Las ilusiones del doctor Faustino: 08
- VI - Carta del doctor a su madre
editarDos días después de la llegada del doctor a casa de doña Araceli, pareció necesario que el mozo, que había venido con los mulos, volviese con ellos a Villabermeja, así para evitar gastos e incomodidades a la espléndida anfitriona, como porque los mulos no eran del doctor, sino prestados. La ilustre casa de los López de Mendoza no podía sustentar ya sino la jaca del doctor, el mulo de Respetilla, y dos borricos que casi siempre estaban estudiando. En Villabermeja se entiende por estudiar dejar sueltas en el campo las caballerías para que ellas se busquen la vida, alimentándose de la escasa yerba que pueden hallar, sobre todo cuando no llueve. Como el doctor pensaba quedarse con su tía una larga temporada, el mozo de los mulos volvió con ellos de vacío al lugar. D. Faustino envió por este medio una extensa carta a su madre, que trasladaremos íntegra en este sitio, por ser un importante y fidedigno documento de nuestra historia.
La carta decía:
«Querida madre: No sé si alegrarme o entristecerme de haber venido por aquí y de haber acometido esta empresa. La tía Araceli es la misma bondad, la quiere a Vd. mucho y me ha recibido y tratado con el mayor afecto. Aunque la tía tiene talento, es tan candorosa que no descubre en nada la malicia. Así es que los elogios que Costancita hizo de mí, al ver el retrato doctoral, créame usted, fueron irónicos, y la tía los tomó por moneda corriente. Costancita me ha hecho venir por curiosidad y porque es muy caprichosa y porque está muy mimada por su padre y hace cuanto se le ocurre; mas no porque se enamorase al verme en efigie con el bonete y la muceta. Por fortuna, me lisonjeo de haber infundido en el ánimo de Costancita mejor idea vivo que retratado.
«He hablado con el tío Alonso, que, gracias a Dios, tiene buena índole, pues sería insufrible si no la tuviera. Está tan vano y engreído con sus riquezas que se figura que es el hombre más discreto, hábil y entendido entre cuantos mortales conoce. Atribuye a ciencia suya y no a feliz casualidad el haber hecho tanto dinero, y entiende que poseyendo él en alto grado dicha ciencia, que es la principal, puede y debe decidir sobre todas las otras sin apelación. Habla, pues, de política, de literatura, de artes, de todo, en suma, con autoridad imperiosa, y como aquí apenas hay persona de la sociedad que no le deba dinero o favores, todos acatan su opinión como la voz de un oráculo, y no hay quien le contradiga.
»La amabilidad del tío es extraordinaria, no sólo conmigo, sino con cuantos vienen a verle. Quiere pasar por un señor muy llano, lo cual no impide que sea majestuoso y entonado a la vez. Se dirige a todos con cierto aire de protección y de superioridad que no ofende por la natural buena fe de que nace.
»El tío presume también de chistoso, y goza mucho de que le rían las gracias. Cuantos asisten de noche a su tertulia se juzgan en la obligación de reírselas, y por lo común se las ríen, sin esfuerzo ni violencia, porque el dinero está dotado de tal encanto, que agracia la palabra y los pensamientos de quien le tiene.
»Nada ha dicho el tío por donde se pueda colegir que sabe nuestros planes.
»Sólo se ha jactado conmigo, y creo vana la jactancia, de que, si quisiese podría disponer de todos los votos de este distrito y hacer un diputado a su gusto.
»Dos o tres veces me ha interrogado como para examinar mi capacidad, medir mis fuerzas y calcular qué se puede esperar de mí. Ignoro si el resultado de estos exámenes me ha sido favorable o adverso. Bajo las apariencias de franqueza lugareña y de inocencia rústica y campechana, tiene el tío, a mi ver, mucha recámara y disimulo.
»No hablo a Vd. de la tertulia diaria de casa del tío, pues es como todas. Los viejos juegan al tresillo; los jóvenes arman dúos amorosos o se divierten contando chismes. Costancita parece una emperatriz. Dos o tres amigas están junto a ella como si fueran sus damas de honor o su servidumbre, y luego se forma en torno un ancho círculo de admiradores.
