Las circunstancias
de Mariano José de Larra



Las circunstancias, he pensado muchas veces, suelen ser la excusa de los errores y la disculpa de las opiniones. La torpeza o mala conducta hallan en boca del desgraciado un tápalo todo en las circunstancias, que, dice, le han traído a menos. En estas reflexiones estaba ocupada mi fantasía no hace muchos días, cuando recibí una carta que, por confirmar mis ideas sobre el particular y venir tan oportuna a este objeto, de que pensaba hacer un artículo de costumbres, quiero trasladar ad pedem litterae a mis lectores. Decía así la carta:

Señor Fígaro

Muy señor mío: A usted, señor Fígaro, observador de costumbres, me dirijo con dos objetos. Primero, quejarme de mi mala estrella. Segundo, inquirir de su experiencia, pues le imagino a usted por sus escritos hombre de esos que han vivido más de lo que les queda que vivir, si hay efectivamente de tejas abajo una fatalidad que persigue a los humanos, y una desgracia en el mundo que se asemeje a la desgracia mía. Soy un verdadero juguete de las circunstancias, cuyo torrente no pude nunca resistir, y que así me envolvieron como envuelven los violentos remolinos de una olla al inexperto nadador que se arrojó incauto en la pérfida corriente del caudaloso río.

Mi padre era inglés y rico, señor Fígaro, pero hallábase aislado en el mundo: era naturalmente metido en sí, y sólo un amigo tenía; antojósele a este amigo entrometerse en una conspiración; confió a mi padre varios papeles importantes; descubriose la conspiración y ambos tuvieron que huir. Vínose mi padre a España, reducido a oro lo que pudo realizar de sus cuantiosos bienes; vio una linda gaditana, prendose de ella, casose, y antes de los nueve meses murió inconsolable, dando y tomando siempre en lo de la conspiración, que hubo de volverle el juicio. Vea usted aquí, señor Fígaro, a Eduardo Priestley, humilde servidor de usted, cuyo destino debía haber sido sin duda ser inglés, protestante y rico, español, católico y pobre, sin que pudiese encontrar más causa de este trastrueque que las circunstancias. Ya usted ve que la tomaron conmigo desde pequeñito. Mi madre era mujer de rara penetración y de ilustradas ideas. Criome lo mejor que supo, y en darme toda la educación que se podía dar entonces en España consumió el poco caudal que la dejara mi padre. Lleno yo de entusiasmo por la magistratura, y aborreciendo la carrera militar a que querían destinarme, estudié leyes en la universidad; pero puedo asegurar a usted que a pesar de eso hubiera salido buen abogado, pues era raro mi talento, sobre todo para ese estudio. Probablemente, señor Fígaro, después de haber sido gran abogado, hubiera vestido una toga, hubiera calentado acaso una silla ministerial, y el Consejo de Castilla me hubiera recogido al fin de mis días en su seno, donde hubiera muerto descansadamente, dejando fama imperecedera. Las circunstancias, sin embargo, me lo impidieron. Había un Napoleón en el mundo, y fue preciso que éste quisiera ser emperador, y emplear a sus hermanos en los mejores tronos de Europa, para que yo no fuese ni buen abogado ni mal ministro.

Yo tenía sentimientos generosos; mis compañeros tomaron las armas y dejaron el estudiar nuestras leyes para defenderlas, que urgía más. ¿Qué remedio? Dejé como fray Gerundio los estudios y me metí a predicador; es decir, me hice militar en obsequio de la patria. En la campaña perdí mi carrera, la paciencia y un ojo; y las circunstancias me dejaron tuerto y capitán. Sabe el cielo que para ninguna de estas dos cosas servía. Yo, señor Fígaro, era impetuoso y naturalmente inconstante; menos servía, pues, para casado, ni nunca pensara en serlo; pero de resultas del bombardeo de Cádiz murió mi madre, que, gozando por sus relaciones de familia de algún favor, hubiera adelantado mi carrera: otro favor que me hicieron las circunstancias. Vime solo en el mundo, y en ocasión en que una linda aragonesa, hija de un diputado de las Cortes de Cádiz, recogiéndome y ocultándome en su casa, cubierto de heridas, me salvó la vida por una rara combinación de circunstancias; caseme de honrado y agradecido, que no de enamorado: es decir, que me casaron las circunstancias. En mi segunda carrera debiera haber llegado a general según mis servicios, que a otros fajaron haciéndoselos muy flacos a la patria; pero era yerno de un diputado: quitáronme las charreteras, envolviéronme en la común desgracia, y las circunstancias me llevaron a Ceuta, adonde bien sabe Dios que yo no quería ir; allí hice la vida de presidiario y de mal casado, que cualquiera de estos dos dogales por sí solo bastara para acabar con un hombre. Ya ve usted que yo no tenía la culpa. ¿Quién diablos me casó? ¿Quién me hizo militar? ¿Quién me dio opiniones? En presidio no se hace carrera, pero se hace mucho rencor. Sin embargo, salimos de presidio, y como yo era hombre de bien contúveme; pretendí, pero como no anduve por los cafés, ni peroré, medios que exigían entonces las circunstancias para prosperar, no sólo no me emplearon, sino que me cantaron el trágala. Irriteme; el cielo es testigo que yo no había nacido para periodista, pero las circunstancias me pusieron la pluma en la mano: hice artículos contra aquel Gobierno, y como entonces era uno libre para pensar como el que estaba encima, recogí varias estocadas de unos cuantos aficionados, que se andaban haciendo motines por las calles. Ésta fue la corona de laurel que dieron las circunstancias a mi carrera literaria. Escapeme, y fui a reunirme con los de la fe; dijéronme allí que las circunstancias no permitían admitir en las filas a un hombre que había sido marido de la hija de un diputado de las Cortes de Cádiz, y no me ahorcaron por mucho favor.

