Las cuitas de Werther/Libro primero

LAS CUITAS DE WERTHER

LIBRO PRIMERO

4 de mayo de 1771.

¡Qué bien hallado estoy con mi ausencia! Amigo del alma, ¿qué viene a ser el corazón del hombre? ¡Dejarte amándote tantisimo, profesándome tu inseparable, y estar bien hallado!... Sé que me lo perdonas. ¿No fueron todos mis demás enlaces como entresacados a mano por el destino, para traspasar un pecho como el mio? ¡Ay de Leonor! Pero yo fuí inculpable con la desventurada. ¿Cabia en mi el hacerme cargo de que, mientras los primores altivos de su hermana me franqueaban un deporte placentero, labraba en su cuitado corazón tales pesares? Sin embargo, soy en realidad tan inocente? ¿No estuve dando pábulo a su sensibilidad? ¿Y no he sido yo el fomentador de aquellos naturalisimos arranques, con los que, aun siendo tan ajenos de chanzoneta, solía movernos a risa? ¿No he sido yo?... ¿Y quien es el hombre que se lamenta de si mismo? Voy a enmendarme, y ya no más he de andar paladeando y rumiando los sinsabores que nos depara el destino, como hasta ahora lo he estado haciendo; voy a disfrutar lo presente, y lo pasado, pasado. En verdad que tienes mil razones, mi querido; los quebrantos se aliviarian para los hombres... Dios sabrá allá por qué los hizo de tal encarnadura... si no dedicasen con tanto ahinco su fantasía a recapacitar desdichas ya pasadas, más bien que a avenirse con una actualidad tolerable.

Tendrás a bien manifestar a mi madre que su encargo queda ventajosamente desempeñado, como se lo noticiaré en breve. Hablé a la tia, que no es, ni por asomo, tan desencajada como nos habían pintado. Es una señora vivaracha y vehemente, pero de sanisimas entrañas. Expliquéle la desazón de mi madre acerca de la retención de su parte de herencia. Expúsome sus motivos, fundamentos y contratos, bajo los cuales se hallaba pronta a desprenderse de cuanto apetecíamos, y algún tantillo más. En suma: no me internaré en pormenores, y baste decir a mi madre que todo quedará corriente; y en este asuntillo, amigo del alma, acabo de palpar de nuevo que la desidia y las trabacuentas ocasionan en el mundo más desconciertos, que el antojo y la maldad. A lo menos, estos dos causantes no menudean tanto.

Por lo demás, me hallo en mis glorias. La soledad es el bálsamo eficacisimo en estos sitios elíseos, y la actual estación de la juventud, enardece y cuaja mi pecho palpitante. Cada árbol, cada mata es un ramillete, y quienquiera se trocara en mariposa, a trueque de revolotear por un piélago oloroso y de empaparse en aromas, por alimento.

El pueblo queda desairado, contrapuesto a sus contornos, que atesoran el sumo embeleso de la naturaleza. A impulso de su amenidad, el conde de M..colocó su jardín sobre uno de los oteros que con primorosa variedad se entroncan y van abrazando hermosísimos vallecillos. Su planta es sencillisima, y al primer asomo, se echa de ver que no fué un jardiuero cientifico, sino un corazón sensible su inventor, para gozarse en él a sus anchuras. He derramado ya a redobles mis lágrimas al fallecido, en el desmoronado cenador, su sitio predilecto y el mio. Llevo camino de campear luego, a fuer de dueño, por sus enramadas; estoy bien quisto hace sólo dos días con el jardinero, y a fe que no ha de estar malhallado con mi intimidad.

10 de mayo.

Una bonanza asombrosa embarga todo mi espiritu, idéntica con la madrugada apacible de primavera, que paladeo hasta lo último de mis entrañas. Aquí solito me voy recreando con mi existencia, por sitios criados de intento para almas como la mia. Me hallo, mi siempre querido, tan venturoso, tan de extremo a extremo sumido en el regazo de mi plácido sosiego, que desfallece mi arte en tan sumo abandono. Nada he acertado aún a dibujar, ni siquiera una pincelada, y, sin embargo, jamás he venido a ser pintor tan grande como en este momento. Cuando la galana vega me incien a, y el sol encumbrado baña el haz de la lobreguez impenetrable de mis arboledas, y tan sólo algún penado destello llega a calar hasta el santuario, entonces me tiendo por el mullido césped, junto al arroyuelo despeñado, y en la inmediación al suelo, millares de yerbezuelas se me hacen reparables; cuando percibo de cerca en mi pecho, ei torbellino de un mundo en miniatura, y entre los tallos, innumerables e inapeables hechuras de gusanillos y de mosquituelos, y me encarna la presencia del Todopoderoso que nos crió a su semejanza, con el ambiente del amor mismo, cuya perpetua oleada es todo holganza y alimento para nosotros... ¡Ay amigo!, cuando luego anochece para mis ojos, y tierra y cielo se agolpan allå sobre mi espiritu como la imagen del dueño idolatrado, entonces me echo menos a mi mismo, y recapacito: «¡Ah!, si acertases a expresar cumplidamente, si pudieses reanimar sobre el papel cuanto vive y arde en toda tu esencia, para que allí se espejase toda tu alma, como ésta se espeja en el sumo Criador!...» ¡Ay amigo!... Pero me ataja el desengaño, y rindo al poderio de todo un numen tanto embeleso.

12 de mayo.

Ignoro si espiritus hechiceros se andan solazando por estos sitios, o si mi acalorada y sobrehumana fantasia es la pobladora que, desde sus intimos senos, brota en derredor paraisos. Tengo aqui delante un manantial, y manantial es donde resido, como Melusina con sus hermanas. Allí se explaya una loma en declive, y se arquea luego una enramada con más de veinte tramos bañados por la corriente cristalina que mana entre mármoles. La paredilla que cerca el recinto, los grandiosos árboles que entoldan en torno, la frescura del sitio; todo este conjunto embelesa a un tiempo y desconsuela. Siéntome alli todos los días por espacio de una hora. Las muchachas del pueblo acuden por agua; quehacer tan inocente como indispensable, que en lo antiguo solían desempeñar infantas. Asáltanme sentado intensísimos recuerdos patriarcales, con aquello de que los mayores en las fuentes entablaban sus enlaces y festejos, y que por las fuentes y manantiales revolotean espiritus cariñosos. No habrå por cierto quien, tras el angustioso ejercicio del estio, se haya recreado con el fresco de una fuentecilla, y no se empape en idénticos pensamientos.

13 de mayo.

Preguntasme si me devolverás los libritos... Amor mío, déjame en paz, por Dios Santo. No más arrobos, impetus ni acaloramientos, harto hierve de suyo mi corazón; arrullos quiero, y los hallo que rebosan en mi Homero. ¡Cuánto no halaga y adormece los arrebatos de mi sangre! Pues no has visto corazón más desigual, más alborotado que el mío. ¡Ay querido! ¿Necesitas que te lo noticie, a ti que cargaste y recargaste con el peso de explayarme en mis desconsuelos, y me has visto ir a parar de una melancolia halagüeña a congojas mortales? Haz cuenta que mi corazón es un niño enfermizo a quien hay que satisfacer todas sus voluntariedades. Callémoslo, porque hay gentes que harian caudal para zaherirme.

15 de mayo.

La gentecilla infima del pueblo me va conociendo, se encariña conmigo, y más los niños. Cuando, al principio, me les arrimaba para hacerles tal cual preguntilla amistosamente, se maliciaban algunos que trataba de mofarme, y se me desviaban desatentísimamente. No me enojaba por eso, haciéndome cargo con ahinco de lo que tengo muy reparado, a saber, que los sujetos de cierta jerarquia se soslayan con despego de la gente plebeya, teniendo a mengua su roce, al paso que los frivolos o majaderos se suelen hacer encontradizos para descollar y asaetar más y más con sus quijotadas a los desvalidos.

Me hago cargo de que ni somos iguales, ni podemos serlo; pero doy por sentado que quien conceptúa necesario alejarse de la plebe para lograr acatamientos es no menos reprensible que un cobarde, quien se retrae de un contrario, por zozobra de quedar avasallado.

Ha poco estuve en la fuente, y me encontré con una criada, que, puesto su cántaro en el infimo escalón, se desojaba en busca de alguna compañerilla que le ayudase a encaramarlo sobre su cabeza; acudi allá diciéndole: «¿Gusta usted que le ayude, muchacha?» Sonrojóse toda y exclamó: «No, por Dios, caballero.» «Con mil amores»—le repliqué—. Alzó su vasija, ayudéla, me dió las gracias, y marchose.

17 de mayo.

Cuento con toda especie de conocidos, con ningún compañero. No caigo en cuál puede ser mi género de atractivo para con los hombres; acuden a mi tantos y están todos tan pendientes de mí, que me apura no poder ir con ellos mucho rato. Cuando me preguntas cómo son aqui las gentes, no puedo menos de responderte que al par de dondequiera. Asoma siempre cierta uniformidad en el linaje humano. Los más se afanan la mayor parte del tiempo para vivir; y aquella porción de ensanche que les cupo, se desalan tras todos los medios asequibles para malograrla. ¡Tal es el signo del hombre!

La gente es llana y corriente. Cuando a veces me desentiendo de mí mismo, disfruto las holganzas que todavía se reservan los hombres, y en una mesa aseada se chancean sin rebozo ni zozobra, disponen oportuna y acertadamente un dia de campo, un bailecillo u otro desahogo semejante, me prueba todo a las mil maravillas; pero tengo que ir encubriendo otros registros que se mutilizan y enmohecen con su ningún ejercicio. ¡Ay cómo esta opresión ahoga las entrañas! Y todavía nuestra suerte es vivir siempre mal avenidos.

¡Ah, la intima de mis mocedades feneció! ¡Ah! ¿Por qué la he conocido?... Debiera decirme: «eres un mentecato, buscas lo que no has de hallar.»> Pero yo la he tratado, y hermanándome con aquel espíritu grandioso y descollante, en cuya presencia pareciame ser yo más de lo que era, por cuanto era todo lo que ser podía. ¡Dios mío! ¿Holgaba entonces una sola facultad de mi alma? ¿Con ella no me era obvio el desentrañar aquella sensibilidad asombrosa con que abarca mi pecho la naturaleza entera? ¿No era nuestro trato un entretejido perpetuo de arranques recónditos y de agudisimas aprensiones, cuyo temple tosco o selecto llevaba en sus extremos el sello del numen?... ¡Ah! ¡Me aventajaba en años, y se me anticipó al sepulcro! No la olvidaré, ni mucho menos su sólido tino y su sobrehumano sufrimiento.

Hace poco me encontré con un joven, B..., mozalbete desenvuelto, de aventajada estampa, recién desembarcado de la Academia, y aunque no se conceptúa ya sabio, se sobrepone, desde luego, en saber a los demás. Se estudió conmigo, según mi cuenta, y en suma está adelantadillo. Sabedor de que yo era dibujante y helenista (fenómenos ambos en el país), se vino para mí, y desembuchó a mares su erudición, desde Batteux a Wood, desde Piles a Winkelman, y me espeto que se había mamado muy por entero la primera parte de la Teoría de Sulzer, y que atesoraba un manuscrito de Heyne sobre el estudio del antiguo. Todo me pareció de perlas También se me ha deparado el trato del apoderado del príncipe, sujeto excelente, sano y naturalisimo. Cuentan que es una gloria el verle embullado con sus hijitos, que son hasta nueve, descollando entre todos sobremanera su niña mayor. Me ha brindado con su casa, y voy un día de éstos a visitarle. Habita como a legua y media de aquí, en la quinta o cazadero del principe, cuyo permiso ha obtenido, por cuanto la mansión en la ciudad y la mayordomia se le hace, después del fallecimiento de su consorte, dolorosísima.

Se tropieza también a cada paso con otros entes mohosos que son el mismo empalago, y sobre todo se hacen intolerables por sus agasajos.

Pásalo bien; la cartita no puede menos de halagarte el paladar, por ser toda histórica.

22 de mayo.

Que la vida humana se reduce a un sueño, es allá especie que se ha ofrecido a varios, y que yo traigo clavada en mis entrañas. Al ver el coto donde se encarcelan tantas facultades activas y desaladas del hombre; al ver el sumo ahinco con que se aferra en acudir a las urgencias atenidas únicamente a ir alargando nuestra lastimosa existencia, y luego que el logro de ciertos afanes viene a ser una soñada conformidad para ir salpicando con floridos matices y perspectivas voladoras la cerca que nos empareda... todo esto, Guillermo, me enmudece. Me interno en mí mismo, y hallo un mundo, todo corazonadas y lóbregos anhelos, sin facultades consistentes y ejecutivas. Todo entonces se bambolea ante mis potencias, y pára en fin, en risa, mi largo sueño.

En que los niños lo apetecen todo a ciegas están acordes dómines y palaciegos; pero que también los adultos, al par de los niños, van dando traspiés por este globo, sin saber de dónde vienen, adónde van, sin tino, y manejados con bizcochitos, merengues y palunetas, en esto nadie apenas cae; aunque en mi dictamen es de suyo tan de bulto y tan palpable...

