CAPITULO II


Después de borronear el capítulo VI de mi libro, escrito de color de rosa, es cuando he tenido que introducir las modificaciones de que hablo en el I; no porque encierre nada de escabroso, que a la más culta dama pueda ofender: pues lo malo sólo está en la manera de ver las cosas; sino porque me vuelvo a mis antiguos barrios del sud, tan queridos, por los recuerdos de las primeras tertulias a que me permitieron asistir mis padres; eso sí: — ¡ya de pantalones! — que fué en la casa de las señoras de Sáenz, una de las cuales era, nada menos, la madre de las prestigiosas señoritas Dolores y Elvira Cortinas, beldades de las de mi tiempo, en cuya casa se daban esas divertidas tertulias de confianza en las que se valsaba mucho... pues aun no se conocía la polca.

Esto de tocar el piano es la cosa más socorrida del mundo para un joven; yo asistía a estas fiestas semanales, y tocaba para bailar, concediéndome en pago de tan gran servicio, dar con cada una de ellas unas vueltitas de valse para lo cual se turnaban, y después... al piano a tocar esas largas y divertidas contradanzas, después de los minuet (composiciones las mas de don Juan Pedro Esnaola, y una de Alberdi que se titulaba El Llorar de una bella), con las cuales las señoras más caracterizadas rompían los bailes con esa gracia de aquellos tiempos en que las amigas se saludaban con efusión sincera, diciéndose: ¿cómo te vá che, de amores?, pero sin morderse, dándose y recibiendo esos besos ridículos de ahora hasta con las señoras viejas, sin acordarse de que Chateaubriand, recomienda mucho que se respeten las ruinas.

Esos besos, decía, tan desprovistos de verdad por lo mentidos, de que se hace un abuso intolerable, y peligroso por el contagio de las enfermedades... etc., etc. Ni tampoco andábamos de mano dada, con todo ser cristiano que se encontraba, en el salón, pues esto, en las señoras, era, un favor acordado a la intimidad de las amistades y no concedido a granel como ahora, en que las manotean que es un gusto, ¡y con qué manos... sin guantes! y ésperas como papel de lija...

Tampoco se caminaba a la francesa; ni había Mme. Carrau, ni otras hierbas caras por el estilo, sino que se caminaba a la criolla con la gracia natural de aquellas esbeltas mujeres que dieron al traste con cuanto inglés vino al país a comerciar y salieron boleados, pues les hicieron rendir la cerviz a sus naturales encantos.

Si mi memoria no me es infiel, fueron éstos: los Robertson, los Parish, los Gowland, los Miller, los Billinghurst, los Makinlay (Eduardo y Daniel), los Washington, etc., etc. ¿Y por qué no inscribirlos a todos, como en las efemérides, si todos ellos cayeron en el garlito? [1]

¡Mr. Britainh, a quien debemos la introducción de la pera de agua, que se reprodujo muy bien en su quinta de los bajos de la residencia!

Los Atkinson y Plowes que tuvieron su casa de comercio y de lujosa habitación en la calle de la Florida frente al establecimiento de música de Rodríguez. Sus salones en aquel tiempo fueron una especie de club, en donde se reunian los leones, y el señior don Juan P. Esnaola, nuestro gran pianista y clásico compositor, hizo sentir sus inspirados valses, y aplaudidos minuetes, en los pianos de Collart y Collart, o de Brodouet, que fueron los que ellos introducían al país.

Y las composiciones clásicas como su célebre miserere-mei, y sus misas, las tocaron en las iglesias, que en nada desmerecían de las renombradas de los mejores clásicos de Europa.

Los Tomkingson, los Stegman, los Downes, don José y don Juan en 1816, que la gente españolizó el apellido y los llamaban Obes, de donde salieron los Gelly y Obes, y los Herrera y Obes. Los Riardo Carlaisle (en 1822), don Diego Barton en 1805, y don Tomás Sillitoe en 1820, y Mr. Roberto Robertson.

Los Douguist, Mac-Lean, Brownell, Thwaites, Fair. Los médicos O’Ghan, Lesley y Brown, y tantos otros cuyos nombres se me escapan.

