Las fortunas de Diana
Las fortunas de Diana
A la señora Marcia Leonarda
No he dejado de obedecer a vuestra merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla; porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso, es grande la diferencia y más humilde el modo. | |
Yo, que nunca pensé que el novelar entrara en mi pensamiento, me veo embarazado entre su gusto de vuestra merced y mi obediencia; pero por no faltar a la obligación y porque no parezca negligencia, habiendo hallado tantas invenciones para mil comedias, con su buena licencia de los que las escriben, serviré a vuestra merced con esta, que por lo menos yo sé que no la ha oído, ni es traducida de otra lengua, diciendo así: | |
Celio no los tenía, y era dotado de grandes virtudes y gracias naturales; pienso que con esto he dicho que era pobre y no muy estimado de los ricos. Solo Otavio no se hallaba sin él, y era tanta su amistad que, comenzando en otros por envidia, acabó en murmuración y no poco disgusto de sus parientes, que se quejaron a Lisena de que en las conversaciones públicas los dejaba en viendo a Celio, y muchas veces sin despedirse. Lisena, ofendida del desprecio de sus deudos y del amor y estimación de Celio, riñole un día más declaradamente que otras veces, y para daño de todos. | |
Atenta estuvo Lisena y sin responder a Otavio, porque conoció que era verdad lo que le decía, y jamás había oído cosa en contrario; pero más lo estuvo Diana que, oyendo tantas alabanzas de Celio, sintió una alteración súbita, que blandamente le desmayaba el corazón y le esforzaba la voluntad; quería defender a su hermano y decir algo de lo que había oído de Celio, y por no dar conocimiento de lo que ya le parecía que requería secreto, recogió al corazón las palabras, al alma los deseos y dijo con las colores del rostro lo que calló la lengua. | |
-¡Qué deseada tenía yo esta vista! | |
PAPEL DE CELIO A DIANA | |
Celio, mi hermano Otavio tuvo la culpa de amaros con los encarecimientos de vuestra persona y partes; perdónese a sí mismo de haberme puesto en obligación de tanto atrevimiento. En lo más, que es amaros como mi estado puede, yo os obedezco; en daros lugar a hablarme, no es posible, porque los aposentos donde duermo caen a los corrales de unas casillas de alguna gente pobre, y por ninguna cosa del mundo me atreveré a dar disgusto a mi madre y hermano, si tan desigual libertad de mis obligaciones llegase a sus oídos. | |
Pasaron de esta suerte algunos días sin atreverse a más que a encarecimientos de su amor y sentimientos de su soledad en su ausencia. Distaba la ventana del suelo catorce o dieciséis pies, con cuya ocasión Celio le pidió licencia una noche para subir a ella. Diana fingió que se enojaba mucho y, no pesándole de la licencia, le preguntó que cómo había de traer una escalera a una casa en que ya no vivía nadie sin grande escándalo. Celio respondió que como ella le diese licencia, él subiría sin traerla. Concertáronse los dos con pacto que no había de pasar de la ventana. ¡Oh amor, qué de cosas niegas que deseas! ¡Bien haya quien te entiende! Sacó una escala de cuerda Celio, que algunas noches había traído para la que tuviese dicha, y alcanzando un palo, que no sin malicia estaba cerca, ató en él los cabos y, arrojándole a la ventana, después de haberla prevenido, le dijo que le atravesase en ella. Ella, toda turbada, le acomodó temblando; y apenas Celio le halló firme cuando fiando a los pasos portátiles el cuerpo, se halló en las manos de Diana que, con la disculpa de tenerle para que no cayese, se las previno. Besábaselas Celio con la misma del cuidado, agradecido a su salud y vida: que es amor tan cortesano, que lo que hace por necesidad vende por agradecimiento. Miraron por todas partes cuidadosamente, temerosos de que la ventana podía ser vista; y asegurados de que era imposible, o porque ellos deseaban que no se lo pareciese, más