Ya me estás diciendo, que precisamente los venturosos vienen a ser cuantos, así como los niños, se atienen al dia y vida, andan paseando su muñequilla, van y vienen, y con sumo acatamiento, colgados del cajón donde mamá guarda las golosinas, en saliendo con su intento, mascan a dos carrillos y claman por más... ¡Venturosos individuos, como también los que dan a sus fruslerias o arranques dictados positivos, y los pregonan como heroicidades dedicadas a la salud y prosperidad del género humano! Si es así, contento. Pero quien se hace cargo en su sosiego del raudal de los acontecimientos, y echa de ver con cuanto primor cada cual ensalza su huertecillo en paraiso, cómo se despereza el desventurado para gatear con su carga, y cuánto se afanan todos por gozar un instante más la luz del sol..aquél se dilata, se labra un mundo para sí, y se da por dichoso sólo con ser hombre. Mas, por emparedado que yazga, abriga siempre en sus entrañas el halagüeño arranque de su independencia, bajo el concepto de poder escalar la cárcel a su albedrio.

26 de mayo.

Sabes mi maña inveterada de establecerme en dondequiera, plantear en sitio adecuado mi choza y hospedarme alli en mi estrechez; y háseme deparado aqui un rinconcillo a medida de mi anhelo.

Como a una legua del pueblo se tiende una campiña llamada de Wahlheim (1). El asiento sobre una loma es peregrino, y en remontándose sobre el sendero de la quinta se otea de cuajo el valle. Una bondadosa huéspeda, placentera y lozana en medio de su edad, proporciona vino, cerveza y café; y ante todo hay dos tilos, cuyo extendido ramaje entolda la plazuela de la iglesia, cercada de casillas, pajares y corrales. En este sitio, cual en ninguno, vivo a mis solas y a mis anchuras, me hago traer asiento y mesa de la hostería, tomo mi café y me estoy leyendo mi Homero. La primera vez que en una hermosa siesta vine, por casualidad, a pasar a mis tilos, hallélos solitarios. El vecindario estaba en el campo; y un niño, como de cuatro años, sentadito en el suelo, tenia a otro de algún año y medio entre sus piernecillas, afianzándolo con ambos brazos contra su pecho, de modo que venia a servirle como de asiento, y fuera del despejo de sus miradas se mantenía inmóvil. Flechóme aquella vista, me acomodé sobre un arado que estaba al frente, y me dediqué con ahinco a dibujar el hermanal grupillo. Añadile una cerca, la puerta de una granja, una rueda de carro quebrado, que caia por la misma línea, y en el espacio de una hora me encontré con un dibujo arregladito y peregrino, sin el menor aumento de mi propio caudal. Me ratifiico en mi propósito de atenerme en lo sucesivo a la naturaleza pura. Infinita (1) Excusado es el que el lector se afane en busca del sitio, pues ha sido forzoso alterar los nombres hallados en el original.

es su riqueza, y ella sola es quien hace grande al artista. Explayense cuanto quieran sobre la ventaja de las reglas, que allá se va con las alabanzas de todo enlace social; quien rasguea a su albedrio no abortará lo estragado y mohoso; como el que se conforma con las leyes y el decoro no será un vecino incómodo ni un malvado odioso; por el contrario, las reglas, digan cuanto quieran, dan al través con los legitimos arranques y la acertada expresión de la naturaleza. Dirás que esto se pasa de raya; ciñámoslo, despampanemos el follaje de la vid, etc. Amigo de mis entrañas, ¿hemos de acudir a un símil?

Sucede aqui lo que con el amor. Un galán primerito, clavado en pos de una muchacha, rendido a toda hora, extrema sus alcances y atosiga sus potencias para estarle sin cesar evidenciando que es todo suyo. Asoma un don Severo, un empleado público, y le dice: «Caballerito, el amar es muy de hombres, pero aun amando se ha de ser hombre. Hay que repartir las horas, y las que sobren del trabajo dediquense placenteramente a la Clori. Ajustar sus cuentas, y del sobrante, ¿quién quita que se le hagan sus regalos, ya para sus cumpleaños, ya para sus días, etc...? Sigue el consejo; lábrase un mozo de provecho, y aun estimularia yo a un principe para que lo colocase en algún colegio. Pero... adiós cariño, y si es artista, voló su arte. ¡Ay amigo! ¿Por qué el numen escasea asi sus raudales, sus hervideros y el impetu arrollador de sus avenidas?... Querido mio, allá se apoltronan señorones por ambos ribadizos, cuyos pensiles, alfombras de tulipanes y praderas irian al través, si no acudiesen tempranito con espaldones y resguardos al amago del gran peligro.

27 de mayo.

Ya veo que, engolfado con mis vuelcos, símiles y declamaciones, se me trascordó el relatarte el paradero de los niños. Empapado todo en mi ejercicio pintoresco, cuyo pliego de ayer tienes ahí tan malparado, seguí en mi asiento del arado cumplidas dos horas. Hacia la tarde, una joven se abalanzó a los niños siempre inmóviles, con un cesto al brazo, voceando de lejos: <¡Buen muchacho, Felipe! Me saludó, le correspondi; levantéme, fuíme acercando, y le pregunté si los niños eran suyos. Respondióme que sí, alargando al mayorcillo un bollo, y besando al pequeñuelo con los extremos del cariño maternal. «Entregué—dijo—a mi Felipe esta criatura, y he ido con el mayor al pueblo, en busca de pan blanco, azúcar y una olla de tierra»; todo lo cual aparecía en el cesto, cuya cubierta se habia caido.

«Voy a cocer una sopita para la noche a mi Juanillo, el menorcito; el malvado del mayor me quebró ayer la olla peleándose con Felipe por un bollo.> Pregunté por el mayor, y no bien me había dicho que andaba por el prado tras un par de ánsares, cuando de un brinco se aparece él mismo, con una varilla de avellano para el segundo. Segui conversando con la mujer, y supe que era hija del maestro de niños, que su marido estaba en Suiza, tras la herencia de un primo. «Le han estado engañando —añadió—sin contestarle a ninguna de sus cartas, y, por tanto, ha tenido que acudir en persona. Ojalá no haya padecido algún tropiezo, pues me hallo sin noticias suyas.» Se me iba haciendo violento el desprenderme de su lado, di a cada niño una moneda, y aun para el pequeñuelo entregué también la suya a la madre, con el encargo de traerle un bollo cuando fuese al pueblo, y nos separamos.

Såbete, alma mía, que si no acierto a enfrenar los disparos de mis potencias, amaina al menos todo su alboroto al contemplar criaturas, cuyo bienaventurado sosiego se mece en el cerco estrecho que le cupo, se va sosteniendo de día en dia, y, presenciando la caida de la hoja, nada recapacita, sino que sobreviene el invierno.

Abundo ya por aquel sitio, y están los niños tan avezados conmigo, que, al tomar café, me piden azúcar, y, por la tarde, parten conmigo sus mantequillas y su cuajada. El domingo cuentan con mis monedas, y cuando no acudo sobre las visperas, la patrona hace mis veces.

Se franquean conmigo, me lo cuentan todo, y, en especial, me embelesan con sus arranques y sus desaliñados repentes de privanza, cuando se agolpan otros niños de la aldea.

No he tenido poco que hacer en desengañar a la madre de su aprensión de que pudieran desazonar al señor».

30 de mayo.

Cuanto dije últimamente acerca de la pintura, cuadra por puntos a la poesía. Basta alcanzar lo excelente, arrojarse a expresarlo, y, en verdad, ahi se cifra todo. Se me ha rodeado hoy un lance, cuya descripción vendría a ser un lindisimo idilio. Pero, ¿a qué es poesia, lance ni idilio? ¿Desmerecerá el asunto en rasguearlo naturalisimamente?

Si, tras este exordio, cuentas con encumbrados primores, te equivocas de medio a medio; todo se reduce a un campesino encariñado con estos extremos entrañables. No acertaré, como acostumbro, a referirlo a derechas, y tú supongo harás de las tuyas conceptuándome recargado. Se vuelve a tratar de Wahlheim; y siempre es Wahlheim, donde brotan estas preciosidades.

Hubo concurrencia a tomar café en los tilos, y como me congeniaba poco, me desvié con un pretexto.

Salió un mozo de la casa inmediata y se puso a habilitar el arado del dibujo. Me gustó su traza, entablamos coloquio, me informé de sus circunstancias, nos dimos pronto a conocer, y, como suele sucederme con los de su clase, quedamos corrientes.

Me refirio que estaba sirviendo a una viuda, y bien hallado en la casa. Me habló tan largamente de la dueña, y con tales alabanzas, que luego eché de ver que era todo suyo en cuerpo y alma. «No es ya joven—dijo—, ha vivido atropellada por su difunto y no quiere más desposorios. Y en su relación descollaba el atractivo y aun hermosura que todavia conservaba para él, cuanto anhelaba ser su marido, para hacerle borrar todo recuerdo de las demasias del anterior, que debiera yo repetirte por ápices sus expresiones, para retratarte al vivo el acendrado cariño y la pasión leal que se le estaba viendo. Con efecto, se requeriría estar dotado de esclarecido numen poético, para expresar el brio de su ademán, la melodía de su habla y el ardor entrañable que despedían sus intensísimas miradas. No pronunció en palabra alguna la ternura, que rebosaba en toda su estampa y expresión, y pobrea cuanto intento manifestarte. Me enterneció especialmente con su zozobra de que pudiera yo maliciar siniestramente algún proceder impropio con ella, y dudar de su leal desempeño. ¡Cómo me traspasaba al hablarme de su estampa y gallardia, en medio de carecer de lozanía juvenil, que le tenían prendado y rendido, en términos que sólo cabe recordar en mis intimas entrañas! Jamás vi tal raudal de disparados, fogosos e insaciables anhelos, en tal grado de pureza, y, añado, de pureza ni ideada ni soñada. No me zahieras si te manifiesto que el recuerdo de tanta inocencia y veracidad me enardece el alma toda, que la imagen de tanta lealtad y ternura me acosa sin cesar, y aun me caldea, me sofoca y me acongoja.

Voy en busca de la señora, quiero verla... Pero más bien, si estoy en mi acuerdo, voy a sortearla.

Más acertado será verla por los ojos del amante; quizá no se aparecerá tal a los mios, como ahora la estoy viendo. Y, ¿a qué fin ajar su imagen?

16 de junio.

¿Por qué no te escribo?, me estás preguntando, y deres del gremio erudito? Debieras adivinar que lo paso bien, y por cierto... En suma: acabo de entablar un conocimiento que se va encarnando por mis entrañas. Acabo... no acierto.

Para proceder por partes. cómo se ha rodeado el tropezar con este primor de los primores, es ardua empresa. Estoy en todas mis glorias, y, por tanto, soy un historiador torpisimo..

¡Un ångel!... ¡ay! cada cual apellida asi a su dueño del alma; no es lo que sucede? No alcanzo, sin embargo, a descifrarte cuán cabal es, y en qué y cómo; ello es que embargó todas mis potencias.

Tan sumamente sencilla y despejada, tan cariñňosa y tan formal, tan sosegada de temple, siendo la misma travesura y la propia actividad...

Un chapuz, un mamarracho, es lo que rasgueo; dictados campanudos que ni un asomo expresan.

Otro dia...; no, otro dia, no; ahora mismo te lo voy a referir. Si no lo hago ahora, no lo hago nunca. Acá para nosotros, desde que me he puesto a escribir, tres veces he tenido impulsos de soltar la pluma, mandar ensillar el caballo y dar por ahi mi carrera. Sin embargo, me juramenté desde la madrugada para no cabalgar, y, entretanto, me estoy pormomentos asomando para ver a qué altura está ya el sol.

No puedo conmigo; tengo que ir a ella. Al punto estoy de vuelta, Guillermo. Cenaré mi manteca y te escribiré. ¡Qué regalo es para mi alma el verla acaudillando los traviesos y donosos niños, sus ocho hermanillos!...

Si yo continuase asi. vendrias al fin a quedar tan enterado como al principio. Oye, pues, voy a violentarme explayándome en mis pormenores.

Ya te noticié cómo habia entablado trato con el apoderado S..., quien me instaba para visitarle en su ermita, o, más bien, en su reinecillo. Lo iba dilatando, y quizá no se realizara, a no haberme descubierto el acaso la preciosidad que atesoran estas apacibles campiñas.

Nuestros mozalbetes habian dispuesto en el campo un baile, a que asistí gustoso. Me brindé por pareja a una bondadosa, agraciada, pero sosísima señorita del país, y quedamos apalabrados en tomar yo un carruaje y acudir con mi bailarina y su tia, al paraje de la función, recibiendo al paso a Carlota S... «Va usted a conocer una linda señorita—me dijo la compañera—; tenemos que ir atravesando el bosque desmochado para llegar a la quinta.» «Sobre todo—dijo la tia—no hay que dejarse flechar.» «¿Y por qué?—dije—. Porque está apalabrada — me contestó—con un excelente sujeto que se halla de viaje para el arreglo de sus negocios, por haber muerto el padre. y tener que agenciarse un cuantioso establecimiento.» El aviso me pasó de largo.

