Las cinco pepitas de naranja
LAS CINCO PEPITAS DE NARANJA
Cuando hojeo mis apuntes y memorias de los asuntos investigados por Sherlock Holmes entre los años 82 y 90, me encuentro con tantos que presentan fases extrañas é interesantes que no me es fácil saber cuál debo escoger y cuál debo dejar. Algunos, sin embargo, han sido hechos públicos ya por los diarios, y otros no ofrecían campo de acción para las especiales cualidades que mi amigo poseía en tan alto grado y que estas narraciones tienen por objeto poner en evidencia. Otros, también, han burlado su habilidad analítica y serían, relatados aqui, principios sin fines, mientras otros no han sido aclarados sino parcialmente y sus explicaciones se fundan más bien en las conjeturas y cálculos que en la prueba absolutamente lógica que era tan cara á Sherlock Holmes.
Entre estos últimos hay uno, sin embargo, tan notable en sus detalles y tan sorprendente en sus resultados, que siento la tentación de hacerlo conocer, á pesar de que algunos puntos relacionados con él no han sido puestos completamente en claro y probablemente jamás lo serán.
El año 1887 nos proporcionó una larga serie de casos de mayor ó menor interés, de todos los cuales conservo yo el registro. En el índice de esos doce meses encuentro apuntes sobre las aventuras de Paradol; de la sociedad médica de aficionados, que tenía un lujoso club en el sótano de una fábrica de muebles; de los hechos relacionados con la pérdida de la barca británica Sophy Anderson; de las singulares aventuras de los Grice Patterson en la isla de Uffa, y por último, del caso de envenenamiento de Camberwell.
En este último, Sherlock Holmes consiguió, dando cuerda al reloj del muerto, probar que dos horas antes le habían dado cuerda, y que, por consiguiente, el asesinado se había acostado dos horas antes, deducción que fué de la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Todos esos asuntos los describiré más tarde, pero ninguno de ellos presenta aspectos tan singulares como la extraña cadena de circunstancias que hoy he tomado la pluma para describir.
Era en los últimos días de septiembre, y las borrascas equinocciales se habían declarado con excepcional violencia. Durante el día entero, el viento había gemido y la lluvia había azotado las ventanas, hasta hacernos, aquí en el corazón de este enorme Londres fabricado por la mano del hombre, elevar un instante nuestras mentes de la rutina de la vida y reconocer la presencia de esas grandes fuerzas elementales que gritan á la humanidad por entre las rejas de la civilización, como fieras indómitas enjaulada. A medida que la noche se acercaba, la tormena crecía más y más y el viento chillaba y sollozaba en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes, sentado, de mal humor, á un lado de la estufa, revisaba sus registros del crimen, y yo, al otro lado, estaba profundamente engolfado en uno de esos hermosos relatos navales de Klark Russell, á tal punto que el rugir del ventarrón afuera parecía mezclarse con la narración, y la lluvia caer en las agitadas olas. Mi mujer había ido á visitar por unos días á su tía, y durante ese tiempo era yo nuevamente huésped en mi antigua morada de la calle Baker.
—Quél—dije, volviendo los ojos hacia mi compañero. Esa es la campanilla. ¿Quién puede venir esta noche? ¿Algún amigo de usted, quizás?
—No tengo más amigo que usted,testó. Yo no soy de los que atraen á los visitan—me contes.
—Una persona que viene á solicitar sus servicios, entonces?
—Si es así, debe tratarse de un caso serio. Nada que no lo fuera haría salir á un hombre en semejante día y en semejante hora. Pero creo que más bien sea alguna visita para la propietaria.
Sherlock Holmes se equivocaba en su conjetura, pues oímos unos pasos en el pasadizo, y un golpecito en la puerta. Holmes alargó el brazo para volver la luz de la lámpara, de su lado, al de la silla vacía en la que tenía que sentarse el recién venido.
—Adelantel—dijo.
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años en apariencia, bien vestido y con algo de refinamiento y delicadeza en su aspecto.
El chorro que corría de su paraguas y el brillo de un largo impermeable decían lo suficiente acerca del temporal que había atravesado para llegar á la casa. Miró ansiosamente en derredor suyo á la luz de la lámpara, y yo pude ver que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de un hombre que tiene sobre sí el pe:
so de una gran angustia.
—Tengo que pedir perdón á ustedes.—dijo, acercándose á los ojos su pince—ney de oro. Desearía no ser un intruso. Temo haber traído á este cuarto tan abrigado algo de la tormenta de afuera.
—Déme usted su abrigo y su paraguas—le contestó Holmes.—Aquí, en este gancho, se secarán luego. Veo que viene usted del sudoeste.
—Sí, de Horsham.
Esa mezcla de greda y eso que veo en los zapatos de goma de usted, lo revelan.
—He venido á pedir á usted consejo.
—Eso es fácil de conseguir.
123 Y ayuda.
—Eso no es siempre tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. El mayor Prendergast me ha dicho cómo lo salvó usted en el escándalo del Club de Tankerville.
—1Ah, ya lo creo! Se le acusaba injustamente de hacer trampas en el juego.
—Me ha dicho que usted es capaz de resolver cualquier problema.
—Eso es mucho decir.
—Que nunca sale usted vencido.
—He sido vencido cuatro veces: tres por hombres, una por una mujer.