cerca se descubrieron las voluntades y los principios de los deseos amorosamente, cual suelen las enamoradas palomas regalar los picos y con arrullos mansos desafiarse. Algunas noches duró en estos amantes la conversación referida secretamente, porque Diana no daba lugar a lo que Celio con eficaces ruegos pretendía y con juramentos exquisitos le aseguraba. Aquí se me acuerdan las líneas del amor escritas de Terencio en su Andria: ya Celio de las cinco tenía las cuatro. Notablemente le atormentaba el deseo. ¡Qué retórico se mostraba, qué ansias fingía, qué promesas, qué encarecimientos buscaba! ¡Qué dulce representante de sus penas variaba la color del rostro y se quejaba en consonancias tiernas! Pidiole, finalmente, un día tan resueltamente licencia para entrar dentro que, habiendo callado Diana, con poca resistencia de su parte estuvo en su aposento y, puesto de rodillas, le pidió con fingidas lágrimas perdón de su atrevimiento. Dígame vuestra merced, señora Leonarda, si esto saben hacer y decir los hombres, ¿por qué después infaman la honestidad de las mujeres? Hácenlas de cera con sus engaños y quiérenlas de piedra con sus desprecios. ¿Qué había de hacer Diana en este atrevimiento? ¿Era Troya Diana, era Cartago o Numancia? ¡Qué bien dijo un poeta: | |
Tardose Troya en ganar, Desmayose la turbada doncella. Celio la recibió en los brazos y puso con respeto y honestidad en su cama, donde sirvieron sus propias lágrimas de agua para el desmayo y de fuego para el corazón. Porque a la manera de los que medio despiertos las noches del invierno sienten que llueve, así Diana, entre el sueño del desmayo y lo despierto de la voluntad, sentía las lágrimas de Celio sobre su rostro. Vuelta de todo punto de este accidente, la volvió a pedir perdón, que no pudo negarle, porque ya le pesaba que se le pidiese; pero rogándole que le cumpliese la palabra que le había dado luego que entró en su aposento, de que se iría sin ofensa de su honor y de su gusto. Celio, que ya ni la podía obedecer, ni creía que la resistencia sería mayor que la ocasión, dispúsose a ser Tarquino de menos fuerte Lucrecia: y entre juramentos y promesas venció su fama, quedando en justa obligación de ser su esposo. Aquí los dos confirmaron de nuevo su amor, no sucediendo a Celio lo que al forzador de la hermosa Tamar, porque creció su deseo la ejecución, y no dejó la hermosura dejar entrar el arrepentimiento. | |
Luego se conoció en el alegre caballero su buena dicha, pues con su poca hacienda dio librea a sus criados que, cuando amor gana, ni es escaso del barato, ni piensa que puede volver a perder lo que una vez posee. Preguntole a Diana Celio si su madre venía a su aposento algunas veces, y ella le dijo que no; con que tomó licencia de quedarse en él algunos días, y ella de retratarle en su pecho con más espacio, de suerte que ya no pudo dejar de decírselo, y con muchas lágrimas mostraba estar arrepentida, temiendo que Lisena y su hermano conocerían por tan público efecto la infamia de la causa. A esto se le llegaba lo que se diría en toda la ciudad de su recogimiento y apariencias, y entre sus parientas y amigas, que a la hipocresía de su honestidad tenían empeñado el crédito. Celio le proponía los caminos que había para remediar el daño, que el de matar el hijo no cayó en su pensamiento. Pero viendo que pedirla por mujer era enemistarse con Otavio, y que no se la había de dar por ser tan pobre, se determinaba a pedirla por el juez eclesiástico; mas ella resistía a este consejo, con parecerle que lastimaba más su honra, pues descubría amores y conciertos para este efecto. (Si mirasen a estos fines las doncellas nobles, no darían tan desordenados principios a sus desdichas). | |
