Las ilusiones del doctor Faustino: 05

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Las ilusiones del doctor Faustino de Juan Valera
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- III - Plan de doña Ana editar

Un año hacía que el doctor se había graduado. Un año hacía que pensaba en ir a Madrid, y no iba por falta de dinero. Y un año hacía que, casi de diario, con variaciones y amplificaciones, pero con la misma substancia, se repetían el diálogo y los monólogos que acabamos de apuntar en el capítulo anterior.

La muceta, el bonete, la borla y demás insignias y vestimentas doctorales, el vistoso uniforme de oficial de lanceros, y el no menos vistoso de maestrante, descansaban en un armario, muy en peligro de apolillarse. Con los fraques y las levitas de Caracuel sucedía lo propio. Ni siquiera de majo se vestía el doctor Faustino. No veía a nadie; descuidaba mucho, no el aseo, pero sí el exterior adorno de su persona; y andaba siempre con el traje menos doctoral y menos aristocrático que puede imaginarse: de chaquetón y de sombrero hongo, y en el invierno envuelto en su capa.

Era el doctor tan llano, tan amable, tan caritativo con los pobres, que le adoraba la gente menuda; pero los ricachos del lugar le aborrecían y procuraban burlarse de él. No los visitaba, no acudía jamás al Casino, y no había una entre todas las señoritas elegantes de Villabermeja que pudiera jactarse de haber oído un solo requiebro de sus labios.

Las hijas del escribano eran las que más le odiaban, porque eran las que presumían de más bellas y distinguidas. Eran las que gastaban más fantasía, valiéndonos de los términos mismos de lugar.

El escribano, llamado D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, se había hecho muy rico con su profesión y dando dinero a premio. Rosita y Ramoncita, sus dos hijas, parecían dos princesas. Hacían venir vestidos de seda de Málaga y hasta de Madrid, y aparecían siempre en público con tanto entono y autoridad, que, más tarde, cuando llegó a establecerse la guardia civil, no hallando el pueblo nada más autorizado y venerable que un guardia de aquéllos, con su sombrero de tres picos de frente, dio a Rosita y Ramoncita el apodo colectivo de las Civiles, con el cual hasta ahora son designadas.

Las Civiles, pues, se desataban en sátiras contra el desdichado doctor. Le llamaban el ilustre Proletario y D. Pereciendo; y, en vista de lo poco o nada que le valía el haber estudiado ambos derechos, le llamaban también el abogado Peperri.

El doctor no aparecía jamás en el paseo público, que estaba en la plaza, sino que daba largos paseos a pie por los andurriales y vericuetos más solitarios, mostrando singular predilección por subir al cerro de la Atalaya, donde se conservaban aún los restos ruinosos de un torreón, desde el cual se oteaban los campos y se descubría mucho horizonte. Era aquel cerro tan estéril y pedregoso que sólo producía algunas matas ruines de amarga retama, tomillo, gayomba y romero, lirios silvestres, que brotaban en las hendiduras de los peñascos, otras flores moradas y de un solo pétalo, que llaman por allí candiles, y sobre todo multitud de esparragueras. Las Civiles dieron, con este motivo, otro título al doctor, llamándole el conde de las Esparragueras de la Atalaya.

No faltaba quien informase al doctor de todas estas burlas; pero el doctor permanecía invulnerable, sin procurar ganarse la voluntad de las Civiles con una sonrisa; sin dignarse siquiera tomar represalias y decir alguna burla contra ellas.

El doctor vivía absorbido en sus tristes meditaciones, que eran de dos géneros principales: las meramente especulativas, y las que tenían un fin práctico.

En las meramente especulativas, prevalecía el pensamiento de que el doctor lo sabía todo, o sea de que la ciencia humana era vanidad, y de que, después de leer millares de libros, no estaría más avanzado que se hallaba entonces. Soñaba, pues, el doctor con entrar en relaciones con los espíritus. Si él llegaba a conseguir esto, lo mismo le daba vivir en Villabermeja que en París o en Londres; desistía del empeño de ir a Madrid.