—Pero ¿qué es eso, comparado con el número de sus triunfos?
—Es verdad que generalmente he triunfado.
—Entonces, en mi caso tambien vencerá usted.
—Ruego á usted que acerque su silla al fuego y me favorezca con algunos pormenores de su asunto.
—No es un asunto ordinario.
—Ninguno de los que me traen lo es. Yo soy la última corte de apelaciones.
—Y sin embargo, yo pregunto, señor, si, con toda su experiencia, ha oído usted nunca hablar de una cadena de acontecimientos más misteriosa é inexplicable que la de los que han ocurrido en mi familia.
Usted me llena de interés—dijo Holmes—Le ruego que nos dé usted los hechos escenciales desde el principio, para que yo pueda después interrogarle acerca de los detalles que me parezcan los más importantes.
El joven arrastró su silla y expuso sus mojados pies al calor de las llamas.
—Yo me llamo—dijo—Juan Openshaw; pero lo que me concierne personalmente tiene poco que hacer, en cuanto alcanzo á comprender, con este horrible asunto. Se trata de una cuestión de herencia, de modo que para dar á ustedes una idea de los hechos, tengo que volver hasta el principio.
«Deben ustedes saber que mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío, Elías, y mi padre, José. Mi padre tenía una pequeña factoría en Coventry, la cual extendió en la época de la invención de la bicicleta. Sacó patente para la «llanta Openshaw», y tan bien le fué en el negocio, que pronto pudo venderlo y retirarse con un buen capital.
«Mi tio Elias emigró á América en su juventud, y se hizo agricultor en Florida, donde se decía que había prosperado. Durante la guerra, peleó en el ejército de Jackson, y después bajo las órdenes de Hood, y llegó al grado de coronel. Cuando Lee rindió las armas, mi tío volvió á su granja, donde permaneció tres ó cuatro años.
En 1869 ó 1870, regresó á Europa y compró una pequeña propiedad en Sossex, cerca de Horsham. Había hecho una considerable fortuna en los Estados Unidos, y su razón para abandonar aquel país era la aversión que tenía á los negros y su disgusto por la política republicana que les concedió la libertad. Era un hombre singular, de carácter altivo y violento, rudo en sus palabras cuando estaba enojado, y de inclinaciones á la más absoluta soledad.
Dudo de que en todos los años que vivió en Horsham pusiera una vez los pies en el pueblo.
Tenía un jardín y dos ó tres trozos de terreno en torno de su casa, y allí hacía ejercicio, aunque también se pasaba á menudo semanas sin salir de su cuarto. Bebía mucho brandy, fumaba abundantemente, pero no gustaba de la sociedad, ni quería tener amigos, ni siquiera ver á su hermanofué «Conmigo no rezaba eso; al contrario, me tomó cariño desde la primera vez que me vió:
esto debe haber sido en 1878, después de haber estado él unos ocho ó nueve años en Inglaterra.
Rogó á mi padre que me dejara vivir con él, y bueno conmigo, á su manerasiempre muy Cuando no estaba ebrio, solía llamarme para jugar chaquete y damas, y poco á poco me hizo su representante ante los criados y ante la gente que tenía que arreglar negocios con él, de modo que cuando llegué á los 16 años era en gran parte el amo de la casa. Yo tenía todas las llaves, y podía ir adonde quería y hacer lo que me agradaba, mientras no le turbara sus hábitos de reclusión. Había en esto, sin embargo, una excepción singular: tenía él un cuarto, una habitación de madera situada entre las buhardillas, que estaba siempre cerrada y á la cual no permitía que entrara yo ni nadie. Con la curiosidad propia del niño había yo mirado por el agujero de la cerradura, pero nunca había alcanzado á ver más que un amontonamiento de viejos baules y atados como el que debía haber en semejante cuarto.
«Un día—esto sucedía en marzo de 1883—habia una carta con estampilla extranjera en la mesa, delante del plato del coronel. No era cosa común que recibiera cartas, pues pagaba todas sus cuentas al contado y no tenía amigos de ninguna clase.
—De la Indial—dijo, al tomarla.—¡Sello de Pondicery! ¿Que será?
«La abrió apresuradamente, y de adentro saltaron cinco pepitas secas de naranja, que se desparramaron en su plato. Yo empecé á reirme al ver eso, pero la risa se desvaneció de mis labios al ver la expresión de su cara: el labio inferior caído, los ojos salidos de las órbitas, la cutis del color del yeso, y la mirada fija en el sobre que todavía tenía en la mano temblorosa.
—K. K. KI gimió; y luego: ¡Dios mío! ¡Dios mío! Mis pecados recaen sobre mi cabeza!
—¿Qué es eso, tío?—exclamé —«La muerte—contestó: y levantándose de la mesa, me dejó palpitante de terror.
«Yo tomé el sobre y ví, trazadas con tinta roja en la parte interior, la letra K tres veces repetida. Dentro del sobre no había habido otra cosa que las cinco pepitas secas. ¿Cuál podia ser la razón de su abrumador terror? Me levanté también de la mesa del desayuno, y al subir la escalera me encontré con él que bajaba llevando en una mano una vieja y mohosa llave que debía ser de la buhardilla, y en la otra un pequeño cofre de bronce, como los que sirven para guardar dinero.
