Las esclavas de la Iglesia
Conferencia leída por Manuel González Prada el 25 de septiembre de 1904 en la Loggia Stella de Italia.
Señores:
Agradezco a los miembros de la Loggia Stella d'ltalia el honor que se dignaron concederme al solicitar mi colaboración en esta ceremonia, para conmemorar el asalto de Roma y el derrumbamiento del solio pontificio. Sin pertenecer a la Masonería, creo sentirme animado por el espíritu que inflamó a los antiguos masones en sus luchas seculares con el altar y el trono; sin haber nacido en la clásica tierra de Machiavelli y Dante, me considero compatriota de los buenos italianos reunidos aquí para celebrar un triunfo de la Razón y la Libertad. Sobre la mezquina patria de montes y ríos, existe la gran patria de los afectos y de las ideas: los nacidos bajo la misma bandera que nosotros son nuestros conciudadanos; más nuestros compatriotas, nuestros amigos, nuestros hermanos, son los que piensan como nosotros pensamos, los que aman y aborrecen cuanto nosotros amamos y aborrecemos.
No consideraré el 20 de setiembre en sus relaciones con la política europea, con la unificación de Italia ni con la Masonería; aprovechando la libertad que se me ha concedido en el uso de la .palabra, disertaré sobre el Catolicismo y la mujer, para manifestar que la esclavitud femenina perdura en el Romanismo, que las mujeres continúan siendo esclavas de la Iglesia.
I
editarAbundan individuos que profesan una teoría muy original, muy cómoda y muy sencilla, que se resume en dos líneas: si los hombres pueden y hasta deben emanciparse de toda creencia tradicional, las mujeres necesitan una religión. Y como en las naciones católicas religión se traduce por Catolicismo, la teoría quiere decir: para una mitad de la especie humana la luz del meridiano, las bebidas químicamente puras y los exquisitos manjares de Lúculo; para la otra mitad, las tinieblas de medianoche, las aguas insalubres del pantano y la indigesta bazofia del convento. Riámonos de la teoría, declarando al mismo tiempo que nada hay tan abominable ni tan indigno de un hombre honrado como figurarse en posesión de la verdad y reservarla para sí, manteniendo a los demás en el error.
Sin admitir que las mujeres necesiten una religión, preguntaremos: ¿el Catolicismo representa la religión más elevada? ¿Vale tanto para ensalzarle como la única salvación del alma femenina? Cierto, Balzac afirmó que una mujer no era pura ni candorosa sin haber atravesado el Catolicismo. Afirmación injuriosa para el mayor número de ellas, desmentida por los hechos y refutada por otros cerebros tan poderosos como el de Balzac. ¿Ignoramos la elevación moral de las protestantes? ¿No sabemos que en Estados Unidos y las naciones reformadas de Europa las mujeres brillan por su ilustración y carácter? ¿No vemos que la ascensión del alma femenina coincide con el descenso del Catolicismo?
Aunque no pertenezcamos a ninguna secta religiosa, tengamos la buena fe de reconocer que el Protestantismo eleva a los individuos y engrandece a las naciones, porque evoluciona con el espíritu moderno, sin ponerse en contradicción abierta con las verdades científicas. El Catolicismo, al decretar la fe pasiva, nos mantiene emparedados en el Dogma, como al cadáver en un ataúd de plomo; la más intransigente y absurda de las comuniones protestantes, al declarar el libre examen, deja una ventana siempre abierta para evadirse al racionalismo. Si la ortodoxia católica merece llamarse una religión de estancamiento y ruina, díganlo España, Irlanda, Polonia y algunos estados de Sudamérica.
Mas no comparemos naciones con naciones, sino familias con familias. Mientras en el hogar de los pueblos reformados la esposa y los hijos disfrutan el amplio derecho de interpretar la ley divina y constituyen verdaderas individualidades, ¿qué sucede en el hogar bendito por la Iglesia? ahí el padre delega en un extraño la dirección moral de la familia, resignándose a vivir eternamente deprimido bajo un tutelaje clerical; ahí la madre, cogida poco a poco en el engranaje del fanatismo, concluye por entorpecerse y anularse con las rancias y grotescas ceremonias del culto; ahí los hijos, obligados a profesar una creencia que instintivamente rechazan, se ven compelidos a elegir entre la hipocresía silenciosa y la incesante lucha doméstica; ahí las hijas, antes de abrir su corazón a la ternura de un hombre, quedan moralmente desfloradas en las indecorosas manipulaciones del confesionario.