Mientras esto no se le lograba, y aún distaba mucho de logrársele, todos los apetitos, todos los estímulos, todos los deseos de un joven de veinte y tantos años hablaban poderosamente al corazón del doctor, y le excitaban a ir a Madrid. Amor, ambición, sed de placeres, ansia de gloria y nombradía, duquesas bellísimas sonriéndole y amándole, salones espléndidos donde mostrarse, encantadores y misteriosos gabinetes donde penetrar para una cita por una puertecilla oculta debajo de un rico tapiz flamenco, aplausos de la multitud cuando él recitase sus versos, que ya serían excelentes, o cuando pronunciase un discurso mejor que los de su maestro de Procedimientos; admiración de damas y galanes al verle muy gentil, haciendo trotar y hacer corvetas en el Prado a un caballo fogoso y magnífico: éstos y otros mil triunfos más se ofrecían con viveza a su imaginación y le sacaban de quicio. La maldita carencia de dinero derribaba tales castillos en el aire. El doctor se juzgaba más infeliz que el príncipe Segismundo. Era más humillante, y por lo tanto más cruel, que el verse encerrado como una fiera por un padre rey y tirano, el sentirse detenido y confinado en Villabermeja por la plebeya inopia. El doctor, ya en la soledad de su estancia, ya en la cumbre de la Atalaya, entre las esparragueras, cuyo dominio le concedían las hijas del escribano, recitaba, glosaba y comentaba con amargura las décimas de

Apurar, cielos, pretendo.


-¡Qué lástima -pensaba doña Ana-, que este hijo mío no logre vencer sus sueños de ambición y no se resigne a vivir a mi lado! ¿Dónde hallará quien le quiera más que yo? ¿Dónde será más respetado y estimado que entre estos fieles y antiguos servidores de su casa y aun entre todos los humildes y honrados jornaleros de Villabermeja? ¿Dónde le dirán con mayor efusión de cariñoso respeto, siempre que le vean pasar: -«Vaya su merced con Dios, nostramo». «Dios bendiga a su merced, señorito»-. Un dulce y afable «A la paz de Dios, caballeros», pronunciado aquí por mi hijo, le gana más voluntades que cuantas tal vez pueden ganarle todos los discursos, todas las poesías y todas las prosas que acierte a componer en Madrid.

-Además, ¿qué le falta aquí a mi hijo? -seguía cavilando doña Ana.

Y en verdad que, en cierto modo le sobraba razón.

La casa solariega, si bien en lo exterior parecía ruinosa y sombría, era por dentro espaciosa y cómoda.

Doña Ana moraba en las habitaciones altas. El doctor, con toda independencia, en el piso bajo.

Allí había una sala con sillones hermosos y antiguos, de nogal, cubiertos de cuero labrado o guadamaciles, y exornados con tachuelas de bronce; cuatro enormes cornucopias doradas; varios retratos al óleo de Mendozas ilustres; un árbol genealógico, pintado también al óleo; un brasero de reluciente azófar en el centro, y una mesa con búcaros y vasos de China.

Más en lo interior había otra sala, sin más muebles que un tablado para tirar al sable y al florete, y un trapecio para hacer ejercicios gimnásticos. En un rincón se veían sables de palo forrados de vendo, floretes, caretas de alambre, petos de estezado y guantes o manoplas, y en otro rincón, unos zancos y dos balas de cañón con asideros para levantarlas a pulso.