—Pueden hacer lo que quieran, pero yo contrarrestaré todavía su acción—dijo, con una imprecación.—Dí á María que hoy necesito fuego en mi cuarto, y envía á llamar á Fordham, el abogado de Horsham. I «Hice lo que me ordenaba, y cuando el abogado llegó me avisaron que mi tío me quería ver en su cuarto. El fuego ardía vivamente, y en el fogón había una cantidad de cenizas negras y ligeras, como de papel quemado, y el cofre de bronce estaba abierto y vacío á un lado. Al mi rar el cofre noté, con sobresalto, que en la tapa estaban impresas las tres K. que había leído por la mañana en el sobre.
—«Quiero, Juan—me dijo mi tío—que seas testigo de mi testamento. Dejo mis propiedades, con todas sus ventajas y sus desventajas, á mi hermano, tu padre, del cual, sin duda, pasarán á tí. Si puedes gozar de ellas en paz itanto mejorl Si no lo puedes, sigue mi consejo, hijo mío, y cede los bienes á tu más mortal enemigo.
Siento mucho darte semejante arma de dos filos, pero no puedo decir qué giro tomarán las cosas.
Firma el papel que el señor Fordham presenta.
«Firmé el papel, y el abogado se lo llevó. El incidente me produjo, como ustedes pueden suponer, la impresión más profunda, y yo lo volvi y revolví en mi mente, sin alcanzar á deducir nada de él. Y no podía desprenderme del vago sentimiento de temor que había dejado tras de sí, aunque la sensación se hacía menos aguda á medida que las semanas pasaban, y nada ocurría que turbara la habitual rutina de nuestras vidas. Fácil me era notar un cambio en mi tío, sin embargo: bebía más que nunca, y se mostraba menos inclinado que nunca á cualquier clase de sociedad. Pasaba la mayor parte de su tiempo en su cuarto, con la puerta cerrada con llave, pero á veces salía, en una especie de frenesi de embriaguez, y se precipitaba fuera de la casa y corría por todo el jardín, revólver en mano, gritando que no temía á hombre alguno, y que á él no había hombre ni diablo que pudiera degollarlo como al carnero en el matadero. Y cuando le pasaba el acceso de furor, volvía despavorido á la casa, y se encerraba con llaves y cerrojos, como el hombre que no puede seguir afrontando el terror que yace en el fondo de su alma. Hubo veces que le vi la cara, aun en días fríos, tan inundada de sudor que parecía que acabara de empaparla en una jofaina.
«Ahora concluiré, señor Holmes, para no abusar de la paciencia de usted. Llegó una noche en que mi tío hizo una de esas salidas en estado de embriaguez, para nunca volver vivo. Le encontramos, cuando fuimos en su busca, boca abajo en un pequeño charco pantanoso situado al pie del jardín; su cuerpo no tenia señales de violencia, y como el agua no tenía más que dos pies de profundidad, el jurado, teniendo en cuenta su reconocida excentricidad, dió un veredicto de suicidio. Pero yo, que conocia lo que le aterraba, la sola idea de la muerte, tuve que esforzarme mucho para convencerme que se había apartado de su manera de pensar para ir en busca de ella. Pasó el asunto, sin embargo, y mi padre entró en posesión de la propiedad y de unas catorce mil libras que tenía en el banco.» —Un momento—interrumpió Holmes.—Lo que usted me refiere, lo veo desde ahora: presenta el caso más notable que he conocido hasta ahora. Deme usted la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el diez de marzo de 1883. Su muerte ocurrió siete semanas después, en la noche del 2 de mayo.
—Gracias, sírvase usted proseguir.
«Cuando mi padre tomó posesión de la propiedad de Horsham, hizo, á petición mía, un minucioso registro de la buhardilla que había estado siempre cerrada. Encontramos allí el cofre
. Tomo I.—9 de bronce, aunque su contenido había sido destruído. En el interior de la tapa había un papel que tenía las tres K. K. K., y debajo de ellas escritas estas palabras: «Cartas, apuntes, recibos y un memorándum diario». Esos eran, presumimos nosotros, los papeles que el coronel Openshaw había quemado. Por lo demás, nada había de mucha importancia en la buhardilla, salvo una gran cantidad de periódicos y libros relativos á la vida de mi tío en América. Algunos de ellos eran de la época de la guerra, y demostraban que había cumplido con su deber y se había conquistado la reputación de soldado valiente.
Otros databan de la reconstitución de los esta dos del sur; se referían en su mayoría á cuestio nes políticas, y hacían ver que mi tío había tomado resueltamente partido contra los politiqueros enviados del norte á esos estados.
Empezaba el año 84 cuando mi padre fué á vivir en Horsham, y todo marchó tan bien como era posible, hasta enero de 1885. El cuarto día después del de Año Nuevo, en el momento en que nos sentábamos en la mesa para el desayuno, mi padre exhaló un agudo grito de sorpresa.
Miré á su lado y lo vi sentado, con un sobre abierto en una mano, y cinco pepitas secas de naranja en la otra. Siempre se había reído de lo que llamaba mi «cuento para hacer dormir» sobre las pepitas recibidas por el coronel, pero en ese momento en que le pasaba lo mismo, parecia en extremo sorprendido y temeroso.
