Las cutres
de Emilia Pardo Bazán


Cuando conocí a las mujeres que llevaban tan feo sobrenombre, pude convencerme de que ellas eran más feas aún. Decir que una persona es fea no expresa sino un concepto general; no hay términos más vagos que estos de feo y hermoso. Asimismo, sólo existe un verbo para la idea de amar, ¡y tantos matices y colores y grados en el amor! Ni aun añadiendo adjetivos se aclara esto de la fealdad. Las Cutres, podré decir, tenían una fealdad innoble, repulsiva, de escarabajo pelotero, y al escribir, siento que las palabras no dan la impresión de los aspectos físicos. No; la fealdad de las Cutres era algo inefable, porque consistía no sólo en las líneas, sino en la expresión -en la expresión principalmente-. Y, sin embargo, esta expresión era de dolor, resignación y melancolía, sentimientos todos nobles... Las líneas, la tez, las facciones, tenían la culpa de que el dolor pareciese ridículo, la resignación necia, la melancolía repugnante. Además, la gente no podía concertar estas expresiones, que suelen revelar una vida interior espiritualizada, con la manera de vivir de las tres hermanas, sometida a la tiranía del sórdido interés.

Las Cutres no eran ricas cuando perdieron a su madre, por cierto una de las mujeres más hermosas de la provincia, muy pretendida después de viuda y muy aficionada a trapos y moños; algo casquivana, en resumen. Su belleza y su coquetería eclipsaron por completo a sus hijas, o, mejor dicho, ayudaron a que resaltase lo poco que debían a la Naturaleza. Nadie las hizo el menor caso, y nadie se recató para cortejar y galantear a la madre en presencia de las muchachas, convertidas por la mamá caprichosa y ligera en doncellitas que la vestían, calzaban y adornaban, y trabajaban en sus prendidos y perifollos. Muerta súbitamente, de un mal que no se supo definir, la madre, las muchachas se retiraron del mundo por completo, a pesar de que algunas de sus amigas afirmaban que aquellas chicas -Paulina, Marcela y Rosario- eran animadísimas y amigas de diversión, y ahora, libres, iban, a pesar de su fealdad, a pasarlo muy bien, a darse una vida excelente. No se cumplieron tales augurios. Las jóvenes -entonces se las podía llamar así- se encerraron en su casa a piedra y lodo, y entonces, al notar que, transcurridos tres años, no se las veía el pelo y continuaban en la misma soledad y retiro, hubo que buscar un móvil a su conducta extraña, y el móvil fue la avaricia. En efecto, las tres huérfanas demostraban una economía antipática, odiosa. Todo tiene su límite, todo debe hacerse con medida. Bueno que ahorrasen, si era verdad, como se murmuraba, que la veleta de la madre había dejado deudas y trampas, por el afán de lucir. ¡Pero no tanto! Las hermanas prolongaban el luto para prolongar la vida del único traje de merino negro que se habían hecho al suceder la desgracia. Y el traje ya no era negro, sino verdoso, y los zurcidos de codos, pecho y cuello asombraban por lo complicados. La comida la formaban algunas legumbres que les producía el huertecillo de la casa de campo donde pasaban la primavera y parte del otoño. Allí criaban gallinas y cerdos, pero los vendían en el mercado. Llegaron al extremo de vender las ropas de su madre, sus alhajuelas, sus abanicos y adornos, a una prendera. También se deshicieron de muebles. Todo lo que podía producir dinero, vendíase. Y en el pueblo les pusieron el apodo de las Cutres.

En breve, nadie las conocía sino por ese remoquete ignominioso. Un día, en que llamaron a un carpintero por inevitable precisión, éste puso la cuenta de su trabajo encabezando así: «A Salvador Fene, deben las señoritas de Cutres...». ¡Hasta tal punto se había olvidado el apellido de las hermanas!