»Al punto se advierte que todos la adoran sin que la deidad adorada haga el menor favor, salvo el de agradecer los rendimientos y adoraciones con alguna mirada piadosa o con alguna dulce sonrisa. A Costancita se le graba y ahonda cuando sonríe un precioso hoyuelo en la mejilla izquierda, y enseña además unos dientes blanquísimos.
»No se ha proporcionado ocasión, en dos días, de que yo hable con ella a solas. Casi me alegro. Costancita me ha inspirado cierto respeto y consideración, tal vez porque es mi prima, y no quisiera profanar el amor, hablándole de amor antes de estar cierto de que la amo.
»Cuando yo no sé aún si la amo, ¿cómo he de saber si me ama ella? Me echa miradas muy cariñosas, pero no acierto a calcular todo el valor y significado de estas miradas. Creo que a ninguno de los admiradores se las dirige tan significativas; pero como el amor propio puede engañarme, siempre estoy espiándola a ver si mira a algún otro del mismo modo que a mí.
»Ella no cae en la cuenta de que yo la espío. Hay en ella mucho candor infantil. Reina en su conversación singular hechizo. ¡Qué melindres los suyos! ¡Qué inocentadas! Parece una criatura de siete años.
»Y no obstante, ¡si viera Vd. con qué discreción habla en ocasiones, qué cosas tan sutiles dice, cómo remeda a éste o se burla de aquél, y con qué travesura y desenfado lo hace todo! El tío Alonso se queda embobado oyendo y viendo las que él llama maldades de su diablillo. Yo no extraño esto, porque la chica es tan viva y tan graciosa, que aun sin que sea a su padre, puede embobar a cualquiera.
»Al principio (ya Vd. sabe lo receloso que yo soy), empecé a temer que Costanza fuese una niña muy consentida, mala de carácter y fría de corazón; pero ya creo que no; ya creo que es buena.
»¡Si oyera Vd. con qué voz tan argentina y con qué acento tan blando me llama primito!
»En la tertulia, en medio de sus admiradores, me distingue y considera mucho, y me saca conversación a propósito para que yo pueda lucirme, y me anima, y me aprueba cuando digo algo que le parece bien.
»Me ha hecho varios cumplimientos muy naturales y sentidos, que me han lisonjeado. Me ha dicho que monto muy bien a caballo, y que sé contar cosas muy entretenidas y amenas.
»Hasta llega a asegurar que las empanadas de boquerones, que hacer en Villabermeja, le saben a gloria, y que, de las que yo he traído, se regala tomando una diaria con el chocolate del desayuno.
»Me ha preguntado por las curiosidades de ese lugar, y unas veces ha celebrado con risa mis contestaciones, cuando eran para reír; otras veces las ha oído con mucho interés, cuando eran serias. Ha querido saber, por ejemplo, si era muy grande el castillo, si el comendador Mendoza seguía penando en los desvanes de casa, si en Villabermeja roncan al hablar como en Jaén o gastan otro linaje de ronquidos, y por último, si nuestro Santo Patrono sigue haciendo milagros o vive ocioso en el cielo. Acerca de este punto le contesté dando involuntariamente a mis palabras cierto tinte vago de libre pensador y afirmando que el Santo Patrono no trabaja ahora; pero pronto me contuve, notando la severidad y el disgusto con que me oyó Costancita, de quien he sabido además, por tía Araceli, que es fervorosa creyente. En efecto, en aquella frente serena, en aquellos ojos que destellan luz inmortal y en todo aquel ser delicado, elegante, etéreo y armónico, se está revelando que vive un espíritu lleno del más puro idealismo.
»Ni con la tía Araceli he querido hablar de proyecto de boda. Tampoco la tía me ha hablado. Es menester antes, que yo me enamore de Costancita y que Costancita se enamore de mí. Entonces todo será natural y decoroso. Una gran pasión todo lo justifica. Pero así, sin pasión, ¿cómo he de tratar yo de matrimonio? ¿Qué puedo ofrecer a mi prima? Un caudal de esperanzas y de ilusiones.
