Las armas del arcángel

​Las armas del arcángel​ de Emilia Pardo Bazán


Viendo desde el alto Empíreo cómo la iniquidad crecía sobre la tierra, el arcángel San Miguel se quemaba, literalmente, de indignación: su cuerpo era una brasa, su cabellera rubia un sol irritado.

-Señor -suplicó-, permíteme combatir la iniquidad.

Entre nubes de ópalo apareció la amorosa faz de Cristo, y su sonrisa irradió como cifra de la bondad suprema.

-Ve -respondió- sin armas.

¿Desarmado? El batallador no comprendía. Las armas eran su orgullo, su pasión. Y meditando en la extraña orden recibida, se lanzó hacia otras regiones del cielo. Un hombre demacrado, vestido de sayal, se cruzó con él. Miguel le detuvo.

-¿Qué piensas de esta orden, hermano Francisco? La medida se ha colmado, el vaso de la ira rebosa; yo siento arder mi sangre; conviene que descienda a cumplir mi antigua misión de exterminio. ¿Cómo la cumplo desarmado? Sin duda ésta es una prueba a que me someten; esto encierra un arcano, y quisiera saber...

Francisco no sacó las manos de las mangas, ni alzó la cabeza sumida en la penumbra de la capucha. Con su hermosa voz musical, limpia y vibrante, de trovador, murmuró:

-Ve desnudo.

Y siguió su camino, sin añadir otra palabra.

Miguel quedó en mayor confusión. Como nadie ignora, el Arcángel, general de las milicias celestes, es un modelo de elegancia guerrera. Con las ricas piezas de su cincelada armadura hacen juego las sedas joyantes de sus túnicas, los brocados de sus mantos, las flotantes garzotas y rizados plumajes de sus cimeras, los broches áureos de sus botines. ¿Desnudo? Eso es bueno para Francisco, el del remendado sayo ceniciento, vestidura de siervo y de mendicante. El radioso Arcángel, el caballeresco paladín de la ardiente espada, ¿qué aventuras puede acometer sin armas y sin galanos arreos?

Y el Arcángel volvió ante el Trono y exoró a Cristo nuevamente.

-Soy un combatiente, Señor... Sin armas no sé pelear.

-Hágase como deseas -consintió el Hijo del Hombre.

Miguel, intrépido, hirviendo en entusiasmo generoso, voló a revestirse lo mejor de su arsenal y a convocar sus huestes. No es la armadura de Miguel de esas pesadas y férreas medievales, ruidosas al moverse, como la del otro paladín San Jorge. Al contrario: se distingue por la ligereza, la gracia, la solidez exquisita de su materia y de su forma, y aparentemente desdeña proteger el noble cuerpo. La gola no oculta el cuello torneado; el peto y espaldar son dos joyas, delicadas como tales; el yelmo deja desbordarse la fluida cabellera, y el broquel apenas abarca la comba del gallardo pecho. Lo único terrible es la espada, de puño de rubíes y hoja de llama viva, ondeante, serpeante; aquella misma hoja ante la cual huyeron del Paraíso, corridos y afrentados, el padre Adán y la madre Eva...

Bien ceñido, grave y tremendo, llevando en la mano el vaso de la cólera, seguido de sus legiones, Miguel hendió los aires para bajar a la pecadora tierra, que veía envuelta en siniestra, turbia nube, y donde el vicio y la impiedad ascendían en marea amarga. El ritmo de su vuelo, las grandes alas de nevada pluma cortando el espacio azul, son señalados por los ignorantes astrónomos, ya como el paso de un cometa, ya como proyección de luz de un astro desconocido. Y es el Arcángel, que rectamente se desploma sobre una babilónica ciudad.

La humanidad bulle en ella como denso hormiguero, revolviéndose entre el limo de la miseria y el cieno del pecado. En los fétidos barrios pobres, en los amplios barrios opulentos, la misma impureza, el propio egoísmo, la sórdida codicia, el negro odio, la incolora indiferencia.

Y Miguel, exhalando su grito de combate, animando a los celestiales soldados, se arrojaba al asalto, blandiendo la lengua ondulosa de llama, vertiendo el cáliz de la ira. Acordábase de otros descensos semejantes sobre legendarias ciudades asiáticas, con obeliscos, hileras de esfinges y avenidas de palmeras, y sentía el mismo furor de justicia, el ansia de barrer y extirpar a la empedernida raza que ni aprende, ni se enmienda, ni se humilla, ni llora...

Y notó el Arcángel que las humanas hormigas contra quienes blandía su espada no morían; apenas leve quemadura marcaba en su piel la llama rubí de la hoja. En vano Miguel descargaba tajos y reveses; en vano respiraba destrucción; los mortales se estremecían un momento bajo el cauterio, y volvían a sus intereses, a sus goces, a sus traiciones. Por primera vez en su vida de Arcángel Miguel dudó de la eficacia del castigo, y adivinó que ahora las almas eran más duras, las epidermis más insensibles, el mal tenía raíces más complicadas y hondas...

Entonces se acordó del mandato que había eludido cumplir, y volviéndose hacia sus soldados les dio el ejemplo de envainar la espada, desceñirse el tahalí, soltar el broquel, descubrir la cabeza despojándose del yelmo. Ya inermes, las legiones de ángeles se disolvieron entre la multitud, en son de paz, exhortando, aconsejando, interesándose por aquellos malvados a quienes quizás faltaba ocasión de ser un poco mejores. Y según los ángeles se acercaban a los inicuos, la iniquidad disminuía, como mengua el limo de un pantano al derramarse sobre él la luz solar. La dureza de los corazones se ablandaba; un poco de amor flotaba en el aire impuro, saneándolo y halagando la frente del Arcángel.

Y éste recordó el consejo del pobre del sayal; y como se había desnudado las armas, desnudose las galas, cuanto podía recordar su estirpe y su magnificencia. Vistió lo más humilde: el ropaje de los que penan para vivir en el mundo. Apenas lo hubo hecho, sintió gran alegría: suelto, seguro, libre, se mezcló más de cerca a la humildad, sintió mejor sus necesidades y sus dolores; recogió abundante cosecha de almas; hizo florecer compactamente bondad y fe, y a su alrededor la hermosura de los arrepentimientos brotaba y cundía, al modo de los ramajes y las frescas plantas silvestres después de las lluvias primaverales...

Satisfecho de su obra, Miguel el Arcángel subió al cielo, victorioso, a dar cuenta de sus triunfos...

«Todo lo conseguí», exclamó, postrándose desnudo y sin armas ni defensa...

Y entre nubes de ópalo, la amorosa faz de Cristo se mostró a él; y la boca divina, cárdena, envuelta en sombras de dolor y de martirio, pronunció:

«Cuando vuelvas allá, además de inerme y pobre, ve herido, ve ensangrentado.»

Y el del sayal, que allí cerca oraba con las manos juntas, se las enseñó a Miguel. Vertían sangre: el amor las había atravesado con clavos gruesos.