Habría aún cuatro horas de sol, cuando llegamos a la puerta. El ambiente estaba bochornoso y las damas se explicaban con zozobra de tormenta, por los nubarrones pardos y lóbregos que se iban encastillando por los aires. Yo trampeaba sus temores, aparentando anuncios favorables, a pesar de mi corazonada de que iba a aguarse nuestro recreo.

Habiame yo apeado, cuando asomó a la puerta una muchacha pidiéndonos que nos aguardásemos un poquillo, pues la señorita Carlota venia al momento. Atravesé la entrada de la suntuosa casa, trepé por la graderia que luego se presenta, y, al asomar a la puerta, presencié el cuadro más primoroso que jamás había visto. En la antesala revoloteaban hasta seis niños de dos a once años en torno de una muchacha de linda estampa y de mediana estatura, vestida de blanco, sencillamente, con lazos rojizos en las mangas y al pecho. Tenia en la mano una hogaza morena, e iba cortando para los niños del derredor a cada cual su rebanada, a proporción de la edad y del apetito, tan cariñosamente, que todos le voceaban de corazón sus gracias, alargando todos sus manecitas en alto, hasta despacharles sus tajadas, y ufanos luego con su pitanza de cena, ya se iban brincando, ya los de temple más apacible llegando hasta la puerta del atrio para hacerse cargo de los forasteros y del carruaje donde se habia de ir Carlota. «Habrán ustedes de disimular—dijo ésta la mala obra que se les sigue tanto a usted como a las damas, de tenerlos ahi esperando. Además de las disposiciones y el arreglo de la casa en mi ausencia, se me había trascordado el reparto a los niños, quienes no quieren recibir el pan de su cena sino de mi mano. Contestéle con un cumplido cualquiera. Toda mi alma estaba clavada en su acento, su estampa, su porte, cuando pude rehacerme de mi sobrecogimiento, mientras corrió para su cuarto en busca de los guantes y del abanico. Los niños me miraban de reojo con cierto desvio, y me arrojé al menorcillo, que era lindisimo. Iba huyendo, al punto que asomó Carlota a la puerta y le dijo: «Luis, dale la mano al caballero primo.» Con esto el niño se despojó, y no pude menos de besarlo redobladamente, a pesar de sus desaseadas naricillas.

¡Primo!—exclamé—mientras le daba la mano, ¿me conceptúa usted acreedor a la dicha de ser su pariente? ¡Oh!—me contestó con una sonrisa traviesa—, nuestro primazgo es muy largo y tendido, y me daría lástima el que fuese usted de los menos allegados. Andando, dió a Sofia, su inmediata, niña como de once años, el encargo de estar a la mira de los niños y saludar al padre cuando volviese de su paseo a caballo. Amonestó a los niños que obedeciesen a Sofía como a ella misma, y así lo ofrecieron algunos expresamente. Pero una rubilla de seis años, toda entonadita, exclamó: «¡Conque no estarás, Carlota! Mejor nos hallamos contigo. Los dos mayorcillos se habian ya encaramado en el carruaje, y, a mis instancias, les permitió acompañarnos hasta el extremo del bosque, ofreciendo ellos no enredar y portarse con juicio.

Apenas estuvimos corrientes, las damas se cumplimentaron mutuamente sobre su porte, explayándose ante todo acerca de los sombreros, dando su pasada oportuna a los concurrentes, cuando Carlota mandó parar el coche para que se apeasen los hermanillos, quienes quisieron besarle de nuevo la mano, el mayor con sumo ahinco, siendo de unos quince años, y el menor con mucho arrebato y despejo. Saludólos y seguimos nuestra carrera.

Preguntóle la tía si habia despachado ya el librito que últimamente le había remitido. No por cierto—respondió Carlota—, porque no me gusta; así puede usted recogerlo, y a fe que el anterior allá se iba. Manifesté mi extrañeza, y le pregunté qué especie de libros eran, y me contestó (1)... Hallé tanto tino en cuanto dijo, y vi en cada palabra nuevos primores, nuevos destellos del alma que brota por su semblante, y que luego se fué complaciendo en explayarlos, hecha cargo de que yo los calaba por puntos.

Cuando yo era más niña—añadió—me desvivia por las novelas. Sabe Dios cómo estaba en mis glorias cuando los domingos, arrinconadita, me empapaba con toda el alma en las dichas o fracasos de una Juanita, o lo que fuere. Confieso que este género literario aun tiene para mí atractivo. Pero ya que escasee mi lectura, ha de ser de mi paladar; y aquel autor se me hace más apreciable, con el cual me hallo entre los míos, con los cuales sucede lo que conmigo, y cuya historia me es tan amena y entraňable como mi vida intima, en la cual, si no hallo un paraiso, es en suna un manantial de indecibles logros.> Me ahinqué en encubrir mi conmoción tras estas expresiones. El vaivén fué breve, pues la oi hablar con propiedad, y como de paso, del cura de Wake(1) Consideramos preciso el cercenar este paso, para no causar malos ratos a nadie; aunque, en suma, los autores no debieran hacer gran caudal del fallo de una niña aislada o de un hombrecillo novel.

field, de (1) ...; estuve fuera de mi, dije cuanto sabia, y entonces eché de ver que Carlota se encaraba con los demás, quienes todo el rato estuvieron con los ojos desencajados, como si no vinieran con nosotros. La tia me estuvo mirando, con un fruncimiento burlón, que no hacía hincapié conmigo.

Se rodeó la conversación del recreo del baile. Si esta afición es culpable—dijo Carlota—, confieso a ustedes que estoy loca por el baile; y cuando me encalabrino con alguna especie, me siento al piano, y en redoblando una contradanza, quedo corriente.> ¡Cómo, mientras hablaba, se estaba apacentando mi ánimo en sus negrisimos ojos! ¡Cómo sus encendidos labios y sus frescas y lozanas mejillas embargaban toda mi alma! Y ¡cómo, absorto en su discreción soberana, ni siquiera oia las voces con que las expresaba!... A bien que ya tienes antecedentes, porque te consta esta mi maña. En suma, me apeé del carruaje, como entre sueños, al llegar al sitio aplazado, y seguia tan dormido en medio de tanta brillantez, que apenas percibi el eco de la orquesta que desde la sala iluminada nos bajaba al encuentro.

Los dos caballeros, Audran y cierto N. N., eran las parejas de la tia y de Carlota; nos recibieron a la portezuela, cargaron con sus damas, y yo conduje la mia escalera arriba.

(1) Se han omitido aquí también los nombres de autores nacionales. Hicieran el caso que quisieran del concepto de Carlota, siempre les desazonaría el hallarlo en este sitio: y luego ninguna falta les hace este conocimientof Nos fuimos entreteniendo con minuetos; fui sacando una dama tras otra, y siempre las más zompas eran las más tardias en dar la mano y acabar la danza. Carlota y su pareja pusieron una contradanza, y ya te puedes figurar cuán de perlas me vino el tener yo que hacer frente con ella en el arran que. Hay que verla bailar. Ello es que todo su corazón y toda su alma están alli concentrados. Su cuerpo armónico, sin afán, sin estudio, como si fuese propiedad nacida y ajena de su noticia, campea y se desentiende en aquel punto de cuanto existe.

Pedile la segunda contradanza; me ofreció la tercera, y con el despejo y el donaire del mundo me manifestó que bailaria, con mil amores, una alemanda. «Es aquí estilo, añadió, que cada pareja sigue inseparable para la alemanda, y como mi compañero no acierta a valsar, me agradece el que le descargue de este empeño; la pareja de usted, ni sabe, ni puede tampoco, y he visto en la contradanza que usted valsa maestramente; si usted quiere acompañarme en la alemanda, puede usted ir a recabarlo de mi pareja, que yo haré otro tanto con la de usted». Le di la mano, y quedó arreglado que su pareja se dedicase a divertir a la mia.

Salimos, y nos estuvimos un rato entreteniendo con redoblados enlaces y desenlaces de brazos. ¡Con qué primor! ¡Con qué agilidad se movia! Nos abalanzamos a valsar, y como al pronto el cerco era desahogado, nos explayamos con ensanche; pero luego, habiéndose estrechado, nos dimos un enconWERTHER troncillo de traspiés. Nos fuimos ajuiciando y amainando con nuestra furia: y como los torpes iban franqueando el recinto, entramos de nuevo, y nos arrebatamos con otra pareja, Audran y su compañera. Nunca fui tan al vuelo ni tan cabal... Dejé de ser hombre. Tener en mis brazos beldad tan peregrina, girar con la rapidez de un torbellino, que arrebata cuanto le rodea y... Guillermo, a fe de mi pundonor, llegué a jurar que una idolatrada mia no valsaria sino conmigo. y a medida de mi albedrio...

Ya me entiendes.

Dimos algunas vueltas por la sala para desfogarnos. Sentose, y las naranjas que traje conmigo, y eran ya las únicas y postreras, surtieron un efecto asombroso; pero cada cachito que madama, por atención, iba repartiendo a sus descomedidas vecinas, era un puñal que me traspasaba las entrañas.

En la tercera contradanza fuimos la segunda pareja. Mientras las corriamos todas, y Dios sabe con cuán sumo embeleso, me colgaba de sus brazos y de sus ojos, como que era para mi la gloria de las glorias, una dama interesante por la traza, aunque ya fuera de su florida lozanía, miraba sonriéndose a Carlota, y enarbolando un dedillo amenazadorentono por dos veces el nombre de Alberto, allá al paso, y con cierto retintin.

Y ¿quién es ese Alberto—dije a Carlota—, si es que no raya la preguntilla en desacato?»—Iba a contestarme, cuando tuvimos que desviarnos para la cadena, y al encararnos de nuevo, se me figuró que asomaba alguna cavilación en su semblante.

1 «Nada de embustes—me contestó—al darle la mano para hacer el paseo—; Alberto es un honradísimo sujeto, con quien estoy nada menos que apalabrada.» No me pudo coger de nuevo la especie, pues me la habian noticiado las compañeras en el camino, y sin embargo, me sobrecogió sobremanera; por cuanto en mi embeleso de aquel rato se me habia trascordado de todo punto el aviso. En suma, me trastorné; y ya fuera de tino, me embrollé con la pareja zompa, que a ciegas se disparaba de arriba y abajo, y se requirió toda la frescura de Carlota para entonarnos con sus empujes y tirones.

En medio del bailoteo, las llamaradas que centelleaban en la lejanía, relampaguearon encima con redobles, y los truenos retumbaron sobre la orquesta, a pesar de todos mis anuncios. Tres señoras, con sus caballeros, se nos habían desertado; siguióse un desconcierto general, y enmudeció la orquesta. Es muy natural que todo fracaso, acaecido en medio de un regocijo, nos encarne más que en otras circunstancias; ya por la contraposición que tan intensamente nos lastima, o ya, principalmente, porque nuestra sensibilidad, desenvuelta y patente, se impresiona más al vivo con las novedades. A esta causa atribuyo cuantos aspavientos extremaron las más de nuestras damas. La menos asombradiza se arrinconó, de espaldas a la ventana, tapándose los oidos; otra se arrodilló, ante cualquiera, para encubrir su cabeza con las faldas. Otra tercera, se embutia entre dos compañeritas y las abrazaba, hecha un mar de lágrimas. Unas querían volver a casa; otras, todavía más fuera de si, ni aun conservaban entereza para rechazar la travesura de nuestros perillanes, que acudian ansiosos a los labios de las hermosuras angustiadas, para coger las plegarias que estaban exhalando al cielo. Algunos de los caballeros se marcharon abajo para fumar la pipa a sus anchuras, y a los demás nada se les ofrecía, cuando la huéspeda tuvo la acertada ocurrencia de encaminarnos a una estancia con ventanas y persianas. No bien habiamos entrado, cuando Carlota fué formando un cerco de sillas, y habiéndose todos sentado a su instancia, entabló un juego.