La biblioteca y el gabinete de estudio del doctor ocupaban otra tercera sala. Libros de distinta procedencia y carácter llenaban varios armarios de pino pintado. Los que trajo de Francia el endiablado comendador Mendoza, que andaba penando en el desván, eran casi todos impíos: Voltaire, los enciclopedistas, etc. Los que sirvieron para la educación de doña Ana, o adquirió ella del clérigo francés, era como el contraveneno de los libros del comendador Mendoza. Allí estaban las refutaciones de Bergier y de otros contra los impíos de su época, y las obras de Fenelon, Massillon y Bossuet. Ni faltaban El hombre feliz, el Eusebio y El Evangelio en triunfo. Había en otro lado algunos libros de la carrera del doctor y grande abundancia de libros antiguos, castizos españoles, desde las Epístolas familiares del obispo de Mondoñedo hasta los primores poéticos del cura de Fruime. Y completaban la biblioteca todas las obras de medicina, química y otras ciencias naturales, que el doctor Faustino había comprado a la viuda de un médico muy estudioso, el cual había muerto del cólera en el lugar el año de 1834.

En la alcoba donde dormía el doctor, había otro estante que contenía a los poetas predilectos, desde Homero hasta Zorrilla, Espronceda y Arolas.

Pero aún había otro cuarto en que el doctor permanecía más, sobre todo en invierno. Se llamaba este otro cuarto la cocina baja de los señores, no porque allí se guisase nada, sino por una gran cocina o chimenea de campana, en cuyo fogón podía arder y ardía con frecuencia medio olivo, mucha pasta de orujo y gavillas enteras de secos sarmientos.

La ancha losa, sobre la cual se quemaba tanto combustible, salía del muro más de una vara, y daba lugar, a un lado y otro, a dos rincones cómodos donde había sillones de brazos, en uno de los cuales se pasaba el doctor horas y horas escribiendo, leyendo o meditando. En la pared había una alacena, cuya puerta caía como una mesa sobre dos gruesos palitroques, que también salían o más bien se apartaban de la pared, de modo que el doctor se encontraba en el rincón de la chimenea como sentado en su bufete. No tenía más que sacar de la alacena y poner sobre la mesa los papeles, el tintero y los libros.

En el sillón de enfrente solía venir a sentarse doña Ana para conversar con su hijo. Y los viejos podencos, galgos y pachones, acababan a veces de cerrar el círculo y completar la tertulia, sentados sobre los cuartos traseros en torno del hogar.

No carecía esta cocina de cierto encanto entre rústico y señoril. El escudo de los Mendozas estaba esculpido en piedra sobre la campana de la chimenea. En un lienzo de pared descansaban sobre repisas cinco jaulas con perdices cantoras. En otro lienzo se veían muy bien colocadas escopetas y otras armas, como pistolas y cuchillos de montería. En varias partes, por último, había cabezas de venados, zorros, lobos y garduñas, que por lo mismo que estaban mal disecadas, parecían y eran verdaderos trofeos de caza, y no vano ornato comprado en alguna tienda.

Poseyendo y disfrutando todo esto, ¿por qué se obstinaba el doctor en ir a Madrid? ¿En qué pícara casa de huéspedes viviría con más decoro y anchura?

En cuanto al regalo del pico, poco o nada tenía que envidiar tampoco, a pesar de su pobreza. Sin ir al mercado había en casa de todo, merced a la crianza y labranza: buen vino añejo en la bodega, exquisitos jamones, morcillas, chorizos y salchichas, lomo en adobo, pajarillas y otros mil artículos de matanza, condimentado todo por doña Ana; un palomar de palomas de pueblo en la torre de la casa solariega, y otro palomar de zuritos en la casería; doce colmenas en la misma casería que rendían tributo de miel olorosa; frutas a manta; y un corral lleno de conejos, gallinas, pavos y patos, que se alimentaban con las aechaduras del trigo y otras semillas.

Todo esto, a pesar de las deudas y miserias de la casa, podía sostenerse aún, gracias al arreglo, orden, vigilancia y severa economía de doña Ana, que no había cosa de que no cuidase.

Allí no había mueble antiguo que se hubiese arrumbado, ni colcha de damasco que se hubiese roto, ni sábana, mantel o tohalla, que no se zurciese y durase con notable aseo.

Doña Ana cuidaba mucho de la ropa blanca y la tenía muy en orden, sahumada con alhucema.

El doctor Faustino, sin embargo, quería irse a buscar aventuras.