En el matrimonio de los buenos creyentes, a más de la unión corporal del hombre con la mujer, existe la comunión espiritual de la mujer con el sacerdote. Si en las naciones protestantes el clergman se contenta con sólo llamarse el amigo de la familia, en los pueblos católicos, señaladamente en los de origen español, el sacerdote se juzga con derecho a titularse el amo de la casa: donde mira una mujer, ahí cree mirar una sierva, una esclava, un objeto de su exclusiva pertenencia. El se interpone entre el marido y la mujer para decir al hombre: si el cuerpo de la hembra te pertenece, el alma de la católica pertenece a Dios, y por consiguiente a mí que soy el representante de la Divinidad. Basándose en razones tan sólidas, el ministro del Señor toma el alma de la mujer... cuando no se apodera también del cuerpo. Sin embargo, esto lo glorifican muchísimos liberales y librepensadores al sostener que las mujeres necesitan una religión, imitando así el ejemplo del boticario que elabora una panacea, la vende como infalible, pero se guarda muy bien de administrársela a sí mismo.
II
editarSe repite a manera de axioma que la Religión Cristiana emancipó a la mujer. Como lo asegura Louis Ménard, "la emancipación tuvo efecto mucho antes de que apareciera el Cristianismo. Al sustituir el matrimonio a la poligamia, el Helenismo había elevado a la mujer hasta el rango de madre de familia -ama de casa, según la expresión de Homero. Diosas reinaban en el Olimpo, al lado de los Dioses; mujeres, las Peleadas y las Pitias, anunciaban oráculos divinos en Dodona y Delfos. Mas el Dios del Cristianismo encarna en figura de hombre, y el femenino no halla cabida en la Trinidad".
La emancipación de la mujer, como la libertad del esclavo, no se debe al Cristianismo, sino a la Filosofía. En pleno siglo XIX, la esclavitud reinaba en pueblos cristianos como Sudamérica, Estados Unidos y Rusia, cuando había desaparecido ya de naciones que ignoraban el nombre de jesucristo. ¿Puede hoy llamarse emancipada la mujer de los estados oficialmente católicos? En ellos sufre una esclavitud canónica y civil. Al estatuir la indisolubilidad del matrimonio, al condenar las más legítimas de las causas que justifican la nulidad del vínculo, al no admitir esa nulidad sino en casos muy reducidos y bajo condiciones onerosas, tardías y hasta insuperables, la Iglesia Católica fomenta y sanciona la esclavitud femenina. Arrebata a la mujer una de sus pocas armas para sacudir la tiranía del hombre, aprisionándola eternamente dentro de un hogar donde se halla en la obligación de rendir amor, respeto y obediencia al indigno compañero que sólo merece odio, desprecio y rebeldía. A la constitución de una nueva familia dulcificada por la buena fe, la ternura y la fidelidad, los católicos prefieren la conservación de un hogar envenenado por la hipocresía, el desamor y el adulterio.
Veamos el Perú, nación tan católica en sus leyes y costumbres que merecería llamarse la sucursal de Roma y el futuro convento de Sudamérica. Aquí poseemos códigos donde se restringe la capacidad jurídica de las mujeres, sin disminuir la responsabilidad en la consumación de los delitos, no juzgándolas suficientes para beneficiar de la ley civil, pero declarándolas merecedoras de las mismas penas establecidas para los hombres. Al ocuparse del matrimonio, nuestro Código Civil es un Derecho Canónico, sancionado por el Congreso. Citaremos algunos artículos inspirados por la más sana ortodoxia.
El matrimonio legalmente contraído es indisoluble: acábase sólo por la muerte de alguno de los cónyuges. Todo lo que se pacte en contrario es nulo, y se tiene por no puesto. (134)
La impotencia, locura o incapacidad mental que sobrevenga a uno de los cónyuges, no disuelve el matrimonio contraído. (168)
La mujer está obligada a habitar con el marido y a seguirle por donde él tenga por conveniente residir. (176)
El marido tiene facultad de pedir el depósito de la mujer que ha abandonado la casa común, y el juez debe señalar el lugar del depósito. (204)
En cambio:
La mujer no puede presentarse en juicio sin autorización del marido. (179)
Pero nada debería sorprendernos desde que un artículo de ese mismo Código, al hablar de la patria potestad, iguala a la mujer casada con los menores, los esclavos y los incapaces. (28) No se requiere mucho análisis para cerciorarse de que en todas esas leyes superviven rezagos de épocas bárbaras, en que la hembra figuraba como una propiedad del macho.