Fui reparando a varias que, al eco de una prendecilla chabacana, fruncían ya sus labios, y como se desperezaban, jugamos por números—dijo la jefa—¡atención!—Sigo el cerco de derecha a izquierda, y todos han de ir contando, cada cual según el número que le quepa, hasta mil, con el bien entendido, que quien vacile o se equivoque, lleva un sopapo. Todos nos pusimos alerta, y fué dando vueltas al circulo con los brazos abiertos. El primero, por supuesto, era uno; el segundo, dos; el tercero, tres, y así de los demás. Empezó luego la función; apresurándose más y más por puntos... Se descuidaba uno, zás, bofetón; grandes risadas; al siguiente, zás, y siempre redoblando. También a mí me cupo mi par de sopapos, y allá, en mis adentros, me sirvió de complacencia el reparar que me habia descargado más recio que a los demás. Una carcajada y alboroto general acabó con el juego, antes que se acabalase el millar. Los intimos se fueron de nuevo emparejando; habia abonanzado el temporal, yo me volví tras Carlota a la sala. Dijome en el camino: «Con el revesillo, fué a volar para usted tormenta y todo. No acerté a contestarle. «Yo eracontinuó—la más despavorida, y traté de mostrarme animosa, para infundir aliento a los demás, y apropiármelo también.»>—Nos asomamos; tronaba en la lejania, y una lluvia magnifica resonaba por la campiña, mientras un aroma vivificante cuajaba con precioso temple el ambiente. Con la mano en la mejilla, tendia Carlota sus miradas por el horizonte y por el firmamento, parando últimamente eu mi. Vi sus ojos llorosos, puso su mano sobre la mia, y exclamó: ¡Klopstock!» Recordé al punto la grandiosa oda que la embargaba. y mis impulsos se armaron con el raudal que su espiritu volcaba sobre el mio:

y, sin poder resistirlo, me incliné sobre su mano, y se la besé, entre lágrimas de alborozo. Le clavé de nuevo la vista... ¡Prenda del alma, si vieses cómo te endiosabas en estas miradas! ¡Así no oyese yo a nadie profanar ya tu augusto nombre!

19 de junio.

No sé adónde llegaba con mi relación; lo que si tengo muy presente es que me acosté a las dos de la madrugada, y que si en vez de escribir, te lo chacharease de viva voz, quizá durara la relación hasta entrado el dia.

No te he referido, ni estoy muy para ello, la retirada del baile.

El amanecer fué magnífico. Gotea'.. el bosque, la campiña exhalaba fresco, y las compañeritas se iban adormeciendo. Preguntôme Carlota si quería yo también dormir, que por ella no me preocupase. «Mientras vea esos ojos abiertos—le contesté mirándola con ahinco—no hay peligro de modorra.»—Nos apeamos entrambos hasta la misma puerta, donde acudió, quedito, su muchacha, y le informó, por sus preguntas, que padre y niños seguían sin novedad, durmiendo todavía. Al dejarla, le supliqué me permitiese' visitarla aquel mismo día; quedó conforme, y estoy de vuelta. Desde entonces, ya pueden el sol, la luna y los astros, desempeñar apaciblemente su giro, yo no sé si es de día o de noche, y el universo entero se sumió en derredor de mi.

21 de junio.

Estoy viviendo días tan dichosos, como los que reparte el Altísimo a sus bienaventurados; y sucédame lo que quiera, no seré yo quien diga que no he disfrutado los logros, los más acendrados logros de la vida... Ya sabes, mi Wahlheim; de allí media menos de una horita hasta Carlota; alli me gozo conmigo mismo, y paladeo cuanta dicha cabe en el hombre.

¡Quién soñara, al recoger Wahlheim por término de mis paseos, que estuviese tan inmediato a mi cielo! ¡Cuántas veces he visto la quinta, ahora centro de todos mis anhelos, allá en mis lejanas andanzas, ya desde una cumbre, ya desde la vega por allende el río!

Amiguisimo Guillermo, no ceso de recapacitar ese afán de los hombres por esparcirse y vagar en pos P 39 de nuevos descubrimientos, y al mismo tiempo ese intimo impulso de ceñirse gustosamente a su coto, atenerse al carril de la costumbre, y arrostrar a diestro y siniestro las ocurrencias.

Es asombroso: venir aqui, otear desde la montañuela esa amenisima vega' que en torno me embelesaba... allá la arboleda... ¡Ah, si pudieras emboscarte por sus sombras!... Acullá el picacho de la sierra... ¡Ah, si pudieras tú señorear desde allí la anchurosa campiña.. el entronque de las eminencias y los encajonados valles!... ¡Asi pudiera trasponerme por ellos!... Apresuréme, volvi, y eché de menos cuanto anhelaba. Sucede con la distancia lo que con el porvenir. Un conjunto enmarañado se explaya ante nuestra alma, las potencias se ofuscan como la vista, y nos abalanzamos con todo nuestro ser, con el sumo alborozo de disfrutar colmadamente un solo, grandioso y sobrehumano enamoramiento.

Pero ¡ay! cuando allá nos arrojamos, y que el aculláse vuelve aquí, el paradero viene a ser lo anterior, quedamos en nuestro desamparo y estrechez, y nuestro espiritu sediento se desala tras el alivio.

El más azogado vagabundo suspira al fin por su patria, y halla en una chocilla, en el regazo de su esposa, en el cerco de sus niños y en los quehaceres caseros, aquel júbilo que anduvo buscando en balde por el anchuroso mundo.

Al madrugar, con el sol tras mi Wahlheim, entro en el huerto, cojo por mi mano los guisantes, me siento, los desgrano, y entre medias voy leyendo a mi Homero; cuando luego voy a la cocinita, escojo mi puchero, deslio la manteca, avivo y surto la lumbre, y, si se ofrece, rajo mis astillas; entonces me impresiono hasta lo sumo de los denodados novios de Penélope, todos afanados en matar, descuartizar y asar bueyes y cerdos. Nada embarga mi sensibilidad en tanto y tan apacible grado, como los rasgos de la vida patriarcal, que yo, a Dios gracias, no aparento, sino que traigo de mio.

Bien haya mi pecho que acierta a paladear los deleites sencillos e inocentes del hombre, que pone un repollo en su mesa criado por su mano, y no sólo disfruta la berza, sino también el día apacible, la ma—drugada preciosa en que la plantó, la despejada tarde en que la regó, el gozo de estar viendo sus gallardos medros, todo en un idéntico momento.

29 de junio.

Anteayer vino el médico de la ciudad a casa del Apoderado, y me encontró sentado en el suelo con los hermanillos de Carlota, que gateaban unos al derredor, otros me pellizcaban, otros, a mis cosquiIlas movian grandisima bulla. El doctor, que es allá un estafermo muy entonado, que acude a los pliegues de sus vueltas y se está aliñando su interminable pechera, graduó todo esto de indecoroso para un sujeto de modales, y lo desaprobó con sus fruncimientos. Desentendime, dejándole desempenar sus formalísimos asuntos, y repuse a los niños sus castillejos de naipes que habían desbaratado.

Luego anduvo por el pueblo chismeando que los chiquillos del Apoderado estaban de suyo harto mal criados, y que Werther los acababa de rematar.

Cuenta, querido Guillermo, que los niños son mis intimos allegados sobre la tierra. Cuando los estoy mirando, y entre medias de sus cosillas, se me transparentan los arranques de todas las prendas y facultades, que indispensablemente han de venir luego a ejercitar; cuando hasta en sus antojos diviso el tesón y solidez de sus pechos, en su despejo la jovialidad placentera para sortear contingencias en los tropiezos del mundo, y todo tan intacto y tan cabal... siempre, siempre me recalco sobre aquel dicho de oro del Maestro de la humanidad: Mientras no vengáis a ser como éstos... Ahora bien: querido del alma, a estos que son nuestros semejantes, y que debiéramos mirar como nuestra norma, los tratamos como vasallos. No deben tener voluntad... ¿Y qué?

¿No la tenemos nosotros? ¿Y en qué estriba esta regalia? En que tenemos más años y miramientos...

Aquí de Dios y del cielo; tú eres un niño adulto, o tierno, y nada más; cuanto alcanzo a deleitarle lo tiene ya experimentado tu muchacho. Pero si no se le cree, ni se le escucha... Esto sí que es antiguo: el amoldar el niño sobre sí mismo, y... Adiós, Guillermo, no estoy para bodoquear más sobre el asunto.

1.° de julio.

Que Carlota ha de şer un consuelo para un enfermo, lo percibo yo acá en mi cuitado corazón, el cual adolece, más que muchos tendidos y exánimes en sus lechos. Tiene que venir por algunos días al pueblo, para acompañar a una señora muy cabal, que, según dictamen de los facultativos, está muy al extremo, y quiere por despedida tener consigo a Carlota. Fuí la semana pasada con ella a visitar al cura de St..., sitio a media hora sobre la falda de la sierra. Llegamos hacia las cuatro. Carlota quiso llevar consigo a su segunda hermanita. Al llegar a la entrada, bajo el toldo de los grandiosos nogales, estaba el buen anciano sentado en un poyo a su puerta, y al ver a Carlota se vivificó, olvidó su báculo, se envalentonó y le salió al encuentro. Corrió Carlota a él, le precisó a volver al sitio, sentósé a su lado, le dió miles de saludos del padre, abrazó su asquerosillo mozuelo, el curandero de su vejez, y alli la hubieras visto cómo se afanaba con el anciano, cómo esforzaba la voz para hacerla más halagüeña a su sordera, cómo le habló de jóvenes lozanos, que habian fallecido impensadamente, de la excelencia de las aguas de Carlsbad, y de su acertada determinación de tomarlas el verano próximo, y más que le hallaba mejor entonado respecto de la vez anterior. Entretanto, acudi a rendir mi cacho de obsequio a madama, la consorte. El anciano se fué despabilando, y por cuanto no pude menos de celebrarle los nogales que nos entoldaban, se puso a historiarlos, aunque con algunos tropiezos. «El antiguo—dijo—, no consta quién fué el plantador; suponiendo unos que este cura, y otros que aquél; e joven ese, es contemporáneo de mi esposa, que cumple por octubre sus cincuenta. Su padre lo plantó en la madrugada del dia en que nació por la tarde.

Fué mi antecesor, y no hay que decir cuán apasionado era del árbol, no siéndolo yo menos. Mi mujer estaba sentada en una viga, haciendo media, hace veintisiete años, cuando asomé por la primera vez a esta entrada como un pobre estudiante.» Preguntó Carlota por su hija, y dijeron que había ido con el señor Schmidt a trabajar en los prados altos, y el anciano continuó su relación, y paró en que se había granjeado la privanza de su antecesor, y, por supuesto, de la hija, siendo al pronto su regente y luego sucesor. No bien acabada la historia, se apareció la muchacha de casa con el señor Schmidt, por el huerto. Saludó con entrañable expresión a Carlota, y, en verdad, que no me desagradó; morenita, vivaracha y bien formada, con quien pudiera un hombre estar bien hallado en la campiña. Su amante (pues con asomos de tal se mostraba el señor Schmidt), ladino, aunque sosegado, por más que le brindó Carlota, no quiso terciar en nuestra conversación. Lo que más me desazonó fué que por sus facciones vine a rastrear que su desvio procedía más bien de engreimiento y de adustez, que de limitación de alcances. Por desgracia, se echó luego de ver a las claras, pues yendo de paseo al par de su novia, con Carlota, y, por supuesto, conmigo, su semblante pardusco se enlobregueció en términos, que llegó el caso de que Carlota me pellizcase el brazo para insinuarme qué chanceaba demasiado con su dama. Y a fe que nada me destempla tanto como el que dos se estén asaeteando, cuando los mozos, en la lozanía de su vida, que deben estar dispuestos para todo alborozo, anublando con chocarrerías sus escasos logros, y es ya muy tarde cuando lleguen a hacerse cargo de la monstruosidad de sus demasías. Me acaloré, y no pude menos, cuando a la vuelta, por la tarde, tomamos en la entrada un platito de leche en la misma mesa, de asir el hilo y explayarme muy de veras contra el mal humor. «Nos estamos lamentando— empecé—de que escasean los días apacibles y sobran los infaustos, a mi parecer, sin fundamento. Si anduviésemos siempre con el temple de espiritu adecuado para disfrutar las finezas que el Señor nos depara, tendríamos al par el brio suficiente para sobrellevar los quebrantos que nos sobrevienen. Pero no está el temple en nuestra mano—contestó la huéspeda—; estamos muy pegados a la carne, y cuando ésta se halla lastimada, todo se destempla. —Debemos, pues—continué , considerarlo como una enfermedad, y preguntar si hay o no algún remedio. —Dicho se estáexclamó Carlota—; a lo menos yo opino que depende en gran parte de nosotros. Hablo por mi; cuando algo me punza y lleva camino de desazonarme, allá me arrojo, tarareo un par de contradanzas arriba y abajo, y corriente.—Cabalmente es eso lo que yo iba a decir le repliqué—. Sucede enteramente con el mal humor lo que con la pereza, y la hay de varias especies. Nuestra naturaleza propende a ella; pero si tenemos pujanza para envalentonarnos, la tarea cunde en las manos, y palpamos en el obrar una verdadera complacencia. La novia estaba atentisima, y su intimo me replicó: que el hombre no es dueño de sí mismo, ni mucho menos capaz de avasallar sus propios arranques. «Aqui se trata—insistí—de arranques desapacibles, a los que cada cual se goza en sobreponerse, y nadie sabe hasta dónde alcanzan sus brios, si no lo experimenta. Seguramente, el enfermo anda preguntando a todo facultativo, y se conforma con paladear la pócima más infernal, a trueque de recobrar su anheladasalud.» Adverti que el respetable anciano estaba con tanto oido ansiando terciar en nuestro coloquio, y esforcé la voz encarándome con él. «Se está predicando—dije—contra infinitos vicios, y no ha llegado a mi noticia de que le haya cabido también su descarga, desde el púlpito, al mal humor[1].—Eso corresponde—dijo—a los curas de la ciudad, pues el mal humor jamás tiene cabida con los campesinos.—

Alguna vez, sin embargo, no dejaría de ser provechoso, aunque no fuese más que por su consorte y el señor Apoderado. Todos, y especialmente él mismo, dispararon la carcajada, hasta que le asaltó la tos, y nos interrumpió el habla por un rato. Luego volvió a tomarla el novio: «Ustedes califican el mal humor de vicio; no es para tanto.—Mucho—le contesté—; pues aquello que daña a sí mismo y a sus inmediatos merece ese nombre. ¿No basta el que dejemos de favorecernos mutuamente, sino que hemos de ir a defraudarnos de aquella dicha que cada pecho puede a veces atesorar en sí mismo? Y a ver, ¿cuál es el sujeto tan comedido en su destemplanza, que se la reserve y la sobrelleve a solas, sin que trascienda a sus inmediatos? ¿Y no es más bien allá cierta desazón por nuestra propia indignidad, un menosprecio a sí mismo, que se da la mano con la envidia, aguijoneada por una vanidad frenética?