Dejó finalmente Celio en manos de Diana su determinación, por no faltar a la amistad de Otavio pidiéndola por mujer, y porque ella no consentía en que la justicia interviniese a su casamiento. Mil veces se maldecía Diana por haber dado lugar a Celio en su deshonra, puesto que le amaba tiernamente y, como dice en su lenguaje el vulgo, veía luz por sus ojos. Él, entre tantas confusiones, ya en una determinación, ya en otra, porque un ánimo dudoso fácilmente se muda de un consejo en otro, como lo dijo Séneca, resolviose a decirle un día que si se resolvía a dejar la casa de su madre, que él la llevaría a las Indias y se casaría con ella. La desesperación de Diana fue tanta, que aceptó el partido y le pidió llorando que la llevase donde no viese los extremos de su madre ni las locuras de su hermano, aunque en el primer monte la matase. Celio, por ventura no menos arrepentido, puso los ojos en el peligro y, aconsejado del temor, dio traza en la partida, porque ya se le conocía a Diana el nuevo huésped del pecho que, como era la casa propia, se iba ensanchando en ella. Tenía Celio dos hermosos caballos, que le servían de rúa y de camino: el uno aderezó de brida, y en el otro hizo poner un rico sillón y, con gran cuidado, dos vestidos de camino de un color y guarnición, uno para él y otro para Diana. Estuvo Celio algunas noches con ella, diciéndole todo lo que prevenía para su partida, de que recibía notable gusto, porque imaginaba que se excusaba de tan graves pesadumbres; y considerando que no había de volver más a su casa y deudos, no quiso dejar de aprovecharse de algunas cosas, así por esto como por lo que podía sucederle, que es varia la fortuna y pocas veces favorece a los amantes fuera de sus patrias. Tomó a Lisena las llaves y sacó de sus cofres las más ricas joyas que tenía, con alguna cantidad de escudos, y así junto lo puso y guardó en un cofrecillo que tenía desde sus tiernos años. | |
Llegó la noche en que habían de partirse, y Celio se vistió aquel día muy galán, de negro, para mayor seguridad de Otavio; pero, como si le hubieran dicho su intento, no se apartó de él un punto, aunque le dijo dos o tres veces que tenía que hacer cosas forzosas. Ya eran las nueve, y Otavio no se apartaba del lado de Celio, y queriendo por fuerza irse, con notable y extraordinaria importunación, le llevó consigo. Entraron en una casa de juego, de estas donde acude la ociosa juventud: unos juegan, otros murmuran y otros se olvidan de los cuidados de sus casas que, con la seguridad de que no han de venir, no suelen estar solas. Celio, cercado de un temor triste (porque si le dejaba había de enviar algún paje para saber dónde iba, y si le esperaba había de perder la ocasión de sacar a Diana), resolviose a la paciencia y disposición de la fortuna, pareciéndole también que sería bastante disculpa para Diana el no haberse podido apartar de Otavio. | |
-¿Es ya hora? | |
Los caballeros que jugaban en esto y algunos disgustos, que nunca al juego faltan, estuvieron hasta las tres de la noche divertidos. A esta hora se fue Otavio a su casa, y le acompañó Celio, procurando al despedirse que le oyese Diana para que aquello fuese disculpa de su tardanza. Admirado Otavio de que su puerta no estuviese cerrada a tales horas, satisfizo a sus voces un criado que por agradarle y haberle sentido estaba abierta. El criado buscó las llaves y, no habiéndolas hallado, se estuvo en vela hasta que con el mismo se levantó Otavio primero que la mañana; y habiéndole hallado despierto le respondió que el no haber tenido con qué cerrar la puerta le tenía allí, porque del lugar en que solían estar siempre le faltaban las llaves. Receloso Otavio del criado, hizo llamar en el aposento de una dueña, mujer de virtud y confianza, y preguntándole por las llaves, y ella, medio dormida, admirándose, dieron causa a que el resto de la casa se alborotase y una doncella entrase en su aposento de Diana, que no hallándola en él, y la cama compuesta, por alguna sospecha que traía, dijo llorando: | |