IC ómol ¿Qué puede significar esto, Juan?—balbuceo.
El corazón me pesaba como plomo.
—Son las K. K. K.—dije. Mi padre miró el interior del sobre.
—Cierto!—exclamó.—Aquí están las mismas letras; pero ¿qué es esto escrito encima de ellas?
—Ponga los papeles en el reloj de sol—leí por encima de su hombro.
—¿Qué papeles? ¿qué reloj de solf—preguntó él.
—El reloj de sol del jardín. No hay otro—contesté;—pero los papeles deben ser los que mi tío destruyó.
—Bah!—exclamó mi padre, recuperando el valor. Aquí estamos en un país civilizado y no podemos soportar estas farsas. ¿De dónde viene esto?
—De Dundee—contesté, mirando el sello del correo.
—Alguna broma tonta—contestó.—¿Qué tengo yo que hacer con relojes de sol y papeles? No voy á preocuparme de semejante tonteria.
—Yo, por mi parte, avisaría á la policía—le repliqué.
—Para que se rieran de mis tribulaciones. Nada de eso.
—Lo haré yo?
—No; te lo prohibo. No quiero hacer alharaca por semejante pequeñez.
Era en vano argüir con él, porque su obstinación era grande. Yo no pude, sin embargo, dosterrar de mi corazón las sombras de que estaba lleno.
El tercer día después de la llegada de la carta, mi padre salió de casa á visitar á un antiguo amigo suyo, el mayor Freebody, comandante de uno de los fuertes situados en el monte Portsdown. Yo tuve gusto de que fuera, porque me parecía que cuando no se hallaba en casa estaba más lejos del peligro. En eso me equivocaba.
A los dos días de su ausencia recibí un telegrama en que el mayor me rogaba que fuera en seguida. Mi padre había caído en uno de los pozos de greda que abundan en los alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Yo acudí á prisa, pero mi padre falleció sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, le había ocurrido el accidente al volver de Fareham al anochecer, y como el lugar le era desconocido y el pozo no tenía barrera ninguna, el jurado no vaciló en dar un veredicto de «muerte por causas accidentales». Y yo, aunque examiné cuidadosamente todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude hallar que diera pábulo á la idea de asesinato. No había señales de violencia ni rastros de otros pies, ni faltaba nada de sus bolsillos, ni nadie había visto gente extraña en los caminos; con todo, no necesito decir á ustedes que mi mente estaba lejos de la tranquilidad, y que yo tenía la persuasión de que mi padre había sido víctima de algún negro complot.
Con tan siniestros antecedentes entré en posesión de mi herencia. ¿Me preguntarán ustedes por qué no me deshice de ella? Contestaré que porque estaba convencido de que nuestras desgracias provenian de algún incidente de la vida de mi tío, y de que el peligro seria tap grande en una casa como en otra.
Fué en enero del 85 cuando mi pobre padre falleció; dos años y ocho meses han pasado, durante los cuales he vivido tranquilo en Horsham, y empezaba ya á abrigar la esperanza de que aquella maldición se había alejado ya de la familia, que había terminado en la generación anterior á la mía. Veo, sin embargo, que me había entregado demasiado pronto á la confianza; ayer por la mañana he recibida el golpe en la misma forma en que cayó sobre mi padre.» El joven sacó del bolsillo interior un sobre arrugado, y, volteándolo sobre la mesa, dejó caer en ella cinco pepitas de naranja secas.
—Este es el sobre—continuó;—el sello del correo es de Londres, distrito del Este. Adentro están las mismas palabras del último y fatal mensaje recibido por mi padre: «K. K. K.», y luego: «Ponga los papeles en el reloj de sol».
—Qué ha hecho usted?—preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—Para decir la verdad—el joven se ocultó la cabeza entre sus manos delgadas y blancas—me he sentido sin fuerzas, me he sentido como la pobre liebre cuando la serpiente se arrastra hacia ella. Me parece que estoy entre las garras de algún maligno ser inexorable contra el cual no hay previsiones ni precauciones eficaces.
—Chist ichist!—exclamó Sherlock Holmes.
—Tiene usted que ponerse en acción, hombre, ó está usted perdido. Sólo la energia puede salvarlo á usted. No es esta la hora de desesperar.
—He dado parte á la policia.
—1Ah!
—Pero el inspector con quien hablé ha escuchado mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que se ha formado la opinión de que las cartas son todas obra de algún bromista, y que mi padre y mi tío han muerto en realidad por accidente, como los jurados han declarado, y que las amenazas de las cartas nada han tenido que ver con esas muertes.
Holmes blandió en alto sus apretados puños.
—Increíble imbecilidad!—exclamó.
—Sin embargo, me ha dado un vigilante para que esté conmigo en mi casa.
—Ha venido esta noche con usted?
—No; la orden que tiene es de permanecer en la casa.
—¿Por qué ha venido usted en busca míadijo Holmes, ó más bien, ¿por qué no vino usted inmediatamente?
—No sabía nada de usted. Sólo hoy, que hablé de lo que me ocurre con el mayor Prendergast, me aconsejó que viniera á ver á usted.
Hace dos días que tiene usted esa carta.
Habríamos debido obrar antes. Supongo que no tiene usted otros datos que los que nos ha dado usted, ningún detalle sugerente que pueda ayudarnos.