Lejos de amainar en su avaricia, las Cutres parecían poseídas de una fiebre de miseria. Despedida su única criada, hacían ellas todos los menesteres, y cavaban ahorrando un jornalero. Su femineidad, su juventud, desaparecieron pronto en esta vida de insectos metidos en su agujero, de obscuras polillas, siempre royendo el mismo trozo de madera. De tal suerte se escondieron y borraron, que se las olvidó, y únicamente como término de comparación salían a relucir. «Mujer, desecha ese vestido, o regálaselo a las Cutres», decían los maridos a sus esposas, cuando prolongaban con exceso la vida de un trapo. «Este sofá ya hay que mandárselo a las Cutres para su salón...». «Eres más cicatero que las Cutres...». En el mercado -el pueblo detesta la avaricia-, las vendedoras escupían al nombrar a las Cutres. Corría la voz de que ya tenían reunidos millones. Y, a los veinticinco años de morir su madre, no faltó quien emitiese la opinión de que debían de ser «un buen partido».

Yo no peco de bien pensado, antes me inclino a atribuir móviles mezquinos a las acciones humanas... Pues explíquelo quien pueda: un día en que oí arrastrar por el lodo del desprecio a las Cutres, sin darme cuenta del porqué, me puse a defenderlas, y, sostuve, ante el escandalizado auditorio, que sin duda una avaricia tan exaltada e incomprensible, ejercida en igual grado por tres mujeres, debía de tener alguna razón oculta, obedecer a un secreto de la vida, de esos que no se pueden explicar a la multitud, y que justifican los hechos ante la conciencia. Declaró que al hablar así no poseía ni el menor dato en qué fundar mis suposiciones, y que todo el mundo se burló de mi fantasía novelesca, y me declaró apto para componer folletines de los que entretienen a las porteras y quitan el sueño a los dependientes de ultramarinos. Y fue un golpe de efecto, que asentó mi crédito, el ver llegar, a los pocos días, muebles de cierta elegancia para casa de las Cutres; el ver que se hicieron en ella obras de reparación y comodidad, y el ver, ¡oh maravilla!, que las Cutres mismas salían a la calle con decoroso atavío, sabiéndose que habían tomado una doncella y una cocinera. ¡Se mueren! ¡Que avisen a la parroquia! ¡Están de peligro!

El enigma se aclaró en breve... Un arrogante y guapo mozo se instaló en la casa, y al hablar de él, las hermanas dijeron «nuestro sobrino», pero la maledicencia sugirió «¡su hijo!». ¿Hijo de cuál de las tres? A ninguna se le había conocido trapicheo, desliz, resbalón... ¡Bah! Los maldicientes no se paran en eso... Siempre los resbalones quedan ocultos. Y si no, ¿dónde estaban los verdaderos padres de aquel gentil muchacho? No era posible averiguarlo, ni entre la parentela de las Cutres no se conocía a nadie que lo pudiese ser. No, era un tapadijo, un hurtado. ¡Allí había gatuperio!

Y ellas casi no lo negaban. No se le hacen a un sobrino los halagos, los mimos que hacían a aquel aparecido, procedente de una ciudad universitaria, donde había estudiado su carrera y vivido hasta el día, sostenido por una pensión que le pasaban unas señoras... ¡Ya se comprende quiénes! El muchacho lo confesaba; no conocía a sus padres... Pero era tan simpático, tan amigo de divertirse, tan perdidillo, que se ganó las voluntades sin tardanza, y toda la odiosidad concentrada en sus tías fue cariño e indulgencia para él. La fortuna reunida por las Cutres le proporcionó pronto una esposa bella y buena, de las mejores señoritas del pueblo, que no hizo reparo en el nacimiento del novio. Las Cutres, por donación, le aseguraron casi toda su hacienda, pues la familia de la novia únicamente consintió en la boda a este precio. Y las solteronas, dejando al matrimonio nuevo en la casa, arreglada y bien alhajada, se retiraron al campo, donde vivieron con igual economía que antes.

Sólo yo adiviné... El pensar bien es a veces una venda; otras puede ser un faro. La luz de piedad que había penetrado en mi corazón lo iluminó y lo guió en el obscuro sendero de aquella historia. ¡Las Cutres habían salvado, a costa de la propia, la honra de su madre! Aquellas tres mujeres feas y sacrificadas ya en vida de la que les dio el ser, siguieron sacrificándose, que en achaque de sacrificio todo es empezar, y para el hermano practicaron aquella noble avaricia, aquella santa miseria. Entregaron su cuerpo a las privaciones, su honra a las lenguas, su mocedad a un ascetismo risible, menospreciado..., y cumplieron la palabra dada a una moribunda de salvar un honor y hacer dichoso a un hombre. Y cuando paso por delante de la tapia de la casita donde vegetan las tres valientes, me descubro.