no nos volvamos a ver; es preciso olvidar estos días de locura, este sueño fugaz de amor insano y peligroso.

Así Costancita coronaba de flores a su víctima, al clavarle el puñal en las entrañas.

Su voz estaba trémula, entrecortada por los sollozos. Gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas.

Lo que doña Araceli extrañaba tanto que no hubiera sucedido antes, sucedió entonces, sin que nosotros lo podamos remediar. Costancita, como estaba llorando, inclinó la frente contra la reja, y el doctor, conmovidísimo, acercó los labios y dio un beso en aquella serena y cándida frente.

Entonces, como si volviese en sí de un arrobo melancólico, dijo Costancita:

-¡Adiós, primito, adiós!

Costancita hizo ademán de irse.

-¿Así me dejas, cruel? -exclamó D. Faustino.

-Es preciso: nuestra suerte lo dispone. ¡Adiós! No me aborrezcas.

-¡Aborrecerte... jamás!... Quiera el cielo que pueda dejar de amarte.

-No, no me ames... Ama a otra que sea menos indigna o menos desdichada que yo; pero guarda de mí un grato recuerdo. ¡Adiós, primo!

Y Costancita se retiró de la reja, y desapareció, seguida de su criada Manolilla, que había conversado con el fiel escudero. El doctor se guardó las lágrimas para la soledad. Aquella noche, cuando se quedó solo en su estancia, lloró mucho y durmió poco.

A la mañana siguiente, pretextó que acababa de recibir una carta de su madre, avisándole que estaba enferma, y dispuso con precipitación su partida.

Después de despedirse ceremoniosamente de su tío D. Alonso y de su prima Costanza, después de repartir quinientos reales de propina a los criados, y después de recibir, para alivio de penas, un millón de besos, de abrazos y de lágrimas de la niña Araceli, el doctor tomó el camino de Villabermeja, acompañado de Respetilla, en cuyo mulo iban los baúles, con los uniformes y demás galas, que tan poco habían servido y valido.

Dejémosle ir en paz, si es posible, y pidamos al cielo que le dé valor y sufrimiento bastantes para las penas y trabajos que tiene que pasar aún.

El lector y yo nos quedaremos algunos días más en la ciudad natal de Costancita, donde hemos de presenciar sucesos de gran transcendencia para esta verdadera historia.