La mayor parte de éstos vinieron de Inglaterra para casas poderosas de comercio, y no como ahora, que solo vienen los dependientes, y los patrones se quedan allí...

Pero pasemos a otros acontecimientos con la descripción de las tertulias de las de Sáenz, en las que no faltaba el bastonero que arreglaba por tarjetas, muy solicitadas y concedidas, el baile próximo a ponerse. Este bastonero, que también celaba su manita en el piano, era un pariente de la casa, do apellido Arzac, hombre de buena pasta, que era bastante sordo y que decía que todo lo que tocaba ¡lo tocaba, de oído! Como también se admiraba de sí mismo, de haber estado en la batalla de Ituzaingó; y repetía a todo el que quería oirlo; "¡¡quién había de creer, che, que yo estuve en la batalla de Ituzaingó!!"... y por esto nos hacía entender a todos los muchachos, que las figuras que ponía en las contradanzas, muchas de ellas complicadas, las había aprendido en aquella batalla, y de aquellos hombres superiores, que después se llamaron los generales Paz, Mansilla, Lavalleja, Olavarría, Brandzen, etc, etc...

Qué mentir, ¿eh?... Pues la táctica que allí emplearon fué la de don Primitivo Barajas, la de arrimar fuerte y parejo, cada uno por su cuenta por el juramento de vencer o morir, que dió el triunfo de este día memorable para nuestra patria.

Pero si no hubo, propiamente hablando, general en jefe que sacara provecho de la victoria alcanzada, en cambio hubo sí, me digno de ella, en el poeta don Juan Cruz Varela, que a imitación del gran canto a Junín, de don José Joaquín de Olmedo, describió en magistrales estrofas las hazañas de este día memorable para los argentinos en los campos de Ituzaingó. Estrofas que no puedo menos de copiar algunas de ellas, para aquellos que no las conocen, pues estoy seguro que son los más.

Comienza asi:

"Las barreras del tiempo
Rompió al cabo profética la mente
Y atónita se lanza en lo futuro
Y la posteridad mira presente."

"O porvenir impenetrable, oscuro!
Rasgóse al fin el tenebroso velo,
Que ocultó tus misterios a mi anhelo,
Partióse al fin, el diamantino muro

Con que de mi existencia dividí
Tus hombres, tus sucesos y tus días."

Pero volvamos a los ingleses que me van a dar un buen contingente a estas observaciones, como deben suponerlo, pues vinieron con mucho dinero siguiendo al primer empréstito de 4 millones de pesos, que nos hizo Inglaterra con la mira (porque por lo sabido se calla), de acapararse el comercio de la España de la que nos emancipábamos.

Mr. Woodbine Parish, el ministro inglés, que hizo el tratado de comercio con la cláusula aquella de ¡¡la nación más favorecida!! y que (qué diablo fué el inglés) nos reconocieron como nación independiente de los reyes de España, tuvo aquí un hijo, Franc, que casó con una linda mestiza de las de Miller y Balbastro—porteño que hoy se hace (como todos estos infieles a su patria), súbdito de la reina Victoria, en vez de hombre libre de una sección americana que alumbra el sol esplendente de la libertad. (¡Según los poetas!)

Pero estos diablos de ingleses que se enamoraron de las criollas, sufrieron por partida doble (que traían ya en sus libros de negocios) las penas de San Clemente.

En primer lugar, porque todas las muchachas tenían ya novios del país a la vista, y no como ahora que con la, crisis, ni a la vista tienen uno; y ellos, los ingleses que venían con el riñón bien cubierto, figura gráfica, invención de Mariano Billinghurst, que quiere decir que venían con mucha miñoca, tenían, igualmente, el inconveniente de que ni jota entendían de lo que les decían. Pero como el amor es tan socorrido y tiene tantas arterías, al fin llegaron a entenderse con ellas; no con las mamás que los tenían por herejes, que se iban a condenar, y por esto no podían casarse con las criollas que eran católicas y apostólicas romanas. No los dejaban entrar a las casas, y en muchas de ellas pusieron un criollo fiel (un negro) en la puerta con un buen zurriago para que las cascara de lo lindo, si intentaban pasar por la vereda.