Ya estaba declarado el día y el daño, cuando enviaron a dos monasterios donde tenía Diana dos religiosas tías; en todos respondieron que no sabían de ella, y asimismo todas las parientas y amigas, de quien en un instante toda la casa estaba llena. De este rumor, de estas voces y de estas diligencias salió la fama por la ciudad, y los envidiosos amigos, si hay amigos envidiosos, comenzaron a decir que Celio se la había llevado, y aún otros a afirmar que la habían visto. | |
Otavio, aunque valiente caballero, se desmayó en sus brazos, enternecido de verle con lágrimas en los ojos. Lleváronle a su aposento, donde a los sentimientos de Celio, volvió en su primer acuerdo. Aquí, fingido el culpado, le preguntaba eficazmente las diligencias que se habían hecho. Todo lo refirió Otavio por extenso, y Celio dijo que, pues en la ciudad no estaba, sería bien acudir por todos los caminos a buscarla, y que él sería el primero. Y esforzando a Otavio, le dio la palabra de no volver a Toledo sin ella o saber que hubiese parecido; y dándole los brazos se fue a su casa donde, como estaba apercibido, halló fácilmente en qué partirse, y siendo ya de noche, con solo su criado Feniso, salió de la ciudad llorando y pidiendo al cielo que le guiase a la parte donde Diana estaba, con tales suspiros, enamoradas ansias y congojas, que enternecía las peñas y los árboles, y entre los altos montes por donde corre el Tajo respondían los ecos. |
Entre dos álamos verdes | |
Vuelta en sí Diana y temerosa, pareciéndole o que la seguía su hermano, o que aquel que cantaba le diría por dónde iba, siguió descalza la margen del arroyo, y cuando le pareció que estaba más segura, y que ya no se veía el agua, porque a la falda de un montecillo se dividía, volviendo a cubrir sus pies caminó poco a poco, sin más sustento que el agua que por la mañana le dio el arroyo, hasta que la oscuridad de la noche le cerró el paso. Cayose desmayada entre unos hinojos y, como no tenía quién la consolase ni ayudase, en el mismo desmayo se durmió y reposó algún espacio, y con más acuerdo esperó el día, atónita del temor que le causaban cerca las voces de algunos animales, y el descompuesto ruido de algunas fuentes que bajaban de aquellas peñas, siempre mayor en el silencio de la noche. | |
De esta manera caminó tres días al fin de los cuales, saliendo de una espesura a un campo raso, perdió las fuerzas y, arrimada a un árbol, vio lejos un mancebo pastor que hablando con una serrana parece que venía hacia donde ella estaba. Allí le pareció a Diana que ya todo el mundo sabía la causa por que había dejado la casa de sus padres, y que hasta aquellos pastores venían a reñirla y afearla los amores de Celio. Dejose caer al tronco sobre los verdes céspedes y con mortales y traspasados ojos perdió la vista. El mancebo, que más reparaba en agradar su villana y en pensar que no le oían en aquel sitio más que las aves que le acompañaban, comenzó a cantar así (y vuestra merced, señora Leonarda, si tiene más deseo de saber las fortunas de Diana que de oír cantar a Fabio, podrá pasar los versos de este romance sin leerlos; o si estuviere más de espacio su entendimiento, saber qué dicen estos pensamientos quejosos a poco menos enamora da causa): |
¡Ay verdades, que en amor |
Porfiaste, hermosa Filis; |
Prendas que me dabas, Filis, | |
Admirados quedaron los pastores de ver entre aquellas ramas tal prodigio de hermosura, desmayada, descalza y rendida, más a la verdad de la muerte que al sueño que la retrata. Llamola dos o tres veces la pastora y, viendo que no respondía, sentose junto a ella, teniéndola por muerta o que ya le quedaba poca vida. Tomole las manos y, viéndoselas tan frías como blancas, porque tuviesen todas las calidades de la nieve; mirola al rostro y viendo tanta belleza y hermosura en tan mortal desmayo, púsole la cabeza sobre sus faldas, desviándole los cabellos que, ya sin orden, discurrían por él hasta la garganta