Aunque la Iglesia venere a María y la glorifique hasta el grado de tender a ingerirla en la Trinidad para constituir un misterio de cuatro personas, no cabe negar el desprecio del Catolicismo a la mujer. Para muchos hombres de fe y experiencia, el alma femenina se resume en dos tipos: Eva o la perdición del género humano, Dalila o el corazón enfermo y doce veces impuro. Dudando que los miembros de un concilio negaran a las mujeres un alma, debemos recordar que algunos santos padres no les conceden honestidad, hidalguía ni sentido común. Parecen invenciones las invectivas que los sacerdotes han fulminado contra las mujeres. A tan furibundos misóginos se les tomaría unas veces por locos, otras por desgraciados que no tuvieron madre o la tuvieron muy mala. Recordemos a San Jerónimo, que no vivió ni murió como Luis Gonzaga, y a San Agustín, que empezó de mujeriego y acabó de obispo. Varones canonizados y tenidos por golfos de sabiduría, llaman a la mujer camino de todas las iniquidades, puerta del infierno, flecha de Satanás, hija del Demonio, ponzoña del basilisco, burra mañosa, escorpión siempre listo a picar, etc.
El menosprecio a la mujer y la creencia en la superioridad del hombre, han echado tantas raíces en el ánimo de las gentes amamantadas por la Iglesia que muchos católicos miran en su esposa, no un igual sino la primera en la servidumbre, a no ser una máquina de placeres, un utensilio doméstico. Semejante creencia en la misión social de un sexo denuncia el envilecimiento del otro. La elevación moral de un hombre se mide por el concepto que se forma de la mujer: para el ignorante y brutal no pasa de ser una hembra, para el culto y pensador es un cerebro y un corazón.
Si el valor moral de los individuos se calcula de ese modo, el adelanto de las naciones se estima por la humanidad en las costumbres y la equidad en las leyes; donde el egoísmo se atempera más con la abnegación, donde los desposeídos reivindican más derechos, ahí florece una civilización más avanzada. No se conoce bien a un pueblo sin haber estudiado la condición social y jurídica de la mujer; se necesita ver las consideraciones que goza en las costumbres, los derechos de que disfruta en las leyes. En las naciones protestantes se realiza tan seguramente la ascensión femenina que ya se prevé la completa emancipación. Sancionada la igualdad de ambos sexos, se concibe que algún día la mujer adquiera el dominio absoluto de su persona y divida con el hombre la dirección política del mundo.
Todo se concibe, menos que la Iglesia eleve a la mujer hasta el nivel del hombre, otorgándola el derecho de familiarizarse con la Divinidad. Al excluirla del sacerdocio, la considera indigna de la más elevada función moral: la embustera boca de la hembra no debe enunciar desde el púlpito la doctrina revelada por un Dios de verdad; las impuras manos de la hembra no merecen consumar el sacrificio donde se ofrece al Padre celestial la víctima del cordero inmaculado. ¿Qué reserva el Catolicismo a la mujer? murmurar las oraciones y seguir el rito, sin aproximarse al ara ni rozar siquiera con sus vestidos las gradas del tabernáculo; arrodillarse en el confesionario, revelar sus culpas, arrepentirse y demandar humildemente la absolución del sacerdote. La hembra no interpreta el libro ni discute el Dogma: obedece y calla (Ménard).
Así, la mujer que ofrece amor a Jesús, en tanto que los hombres le prodigan odio; la mujer que para escuchar los salvadores preceptos le sigue por arenales y rocas; la mujer que valerosamente le confiesa, cuando un apóstol le vende y otro le repudia; la mujer que en la vía dolorosa le enjuga el sudor y la sangre, al mismo tiempo que sayones le escupen y le abofetean; la mujer que en el suplicio le acompaña y le consuela, mientras los discípulos le abandonan y hasta el mismo Padre le desampara, no recibe del sacerdote más recompensa que el insulto, los anatemas, la servidumbre doméstica y la degradación moral.