Estamos viendo hombres dichosos a quienes no proporcionamos dicha, y esto nos es intolerable.» Carlota se me sonrió porque echó de ver mis impetus, y alguna lágrima en los ojos de la novia me espoleó para seguir. ¡Ah de aquellos—dije—que echan el resto contra un corazón que dominan, para arrebatarle los sencillos logros que le brotan de suyo! Todos los regalos, todos los mimos del orbe, no equivalen a un momento de complacencia intima que nos acibara el descomedimiento envidioso de un tirano.> Mi pecho rebosaba en aquel punto, y el recuerdo de varios lances agolpándoseme a porfia, me asomó el llanto a los ojos.

«¡Si cada cual—exclamé— se dijera todos los días:

lo más que puedes hacer por tu amigo es dejarle disfrutar de su ventura y aumentarla compartiendo su goce! ¿Está en tu mano, cuando toda su alma yace traspasada de quebranto y yerta con el fracaso, embalsamarla con una gota de alivio?» Y cuando la postrera dolencia está acosando a la criatura despavorida, a quien ajaste sus floridos días, y que, postrada y desfallecida, alza sus ojos insensibles al cielo, con trasudores mortales, que demudan su frente macilenta, y, entretanto, junto a su lecho, estás como un reo con el entrañable quebranto de que a nada alcanza tu sumo ahinco, y la congoja te tiene aherrojado el corazón al verte imposibilitado de suministrar un adarme de alivio, una chispilla de aliento al moribundo...»

El recuerdo de este trance que presencié, se me apoderó de lleno con mis últimas palabras; acudi con el pañuelo a mis ojos, y me desvié de la cuadrilla, cuando la voz de Carlota que me grito: «¡Nos vamos!», me hizo volver en mi. ¡Cómo resonó en mi oido, acerca de mi acaloramiento para todo, y que adónde iría a parar con mi propensión, que debia reportarme! ¡Ay. qué ángel! Viviré por causa de ti...

6 de julio.

Sigue de enfermera de su amiga moribunda; siempre la misma, siempre la primorosa que está en todo, y que, dondequiera mire, alivia quebrantos y hace dichosos. Ayer tarde salió de paseo con Mariana y Magdalenita; lo supe, me hice encontradizo, y fuimos juntos. Tras un ejercicio como de hora y media, vinimos de vuelta al pueblo a parar a la fuente, para mí preciosa, y ahora más que preciosísima. Sentose Carlota en el poyo, y los demás permanecimos en pie, a su frente. Miré en derredor y ¡ay!, cuán al vivo se me representó el tiempo en que mi corazón yacia solitario. «Fuente del alma—dije—, desde entonces no me he empapado en tu frescura, y, en mis arrebatados tránsitos, ni una vez siquiera te he visto.» Miré hacia abajo, y vi a la niña subir muy afanada con un vasito de agua en la mano. Volvime a Carlota, y me latió el pecho con cuantos extremos de cariño le profeso. Llegó en esto el angelito con su vaso; intentó arrebatárselo Marianilla.

«No, no—exclamó la niña, con la expresión más entrañable—; no por cierto. Carlota ha de ser la primerita que beba.» Conmovióme en tanto grado el arranque y la naturalidad con que clamaba, que, sin acertar a dar otro vado a mis impulsos, levanté en alto a la niña, la besé desaladamente, de modo que se puso a chillar y llorar. «¡Que le hace usted daño!»> —dijo Carlota. Quedé traspasado. Ven Magdalenita continuó, asiéndola de la mano y bajándola al caño; lávate aqui al manantial fresquito, apriesa, apriesa, y voló todo. Mientras, estaba yo mirando con cuántas veras la pequeñuela, con sus manitas mojadas, se restregaba las mejillas, con qué fe se aferraba en que la fuente de las maravillas la desimpresionaba de toda impureza, y borraba el rastro de la odiosa barba; mientras Carlota le decia que era bastante, y la niña con mayor ahinco se lavaba y relavaba, como si lo mucho fuera más eficaz que lo poco, te protesto, Guillermo, que jamás asisti con mayor acatamiento a ningún bautizo... y apenas subió Carlota, con mil amores ine le arrodillara, como ante un Profeta, que acrisolaba de sus culpas a una nación entera.

Por la tarde, rebosando todo de complacencia, no pude menos de referir mi desacuerdo a uno que, por sus alcances, juzgaba yo atinado. Pero, ¡cuitadillo de mi! Me dijo que Carlota habia andado desacertada, pues no se debia dar tal enseñanza a los niños, que les imbuia en infinitos errores y vulgaridades, de que se les debiera preservar desde muy temprano. Recordé al punto que mi hombre habia bautizado a su hijo ocho días antes; no formé aprensión del caso, y dejé encarnar en mi corazón la máxima de que debemos proceder con los niños como el Altisimo con nosotros, a quienes nunca favorece con tanta dicha como cuando nos empapamos de bruces en el baño de la intima confianza.

8 de julio.

¡Cuán niño es el hombre! ¡Cómo se desala tras una mirada! ¡Cuán niño es el hombre!... Fuimos a Wahlheim; apeáronse las damas, y, durante el paseo, creí en los ojos negrisimos de Carlota... Soy un loco, perdónamelo; ¡si tú los vieras! ¡Aquellos ojos!

Abreviemos (porque me cierra los párpados el sueño); ello es que subieron las damas y quedamos en derredor del carruaje el joven W. Selstadt, Audran y yo. Hubo charla en la portezuela con los perillanes, que estuvieron joviales y templados en extremo. Yo a caza de los ojos de Carlota, que andaban de paso de uno en otro... y a mí, a mi..., que estaba todo embargado en ellos, no venian a parar.

Mi corazón le hizo mil despedidas, y ella ninguna.

Miré y remiré, y vi el tocado de Carlota contra la portezuela, y se inclinó para ir mirando... ¡Ay!

¿A mí?... ¡Amado mio! ¡Qué vaivén el de esta incertidumbre! Este es mi consuelo... Quizá me miraba a mi... ¡Quizá!... Buenas noches. ¡Qué niño soy!

WERTHER
10 de julio.

¡Si me vieras hacer el papel del bobo cuando me la nombran en tertulia! ¿Y cuando hay quien me viene con la preguntilla de si me gusta?... ¡Gustarme! Detesto de muerte semejante expresión. ¿Qué catadura de hombre será aquel a quien Carlota gusta, y no le arrebata de improviso sentidos y potencias? ¡Gustar! Hubo, no ha mucho, quien me preguntó si me gustaba Ossian.

11 de julio.

La señora M... va de mal a peor: ruego por su vida, a causa de mis padecimientos con Carlota. La veo tal cual vez en casa de mi amiga, y hoy me ha referido una novedad muy extraña. El anciano M..es un tacaño regañón e indecente, que ha tenido de por vida a su mujer en la mayor estrechez y tormento; pero ella ha sabido siempre amañarse. Hace pocos días que, desahuciada por el médico, llamó a su marido, y, en presencia de Carlota, le habló en · estos términos: «Tengo que manifestarte un negocio que pudiera, después de mi fallecimiento, ocasionar desazón y trastorno. Hasta aqui he manejado la casa con cuanto método y economia me ha sido dable; pero me habrás de disimular que te haya estado engañando de treinta años a esta parte. En la primera temporada de nuestro enlace me señalaste una suma para el costo de la mesa y otros gastos corrientes. Creció la servidumbre, se aumentaron las atenciones, y te negaste a ir acrecentando a proporción la cuota semanal; en fin, ya sabes que, en las temporadas más costosas, te empeñaste en que habia de redondear mi semana con siete florines.

Tomélos sin réplica, pero el desfalco se acabalaba con lo que iba agenciando de la caja, sin que nadie lo maliciase de la señora. Nada he malgastado, y sin hacerte esta confesión podria ir confiada ante la Divinidad, si no fuera porque pienso que, quien se encargue en lo sucesivo del manejo de la casa, no conseguirá salir adelante con lo que das, y podrías tú aferrarte en que, tu primera mujer, hacíalo sin dificultad.> Hablé con Carlota sobre el alucinamiento de los hombres, que jamás llegan a sospechar que ha de salir de otro fondo lo que sobrepuja a los siete florines, cuando están viendo que el gasto asciende a doble cantidad. Pero he conocido gentes que acertaron a poseer en su casa, sin la menor extrañeza, la alcuza perpetua del profeta.

13 de julio.

No, yo no me equivoco. Estoy leyendo en sus negros ojos su interés entrañable conmigo y con mi suerte. Percibo, y viva mi corazonada, que... allá me arrojo a poner por medianero el mismo cielo..que me corresponde.

Me quiere... y ¡cuánto me realzo a mis ojos!

¡Cuánto... te lo digo sia rebozo, puesto que eres atinado en la materia... cuánto me adoro a mí mismo desde que me corresponde!

Y esto es temeridad o percepción intima de la certidumbre?... No conozco sujeto que me cause zozobra en cuanto al pecho de Carlota; y, sin embargo..., en hablando de su novio, ¡con qué vehemencia, con cuánto cariño se expresa!... Héteme como uno a quien se despoja de timbres y honores, y luego se le desarma.

16 de julio.

¡Cuánto redoble corre por mis venas, cuando inadvertidamente mis dedos se rozan con los suyos, o nuestros pies se encuentran por debajo de la mesa!

Retirolos como de la lumbre, y un impulso intimo los empuja de nuevo para delante... tal es el vaivén de todas mis potencias... ¡Oh! Su inocencia, su alma angelical, no percik hasta qué punto me asaetean sus más mínimas finezas... Si tal vez hablando pone su mano sobre la mia y en la eficacia del coloquio se me acerca tanto que el aliento celestial de su boca alcanza a mis labios... me voy desmayando como acentelleado... Y, Guillermo, cuando ella se me confia, ¡aquel cielo, aquella intimidad!... Ya me entiendes. No; mi corazón no es de los encenagados... débil, débil de sobras... ¿Y esto no es ya corrupción?

Para mi ella es un sagrado. Todos mis impetus se postran a su presencia. A su lado no acierto a saber lo que me pasa, y es como si el alma se me fuese explayando por todos mis nervios...

¡Qué melodia cuando toca el piano con aquel espiritu angélico, tan sencillo como expresivo! Tiene un cantar predilecto que despeja todos mis quebrantos, desbarros y humoradas, desde el arranque del primer punto.

Nada se me hace ya inverosimil acerca del hechizo antiguo de la música, según el filechazo que me da la candorosa tonada. ¡Y cómo sabe acudir a ella en ocasiones que me descerrajaría un tiro en la sien!

Los duendes y lobregueces de mi alma se disipan, y mi aliento se desahoga.

18 de julio.

¿Qué supone, Guillermo, el mundo entero sin amor? Lo mismo que una linterna mágica sin luzApenas se mete la lamparilla resplandecen los personajes galanos por la pared enjalbegada. Y aun cuando no fuese más que esto mismo, a saber, una fantasmeria escapadiza, siempre se cifra en él nuestra dicha, aunque no seamos más que admirados jovenzuelos embelesados con el maravilloso trampantojo. Hoy da el almanaque abstinencia de Carlota, porque me ataja un visitón imprescindible. ¿Qué arbitrio me quedaba? Envié allá al criado, para tener a mi alrededor a alguien que haya estado hoy cerca de ella. ¡Con qué impaciencia le estuve esperando, y qué alegrón al verle! Por empacho no le abracé y besé desaladamente.

Cuentan de la piedra de Bolonia que, puesta al sol, se cala y empapa de sus rayos en tales términos que luego alumbra largo rato de noche. Otro tanto me sucedió con el susodicho. La impresión de aquellos ojos sobre su semblante, mejillas, ropón, botonadura y corbata hacia para mi todo esto sagrado y peregrino. No diera en aquel punto el mozo por mil duros; tan bien hallado estaba con su presencia...

