Las Maravillas Del Cielo
de Roque Gálvez y Encinar
Capítulo VI.


CAPÍTULO VI.


Mucho había complacido á los niños la conferencia de la noche anterior, que les permitía apreciar la grandeza y magnificencia de nuestro sistema planetario; pero lo cierto es que sentían verdadera impaciencia por contemplar á través del anteojo astronómico esa plateada Luna, que tan dulcemente ilumina las noches de nuestro globo. ¡Cuántas veces, antes de tener noticia alguna acerca de la naturaleza de ese astro misterioso, se habían preguntado en qué consistirían esas manchas que le dan una vaga semejanza con un rostro humano, y de dónde procedería su blanca luz, parecida á la de las bombas de cristal esmerilado, en cuyo interior brilla una llama de gas! Adela se había inclinado siempre á creer que era una gran esfera de hielo ó de cristal; Luis sabía ya que era un astro pedregoso, pero conocía pocos pormenores de ese misterioso mundo, tan cercano al nuestro, y, sin embargo, tan diferente de él.

Poco después de terminada la cena, subió D. Alberto con los niños á la azotea que les servía á la vez de cátedra y de observatorio.

—Anoche —les dijo— os indiqué ya que habíamos de consagrar la conferencia de esta noche á tratar de la Tierra en que habitamos y de su satélite la Luna. Voy, pues, á deciros algo sobre nuestro mundo, aunque en esto me propongo ser muy breve, pues sólo he de hablaros de él desde el punto de vista astronómico.

Ya os he dicho en las conferencias anteriores que la Tierra es una estrella como cualquiera otra de las que vemos brillar en el espacio, que pertenece al número de las que están apagadas y carecen de luz propia, por lo que tiene que limitarse á reflejar la que le envían los demás astros, principalmente el Sol, y que forma parte de la serie de planetas que giran en torno de éste. La Tierra efectúa su movimiento de rotación en veinticuatro horas y en la dirección de Occidente á Oriente, y esta es la causa de que nos parezca que todos los astros dan una vuelta completa al cielo en dirección contraria y en el espacio de un día.

—Nuestro mundo dista del Sol, por término medio, 148 millones de kilómetros, y describe en torno suyo una órbita casi circular. Su mayor Proximidad del astro del día tiene lugar el día 1.º de Enero, en que la distancia es de 144 millones de kilómetros, y su mayor alejamiento el 1.º de Julio, en que esa distancia se eleva a 152 millones.

—Siendo así —dijo Luis— ¿cómo es que sentimos más calor en Julio que en Enero, cuando debía suceder lo contrario, por estar en el invierno más próximo al Sol?

—Es muy sencillo—respondió D. Alberto;— porque mientras en el hemisferio septentrional de la Tierra es invierno, en el meridional es verano; de modo que aunque el día 1.° de Enero suele ser de frío para todos los países situados al Norte del Ecuador, es de calor muy intenso para todos los puntos de la Tierra, situados hacia el Sur, entre los que cuentan el África y América australes y la Oceanía. Por esta razón, los veranos y los inviernos en los países meridionales son más extremados que en los del Norte, y mientras aquí, por ejemplo, sentimos un fuerte calor á principios de Julio, en los países del hemisferio austral se experimenta un frío más riguroso que el de nuestros inviernos.