No pudiendo vivir como realista, fuime a Francia, donde en calidad de liberal me colocaron en un depósito, con seis cuartos al día. Vino por fin la amnistía, señor Fígaro. ¡Eh! Gracias a una Reina clemente, ya no hay colores, ya no hay partidos. Ahora me emplearán, digo yo para mí; tengo talento, mis luces son conocidas, soy útil... Pero ¡ay!, señor Fígaro, ya no tengo madre, ya no tengo mujer, ya no tengo dinero, ya no tengo amigos; las circunstancias de mi vida me han impedido adquirir relaciones. Si llegara a hacerme visible para el Poder, acaso lograría: sus intenciones son las mejores del mundo; mas ¿cómo abrirme paso por entre la nube de porteros y ujieres que parapetan y defienden la llegada a los destinos? Las solicitudes que se presentan solas son papeles mojados. ¡Hay tantos que piden por pedir! ¡Hay tantos que niegan por negar! Cien memoriales he dado, otras tantas espaldas he visto. «Deje usted; veremos si estas circunstancias se fijan», me dicen los unos. «Espere usted –me responden los otros–; hay tantos pretendientes en estas circunstancias.» «Pero, señor –replico yo–, también es preciso vivir en estas circunstancias. ¿Y no hay circunstancias para los que logran?»

Ésta es, señor Fígaro, mi posición: o yo no entiendo las circunstancias, o soy el hombre más desdichado del mundo. El hijo del inglés, el que debía haber sido rico, magistrado, literato, general, hombre ajeno de opiniones, acabará probablemente sus tres carreras distintas en un solo hospital verdadero, merced a las circunstancias; al mismo tiempo que otros que no nacieron para nada, y que han tenido realmente todas las opiniones posibles, anduvieron, andan y andarán siempre levantados en zancos por esas mismas circunstancias. De usted, señor Fígaro.

Eduardo de Priestley, o el hombre de circunstancias

No puedo menos de contestar al señor de Priestley que el daño suyo estuvo, si hemos de hablar vulgarmente, en nacer desgraciado, mal que no tiene remedio; si hemos de raciocinar, en traer siempre trocadas las circunstancias; en no saber que mientras haya hombres la verdadera circunstancia es intrigar, estar bien emparentado, lucir más de lo que se tiene, mentir más de lo que se sabe, calumniar al que no puede responder, abusar de la buena fe, escribir en favor, y no en contra del que manda, tener una opinión muy marcada, aunque por dentro se desprecien todas, procurando que esa opinión que se tenga sea siempre la que haya de vencer, y vociferarla en tiempo y lugar oportunos; conocer a los hombres, mirarlos de puertas adentro como instrumentos, y tratarlos como amigos; cultivar la amistad de las bellas como terreno productivo; casarse a tiempo, y no por honradez, gratitud ni otras ilusiones; no enamorarse sino de dientes afuera, y eso de las cosas que puedan servir...

Pero, santo Dios, gritará un rígido moralista, ¡qué cuadro! ¡Maquiavélicos principios! Fígaro no dice que sean buenos, señor moralista; pero tampoco Fígaro hizo el mundo como es, ni lo ha de enmendar, ni a variar el corazón humano alcanzarán todas las sentencias posibles. Las circunstancias hacen a los hombres hábiles lo que ellos quieren ser, y pueden con los hombres débiles; los hombres fuertes las hacen a su placer, o tomándolas como vienen sábenlas convertir en su provecho. ¿Qué son por consiguiente «las circunstancias»? Lo mismo que la fortuna: palabras vacías de sentido con que trata el hombre de descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos; las más veces, nada. Casi siempre el talento es todo.