Todo un invierno estuvo meditando doña Ana. Luego escribió varias cartas y sostuvo una correspondencia, sin decir nada a su hijo. Al cabo, una noche, cuando ya había llegado la primavera, estando madre e hijo a solas, en el salón de los sillones antiguos, de los retratos y del árbol genealógico, doña Ana se explicó de esta suerte:

-Estáme atento, hijo mío, pues voy a hablarte de un asunto de suma importancia.

El doctor prestó la atención más respetuosa; y, sentados ambos en un ángulo de la gran sala, prosiguió hablando la madre:

-Harto advierto y deploro que eres infeliz con esta vida que llevas. Aquí hay tranquilidad y algún bienestar; pero te faltan objetos que satisfagan tu ambición, tu sed de gloria y hasta tu amor. No me quejo de ti porque quieras abandonarme e irte a Madrid. Nada más natural. Pero tú mismo convienes en que sería demencia irte a Madrid sin un real como se va cualquier aventurero. Dicen en este lugar que la pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía, con lo cual enseñan que la dura necesidad obliga a veces hasta a los hidalgos y bien nacidos a hacer bajezas en que yo no quisiera que incurrieses nunca. Por eso he buscado un medio de que vayas a Madrid sin exponerte a vivir allí como un perdido o sin acabar de arruinarte.

-¿Y cuál es ese medio? -preguntó el doctor Faustino todo alborotado.

-Voy a decírtelo -contestó la madre-. Ya sabes que en la ciudad de... distante de aquí catorce leguas, vive mi prima queridísima, doña Araceli de Bobadilla. Aunque tiene más de sesenta años, la siguen llamando la niña Bobadilla, porque nunca ha querido casarse, no habiendo hallado sujeto de su condición en quien emplear su voluntad y a quien dar su mano. Tu tía Araceli vive con bastante desahogo en una hermosa casa. En su pueblo va a haber bailes, toros y otras diversiones con motivo de la feria, que será dentro de una semana, y Araceli te convida a que vayas a su casa a ver la feria y a pasar el tiempo que quieras.

-¿Y qué voy ganando yo con ver la feria y estar de huésped en casa de la niña Bobadilla?

-A eso voy. Ten calma, que todo se andará. La niña Bobadilla tiene un hermano llamado D. Alonso, poseedor de un riquísimo mayorazgo, y más rico aún que por el mayorazgo, por su buen tino y mejor suerte como labrador de varios cortijos y criador de ganado lanar y vacuno. Vive D. Alonso en la misma ciudad que Araceli, está viudo quince años ha, y tiene una hija de diez y ocho cuyo nombre es Costanza, de cuya hermosura y discreción no hay encarecimiento que no se oiga, y en elogio de cuya virtud, recato y buena crianza, se hacen lenguas los más descontentadizos.

-Vamos, ¿y qué? -interrumpió el doctor.

-¿Para qué andar con rodeos? Yo he tratado de tu casamiento con esta señorita. Su padre la adora y tiene millones.

-Madre, ¿quiere Vd. hacer de mí un Coburgo?

-¿Y por qué no, hijo de mis entrañas? Tú tomarás dinero como quien toma alas para volar; pero volarás luego, y encumbrarás tan alto a tu mujer, que no le pesará de haberte dado las alas. Ella te conoce ya por el retrato en miniatura, en que estás tan guapo, con la muceta y el bonete de doctor; y mi prima Araceli, que le ha enseñado el retrato, me dice en sus cartas que has gustado mucho a Costancita.

-Me alegro, mamá, me alegro; pero yo no sé aún si ella me gustará o me disgustará.

-Para eso han de ser las vistas, hijo mío. Nadie te pone un puñal en el pecho. Nada hay concertado aún. Posible es que D. Alonso sepa algo del proyectillo; pero ha de aparecer como que no sabe nada. Ni tú ni Costancita os habéis comprometido. Os veréis, os trataréis, y si no os agradáis, en paz: no hay nada perdido.