Hoy mismo, hoy que la fe se aleja de los cerebros fuertes para refugiarse en los espíritus débiles, ¿quién retarda la inevitable ruina del Catolicismo? ¿Quién brega para construir un dique y detener la incontenible inundación del escepticismo religioso? ¿Quién renuncia con más desprendimiento a glorias del mundo y placeres del amor, consagrándose al esposo místico que no tiene labios para besar sino espina para herir el corazón? ¿Quién ofrendaría toda su alma, toda su sangre y toda su vida porque la sombra de la Cruz se extendiera de polo a polo, y la figura del sacerdote dominara sobre las más altas y más poderosas cabezas de la Tierra? el escorpión, el basilisco, la hija del demonio, la burra mañosa.
III
editarNadie tanto como la mujer debería rechazar una religión que la deprime hasta mantenerla en perdurable infancia o tutela indefinida. Mas no sucede así: la irredenta se yergue contra sus redentores, la víctima bendice el arma y combate a favor del victimario. Ella no transige con el librepensador o libertario y rechaza como enemigo al reformador que viene a salvarla del oprobio y la desgracia, proclamando la anulación del vínculo matrimonial no sólo por mutuo disenso, sino por voluntad de un solo cónyuge, Ella se pone al lado del sacerdote que anatematiza las uniones libres, y santifica la prostitución legal del matrimonio.
Es, señores, que lo más triste de las iniquidades y los abusos está en la obcecación y rebajamiento moral de las víctimas: pierden hasta la conciencia de su lamentable condición, no abrigan ni el deseo de sacudir el yugo ignominioso. Los esclavos y los siervos deben su dignidad de personas al esfuerzo de los espíritus generosos y abnegados; la mujer católica se emancipará solamente por la acción enérgica del hombre. Desgraciadamente, los esfuerzos tentados para descatolizarla y divorciarla del sacerdote no produjeron muy fecundos resultados. ¿Por qué? por deficiencia de los mismos que intentaron la descatolización y el divorcio. Algunos pretenden redimir a la Humanidad sin haber logrado catequizar a su familia, olvidando que antes de pronunciar discursos y de escribir libros, se necesita hablar la más elocuente de las lenguas, el ejemplo.
¿Qué se avanza con libros demoledores y discursos fulminantes, si mientras los esposos desvanecen mitos y derriban iglesias, las esposas inoculan en sus hijos el virus de la Religión Católica? La madre arrasa con el sentimiento lo que el padre intenta edificar con la Razón. Las creencias infundidas por el cariño maternal llegan a un sitio del alma donde más tarde no alcanzan las lecciones trasvasadas con el rigor del pedante. La mujer no sólo nos forma con la carne de su carne y la sangre de su sangre, no sólo nos nutre a sus pechos y nos conforta en su regazo, sino también nos impregna de sus sufrimientos, nos trasfunde sus ideas, y como el Jehová de la leyenda bíblica, nos modela a su imagen y semejanza. Si llevamos el nombre de nuestro padre, representamos la hechura moral de nuestra madre. En tanto que los políticos se jactan de monopolizar la dirección del mundo, las mujeres guían la marcha de la Humanidad. La fuerza motriz, el gran propulsor de las sociedades, no funciona bulliciosamente en la plaza ni en el club revolucionario: trabaja silenciosamente en el hogar.
Esto lo comprenden muy bien los ministros del Señor, y sonríen maliciosamente cuando sus enemigos se lanzan a fulminar rayos contra la Religión, mientras las seráficas matronas corren a engrosar el dinero de San Pedro y suscribir los manifiestos de la Unión Católica. Duermen tranquilos, soñando que las grandes reformas mueren al nacer o duran muy pocos años, si no logran echar raíces en los corazones femeninos: contando con la madre, cuentan con el niño, poseen el hoy y tienen asegurado el mañana. Dejan, sí, de sonreír los sacerdotes y sufren amarguísimos desvelos o terroríficas visiones citando saben que una sola de las innumerables creyentes se rasga la venda de la Fe y recurre a ver con la luz de su propia razón. Perder a las mujeres, ¡horrible pesadilla de la Iglesia! El Catolicismo, que solo se mueve por la irresistible fuerza de impulsión recibida en otras épocas, gira sobre dos puntos: la mala fe del hombre y la ignorancia de la mujer. Cuando falte el polo femenino, ¿dónde irá el complicado y vetusto mecanismo de ruedas oxidadas y ejes desnivelados?