Cuidado con tomar todo esto a risa, Guillermo. ¿Serán sueños los que con tanto extremo nos enamoran?

19 de julio.

Voy a verla—exclamé—desde la madrugada, y fui yo todo lozania, y el sol todo serenidad esplendorosa... Voy a verla, y no ha asomado por mi ánimo otro anhelo en todo el dia. Todo desaparece; todo, todo, tras esta perspectiva.

20 de julio.

Ese pensamiento de irme con el embajador no cuadra todavía conmigo. No soy de mio muy amante de la sujeción, y luego todos saben cuán desagradable es ese hombre. Mi madre, me dices tú, gustaría de verme empleado... ¡Ay, qué risa! ¿No soy naturalmente ejecutivo? ¿Y no se va allá, en suma, el estar contando guisantes o lentejas? Todo en el mundo viene a ser frusleria, y quienquiera que por dinero o por distinciones se avasalla el albedrío ajeno, sin que le congenie o le sea forzoso, es siempre un orate.

24 de julio.

En cuanto a tu encargo de no trascordar mi dibujo, pudiera pasarlo de largo con decirte que después acá, poquísimo lo ejercito.

Sin embargo, nunca viví más dichoso, ni fueron mis raptos tras la naturaleza. aun descendiendo a hierbillas y peñascos, más cabales y entrañables. Y, no obstante, no acierto a expresarme, mis facultades representativas son tan escasas, todo se estremece y bambolea ante mi espiritu, que ni aun puedo delinear un contorno; pero se me figura que, con arcilla o con cera, formaria algún cuadrito. Me atendré a la arcilla, si esto dura, y la amasaré aunque salgan pastelillos.

Tres veces he emprendido el retrato de Carlota, y otras tantas he venido a quedar desairado; lo que me desazona tanto más, por cuanto iba ya estando atinado. Con esto le he sombreado el perfil, y tengo que contentarme.

26 de julio.

Si, amada Carlota: todo lo arreglaré y aliñaré con mil amores; vengan órdenes, y corriente. Sólo se me ofrece una súplica: y es que no haya arenilla en los billetes que se me deparan; pues el de hoy me lo apliqué tan arrebatadamente a los labios, que todavia me están rechinando los dientes.

27 de julio.

Tengo hechos mil propósitos de no menudear tanto por la casa. Pero ¿quién es hombre para cumplirlos? Todos los dias caigo en la tentación de mi visita; me comprometo inviolablemente..., mañana desvio... amanece, se atraviesa de nuevo algún motivo incontrastable, y antes que lo eche de ver ya estoy alli. Sea que me dice por la tarde: conque vendrá usted mañana?... y entonces ¿quién se desentiende?

O que me hace un encargo, y me parece lo más propio el ir en persona con la respuesta; o que está el dia tan apacible, que me encamino a Wahlheim, y hallándome alli no queda más de media horita... estoy en su mismo ambiente... Ea, ya estoy alli. Mi abuela solia contar una conseja de la montaña Imán; los bajeles que se acercaban se quedaban al golpe sin hierros; los clavos se disparaban en pos del monte, y los desventurados pasajeros venían a estrellarse entre los encontrones de la tablazón desencajada.

30 de julio.

Vino Alberto, y tendré que marcharme; pero aun cuando tuviese que tratar con un sujeto excelente, con todo un caballero, siempre se me hará intol ble el presenciar su posesión de tantisimas perfecciones... ¡Su posesión!... Basta, Guillermo; ahi está el novio: un hombre pundonoroso y amable, y felicidades. Por mi dicha no me hallé a su llegada; esto me traspasara las entrañas. Además es tan mirado, que en mi presencia no la ha besado una vez. El Altisimo se lo tenga en cuenta. En consideración al señorio con que trata a su novia, debo apreciarle. Está muy fino conmigo, circunstancia que conceptúo es más bien obra de Carlota que arranque suyo. En esta parte las mujeres son linces, y lo aciertan. Cuando lo ran tener bien quistos entre si a los amantes, si por maravilla acontece, ellas son siempre las gananciosas.

Entretanto no puedo menos de guardar atenciones a Alberto. Su exterior sosegadísimo se contrapone sobremanera al vaivén de mis ímpetus, y resalta de plano. Es afectuoso, y se ve correspondido.

No adolece del achaque de enfadadizo, que me indispone de remate con sus pacientes.

Me conceptúa de algún despejo, y mi pasión a Carlota, la complacencia con que desempeño sus encarguillos, realzan su triunfo y estimulan su cariño. Allá se las haya con su lejanía de celos, que yo en su lugar no me consideraría tan en salvo de los asomos de semejante diablillo.

Séase como quiera, mi dicha de estar junto a Carlota voló. ¿Llamaremos a esto demencia o ceguedad?

¿Qué suponen los nombres? El caso está hablando por si. Sabía cuanto sé ahora; antes de la venida de Alberto sabia que no habia lugar a pretensiones, y ninguna hice, que en suma es no aspirar a la menor parte de tan exquisita preciosidad, y, sin embargo, estoy hecho un mirón estafermo, porque el otro llegó, en efecto, y cargó con la dama.

Me muerdo los labios, y chanceo una y muchas veces sobre aquello de que debo conformarme, porque al cabo no puede menos de ser asi... Quitenme de acuestas ese espantajo... Me embosco a carrera por los alrededores, y cnando acudo a Carlota y está sentada con su Alberto al lado, debajo de la enramada del huertecillo, no me queda otro arbitrio sino hacer el mentecato rematado y entretenerme con alguna inconexa inamarrachada... «Por Dios santome ha dicho hoy Carlota, que no tengamos pasajes como el de anoche: me asusto con tales chanzonetas... Acá para nosotros, estoy acechando que el hombre tenga algún quehacer. ¡Ay! Entonces acudo, y estando solita siempre me va de perlas.

8 de agosto.

Por Dios, querido Guillermo, que no hablo contigo, cuando supongo a los hombres insufribles, al requerir tanto rendimiento con la suerte inevitable.

Ni soñé siquiera que te atuvieses a semejante sistema. Pero, en realidad, lo aciertas. Pero fijémonosamigo del alma. Poco se aventaja en el mundo con la disyuntiva de aquello o esto; la sensibilidad o el denuedo se sombrean tan redobladamente, como los grados intermedios del aguileño y el chato.

Por tanto, no llevarás a mal que me explaye en el asunto y procure situarme entre esto o aquello.

O estás, me vienes a decir, esperando, o no, con Carlota. Corriente en el primer caso; hazte adelante hasta colmar la medida de tus anhelos. En el segundo, haz de la necesidad virtud, y arroja allá una pasión que acabará con todas tus potencias... Amado mio, eso está dicho pronto y bien.

¿Y al desventurado que se va desahuciadamente amorteciendo con una enfermedad alevosa, intentarás recabarle que se despene de una vez por medio de una puñalada? ¿Y aquel idéntico enemigo, que le socaba sus facultades, no le desapropia también de la pujanza necesaria para libertarse?

Pudieras contestarme con un simil de la misma calaña: ¿quién no se deja desde luego cercernar un brazo, más bien que jugarse la vida, con temblores y convulsiones?... Lo ignoro... Y luego, no andemos a vueltas con nuestros parangones. Basta... Si, Guillermo, también me asaltan mis repentones de arrojo y desmayo, y entonces... si yo pudiera saber adónde, allá iría.

Por la tarde.

Mi diario, que teuia orillado hace algún tiempo, me vino hoy a las manos, y me pasmo de que tan a sabiendas, por mis pasos contados, haya tenido este paradero; que haya ido viendo mi situación tan a las claras, y me haya manejado como a un niño. Ahora mismo, lo estoy mirando todo muy patente, sin que asome apariencias de enmienda.

10 de agosto.

En mi mano estuviera el traer la más linda y venturosa vida, si no hubiese enloquecido de remate. No se rodean asi como quiera circunstancias tan preciosas para embelesar a un individuo, como son las que me caben. ¡Cuán positivo es que nuestro corazón es el artifice de la propia felicidad! Ser como miembro de la familia más entrañable; verse bien quisto con los mayores, casi padre de los pequeñuelos, y con Carlota... Luego, el pundonoroso Alberto, que no altera mi ventura con enojos caprichosos; que me agasaja con suma intimidad, y para quien soy todo un privado detrás de Carlota... Guillermo, es una gloria el oírnos por el paseo explayarnos mutuamente acerca de la dama; no cabe en el mundo situación más cómica, y suelo entretanto enternecerme.

Cuando me refiere cómo la discreta madre, al morir, entregó su casa y niños en manos de Carlota, apalabrándola con él, y que desde entonces varió de temple; cómo en el esmero de su desempeño casero y en su formalidad se habia hecho una verdadera madre de familia; cómo no hay para ella un punto sin actividad cariñosa y sin afán, no desmereciendo tampoco en jovialidad y despejo... sigo junto a él, voy cogiendo flores por el camino, aliño prolijamente un ramillete... lo arrojo a la corriente inmediata, y estoy mirando cómo se lo lleva pausadamente... No sé si te he dicho que Alberto permanece aqui, contando con un empleo decorosamente dotado de la rte, donde gra particular aprecio.

En cuanto a manejo y eficacia para negocios, pocos he visto que le igualen.

12 de agosto.

Este Alberto es indudablemente el hombre más bondadoso que hay debajo del cielo; y me sucedió ayer con él un pasaje peregrino. Fui allá para despedirme, pues me dió la humorada de cabalgar por las montañas, de donde te escribo, y mientras andábamos dando vueltas por su estancia, eché la vista sobre sus pistolas. Vengan—le dije—para mi viaje.» Corriente—me contestó—, con tal que usted se las cargue, pues las tengo ahi colgadas por plataforma.» Alcancé una, y continuó: «Desde que me chasquearon tan malditamente con todas mis precauciones, no me avengo con ese género. Manifestéme deseoso de enterarme del caso. «Pasé—dijomedio año en el campo con un amigo; tenia un par de cachorrillos descargados y dormía sin zozobra.

Una siesta lluviosa, estando ocioso, no sé cómo se me ocurrió que podíamos padecer un asalto, que no habia como cargar los cachorrillos, y podiamos... Ya sabéis lo que sucede; se los di al criado para pulirlos y guardarlos; se puso a juguetear con la muchacha y en ademán de asustarla. Dios sabe cómo, se disparó el arma estando la baqueta dentro, y se le clavó en la mano a la mozuela deshaciéndole el pulgar. Tuve esta pesadumbre y que costear la cura, y desde entonces dejo todas mis armas descargadas.

Conque, amiguito, ¿de qué sirven precauciones? No hay escarmiento que sortee el peligro. Por supuesto... Ya sabes tú que estoy corriente con los hombres hasta que llega un «por supuesto». Pues, ¿no se deja entender que toda proposición que se da por sentada padece sus excepciones? Pero el hombre tiene sus despachaderas, y cuando conceptúa que ha dicho algo precipitado, general y medio cierto, no se cansa luego de poner cotos, de alterar, de añadir y de quitar hasta que se extravia del asunto.

Aferróse en su tema; dejé de escucharle, me impacienté, y, con ademán ejecutivo, me asesté una pistola a la sien derecha. «¡Ay!—exclamó Alberto arrebatándome el arma—; ¿a qué viene eso?»> Está vacia—le contesté—. Aun así, ¿a qué viene?—replicó azoradamente—. No alcanzo cómo un hombre enloquezca hasta el punto de dispararse, y asi la mera aprensión me vuelca.

—Allá ustedes los hombres—prorrumpi—; en ventilando un asunto, luego sentencian, esto es demencia, aquello cordura, lo uno bueno, lo otro malo. ¿Y qué significa todo esto? Para el intento, ¿han desentrañado ustedes intimamente los pormenores de un negocio? ¿Saben ustedes deslindar, por puntos, los motivos de proceder o no a la ejecución? A ser así, no se atropellarían en sus dictámenes.

—Estaréis conmigo—dijo Alberto—de que ciertos procedimientos son de suyo viciosos, sea su móvil el que fuere.» Le asi de la manga, diciéndole: «También caben aqui sus excepciones. Ciertísimo es que el robo es vicioso; pero quien, para salvarse a si o a los suyos de una muerte ejecutiva de hambre, sale a robar, ¿merece lástima, o castigo? ¿Quién será el que coja el primer chinarro para apedrear al casado que con legitima saña sacrifica su infiel consorte y al malvado seductor? ¿Quién contra la muchacha que, en un momento de embeleso, se engolfa en los halagos incontrastables del cariño? Hasta nuestras leyes, con toda su pedantesca sangre fría, se lastiman y retiran su castigo.

—Este es otro punto—respondió Alberto —, porque un hombre, arrebatado por sus arranques, viene a ser un beodo o un frenético.

— Vaya con los cuerdos—exclamé riendo—. ¡Conque impulsos, beodez, frenesí! Ahi yacen ustedes tan sosegados, tan indiferentes, señores juiciosos, zahiriendo al bebedor, abominando del insensato, o pasan de largo, como el sacerdote, y agradecen a Dios, como el fariseo, el no haberle criado a semejanza de aquéllos. Heme yo, tal cual vez, achispado, y mis arranques se iban asomando al desvarío, y no me arrepiento; por cuanto he conceptuado, a mi modo, cómo a todo hombre extraordinario, ejecutor de imposibles aparentes, se le suele apodar de beodo o de frenético.