Sin embargo, hubo entre ellos uno más diablo que los otros, que se dejé de andar por las ramas y se fué al tronco. Lo nombraré, porque el caso es uno de los más aplaudidos de aquel tiempo inolvidable en que al pan le llamaban pan, y al vino, vino; y de que me acuerdo como si fuera ahora mismo.

Fué este héroe mister John Tompson, el primer marido (porque en segundas nupcias casó con Mr. Mandeville, francés) de la espiritual señorita doña María Sánchez, casamiento a que se oponían sus padres por achaques de religión, pues siendo judío el inglés se iría al infierno la niña.

Pero el inglés que no era lerdo, parodiando al duque de Buckingham con Ana de Austria, se entendió con el aguatero de la casa, pues, como es sabido, en esos tiempos, no había aguas corrientes, ni pestes; y tomando su traje y pintándose la cara de sucio, para que la mamá (todas las criadas, como sucede, estaban en el secreto) no lo conociera, entraba a la casa a distribuir y llenar el baño para su Dulcinea, que lo esperaba con cariñoso anhelo, a recoger una miradita siquiera, del rubio inglés, y darle un pellizco de esos que daban entonces a manera de cariños, como para advertirles que no se desmandaran diciéndoles algo que diera al traste con el recurso inventado.

¡Y dicen que ahora las gentes son tan vivas y tan diablas! Pero al impedimento, vino la corte romana, que le sacó al inglés unos buenos pesos para misas; y lo dispensó de irse al infierno, abriéndole las puertas del cielo, concediéndole la mano de la brillante porteña que recibió por partida doble también, al inglés y a los pesos, regalándole él una manzana de casas, esquina, de Florida y Cuyo, al norte, y de Cangallo y San Martín, al sud —a los cuatro vientos del cuadrante. La prenda merecía esto y mucho más. ¡Qué ejemplo para nuestra actual generación, en que tan cambiados están los roles!

Este enlace fué suntuoso, y fueron el fruto de unión tan deseada el literato don Juan Tompson, que obtuvo un puesto distinguido en las letras y en la academia española, y varias hermanas que figuraron como matronas en la culta sociedad de aquellos tiempos.

Pero sigamos con mis ingleses, que no los suelto a dos tirones, por ser bocado sabroso que me va a dar abundante tela para mi obra empezada.

Como esos que he nombrado andaban alborotados, según la expresión de mi querida amiga doña Brígida Castellanos, a la vista de tanta linda criolla de ojos y cabellos negros como en noches tempestuosas, les referiré como, en agradecimiento a las muchas atenciones recibidas, dieron un gran baile, poniéndose a la cabeza Mr. Robertson para corresponder así a los obsequios y agasajos de la sociedad a que pretendían incorporarse.

Tomaron para el efecto el patio que entonces llamaban de las Rancherías, donde hoy está el Museo, frente a la plazoleta del mercado viejo, que formaba parte del colegio de los jesuítas; y preparándolo regiamente con todo lo confortable del hogar inglés, dieron la fiesta, que fué de tanto lujo y tuvo tal resonancia, que repercutió en Londres, y hasta el Times dió cuenta de ella, cuya relación no transcribo porque, desgraciadamente, se me ha extraviado el recorte. Y esto no es mentira, por más que muchos lo crean así, cuanto porque en el libro 9° de historia del doctor Vicente F. López lo referirá con los colores del iris de su paleta de brillante historiador, lo que me releva a mí de hacerlo.

Pero sí puedo contarles, porque es de pública voz y fama, que entre otras originalidades y bellezas del tocador de las damas, encontraron en el ravissante toilette, y lo digo en francés para que lo entiendan mejor (los que lo sepan), una gran cantidad de preciosos zapatitos de baile, de raso blanco, para el caso de que alguna señora, o señorita, necesitase cambiar los que llevaba. Pero como eran tan lindos, al fin de aquella noche inolvidable hubo una repartición general, y se los llevaron todos entre los numerosos obsequios, de dulces y de flores, con que se despidieron ellos de sus novias, pues de allí salieron muchos enlaces, que hoy conocemos, por los nombres extranjeros de las familias al presente.