—Hay una cosa—dijo Juan Openshaw.
Buscó en la faltriquera de su saco, sacó un pedazo de papel descolorido, de tinte azulado, y lo puso en la mesa.
—Tengo cierto recuerdo—añadió—de que el día que mi tío quemó los papeles, los bordes no quemados que quedaron entre las cenizas tenían este color particular. Encontré esta única hoja en el suelo del cuarto, y me inclino á creer que puede ser uno de esos papeles, el cual, tal vez, apretado entre los otros, se escapó de la destrucción. Pero aparte de la mención de las pepitas, no veo que pueda servirnos de mucho.
Creo que es una página de un diario intimo. La letra es evidentemente de mi tío.
Holmes movió la lámpara, y ambos nos inclinamos sobre la hoja de papel, la cual, en la desgarradura de su borde, indicaba ciertamente que había sido arrancada de un libro. Arriba decía: «Marzo 1869;» y debajo se leían las siguientes enigmáticas líneas:
« 4. Vino Hudson. El mismo plan antiguo.
« 7. Cargar pepitas á Mc. Cauley, Paramore, y á Juan Swain, de San Agustín.
«9. Mc. Cauley liquids.
«10. Juan Swain liquiaado.
A EITURAS
«12. Visité Paramore. Todo bien.» —¡Gracias!—dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndolo á nuestro visitante.—Ahora, por ningún motivo debe usted perder un momento más. No tenemos tiempo que perder ni siquiera en discutir lo que me ha dicho usted. Debe usted volver á su casa inmediatamente, y ponerse en acción.
— Qué debo hacer?
—Sólo hay una cosa que hacer y es necesario hacerla en seguida. Tiene usted que poner ese pedazo de papel que nos ha enseñado, en el cofre de bronce, y también una esquela en que escribirá usted que su tío quemó los otros papeles y que éste es el único que queda: debe usted afirmar eso en términos que lleven consigo la convicción. Una vez hecho eso, pondrá usted el cofre en el reloj de sol. Entiende usted?
—Perfectamente.
—No piense usted, por ahora, en venganza ni en cosa que se le parezca. Yo creo que eso lo óbtendremos por medio de la ley; pero todavía tenemos que tejer nuestra tela, mientras ellos tienen tejida la suya. Lo primero que nos debe preocupar, es evitar el peligro inminente que le amenaza á usted; lo segundo aclarar el misterio y castigar á los culpables.
—Doy á usted las gracias—dijo el joven, levantándose, y descolgando su sobretodo. —Me ha dado usted, con la esperanza, nueva vida.
Ilaré lo que me aconseja usted.
No pierda usted un instante. Y, antes que todo, cuide usted mucho de su persona, porque no me queda la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real é inminente. ¿Cómo va usted á volver á su casa?
—Por tren, de la estación Weterlóo.
—Todavía no son las nueve y habrá mucha gente en las calles, lo que me hace confiar en que estará usted garantido, pero así y todo, cuanta precaución adopte usted será buena.
—Estoy armado.
—Bien. Mañana empezaré á ocuparme del asunto.
—Entonces tirá usted á Horsham?
—No. El secreto que perseguimos está en Londres. Aquí lo buscaré.
—Bueno. Yo vendré dentro de uno ó dos días, con noticias del cofre y de los papeles. seguiré los consejos de usted punto por punto.
Nos dió la mano, y se marchó. Afuera, el viento rugía y la lluvia golpeaba y se aplastaba contra las ventanas. Esa historia extraña y pavorosa parecía habernos venido de entre los elementos enfurecidos, lanzada dentro de nuestra casa como una ola empujada por el temporal, y haberse retirado ya, reabsorbida por la tormenta misma.
Sherlock Holmes se quedó un momento sentado en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos fijos en el rojo fulgor del fuego. Luego encendió su pipa, v reclinándose en su sillón, se puso á contemplar los azules círculos del humo, que se empujaban unos á á otros hacia el techo.
—Creo, Watson—observó, por último—que de todos los asuntos que hemos tenido, ninguno ha sido tan fantástico como éste.
—Salvo, quizás, la Señal de Cuatro.
—Cierto, sí; salvo quizás ese. Y no obstante, este Juan Openshaw me parece que anda entre peligros aún mayores que los que asediaban á los sholtos.
—Pero se ha formado usted—le preguntéuna idea definida de lo que son esos peligros?
—No puede haber duda en cuanto á su naturaleza, contestó.
—Entonces ¿cuáles son? ¿Quién es ese K. K. K., y por qué persigue á esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos, y colocando los codos en los brazos del sillón, juntó la punta de los dedos de ambas manos.
—El razonador ideal—dijo—una vez que se le hubiera enseñado un solo hecho en todas sus proyecciones, debería deducir de él, no sólo la cadena de acontecimientos que han conducido al mismo hecho, sino también los resultados que deben seguirle. Así como Cuvier podía describir correctamente un animal con sólo ver uno de sus huesos, el observador que ha comprendido á fondo un eslabón de una cadena de incidentes, debería ser capaz de reconstruir fijamente todos los otros, tanto anteriores como posteriores. Todavía no hemos llegado á los resultados que se pueden alcanzar con sólo la razón. En el estudio se pueden resolver problemas que han burlado las investigaciones de todos cuantos buscaban una solución con la ayuda de los sentidos.