Aun en la vida común se hace intolerable el que tras un hecho gallardo, esclarecido e inesperado, se le esté al paso apellidando beodez, fatuidad. Malhayan los sobrios, y peor los cuerdos.

—Aqui de tus disparos—dijo Alberto —; tú todo lo desencajas, y en esto, a lo menos, andas desacertado, encumbrando el suicidio, de que se trataba, al predicamento de grandioso; y cuando más, se debe graduar de flaqueza; pues realmente es más llevadero el morir, que el sobrellevar con entereza una vida desastrada.» Tuve impulsos de darle un destemplón, pues ninguna razón me descompone como las insulsas y vulgarisimas que suelen anteponer a los arranques del corazón. Contúveme, sin embargo, porque harto le había escuchado, con lo cual me habia ido más y más airando, y así le repliqué con cierto impetu:

<Conque ¿flaqueza? No hay que descaminarse con las apariencias. ¿Se tildará de flaqueza el arrojo de un pueblo que, desangrando bajo el yugo de un tirano, al fin se encarama y estrella sus cadenas? Un hombre, en el sobresalto de ver incendiada su casa, se reviste de pujanza, y carga ágilmente con pesos que, en pleno sosiego, no alcanzaría a mover. El que con la saña de un insulto contrarresta a media docena, y los arrolla. ¿será débil? Y, amado mío, si .

el ahinco es fortaleza, ¿por qué su redoble ha de ser lo contrario?» Alberto me clavó la vista, y dijo:

«No hay que enojarse—; pero ese ejemplo, en mi concepto, nada tiene que ver con el asunto.—Todo cabe—le dije —; estoy harto de oir tachar mis raciocinios como rayanos del devaneo. Veamos, sin embargo, si de otro modo podemos hacernos cargo de que un hombre puede ser de sobra esforzado para arrojar de si el peso de la vida, por otros títulos agradable. Pues sólo si nos conmovemos al unisono con una cosa, podemos hablar de ella honradamente.

La naturaleza humana — continué—tiene sus lindes; puede, hasta cierto grado, sobrellevar el gozo, el desconsuelo y el dolor; pero se estrella de plano en traspasando la raya. No cuadra aquí la pregunta de si, alguien es débil o fuerte, sino si, alcanzará a resistir a tal o cual impresión, y ésta se puede considerar fisica o moralmente; y aun así, es para mi extrañísimo el afirmar que un hombre es cobarde porque se quita la vida, como fuera inaudito el tildar a uno de cobardia porque fallece de una calentura maligna.

—Paradoja, muy paradoja—exclamó Alberto—.

No tanto como os parece—le repliqué—: graduamos de mortal toda enfermedad, por lo cual está allá tan acosada la naturaleza, que socava, en parte, su pujanza, y en parte inutiliza lo restante, imposibilitándola de rehacerse, y de volver a su curso ordinario, por algún vuelco venturoso.

Apliquemos ahora, querido mio, esta doctrina al ánimo. Mira al hombre en su conflicto, cómo le encarnan las impresiones, se le agolpan las especies, de modo que, finalmente, su padecimiento va medrando, hasta privarle de su cordura y darle un vuelco total.

En vano el sosegado, y en su acuerdo, se está haciendo cargo del trastorno de aquel desventuradoy le habla como un sano a la cabecera del doliente, que un adarme de su brio puede franquearle.> Para Alberto, eran éstas meras generalidades; por tanto, le recordé la muchacha que no había mucho se halló ahogada, repitiéndole su historia. «Una inocente, que en el sendero estrecho de sus quehaceres eros y su trabajo semanal había criado, que no tenía miras de más desahogo que de ir algún domingo con sus galas, reforzadas de tarde en tarde, a pasearse con sus iguales hasta el pueblo, danzar tal vez en las grandes festividades, y fuera de eso, con todo el ahinco del más entrañable interés, pasar horas glosando una contienda o un chisme ruidoso con alguna vecina... Por fin, su natural fogoso fué sintiendo necesidades intimas, fomentadas con los requiebros de los mozuelos. Hiciéronse desabridos los recreos anteriores, hasta dar con un hombre hacia el cual una sensación desconocida la inclinaba incontrastablemente, en quien vinculó todas sus esperanzas. Olvida el mundo entero; nada ve, oye, ni percibe, sino él, no anhela sino a él, solo y único.

Exenta de las vaciedades de una vanidad inconstante, concentra sus miradas en un solo objeto, quiere ser suya, ansia hallar en un enlace perpetuo WERTHRR 5 la dicha de que carece, y gozar el complemento de cuantos logros está echando de menos. Mutuos comprometimientos sellan de remate sus esperanzas; tiernas finezas, que avivan más y más sus anhelos, aherrojan toda su alma; se mece en una confianza confusa, en un paladeo anticipado de bienaventuranza; sobreponese a su esfera, y alarga, al fin, los brazos para afianzar estrechamente sus anhelos..., y su adorado la abandona... Atónita, sin sentido, está asomada a un despeñadero; anúblase el sol; sin espéranza, sin arrimo, sin consuelo... puesto que la desamparó quien era el centro de su existencia. Ni ve el mundo que tiene delante, ni los muchos que pudieran reparar aquel menoscabo. Su pecho estaba solitario y en desamparo del universo... Ciega y arrebatada, y en el disparador de la urgencia incontrastable de su corazón, se derroca y empoza, para acabar, por medio de una muerte ejecutiva, con los vaivenes que la martirizan... Mira, Alberto, esta es la historia de muchísimos hombres, y dime ¿no estamos en el caso de la dolencia? La naturaleza no halla escape del laberinto de su pujanza menoscabada o contrapuesta, y el paciente tiene que fenecer.

Malhayan cuantos la vean y exclamen: ¡Ah loca!

Si hubiese tenido espera, y dado lugar a que hubiese obrado el tiempo, luego orillara su desesperación, luego hallara otro para consolarse... Es lo mismo que decir: ese loco falleció de calentura; si él tira un tanto para que su pujanza se restableciera, sus humores se acendraran y el alboroto de su sangre .

se aquietara, todo se le rodeara a las mil maravillas, y estaría hoy mismo lleno de vida.» Alberto, a quien el parangón no se le hacía tan palpable, volvió a las suyas, y, entre ellas, dijo que yo sólo había hablado de una aldeanilla inocente.

Pero un hombre de alcances menos limitados, y que está viendo otros recursos, no acierto a disculparle.» «—Amiguito—exclamé—, el hombre no deja de ser hombre, y la pizca de entendimiento que pudo caberle en suerte, queda inhábil cuando la pasión se dispara y los lindes de la humanidad lo atajan. Cuanto más... Queda aplazado el punto—dije—; y tomé mi sombrero.» Mi corazón rebosaba... y tuvimos aquel encontrón sin entendernos. Así sucede en el mundo, que apenas se comprenden unos a otros.

15 de agosto.

Ciertisimo es que nada en el mundo hace al hombre preciso, sino el amor. Así echo de ver en Carlota cuán cuesta arriba se le hace mi desvío, y los niños no manifiestan otro afán sino que vuelva mañana.

Hoy los había dejado para afinar el piano de Carlota, y, habiéndore seguido a caza de un cuentecillo, ella misma ha mediado para complacerles. Les corto el pan, que reciben ya tan gustosos de mí como de la hermana, y les cuento, salteadamente, aquello de la Princesa servida por unas manos sin cuerpo. Me instruyo con esto, y te aseguro que me pasma lo mucho que se les impresiona. Cuando tengo que inventar algún accidentillo, suelo luege olvidar, según ellos me advierten, que antes no iba así, de modo que me voy ejercitando en usar, a los remates, cierta especie de tonillo uniforme. En esto echo de ver que un escritor desmejora sobremanera su historia, aun cuando la retoque aventajadamente en la parte poética, con las alteraciones de su segunda edición. El primer encuentro nos halla siempre más avenibles, y allá nos vamos desaladamente tras él; va en aumento el apego, y malhaya quien raspa y borra.

18 de agosto.

¿Será cierto que el manantial de nuestra dicha haya de parar en ser el de nuestra desventura?

Este afán ardentisimo y entrañable tras la naturaleza viviente, que era para mí la gloria de las glorias, alfombrando ante mis plantas el mundo con las galas de un paraiso, es ya un sayón fiero, un duende implacable que me está martirizando a todo trance. Cuando allá, desde un peñasco de la ribera, solia otear el rio y la vega amenisima, y veía que todo brotaba en ramilletes y pimpollos, y en plateadas corrientes; cuando miraba aquella montaña revestida, desde la falda hasta la cumbre, de árboles agigantados, y cada valle, con sus sesgos y recodos, entoldado por vistosos bosques, y el manso rio resbalándose entre las sonantes cañas, donde se espejaban rizados celajes mecidos por el ambiente de la tarde; cuando oía las avecillas vivificando las arboledas, y que millones de mosquitillos, en redoblados enjambres, danzaban gozosamente a los postreros y arrebolados destellos del sol, y hasta los susurrantes escarabajos, retozaban a su despedida por el césped; y que este entretejido bullicio me apeaba sobre la tierra, donde el musgo exprime su alimento de los peñascos berroqueños, y la retama crece por las faldas aridísimas de la loma arenisca, me desentrañaba todo la intima, abrasadora y sagrada vida de la naturaleza. ¡Cómo abarcaba el conjunto en mis entrañas 'enardecidas, me empapaba como endiosado en su plenitud rebosante, y el augusto aparato del infinito universo se agitaba vivo en mi interior inflamado! Cercábanme enormes montañas, abríanse abismos ante mí, despeñábanse raudales hasta lo profundo; ríos arrolladores y bosques y montes retumbaban, y los veia batallar en las ensenadas de la tierra con su inapeable poderio, al paso que, por el suelo y los aires, giraban tantas especies de vivientes... Todo, todo se poblaba de millares de formas, y los hombres, apiñados en sus hogarcillos, se anidan, y, en su concepto, señorean el orbe anchuroso... ¡Pobre insensato, que todo lo contemplas enano, porque tú mismo eres pequeñísimo!... Desde las cumbres inaccesibles, sobre los desiertos sin hueIla humana, hasta el extremo del piélago desconocido, se tiende el espíritu del Hacedor perpetuo, y se vivifica hasta el polvillo que lo recibe y se remonta por los aires... ¡Ay! Entonces, como lo suelo hacer con las alas del águila que tramonta sobre mi cabeza, he volado hasta los términos del inmenso océano, y, en la copa espumosa del infinito, he sorbido el redoblado néctar de la vida, y sólo algún momento.

en las estrecheces de mi escaso pecho, he logrado paladear la bienaventuranza que por sí y ante si lo abarca todo.

Hermano mío, el recuerdo solo de aquellas horas me enamora todavía; y el ahinco de renovar tan indecible impulso para expresarlo, embarga todo mi espíritu, y va luego redoblando las zozobras que, actualmente, me atosigan.

Hay tendido ante mi un telón, y la perspectiva de la vida infinita se me ofrece en el abismo del patente sepulcro. Podrás decirme: este es el paradero universal; allá lo arrolla todo el torbellino que vuelca nuestra tanda escasa de existencia; y ¡ay!, arrebatada, alli se empoza. No hay un momento que, al par de los tuyos presentes, no te vaya menoscabando, y en que no seas tú indispensablemente un volcador; el paseo más inocente cuesta la vida a millares de gusanillos; un solo paso derriba el trabajoso edificio de las hormigas, y hunde allá un pequeño mundo en la aciaga tumba. No, los grandiosos y peregrinos fenómenos del universo, los diluvios, los terremotos que empozan ciudades enteras, no me mueven; lo que me amortaja el corazón, es la pujanza asoladora que se encubre en toda la naturaleza. Quien nada labró, nada desmejoró, ni al vecino, ni a sí mismo. ¡Qué ahogo, qué mareo es éste! Cielo y tierra con su poderío disparado me arrebatan. No veo más que una alimaña devorando y rumiando incesantemente.

21 de agosto.

En vano tiendo mis brazos en pos de ella, por la madrugada, al desasirme de mis pesadillas; en balde la estoy buscando de noche en mi lecho, cuando un venturoso e inocente ensueño me embelesa, sentándome junto a ella en la pradera, asiéndole la mano y estampándole en ella besos a millares. ¡Ah! Cuando allá entre sueños la estoy palpando, y en mi alegrón... un torrente de lágrimas brota de mi corazón ahogado, y lloro sin consuelo contra esa lobreguez de lo venidero.

22 de agosto.