como libres de quien los ataba y prendía en otro dichoso tiempo: venganza de los ojos a quien habían puesto en su prisión y cárcel. Pues como la cabeza de Diana a una y otra parte se dejase caer tan fácilmente, comenzó la pastora un tierno y lastimoso llanto, creyéndola por muerta. A esta descompostura y el sentimiento del labrador, que amaba a lo cortesano, despertó Diana de todo punto y, aunque no dándoles esperanzas de su vida, los sosegó las quejas y suspendió las lágrimas, si bien con un ¡ay! tan doloroso, que poniéndose las manos sobre el corazón, como que le apretaba, volvió a quedar como primero rendida. | |
Mientras comía Diana, le preguntaba Filis quién era y de dónde venía, y por qué causa, admirándose que los lobos, que venían de las montañas en seguimiento de los ganados hasta la raya de Extremadura, no la hubiesen quitado la vida aquellas noches. Aquí entraron los conceptos de que hasta los animales bárbaros la aborrecían como a veneno, y que de temor de su muerte no se la dieron. Viendo Filis de las razones desesperadas de Diana que se inclinaba al monte y que quería acabar en él la vida, la persuadió que se fuese con ella al cortijo y hacienda de su padre. Y supo persuadirla con tan efectivas razones y muestras de amor tan grandes, que Diana se dio por vencida de su cortesía y voluntad, considerando que sería remedio de lo que llevaba en sus entrañas, a que miraba con atención natural, cuando más aborrecía su vida. Fuese con los pastores y fue bien recibida, aunque al principio Selvagio, padre de Filis y por ventura tan rústico en aquella edad como su nombre, no estuvo gustoso de tenerla en su casa; pero después, obligado de su hermosura y humildad y por gusto de su hija, mostró algún contento. | |
Iba Celio tan desfigurado de no comer y de dormir en los campos, que pudiera seguramente volver a Toledo sin ser conocido. En llegando a Sevilla hizo tales diligencias cuales se pueden presumir de un hombre tan enamorado y con tantas obligaciones. Pero el no hallar a Diana ni quien aun por engaño le diese señas, no le dio tanto enojo como el ver que la flota de Indias era partida, porque presumía Celio que en ella iba Diana, conociendo su amor, valor y ánimo. Quiso su fortuna que hallase solo un navío que un tratante había fletado y que no se había de partir hasta pasados diez o doce días. Hablole Celio y, concertado con él que le pasase, el patrón lo aceptó, y hecha entre los dos grande amistad comió con él algunas veces, preguntándole en las ocasiones que se ofrecían la causa de su tristeza, aunque Celio se excusó siempre diciendo que por no aumentarla con la memoria de algunos tristes sucesos no se la decía. Y así llegado el tiempo de partirse, y siendo próspero el viento, zarpó el navío, y con una pieza de leva sé alargó al mar, alejándose Celio más de Diana cuanto imaginaba que iba más cerca; pero las esperanzas de cobrar el bien, aunque sean engañosas, no dañan, porque entretienen la vida. | |
Dos meses había estado Diana en el cortijo de aquellos honrados labradores, bien regalada de Filis, cuando llegó su parto, que fue de un hermoso hijo para que no pudiese quejarse, como en Virgilio la despreciada Dido del fugitivo Eneas: | |
Pero pienso que el artificio, en que Ovidio fue tan célebre poeta, obligó a Dido a fingir que quedaba preñada de Eneas para obligarle a volver a verla; cosa que no solo fingen las mujeres, pero los mismos partos. No lo era el de Diana si no tan verdadero que había sido causa de sus peregrinaciones y desdichas. Caso extraño, que cuando importa mucho un heredero, por un liviano antojo, que o se calló de vergüenza o no se pudo cumplir por imposible, se pierda el fruto y por ventura el árbol; y que con tan inmensos trabajos, caminos, hambres y desnudos pies llegase al puerto de la vida libre este infeliz niño. | |