En mi casa estuvieron guardados entre las monadas por mucho tiempo, pero no colgados en las paredes como hacen ahora, hasta con los platos, las fuentes, etc...

Entonces las families tenían estos lujos de vajillas de oro y de la China guardados en sus alacenas para los días clásicos, de santos; pero no de nuestras, como ahora, en las bandolas para la venta...

Y ya que toco este tópico, quiero llevarlos a la que fué la mansión lujosa de nuestro lord inglés, como le decían al señor don Miguel de Riglos, que tenía de, propio y no sobrepuesto.

Habitaba en su casa propia en la plaza de la Victoria, donde se vé esa gran balconada al lado de lo que fué, hasta hace poco, la policia, que estaba arreglada con un lujo y un confortable deslumbradores; sedas, tisús, muebles dorados, y todo... ¿Y el comedor? (que es lo positivo) en donde se daban los más suntuosos banquetes! La vajilla, los cuchillos de los postres, eran de oro y de plata. Ninguno sabía mejor que el señor Riglos hacer los honores de semejantes fiestas.

Intimo amigo de mi señor padre y de mi tío, el señor don Gregorio Gómez, con quien había ido a Inglaterra en misión del gobierno, lleváronme varias veces a estas fiestas atrayentes que se quedaron grabadas en mi imaginación de niño, y que me han servido después para tener buen gusto y apreciar todo lo bello, pero no todo lo mucho como algunos zonzos o inocentes lo creen. Pues estoy a pie juntillo con Brillat Savarin, que dice: Dime cómo comes y te diré quién eres.

A esta balconada iban Manuela Rozas y Juanita Sosa, a ver salir la gente de las funciones de la patria, desde que este distinguido caballero, este ser, el más culto, si los había, sufrió resignado la tremenda tiranía de Rozas, sin poder abandonar el país; y de miedo, se hizo federal neto. E1 tirano lo nombró cuando vino la época de la calma en la que, Agustina Rozas y Manuela, su hija, imperaron en su espíritu, defensor de pobres y de menores, de la catedral al norte, época de felicidad y bonanza para todos; pero de decadencia para el señor Riglos, que empezó a entristecerse y a declinar, hasta terminar sus días en el seno de sus amigos (después de la caída de Rozas), rodeado de las consideraciones de cuantos le conocieron, y sentido hasta no mas. Murió joven para aquellos tiempos, pues sólo tenía 75 años de edad, ¡nada más!

Pero no sólo vinieron ricos homes de Alcalá, sino también industriales, y se estableció la primera sombrerería, por Mr. Pudicomb (en la esquina hoy de Piedad y San Martín), donde fué la armería de Bertonet y actualmente casa de lunch norteamericana.

Los primeros sombreros ingleses que vinieron decían en el fondo — water-proof — es decir, a prueba de agua, pero al primer aguacero que todos deseaban que les cayera encima, se los llevó el diablo, como a los del país, y fué necesario llevarlos de nuevo a planchar. ¡¡Y crea usted en el water-proof!!...

Con esta casa de sombreros, se introdujeron simultáneamente los dolores de cabeza, pues en el empeño de todos por andar con la galera inglesa, se tomaban aun chicas, y como no había, entonces, esas máquinas para tomar la forma de ésta, se hacían insoportables por mucho tiempo, hasta que con el uso y la traspiración se amoldaban ellos mismos.

Mientras tanto las gentes andaban cabeceando, y muchos con el sombrero en la mano, por el calor "decían", pero en realidad, por lo que les atormentaba el inglés.

La zapatería que también se estableció, llamó mucho la atención. No recuerdo en este momento el nombre del inglés, su dueño; pero se hacía notar por un enorme tigre que había en la puerta y que tenía en sus garras un zapato en actitud de romperlo, y un papel en la frente que decía así: "Con esa fuerza lo romperás, ¿pero descoserlo? ¡Cuando!"

Después, vino la sastrería de Dudignac y Lacombe, que se situaron frente a la casa, hoy, del señor don Andrés Lamas, y fueron los sastres de Rozas y de Quiroga. Pero estos episodios y otros más los dejo para el capítulo siguiente.

  1. Véase la nota núm. I al final.