Esto no lo comprenden o fingen no comprenderlo muchos reformadores, y dejan a sus esposas bajo la humillante dominación del clero. Para ellos, el saber y la incredulidad; para ellas, la ignorancia y el fanatismo. Matrimonios basados en semejantes principios ¿merecen llamarse ayuntamientos de seres racionales? Lo más dulce de la unión amorosa no reside en el contacto de dos epidermis ni en la simultaneidad de dos espasmos: está en la vibración unísona de dos corazones, en el vuelo armonioso de dos inteligencias hacia la verdad y el bien. Los animales se unen momentáneamente, los dos sexos humanos deben aliarse para engrandecerse y perfeccionarse.
No se arguya que soñamos al enunciar la posible asimilación de las mujeres a los hombres; confiésese más bien la incuria o la necedad del marido al no saber aprovechar de su fuerza. En las batallas por la idea no se conoce auxiliar más poderoso que el amor. Como la mujer amante quiere ser dominada y poseída, el hombre amado adquiere una irresistible fuerza de absorción: puede reinar con la ternura y la verdad, en oposición al sacerdote que domina por el miedo y el error. Así, pues, el marido que en algunos años de vida estrecha con la esposa no logró convertirla, dominarla ni absorberla en corazón y cerebro, poseyó el incentivo carnal para seducir y fascinar a la hembra, no tuvo la elevación varonil para levantar y redimir a la mujer.
Compadezcamos a los infelices que se manifiestan hombres para engendrar, no para ejercer funciones viriles de un orden superior. Al dejar que sus hogares se envilezcan y se fanaticen, ellos son las primeras víctimas, tan merecedoras de lástima como del ridículo. El fanatismo no produce menos estragos que el éter, la morfina, el alcohol, o el opio: al adueñarse de una mujer, la deprime intelectual y moralmente, la despoja de todas las seducciones femeninas, la transforma en ese algo asexual o neutro que se llama una devota. El marido que en los primeros días del matrimonio entregó al sacerdote una esposa amable y agraciada, recibe a los pocos años una rezadora de virtud angulosa y astringente, una altarera sin higiene en el cuerpo ni ternura en el alma, una ogresa mística y santa que vive oponiendo a todo impulso racional un inamovible murallón de ignorancia y terquedad. Cuando ya no tiene remedio, los fanatizadores de su hogar se convencen de que amando mucho a Dios, las mujeres concluyen por hacerse aborrecer de los hombres.
IV
editarDeseo precisar y condensar algunas ideas, a riesgo de incurrir en monótonas repeticiones y cansar a las personas que se dignan escucharme.
En toda época y en todos los países la mujer fue víctima y arma del sacerdocio. Cuando el orgullo masculino intentó sacudir la opresión sacerdotal, intervino la voluptuosidad femenina para desvigorizar al hombre, adormecerle y remacharle la cadena. Eso lo palpamos hoy mismo, no muy lejos de nosotros: los sacerdotes arrastran a las mujeres, las mujeres arrastran a los hombres, y los hombres se dejan arrastrar, convertidos en el rebaño de Panurgo. Algunos aparentan rebelarse y chillan al aire libre; pero los más se resignan y callan a la sombra del baldaquino. Poseen doble naturaleza: en la calle, lobos que devoran a clérigos y frailes; en la casa, ovejas que lamen las manos de monseñores y reverendos padres.
Y sin embargo, muchos corderos con momentánea y callejera piel de lobo gastan ínfulas de ejercer un apostolado: rivalizarían con Tolstoi. No llamemos apóstol de gentes a quien nunca supo ni quiso ejercer acción eficaz en el diminuto radio de su familia, y desconfiemos del propagandista que alegando una excesiva tolerancia, forma un hogar con olor a misa cantada: es el rosal produciendo bellotas, el águila empollando avestruces. Para sanear las poblaciones, se comienza por desinfectar los domicilios, pues no cabe higiene pública sin higiene privada; cuando se desea secularizar un pueblo, se debe hacerlo con las familias, pues no se concibe un todo libre constituido por fracciones esclavas. Más que al Estado, cumple a los individuos la secularización de la vida. Desterrando del hogar al sacerdote, se le arroja de la escuela; quitándole la madre, se le arrebata el niño, se le cierra el porvenir.
No se trata de promulgar como ley de la familia el creer o morir de inquisidores y musulmanes. Los que rechazan la tiranía de un Ser Supremo y niegan la infalibilidad de un pontífice, desconocen también la autocracia de un esposo. En el matrimonio verdaderamente humano, no hay un jefe absoluto, sino dos socios con iguales derechos, no hay un déspota sino el hermano mayor de sus hijos. La acción brutal del grosero apóstol en las almas sensibles de mujeres y niños debe compararse con la dentellada del jumento en un ramo de flores o con el trompazo del elefante en los anaqueles de una cristalería.