Para llevar el arte, sin embargo, á su mayor altura, es necesario que el razonador sea capaz de utilizar todos los hechos que han llegado á su conocimiento y esto en sí mismo implica, como usted puede verlo fácilmente, una posesión de toda clase de conocimientos, que, aun en estos días de educación libre y enciclopedias, es una cualidad algo rara. No es imposible, sin embargo, que un hombre posea todos los conocimientos que pueden serle útiles en su labor, y esto he tratado yo de alcanzar para mí. Si recuerdo bien, usted en una ocasión, en los comienzos de nuestra amistad, definió mi campo de acción de una manera muy precisa.
—Sí—contesté, riéndome.—Era aquel un singular documento: la filosofía, la astronomía y la política estaban marcadas con un cero, me acuerdo; botánica, variable; geología, profunda en lo que se refiere á las manchas de lodo procedente de cualquier lugar situado en un radio de cincuenta millas de la ciudad; química, excéntrica; anatomía, falta de sistema; excepcional en literatura de sensación y en anales del crimen; violinista, boxeador, esgrimista, gado, y envenenador de sí mismo, por medio de la cocaína y del tabaco. Esos, me parece, eran los principales puntos del análisis.
Holmes arrugó el ceño al oir la última observación.
—Bueno—dijo.—Ahora digo como decía entonces, que un hombre debe tener las pequeñas buhardillas de su cerebro provistas de todos los muebles que probablemente tenga que usar, y lo demás lo puede poner en el cuarto de reserva que se llama la biblioteca, donde lo tendrá á la mano cuando lo necesite.
En un asunto como el que se nos ha sometido esta noche, necesitamos indudablemente poner en juego todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de darme la letra K de la Enciclopedia Americana que está en ese estante al lado de usted. Gracias. Ahora examinemos la situación, veamos lo que se puede deducir de ella.
En primer lugar, podemos partir con la vehemente presunción de que el coronel Openshaw tuvo alguna razón poderosa para salir de América. Los hombres, en ese período de su vida, no cambian de costumbres ni truecan de buen grado el encantador clima de Florida por la solitaria vida de un pueblo inglés de provincia. Su extremado amor de la soledad en Inglaterra sugiere la idea de que temía á alguien ó algo, de modo que podemos admitir la hipótesis de que lo que le hizo abandonar la América fué el miedode alguien ó de algo. En cuanto á lo que temía, lo podemos deducir solamente de las terribles
- 1 cartas que recibierou él y sus sucesores. ¿Notó usted los sellos de correo de esas cartas?
—La primera fué de Pondichery, la segunda de Dundee, y la tercera de Londres.
— De Londres. Este. ¿Qué deduce usted de eso?
—Los tres son puertos de mar: que el que las escribió estaba á bordo de un buque.
—Excelente. Ya tenemos un dato. No puc.le haber duda de que existe una probabilidad, una gran probabilidad, de que el autor estaba á bordo de un buque. Ahora, examinemos otro punto.
En el caso de Pondichery, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su ejecución; en el de Dundee sólo pasaron unos tres ó cuatro días.
Sugiere eso algo?
—Una distancia mayor que cruzar.
—Pero la carta tenía también que atravesar esa distancia mayor.
—Entonces, no veo ese punto.
—Hay por lo menos la presunción de que el buque en que el hombre ó los hombres están, es un velero. Parece que siempre en viasen sus singulares advertencias ó recuerdos por delante de ellos, antes de ponerse en viaje. Usted ve cuán de cerca siguió el acto á la prevención cuando ésta vino de Dundee. Si de Pondichery hubieran venido en vapor, habrían llegado casi al mismo tiempo que la carta. Mi opinión es que esas siete semanas representan la diferencia entre el vapor—correo que trajo la carta, y el buque de vela que trajo al que la escribió Es posible.
—Más aún: es probable. Y ahora, ya ve usted la mortal urgencia de este nuevo caso, y por eso insté al joven Openshaw á que se cuidara. El golpe ha sido descargado cada vez al expirar el tiempo que los que lo dan han empleado en cruzar la distancia. Pero esta carta viene de Londres, y por consiguiente, no podemos contar con demora alguna.
—Buen Dios!—exclamé.—¿Qué puede significar esta implacable persecución?
—Los papeles que Openshaw tenía consigo eran, evidentemente, de vital importancia para la persona ó personas del buque de vela. Yo creo que está bastante claro que deben ser más de una persona. Un solo hombre no podría haber ejecutado dos muertes de manera de engañar á un jurado de coroner. Debe haber habido varios en el asunto, y deben haber sido hombres inteligentes y resueltos. Están decididos á recuperar sus papeles, sea quien sea el que los tenga. Por medio de este razonamiento ve usted que K, K. Kcesan de ser las iniciales de un individuo para convertirse en el lema de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?
—Nunca ha oído usted—dijo Sherlock Holmes, inclinándose hacia adelante y bajando la voz nunca ha oído hablar de Ku Klux Klan?
A —Nunca.
Holmes volvía las hojas del libro que tenía sobre las rodillas.
Aquí está —dijo en seguida.—«Ku Klux Klan.