Despidiose de Filis y de sus viejos padres, llorando todos, mayormente Laurino que, con pensamientos de ciudad, había puesto en ella los ojos. |
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Llegó la animosa y desdichada Diana, después de haber caminado algunos días a un lugar cerca de Béjar, que no había querido tocar en Plasencia, por temor de algunos deudos que allí tenía. Salió a la plaza y, parada en ella, daba a entender que esperaba dueño. Viola un labrador rico y, admirado de su gentil disposición y hermoso rostro, le pareció cosa fingida, como realmente lo era. Llegose a Diana e hízole algunas preguntas; ella le supo satisfacer, mintiendo su nombre y patria, de suerte que le llevó consigo. | |
Paréceme que dice vuestra merced que claro estaba eso, y que, si había hija en esa casa se había de enamorar del disfrazado mozo. Yo no sé que ello haya sido verdad, pero por cumplir con la obligación del cuento, vuestra merced tenga paciencia y sepa que la dicha Silveria tendría hasta diecisiete o dieciocho años, edad que obliga a semejantes pensamientos. |
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Esto cantó Diana, que de todo lo que sabía, ninguna cosa era más a propósito de sus disgustos, con tal artificio, que ni por la voz se conociese que era mujer ni por quererla disfrazar se entendiese que lo disimulaba. Perdida quedó Silveria de ver añadir tal gracia a las que Diana tenía exteriores. | |
Murmuraban los labradores el encogimiento de Diana; y ella, por no ser entendida, dio en hacer del galán con las villanas que venían a visitar a su ama. Y como por ser casa grande y de mucha gente de servicio luego se inventasen bailes, Diana dio en salir a ellos y despejarse, con que no desagradaba las labradoras, mayormente una hermana del estudiante referido, que era bachillera y hermosa, y picaba en leer libros de caballerías y amores; pero desagradaba a Silveria que, abrasada de celos, le comenzó a decir una tarde con algunas lágrimas que cómo había sido tan desdichada, que no había negociado su inclinación como las demás labradoras, y que supiese que no era justo que, ya que no la quisiese, por ser ella más desdichada, la matase de celos con su vecina. | |
Pero sucedió a sus fortunas mejor de lo que esperaba y de lo que solía, tan hecha estaba a que le fuese adversa. Pues andando el duque de Béjar a caza por su tierra, vino a ser huésped una noche en casa del mayoral de sus ganados, que por su mayordomo conocía, y porque el viejo le solía llevar algunos presentes, de que el Duque se tenía por bien servido, que suele agradar a los príncipes la hacienda de los campos más que la riqueza y abundancia de sus palacios. Deseando el mayoral entretenerle, claro está que había de llamar a Diana, y ella parecerle bien al Duque y asimismo mandarle que cantase. Aquí fue menester que el estudiante trajese su instrumento de mala gana, porque de celos de Diana y Silveria perdía el juicio; ella le acomodó las cuerdas a su voz y, escuchando todos, cantó así: |
En fin, selvas amorosas, |
Alma de nieve tenía |
A tanto amor he llegado, | |
Mil veces he codiciado | |
-En eso te engañaste -le respondió el Duque-, porque yo te quiero llevar conmigo y estimarte en lo que mereces; que es gran violencia de tus estrellas que con tantas gracias vivas entre gente tan humilde, porque es ingratitud al cielo o emplearlas mal o encubrirlas. | |
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Llegó Celio derrotado con su nave, después de tan larga tormenta, a una isla en las partes de África, donde algunos navíos suelen hacer agua, aunque es menester salir por ella mucha gente con buenas armas y no menos cuidado, porque la guardaban moros, por los daños que les solían hacer las galeras y navíos de España. La de Celio venía tan maltratada de la tormenta, que no pudiendo pasar adelante se determinaron a aderezarla. Salieron en tierra los pasajeros y el patrón, y no de mala gana, que al hombre siempre le fue madre la tierra y madrastra el agua. Comieron sobre unas yerbas que les servían de manteles, y en el fin de la más descansada comida que había tenido el viaje, porque tenía la mesa más firme, el patrón, conociendo la tristeza de Celio, le rogó que le dijese la causa. Él, movido de su piadoso ánimo, le contó quién era, lo que le había sucedido y lo que buscaba, a la traza que suelen ser las narraciones de las comedias, que hay poeta cómico que se lleva de un aliento tres pliegos de un romance. | |