-El tiempo y la fatiga y los gastos del viaje... -dijo el doctor-. Mejor será desistir y que yo no vaya.

-Yo he prometido ya que irás y no me dejarás fea.

-No, mamá; si Vd. lo ha prometido, no habrá más que ir.

-Sí, Faustinito. Mira, me da el corazón que te vas a enamorar como un bobo de mi señora doña Costanza. De ella no digo nada, porque, según Araceli, está ya hecha un volcán desde que contempló tu retrato. Pronostico que habrán de hacerse las bodas.

-Si Costancita me parece bien y es tan rica, nos resignaremos.

Dada la venia por el doctor Faustino, doña Ana desplegó, durante cuatro días, toda su actividad en los preparativos del viaje. Echó e hizo echar cuellos y puños nuevos a algunas camisas del doctor que estaban algo estropeadas; examinó las levitas y fraques de Caracuel y halló que por fortuna no habían sido injuriados por la polilla; y en el mejor de los dos vestidos de majo hizo varias reformas indispensables.

La víspera de la partida tuvo doña Ana una larga y acalorada discusión con su hijo, empeñada ella en que llevase los dos uniformes de maestrante y oficial de lanceros, y D. Faustino en que no los había de llevar.

Al fin triunfó el parecer de doña Ana. El uniforme de maestrante luciría mucho en un baile de gran etiqueta que se anunciaba. Y en cuanto al otro uniforme ¿qué duda tiene que parecería bien y rebién, llevándole D. Faustino a la feria y corriendo al estribo del birlocho de doña Costanza de Bobadilla, caballero en la jaca castaña, con su portapliegos lustroso, sus plumas blancas y su chascá polaco? Lo único que consintió doña Ana que no fuese a la expedición fue la lanza, porque al cabo no iba a haber formación ni cargas de caballería, y parecería ya demasiado belicoso el llevarla. Doña Ana, no obstante, sintió que Costancita no viese a su hijo hacer el molinete, como enredando en sus raudos círculos las balas y la metralla. Doña Ana decía que entonces se asemejaba su hijo a Diego de León.

Como en la ciudad, a donde iba el doctor Faustino, no había Universidad, ni salón de grados o paraninfo, hubo de desperdiciarse también otro medio de seducción, y no se embaularon la muceta, el bonete, la borla y demás insignias doctorales.

Por último, llegó el día de la partida. Madre e hijo se abrazaron cariñosamente. El doctor Faustino con traje de campo, zahones, faja y marsellé, montó en su jaca castaña, enjaezada con aparejo redondo, lleno de flecos de seda, y dos retacos. Respetilla, como escudero, le seguía en un mulo tordo, y con vestidura parecida, aunque más pobre. Después cerraba la marcha otro criado, nada menos que con tres mulos de reata, donde iban el equipaje del señorito y no pocos presentes que había dispuesto doña Ana para obsequiar a doña Araceli y la misma doña Costanza. Allí les enviaba piñonate, alfajores, hojaldres, gajorros, arrope de varias clases en canjilones tapados con corcho y yeso, gachas de mosto, empanadas de boquerones, carne de membrillo y otros mil regalos de repostería, por donde es celebrada en todas partes la gente de Villabermeja.

La expedición salió muy de mañana del lugar; pero no tanto que las Civiles, que eran tan ventaneras como madrugadoras, no estuviesen ya atisbando detrás de la celosía. El doctor Faustino y todo su séquito tuvieron que pasar forzosamente por delante de la casa del escribano.

-Oye, Rosita -dijo Ramona, al ver pasar al doctor-, ¿a dónde irá el conde de las Esparragueras?

-A conquistar algunas tierras más fértiles y que produzcan más ochavos -contestó Rosita.

El doctor oyó el chiste de aquellas desvergonzadas y se puso rojo como una amapola. Pensó que sabían que iba a hacer el papel de Coburgo y que por eso se mofaban; pero las Civiles no sabían a dónde iba el doctor Faustino.