Se trata de emanar una atmósfera de bondad y justicia, no recurriendo a la intimación despótica sino a las insinuaciones fraternales, no invocando la autoridad sino aduciendo la prueba. Los errores no se parecen a hierbas superficiales que violentamente erradicamos con la punta de un arado, ni las verdades se igualan con clavos de acero que de un solo martillazo introducimos en el corazón de un leño apolillado: el error huye paso a paso, la verdad se infiltra gota a gota. El hombre cuerdo no impone, que la imposición hiere el orgullo y suscita la resistencia; manifiesta con hechos que entre un espíritu libre y un devoto las diferencias no abonan al rezador. Tanto vale creer sin pruebas como negar sin razones. Hay una cosa soberanamente ridícula y vana, dogmatizar; hay un personaje verdaderamente risible y odioso, el inquisidor a la inversa, el sacristán del librepensamiento.
Como nos reímos del intransigente por ignorancia, moda o capricho, burlémonos del tolerante por desidia o conveniencia. Muchas veces llamamos tolerancia a la fofedad en las convicciones, a la maleabilidad de carácter, a la contemporización humillante con los errores, a la cobardía para delatar las iniquidades. La intolerancia no consiste en oponer tribunas a tribunas, libros a libros o rechazos enérgicos a embestidas brutales, sino en amordazar las bocas, romper las plumas y encarcelar o suprimir al adversario. No hay tolerancia en consentir la deformación de los cerebros infantiles por medio de una educación anticientífica: hay egoísmo criminal. No aceptamos los tradicionales derechos del pater familias. Como protestamos de considerar a la esposa una sierva o propiedad del marido, neguemos también que un hijo pertenezca absolutamente al padre. El alma del niño no es del padre, de la madre, ni del sacerdote, es de la verdad, de ese algo tan fecundo que no se encierra ni puede encerrarse en el estéril credo de ninguna religión. Más aún, señores: el niño no se pertenece ni a sí mismo: se debe a la Humanidad, se halla en la obligación de allanar el camino a las generaciones futuras. No hemos venido a la Tierra para beber el agua, comer el pasto y legar la única herencia de un esqueleto.
A la tolerancia mal comprendida agreguemos el pesimismo desconsolador. Nada tan dulce como esa amarga filosofía que nos induce a cruzarnos de brazos y permanecer indiferentes en las luchas humanas, repitiéndonos a nosotros mismos que de nada serviría la intervención en apoyo del bien, desde que el mal triunfa necesaria y eternamente. Más ¿qué penetramos nosotros de la vida y del Cosmos para deducir la inutilidad de la acción? Nada se pierde en el Universo, todo produce algo en alguna parte. El desplazamiento de una imperceptible arenilla ocasiona tal vez la desviación de un río caudaloso. La agitación de un infusorio en tina gota de agua influye quizá en las tempestades del Océano. El aleteo de una mariposa en el nectario de una flor llega quién sabe a repercutir en el disco de la estrella más lejana. Puede que algunas de las verdades enunciadas en este lugar, vayan a sacudir el sueño de algún espíritu aletargado en el seno de las supersticiones. Reconózcase la degradación de un pueblo y el estancamiento de una época; no se niegue el avance del ser colectivo hacia un reinado de verdad y justicia. La Humanidad es una inmensa caravana, mejor dicho, un ejército con sus perezosos y sus cobardes. Mientras unos duermen o desertan, los otros marchan y combaten. El nivel de la especie humana sube muy lentamente, pero sube. Y la ascensión se verifica, no porque la muchedumbre inicie el movimiento, sino porque unos individuos de buena voluntad surgen de cuando en cuando para condenar el egoísmo inhumano y sostener que, sobre las conveniencias materiales, deben colocarse los sentimientos magnánimos encarrilados por las ideas levantadas, lo que gráficamente hablando quiere decir: más arriba del vientre se halla el corazón y más arriba del corazón está la cabeza.