-Pero si por la relación -añadió el piloto-, que me habéis dado conocéis esta dama, este diamante es suyo; mirad si le conocéis. | |
Servía en estos medios Diana al Duque, a quien por el cuidado de su ropa, limpieza y aseo de sus vestidos, hizo en breve tiempo su camarero, porque en todo tenía buen gusto y le ayudaba el deseo, que nadie sirve bien si no desea agradar a quien sirve. |
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¿Cómo os diré mi dolor, |
Que sus papeles la envíe, | |
Caminaban todos entretenidos con el donaire y gracia de Diana, que le tenía para todas las cosas; mayormente el Duque, que ya llevaba cuidado de hacerle merced, y se la hubiera hecho si la hubiera visto inclinada a casarse, porque algunas veces lo habían tratado él y la Duquesa, con una criada de su cámara, que era toda su privanza y gusto, de que Diana se guardaba todo lo posible, porque era imposible. | |
El Duque, viendo que el Rey no estaba enojado, le alabó y encareció las partes, gracias y virtudes de Diana, de suerte que quiso verla, y entró y le besó la mano. El buen talle de Diana, la gala, la discreción y el despejo obligaron al Rey a pedírsele al Duque, y él dijo que, aunque era todo su regalo, desde que le había recibido tenía este pensamiento de ofrecérsele. |
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Cuando los miro me admiro, | |
Pero imaginad el alma | |
Esta fue la desdicha o la dicha de Diana, que habiéndola oído algún celoso que no estaba en desgracia del Rey, y lo estaba de esta dama, se lo dijo y afeó notablemente. Él, que lo había oído y disimulado, comenzó a dar orden solicitado de muchos a quien era odiosa su privanza, como cosa sin fundamento de sangre y dignos servicios de paz y guerra. Habiendo sabido que en las Indias había tantos alborotos, y conociendo que a Diana, que siempre se llamó Celio, comenzaba a emprender la envidia, porque no viniese a caer por sus calumnias en su desgracia, le nombró por gobernador y capitán general de todo lo nuevamente conquistado, y para castigar los culpados en la muerte del que lo había sido, de que cada día venían a España quejas y procesos. | |
Desde Sevilla comenzó la fortuna de Diana a mejorar de intento, y la de la mar le puso con tiempo próspero en la tierra deseada, con grande aplauso de los españoles e indios que, viendo de la suerte que se hacía respetar y temer, lo que castigaba y premiaba, la limpieza de sus manos y la entereza de su justicia, así por esto como porque le imaginaban tan mozo y tan casto, le llamaban el Sol de España. A muchos enviaba a ella con los procesos y averiguaciones, y a muchos hacía dar garrote en secreto y sepultura en el mar, si allí le había. | |
Acabadas todas las que tenía que hacer en aquella tierra, hechos los castigos y dado a los leales los merecidos premios, como el Rey le mandaba por sus provisiones y despachos, viendo que no había sido posible aplacar con ruegos ni dineros la rigurosa parte del piloto difunto, le embarcó en su capitana y a título de preso llevó consigo, comiendo y jugando con él todo el viaje. | |
Grandes fueron las mercedes que el Rey les hizo, y grandes las fiestas que se hicieron a sus casamientos, y no menor el contento de ver su hijo, por quien enviaron luego personas de confianza. Trájole la pastora en hábito de grosero zagal, pero con linda cara y melena hasta los hombros. |