»Siempre que siento la tentación de hablar de boda, siquiera con la tía, recuerdo cierto cuentecillo, y la tentación se me pasa. Recuerdo a aquel novio que dijo que, si su futura llevaba para comer, él llevaría para cenar; pero, cuando se casaron y comieron ricamente, llegada la hora de la cena, el novio salió con que no era ningún buitre, y con que, si comía bien, jamás cenaba. Así tendría yo que hacer con Costancita, como no le ofreciese para cena mis ilusiones, o como no la obligase a vivir en Villabermeja, en un perpetuo idilio, donde, con los zuritos de la casería, con los conejos, pavos, gallinas y pollos de nuestro corral, con la caza, con la miel de nuestras colmenas, con las uvas de nuestras viñas, con nuestro vino y aceite, y con cuanto Vd. prepara y guarda en la despensa, basta y sobra para un rústico banquete diario, digno de García del Castañar y de su fiel, enamorada y linda esposa.
»Mas para esto son inútiles todas las riquezas de Costancita... ¿Qué digo son inútiles? Son perjudiciales. Rica heredera, lisonjeada de hermosa, con la conciencia de su natural distinción, de su poder, de su gallardía y de su elegancia, Costancita querrá ir a las grandes ciudades y brillar en ellas, y tendrá también sus esperanzas y sus ilusiones, que nunca desechará como no se prende de mí y llegue a adorarme. Y si se prenda de mí y llega a adorarme, ¿qué razón hay para quedarnos en Villabermeja, teniendo Costancita dinero con que vivir en Madrid, donde justificaré yo su amor y el gran concepto que ella forme de mí, encumbrándome por todos estilos? Resulta, pues, que ora me quiera, ora no me quiera Costancita, es imposible realizar con ella un idilio bermejino. Para este idilio importaba encontrar una Costancita tan pobre como yo o más pobre.
»Y aquí me pregunto: ¿Tengo vocación para hacer este idilio? Si Costancita fuese pobre, más pobre que yo, y me amara, ¿la amaría mi alma y olvidaría por ella todo otro anhelo, y hundiría y ahogaría en el piélago de luz beatífica de una mirada suya los mil ensueños de ambición y de gloria?
»Desde que vi a Costancita me estoy preguntando esto y no atino con la respuesta. Advierto luego con vergüenza que mi pregunta equivale a esta otra, despojada ya de todo artificio retórico, en su terrible y brutal desnudez: ¿Quiero engañarme a mí mismo fingiéndome que amo ya a Costancita, cuando en realidad no amo sino su dinero? ¿Qué hipocresía absurda pretendo emplear hasta conmigo? ¿Por qué vine aquí? ¿Me atrajo la fama de las virtudes y de la hermosura de mi prima o acudí al olor del dote? Si soy un Coburgo lugareño, ¿para qué presumir del fino enamorado y romántico adorador de la señora de mis pensamientos?
»Para que responda a estas preguntas, para que confiese su crimen, hace dos días, desde que vi a Costancita, doy a mi alma todo género de tormentos. Soy un feroz inquisidor de mi alma, y el alma no contesta claro.¡Es singular! En Villabermeja, y durante el viaje de Villabermeja a esta ciudad, acepté e hice sin repugnancia el papel de Coburgo, y ahora me repugna el papel y quiero cohonestar mi conducta fingiéndome enamorado. ¿Será mi orgullo que se despierta al ver lo burlona que es mi prima? ¿O la misma vergüenza de ser un aspirante a su dote provendrá de que ya la amo?
»En fin, yo ando muy confuso y no atino a explicarme estas cosas.
»Tal vez como yo he vivido casi siempre en Villabermeja, donde lo más distinguido que hay en punto a mujeres son las Civiles, y como en las cortas temporadas de Granada he hecho siempre vida estudiantil, jugando al monte, y siendo las damas más encopetadas con quienes he tratado alguna bailarina o alguna pupilera, me he dejado deslumbrar y cegar por Costancita. Quizás, viniendo en busca de dinero, hallé amor, pues más bien halla amor quien le siente que quien le inspira.
»De cualquiera modo que sea, presiento en este asunto algo más serio de lo que pensábamos».