Es muy lastimoso, Guillermo, que esta actividad ejecutiva, quede atajada con un ocioso desasosiego, y asi ni acierto a holgar ni a emplearme. Yace mi alma sin proyectos, sin sensaciones, sin estudios. En faltándose uno a sí mismo, le falta todo. Te juro que suelo apetecer verme hecho un jornalero, y, a la madrugada, acudir a mi afán, sin más miras ni más esperanzas que para el día viniente. ¡Cuánto envidio a Alberto, al verle con todos sus sentidos clavados en un proceso, figurándome lo bien hallado que estaría con ser otro él! A veces me pongo sobre mi; voy a escribir al ministro, en demanda de la plaza junto al embajador, que, según me asegura, es corriente. Así lo creo; me aprecis el ministro hace tiempo, y se me ha mostrado er ánimo de colocarme, y ello es que se ha de hacer. Luego, al recapacitarlo, me enamora la fabulilla del caballo, que, mal hallado con su libertad, se aviene con el freno y la cincha, y lo, cabalgan con desdoro... No sé lo que debo, amigo del alma. ¿No será, quizá, el anhelo tras la mudanza de situación, allá una impaciencia interna e incontrastable con la cual tengo al fin que avenirme?

28 de agosto.

Es ciertísimo que ni rastro me quedaría entre estas gentes de mi dolencia, si de suyo fuese curable. Hoy es mi cumpleaños, y tempranito he recibido un paquetillo de Alberto. Al abrirlo, me dieron en rostro los lazos rojizos que llevaba Carlota en nuestra primera vista, y que alguna vez le había pedido. Acompañábanlos dos tomitos en dozavo, que eran del Homero de Wetstein, edición que habia estado apeteciendo, porque la de Ernestí no era propia para cargar con ella en el paseo. Ahi verás cómo salen al encuentro a mis anhelos, cómo me franquean amistosa y eficazmente sus regalos, mil veces más apreciables que los agasajos lujosos, con los que nos humilla la vanidad del obsequiante. Beso incesantemente los lazos, y en cada alentada, me voy empapando en el recuerdo de aquel cúmulo de primores, que colmaron los escasos y venturosos días que allá volaron para siempre. Asi sucede Guillermo, y no me enojo, que las flores de la vida son de mera apariencia. ¡Cuántas nos pasan de largo, sin dejar tras de sí el menor rastro! ¡Cuán pocas fructifican, y cuántas menos brindan con sazonados frutos! Sin embargo, los hay con suficiencia; mas, ¡oh hermano mio! ¿Es posible que se abandonen, menosprecien, y yazcan en la podredumbre los frutos más sazonados?

Pásalo bien; tenemos un estio precioso, y me suelo sentar entre los frutales del vergel de Carlota; con el cogedor en la mano, alargo mi percha y alcanzo las peras de la cima. Está debajo, y las va cogiendo al paso que se las brindo.

30 de agosto.

¡Desventurado!¿Estás en ti? ¿No te engañas a ti mismo?¿A qué conducen estos vaivenes y estos arranques interminables? No aspiro más que a ella; en mi fantasia no cabe más que su aspecto y el de todo lo suyo; y de cuanto me ofrece el mundo en derredor, nada veo sino sus entronques con ella misma; y allí se cifran para mi las dichosísimas horas... hasta que vuelva a desencajarme de mi centro. ¡Ah Guillermo! ¿Adónde suele arrebatarme mi corazón?... Sentado junto a ella las dos y las tres horas, me estoy empapando en su estampa, en su ademan, en la sobrehumana expresión de sus palabras, y se van más y más explayando mis potencias?

A lo mejor, como que me anochece, apenas oigo; dirán que un malhechor me estrecha la garganta; mi pecho, latiendo a violentos redobles, se afana y se acongoja tras la respiración, y todo para en extremado desconcierto... Guillermo, ni sé a veces si estoy en el mundo, y... si acaso el trastorno prepondera, y Carlota me franquea el lastimoso consuelo de ir desfogando en lloros sobre su mano el hervidero de mi interior... allå me disparo, allá me arrojo, vuelo desatinadamente por la campiña, voy trepando por los riscos, tengo a gloria el arrollar la maleza impenetrable, rompiéndome un sendero, por vallados que me lastiman, por zarzales que me arañan. Entonces logro algún desahogo... alguno... y cuando, postrado a la sed y al cansancio, muchas veces a deshora, la luna llena se remonta sobre mi, me embosco a solas, me siento en un tronco caido, para dar algún alivio a mis plantas mal heridas, y, con el desmayado reposo, entre vislumbres me adormezco... ¡Oh Guillermo! La solitaria vivienda de una celdilla, el cilicio y el ceñidor punzante fueran alivios que anhelo con toda mi alma. Adiós; no veo a tanta desdicha otro paradero que el de la tumba.

3 de septiembre.

Voy a partir. Te agradezco, Guillermo en el alma, el haberme fortalecido en mi resolución. Llevo quince días pensando en que voy a abandonarla... Voy a partir. Allá está de nuevo con otra amiga en el pueblo; y Alberto... y... Voy a partir.

10 de septiembre.

Era de noche, Guillermo; ya todo lo contrarresto. No la he de ver más. ¡Cómo te me arrojara al cuello, para con millares de lágrimas y arrebatos, demostrarte el desenfreno de mis agi: aciones entrañables! Sentado y boquiabierto en pos del ambiente, procuro sosegarme, estoy esperando la madrugada, y al rayar el sol están listos los caballos.

¡Ah!, mi dueño duerme sosegadamente, y ni sueña siquiera que no me ha de ver más. Estoy como rescatado, y me he armado de entereza hasta el punto de no escapárseme un asomo de mi propósito, en dos horas de coloquio... y ¡Dios santo, qué coloquio!

Alberto me habia citado para el jardín, con Carlota, sobre la cena. Me estuve en el terrado, al toldo de los castaños empinados, mirando al sol, que por la vez postrera se me trasponia, a la vega primorosa y al manso rio. ¡Cuántas veces había estado aqui con ella, disfrutando tan sublime perspectiva! Y ahora... Anduve arriba y abajo por mi alameda predilecta; una vehemente corazonada me habia dado tanto apego a este sitio, aun antes de conocer a Carlota; y ¡cómo nos holgábamos, en el arranque de nuestro trato, al declararnos nuestra mutua inclinación por este recinto, que positivamente es de lo más romántico que he visto estampado por el arte.

Por de contado, entre los castaños se disfruta la perspectiva más dilatada. Ya, si mal no me acuerdo, te he ido escribiendo largamente acerca del paraje donde un cerco altísime de hayas nos ataja, y por un espesillo, se va entoldando más y nás la calle, cuyo paradero es un encierro que causa el pavoroso desconsuelo de la soledad. Todavía me resiento de lo mucho que me encarnó su sensación, al asomar por primera vez aquí; hacia el mediodía, la corazonada me amagó ya insensiblemente con los anuncios de bienaventuranza y de martirio.

Habiame engolfado como media hora en el piélago de mis yertas y apacibles aprensiones de la partida y del regreso, cuando la oi subir al terrado.

Corri a su encuentro, y con un escalofrío le así y le besé la mano. Al ir andando, asomó la luna sobre el cerro arbolado. Fuimos hablando sin coto, e indeliberadamente llegamos a la glorieta sombria. Entró y sentóse Carlota, Alberto a un lado, y yo a otro.

Mi desasosiego me arrebató luego del asiento; púseme en pie y enfrente, anduve a diestro y siniestro, volvime a sentar; me ahogaba la congoja. Nos hizo reparar en el hermbso viso de la luna que, al extremo del cerco de hayas, bañaba todo el terrado; vista peregrina y tanto más asombrosa, por cuanto estábamos cercados de una opaca vislumbre. Permanecimos callados, y tras un ratillo, rompió Carlota el silencio: «No hay vez que me pasee a la luna, sin que me asalte el recuerdo de los amigos que perecieron, con la sensación de la muerte y de lo venidero. Tenemos que revivir—dijo con voz entrañable y afectuosa; pero, Werther, ¿nos encontraremos?

¿Conocerémosnos? ¿Qué barrunta usted? ¿Qué opina?

—Carlota—dije—, alargándole la mano, y con los ojos llorosos, nos hemos de ver acá y allá. Si, nos veremos... —No pude seguir... Guillermo, ¿a qué venia tal pregunta, cuando la aciaga partida me estaba angustiando el corazón?

— ¡Si nuestros íntimos finados—continuó—alcanzasen a saber de nosotros, si percibiesen que, en hallándonos bien, los recordamos con mayor fineza!...

La estampa de mi madre, se me está apareciendo sin cesar allá en tardes apacibles, cuando sentada entre estos niños, suyos y míos, se me apiñan, como se le apiñaban entonces. Cuando miro al cielo con lágrimas dolientes, y anhelo que pueda contemplarme desde allí un momento, y ver cómo cumplo la palabra que le di en el trance de su fallecimiento, de hacer las veces de madre, cuán intensamente exclamo: perdonadme, adorada mia, si no soy para los niños lo que erais para ellos... hago, sin embargo, cuanto puedo; están vestiditos y alimentados, y lo que supone más que todo, educados y queridos. Si pudieras ver nuestra hermandad entrañable, madre sobrehumana, alabarias a Dios con el mayor ahinco de haberle pedido con tus últimas y amargas lágrimas el bienestar de tus niños....

Esto dijo, Guillermo, y ¿quién acertará a repetir lo que dijo? ¿Cómo pueden renglones yertos y exánimes retratar aquella flor celeste de su espíritu?...

Medió apaciblemente Alberto, y le dijo: «Eso os conmueve en demasía, querida Carlota; sé que ese alma está a toda hora clavada en tales especies, y asi suplico... —¡Oh Alberto!—exclamó—, me consta que no has olvidado aquellas tardes cuando estábamos sentados en torno de la mesita redonda, mientras el padre estaba de viaje y los niños ya acostados. Solias tener algún buen libro, y por maravilla te avenias a leerlo... —¿El trato de aquella alma sobrehumana no valía más que todo? ¡Qué señora más bella, apacible, gozosa y siempre activa! Sabe Dios cuántas fueron mis lágrimas, derramadas en el lecho, para que se dignase hacerme su semejante.

—Carlota—exclamé, arrojándome a sus plantas y asiéndole la mano, bañándola con lágrimas a millares—, Carlota, la bendición del Señor recayó en vos con el espiritu de la madre... —Si usted la hubiese conocido—me dijo, con un estrechón de mano..era muy digna de que usted la conociese... Crei morirme; nunca se habían pronunciado expresiones más sublimes y halagüeñas para mí. Carlota continuó: Y esta señora falleció en la flor de sus años, puesto que su hijo menor era de seis meses. Su dolencia no fué larga; estaba sosegada y conforme; sólo le apesadumbraban los niños, con especialidad el pequeñuelo. A los asomos del trance me dijo: tráemelos, y llegados que fueron, los menorcillos, que nada alcanzaban, y los mayores, que estaban fuera de si, cercaron el lecho. Alzó las manos, oró por ellos, los fué besando y los despidió, y me dijo: has de ser su madre; le di en prenda la mano. Mucho prometes—prorrumpió—, hija del alma. ¡El corazón y los ojos de una madre! He estado viendo en tus lágrimas afectuosas que percibes lo que eso encierra en si. Trata con cariño a los hermanitos, y como verdadera mujer a tu padre; sé su consuelo. Preguntó por él. Estaba fuera, ansioso de ocultarnos la intolerable pesadumbre que le traspasaba; estaba fuera de si.

Alberto, tú te hallabas en el cuarto. Despidió a los demás, preguntó por ti, te llamó a sí, y al vernos, con una mirada serena y satisfecha, como que íbamos a ser felices, felicísimos con nuestro enlace... Alberto la abrazó y besó, exclamándo: «lo somos y lo hemos de ser.» El sosegado Alberto se enajenó, y yo vine a quedar fuera de mi.

—Werther—prosiguió—: ¡y aquella mujer hubo de morir! ¡Ay Dios! ¡Cuando cavilo cómo el hombre pierde lo mejor de su vida! ¡Y sólo los niños, que se apesadumbran tanto, se estuvieron lamentando de que los hombres negros les habian robado a su mamá!...

En esto se levantó, y aunque vuelto en mí y conmovido, la tenia de la mano. «Vamos—dijo—que ya es hora.» Quiso desasirse de mi mano, y yo se la afiancé de nuevo. «Nos hemos de ver—exclamé—, nos hemos de hallar, y siempre y bajo todos los aspectos nos hemos de conocer. Voyme—dije voluntariamente—, y aun cuando yo dijese para siempre no lo cumpliria. Adiós, Carlota; adiós, Alberto. Nos veremos. —Supongo que mañana—contestó ella chanceando.» —Se me encarnó aquel mañana. ¡Ay! No sabía cuándo desprendió su mano... Marcháronse arboleda arriba; paréme, los vi a la claridad de la luna, me arrojé al suelo, lloré, gemi, levantéme, subi al terrado, y vi aun allá, entre la sombra de los empinados tilos, aquel vestido blanco resplandecer por las verjas del jardin; tendi desaladamente los brazos... y desapareció.

  1. Tenemos en el día una plática excelente de Lavater sobre este punto, entre las del libro de Jonás.