Auguremos, pues, el buen éxito de una propaganda enérgica y razonable, iniciada en el recinto de la familia para irradiar en todos los ámbitos de la República. Algún día, tal vez no muy lejano, los enemigos domésticos se transformarán en los mejores aliados. Cuando las mujeres vean la conformidad de acciones y palabras, cuando palpen que las almas libres alcanzan donde no pueden llegar las conciencias maniatadas, cuando constaten que una moral sin obligación ni sanción ennoblece más que la añeja teoría de premios y castigos, entonces abandonarán al sacerdote por el sabio, la iglesia por el hogar, el Dogma por la Razón: todos los errores pueriles, todas las supersticiones femeninas, irán a desaparecer en la convicción inalterable del hombre, como los ríos cenagosos corren a purificarse en el agua incorruptible del mar.
Pero que ellas mismas, principalmente las casadas, cesen de limitarse al humilde papel de catecúmenas, esperanzadas en la acción redentora de sus maridos; los tiranos y los brutos domésticos abundan más de lo que nosotros imaginamos. La felicidad no se aguarda del cielo ni se mendiga de otros; se persigue por sí mismo, se conquista con sus propios esfuerzos. Violando leyes canónicas y civiles, arrostrando preocupaciones burguesas, constituyendo un hogar libre cuando el hogar católico encierra oprobio, desesperación y muerte, la mujer realiza tres obras igualmente laudables: busca la felicidad donde piensa encontrarla, enseña el camino a las víctimas de ánimo débil y ofrece un alto ejemplo de moralidad. Sí, señores, de moralidad, aunque protesten los rezagados y los hipócritas. Me dirijo a personas emancipadas, y no temo llamar las cosas por sus verdaderos nombres: meretrices son las esposas que sin amor se entregan al marido, espúreos son los hijos engendrados entre una pendencia y un ronquido; honradas son las adúlteras que públicamente abandonan al esposo aborrecible y constituyen nueva familia santificada por el amor, legítimos y nobles son los espúreos concebidos en el arrebato de la pasión o en la serena ternura de un cariño generoso. Los ultrajes de bastardo y adulterino nada significan para gentes que piensan y no estiman la honradez de un hogar por los asperges de agua bendita. A juicio de todo un Shakespeare, el bastardo nacido en la clandestina voluptuosidad de la Naturaleza, posee mejor sustancia y mayores energías viriles que el enjambre de currutacos o lechuguinos engendrados entre un sueño y una vigilia, en una cama triste, monótona y puerca, Donde laica y libremente se unen dos organismos sanos y jóvenes, refunfuña el gazmoño, pero sonríe la Tierra. El matrimonio de una moza con un viejo, de una persona lozana y robusta con otra enferma y enclenque, de la impotencia y la muerte con la fecundidad y la vida, he aquí los delitos imperdonables y vergonzosos, porque significan desperdicio de fuerzas creadoras, fraude en el amor, robo a la Naturaleza.
Según Tocqueville, quien ha formado la América del Norte es la mujer norteamericana. Ella formaría no sólo cien Américas, sino crearía mil universos. Cada esposa fecunda lleva en sus entrañas el germen de futuras humanidades, llamadas a expandirse en la individualidad consciente o condenadas a vegetar en el gregarismo religioso. En el niño posee la madre un bloque de mármol donde bosquejar una estatua griega. Desgraciadamente, merced a la intervención de monjas y padres, el bloque se transforma en una parodia de la figura humana. Nosotros conocemos la sicología de seres amamantados en la servidumbre y el fanatismo, apenas si concebimos la mentalidad de niños educados según la libertad y la ciencia. Los que nacimos bajo una capa de absurdos y supersticiones, los que hoy mismo nos asfixiamos en una atmósfera de antiguallas y prejuicios, los que desearíamos empujar a las muchedumbres para hacerlas recorrer en un solo día el camino de muchos siglos, no miraremos la florescencia de una raza sin morales vetustas ni religiones prehistóricas. Voltaire, viejo y moribundo, exclamaba: ¡Felices los jóvenes porque verán cosas muy grandes! Imitando al infatigable luchador del siglo XVIII, digamos nosotros sus discípulos: ¡felices los que vengan mañana porque vivirán, no en la Jerusalén divina, sino en la ciudad laica, sin templos ni sacerdotes, sin más divinidades que el Amor, la justicia y la Verdad!
Concluyo, señores, diciendo algo que desearía grabar en el cerebro de todas las mujeres y también de muchos maridos: los pedagogos elaboran pedantes, los sacerdotes fabrican hipócritas, sólo las verdaderas madres crean hombres.