Nombre derivado de una fantástica semejanza con el sonido producido por el acto de amartillar un fusil. Esta terrible sociedad secreta fué formada por algunos soldados ex—confederados en los estados del Sur, después de la guerra civil, y rápidamente tuvo ramas locales en diferentes partes del país, principalmente en Tennesee, Luisiana, las Carolinas, Georgía y Florida.
Se usó su poder con propósitos políticos, especialmente para aterrorizar á los votantes negros, y para matar ó ahuyentar del país á los que fueran contrarios á sus ideas.
Sus atentados iban comúnmente precedidospor una advertencia enviada al hombre condenado, en alguna forma fantástica pero por lo general fácil de reconocer; en algunas partes un ramo de hojas de encina; en otros pepitas de melón ó de naranja. Al recibir esto, la víctima podía, ó abjurar abiertamente sus anteriores opiniones, ó huir del país.
Si afrontaba al peligro, la muerte lo alcanzaba infaliblemente, y casi siempre de una manera extraña é imprevista. Tan perfecta era la organización de la sociedad, y tan sistemáticos sus métodos, que casi no se conoce un caso en que un hombre haya conseguido desafiarla impunemente, ó en que el rastro de alguno de los atentados fuera seguido hasta dar con sus perpetradores. Durante algunos años la organización floreció, á pesar de los esfuerzos del gobierno de los Estados Unidos y de las mejores clases de la población del sur. En 1869, el movimiento decayó de improviso, pero desde esa fecha ha habido explosiones esporádicas de la misma clase.» —Observará usted—dijo Holmes, dejando el tomo que la repentina disolución de la sociedad coincidió con la desaparición de Openshaw de América con los papeles.—Puede muy bien haber sido eso causa y efecto. No hay que asombrarse de que él y su familia hayan tenido tras de sus pasos á los más implacables espiritus de la sociedad. Puede usted dar por averiguado que este registro y diario comprometen á algunos de los hombres más importantes del Sur, y que pueden haber varios de ellos que no dormirán tranquilos hasta después de haberlo recobrado.
—Entonces, la página que hemos visto...
—Es tal como podíamos esperarla. Decía, si recuerdo bien: «Enviadas las pepitas á A. B. y C.;» esto es, enviándoles la advertencia de la sociedad. Enseguida hay anotaciones de que Ay B. han sido liquidados ó han salido del pais, y después la de que C. ha sido visitado, temo que con un resultado siniestro para C. Pues bien, doctor: creo que nosotros podemos arrojar alguna luz á este rincón obscuro, pero que mientras tanto, el joven Openshaw no tenía más remedio que hacer lo que yo le dije. Esta noche no hay nada más que hacer ó que decir: déme usted, pues, mi violín, y tratemos de olvidar durante media hora este tiempo miserable y los sentimientos aún más miserables de los hombres.
Había amanecido, y el sol irradiaba con contenido brillo á través del tenue velo que cubre la gran ciudad. Cuando bajé, Sherlock Holmes estaba ya tomando el desayuno.
—Dispénseme usted que no lo haya esperado —me dijo.—Veo que voy á tener un día muy ocupado con la investigación del asunto del joven Openshaw.
—Qué pasos va usted á dar?
—Eso dependerá, en mucho, de los resultados de mis primeras averiguaciones. Es posible, bien mirado, que tenga que ir á Horsham, —No irá usted primero allá?
—No: comenzaré por la City. Toque usted la campanilla para que la muchacha le traiga el café.
Mientras esperaba, tomé de la mesa el diario, todavía no desdoblado, y eché una ojeada por él. Mis ojos se detuvieron en un epigrafe que me heló el corazón.
—Holmes—exclamé.—Llega usted tarde.
—¡Ah!—dijo él, dejando la taza.—Me lo temía.
¿Cómo ha sido?
Hablaba en tono tranquilo, pero yo veía que estaba hondamente conmovido.
—Mi vista tropezó con el nombre de Opens—
. Tomo I.—10 haw y con este epigrafe: «Tragedia cerca del puente Waterlóo». Este es el relato: «Anoche, entre nueve y diez, el agente de policía Cook, de la compañía H, de facción cerca de Waterloo, oyó un grito que pedía socorro y el golpe de algo que cafa en el agua. La noche estaba en extremo obscura y tormentosa, de modo que no obstante haber acudido algunos transeuntes, fué imposible salvar al individuo. Sin embargo, el agente dió la alarma, y con la ayuda de la policía del rio se pudo recuperar el cadáver. Se vió entonces que el muerto era un caballero joven cuyo nombre, á lo que parece por un sobre encontrado en su bolsillo, era Juan Openshaw y cuya residencia estaba cerca cerca de Horsham.
Se presume que iba apresuradamente á tomar el último tren en la estación Waterlóo, y que en su prisa y con la intensa obscuridad, equivocó de camino y puso los pies en el borde de alguno de los pequeños desembarcaderos de los vaporcitos. El cuerpo no presentaba señales de violencia, no puede haber duda de que el extinto ha sido víctima de un desgraciado accidente que debe servir para llamar la atención de las autoridades á la condición de los desembarcaderos del rio.» Nos quedamos en silencio algunos minutos; Holmes más contrariado y abatido de lo que nunca le había visto.
