Las armonías
Los pinos son las arpas del desierto
que, entregando a los euros su ramaje,
dan a la soledad largo concierto
con un eco monótono y salvaje.
Que allí donde sin flores se ostentaba
naturaleza triste, inculta, fiera,
de ese arrullo feroz necesitaba
para que entre peñascos se durmiera.
Y a la voz general de todo el mundo
que alaba al Hacedor con sus cantares
debía responder eco profundo
de pinos y de abetos seculares.
Del mar que cruza el hombre en su osadía
escuchemos la voz atronadora;
¿conocéis de las olas la armonía?
¿Ruge el mar o suspira? ¿canta o llora?
Esa tremenda voz es la primera
que dio cuando el gran Ser lo refrenara,
y una valla de arena le pusiera,
que, sin poder salvarla, la besara.
Suspira, pues, besando las arenas,
como esclavo infeliz de sangre hirviente
que mira con tristura sus cadenas
teniendo un corazón libre y valiente.
Y una vez las rompió: fue cuando el hombre
quiso pasar su vida en una orgía,
y olvidando de Dios el santo nombre
ídolos de metales se fundía.
Y adoraba becerros y serpientes,
asquerosas harpías y dragones,
que esos eran los dioses indecentes
que alzó en el muladar de sus pasiones.
Y llevó a la mujer a que los viera
manchada con los besos del delito,
con el Pecho desnudo cual ramera,
próxima a dar a luz fruto maldito.
Dijo Dios: «Pruebe el mundo mis rigores»,
saltó el mar, y sorbiose los jardines,
y mujeres desnudas y amadores,
y las galas de orgías y festines.
Rujió entonces con furia y con encono,
y acordándose a veces de aquel día,
se agita en tempestad, y vuelve al tono
del bramido infernal que despedía.
¡Voz del agua que riega el fértil suelo,
tú tienes armonías puras, leves,
cuando cubre el invierno tierra y cielo
con perezoso manto de sus nieves!
Tú aconsejas quietud tan recogida,
que al murmullo que formas sobre el techo
del sueño majestuoso de la vida
goza el mortal en abrigado lecho,
Si llega a dispertar, con tu sonido,
la halagas otra vez, le das contento,
sabrosamente encantas el oído,
y el párpado se cierra soñoliento,
esa voz funeral de la campana,
que resuena en el alto monasterio,
da sinfonía tétrica y lejana
con los más graves tonos del misterio.
Cantora de sepulcros y desiertos,
marca el instante mismo de agonía,
es la plegaria triste de los muertos
y el suspiro que el mundo les envía:
Sarcasmo del placer que hemos buscado,
nos indica del tiempo el raudo vuelo,
y hundidos en la sima del pecado
nos obliga a mirar el alto cielo.
Sonido de la brisa que traviesa
va jugando entre lirios y espadaña,
susurro del insecto que los besa,
murmullo del arroyo que los baña,
gorjeo de avecilla que enamora,
canto del ruiseñor que penas calma,
vosotros sois la música sonora,
que extasia el corazón y es dulce al alma.
Mas cuando airado Dios omnipotente
nubla ese, cielo de zafir sereno,
y le presta la luz del rayo ardiente,
por el espacio retumbando el trueno,
esa voz de terrible fortaleza,
es un grito de enojo al hombre reo,
para el justo una de grandeza,
y una lección de fe para el ateo.