—Esto lastima mi orgullo, Watson—dijo por fin.—El sentimiento es mezquino, sin duda; pero... eso lastima mi dignidad. Ahora el asunto es personal conmigo, y, si Dios me da salud, Ilegaré á echar el guante á esa pandilla. ¡Qué haya venido á pedirme auxilio y yo lo haya enviado á la muerte!...
Se paró de un salto, y empezó á pasearse por el cuarto, con incontenible agitación, encendidas las descarnadas mejillas y las manos largas y delgadas abriéndose y cerrándose nerviosamente.
—Deben ser unos diablos muy astutos!—exclamó al cabo de un rato.—Cómo han podido extraviarlo hacia ese lado? El malecón no está en el camino directo de la estación. En el puente, indudablemente, había demasiada gente, aun en semejante noche, para su propósito. Bueno, Watson: ya veremos quién gana á la larga.
Ahora voy á salir.
—A la policia?
—No: yo seré mi policía. Cuando yo haya tendido mi tela, puede la policía coger las moscas, pero no antes.
Estuve durante el día entero ocupado en mi labor profesional, y cuando volví á la casa de la calle Baker, estaba ya avanzada la noche.
Sherlock Holmes no había regresado aún. Eran cerca de las diez cuando entró, pálido y cansado. Se dirigió al aparador y arrancando del pan un pedazo, lo devoro con voracidad, despues de lo cual bebió un largo trago de agua.
Tiene usted hambre—le dije.
—Me moría de hambre. Me había olvidado de comer. Desde el desayuno no había probado nada.
15 Jun www —¿Nada?
—Ni un bocado. No he tenido tiempo de pensar en ello.
Y qué tal le ha ido á usted?
—Bien.
—Ha hallado usted algún rastro?
—Los tengo en el hueco de mi mano. El joven Openshaw no estará mucho tiempo sin ser vengado. ¡Vaya, Watson! Los marcaremos con su propia marca. La idea es buena!
—Qué quiere usted decir?
Holmes tomó del aparador una naranja, la partió en pedazos, é hizo caer las pepitas sobre la mesa. Cogió luego cinco de ellas y las puso en un sobre. En el interior del cierre escribió:
S. H. para J. O.; pegó el sobre y le puso esta dirección: e class.solidt «Capitán Jaime Calhoum, Barca Estrella Solitaria, Savannah, Georgia.» —Esto lo esperará cuando entre en el puerto.
—dijo, sonriéndose, y es posible que le de una mala noche. Encontrará que esta carta es un precursor tan seguro de su muerte, como Openshaw lo vió en la suya.
—¿Y quién es ese capitán Colhoum?
—El jefe de la pandilla. A los otros también los empuñaré, pero á él primero.
¿Cómo encontró usted su rastro?
Holmes sacó de su bolsillo un ancho pedazo de papel, todo cubierto de fechas y nombres.
—He pasado el día entero—dijo,—con los registros del Lloyd y colecciones de diarios, siguiendo la carrera de todos los buques que tocaron en Pondichery en enero y en febrero del 83. Durante esos dos meses, estuvieron alli treinta y seis buques de tonelaje mayor. De todos ellos, uno, el «Estrella Solitaria,» me llamó la atención en el acto, porque, no obstante hallarse registrado como salido de Londres, el nombre es el que se ha dado á uno de los estados de la Unión.
—A Tejas, creo.
—Yo no estaba ni estoy seguro de cuál, pero si tenía la convicción de que ese buque tenía origen americano.
—¿Y después?
—Busqué en los registros de Dundee, y cuando encontré que la barca «Estrella Solitaria» había estado allí en enero del 85, mi sospecha se trocó en certidumbre. Entonces averigüé qué buques había actualmente en el puerto de Londres.
—¿Y?
—La «Estrella Solitaria» había llegado la semana pasada. Fui al muelle Alberto y supe que había sido remolcada río abajo con la marea de la mañana, despachada para Savannah. Telegrafié á Gravesend, y me contestaron que hacía largo rato que había pasado; y como el viento sopla del este, no dudo de que ha pasado ya.
—¿Qué va usted á hacer, entonces?
—10h! Ya tengo mi mano sobre él. He sabido que él y los dos pilotos son los únicos individuos del buque nacidos en los Estados Unidos:
los otros son finlandeses y alemanes! También he sabido que los tres estuvieron anoche ausentes del buque; me lo dijo el estibador que ha estado cargando el barco. Cuando éste llegue á Savannah, el vapor correo habrá dejado allá la carta, y el cable habrá informado á la policía de Savannah de que á esos tres señores se les necesita aquí urgentemente para que contesten á una acusación de asesinato.
Sin embargo, en los planes humanos mejor trazados hay siempre alguna falla; y los asesinos de Juan Oponshaw nunca debían recibir las cinco pepitas de naranja que les demostraría que otro, tan astuto y tan resuelto como ellos, les seguía el rastro. Muy largas y muy duras fueron las borrascas equinocciales de ese año. Durante largo tiempo esperamos noticias del Estrella Solitaria,» de Savannah, pero no recibimos ninguna. Por fin, supimos que allá en un punto lejano del Atlántico había sido vista, meciéndose en la cresta de una ola, la tablilla de popa de un bote que tenía grabadas las letras E. S., y esto es todo lo que sabremos en nuestra vida de la suerte que cupo á la «Estrella Solitaria.»