Las diversas estaciones, primavera, verano, otoño é invierno, son producidas porque el eje de rotación terrestre presenta una inclinación de 23 grados sobre el plano de la Eclíptica, ó sea sobre el de la órbita terrestre; de modo que los rayos solares dan de lleno ú oblicuamente sobre los mismos puntos de nuestro globo, según la posición que éste va ocupando en el transcurso del año que invierte en su movimiento de traslación Si en un momento dado pudiésemos hallarnos en el punto de la órbita terrestre diametralmente opuesto al que en aquel instante recorriera nuestro mundo, distaríamos de él 288 millones de kilómetros, y le veríamos como una estrellita pequeña y brillante, que iría poco á poco aumentando á nuestra vista si permanecíamos en el mismo punto de observación, de modo que al transcurrir tres meses presentaría ya un tamaño aparente igual al que nos ofrece Marte. Si seguíamos inmóviles dejando que la Tierra se aproximase á nosotros en virtud de su movimiento de traslación, pronto la veríamos tan grande y brillante como á Venus en las épocas de su mayor proximidad. En los últimos veinte días se iría aumentando progresivamente su disco, y, por fin, cuando sólo faltasen veinticuatro horas para que pasara por el punto que ocupábamos, sería ya casi tan grande como la Luna, Doce horas después su tamaño aparente superaría al de este astro cuando aparece sobre el horizonte, y en las últimas horas iría creciendo con espantosa rapidez; pero podríamos seguir abarcando su disco con la vista hasta que sólo faltase un cuarto de hora para que llegase á donde nos hallábamos. Desde ese momento se engrandecería hasta llegar á cubrir todo el cielo, y suponiendo que pasara á nuestro lado sin tropezarnos, apenas podríamos formarnos idea de su superficie, porque no emplearía sino siete minutos en deslizarse ante nuestra mirada de un extremo á otro; es decir, que podríamos hacernos la ilusión

de que viajábamos por ella con una velocidad que
Fotografía directa tomada de la Luna en el cuarto creciente del astro.
se acercaría á 30 kilómetros por segundo; medio

de viajar muy rápido, sin duda, pero nada divertido pues no habría tiempo para que se fijase imagen alguna en nuestra retina, y nos parecería estar en el centro de un vertiginoso torbellino. En seguida se alejaría el monstruoso astro en dirección opuesta, y aunque seguiría cubriendo el cielo durante algunos minutos, al cabo de un cuarto de hora ya se habría alejado lo suficiente para que pudiésemos abarcar su disco de una ojeada. No hay que decir que veríamos fácilmente en su superficie los mares como manchas obscuras, y los continentes como extensiones más ó menos iluminadas, presentándose el mayor brillo hacia los polos. Por último, al cabo de una hora ya estaría nuestro planeta á 106.000 kilómetros de distancia; á las doce horas nos parecería poco mayor que la Luna, y pocos días después volvería á ser una estrella cuyo disco iría empequeñeciéndose más y más.

El diámetro de nuestro planeta es de 12.730 kilómetros, y su peso de cinco á cinco veces y media mayor que el del agua; de modo que todo el globo viene á pesar como si estuviese constituído por mineral de hierro, lo que parece demostrar que hacia el centro hay grandes masas de sustancias muy pesadas. Quizás por efecto de la ley de gravedad se habrán refugiado allí el oro y el platino, que tan rara vez y en tan cortas porciones se presentan en la superficie. El peso total de nuestro globo asciende á cinco cuatrillones y 865.000 trillones de kilogramos. En cuanto á la atmósfera, su peso viene á ser algo más de la millonésima parte que el del resto del mundo (6.263 trillones de kilogramos).

Los dos movimientos principales de la tierra son: el de rotación en torno de su eje en veinticuatro horas, y el de traslación alrededor del Sol; pero no son éstos los únicos, pues el Sol la arrastra hacia la constelación de Hércules; la Luna ejerce también sobre ella una atracción no insignificante, y Venus, Marte, Júpiter y Saturno, sobre todo estos tres últimos, cuando unen su acción atractiva, perturban más ó menos el trazado de su órbita. El eje terrestre, que se supone pasa por los polos, está inclinado 23° 28' sobre la Eclíptica, y esa inclinación produce el cambio de estaciones y la diferencia de duración entre el día y la noche. Si el eje terrestre fuera perpendicular á la Eclíptica, y ésta, por consiguiente, viniera á confundirse con el Ecuador, la tierra gozaría una primavera perpetua.

Tiempo es ya de que hablemos de la Luna, que hace el papel de edecán ó ayudante de órdenes de la Tierra en el incesante viaje por ésta ha emprendido á través del espacio. Esta noche se encuentra en excelentes condiciones para ser observada, pues ha llegado á más de la mitad de su cuarto creciente, y así se distinguen con mucha precisión detalles que son más difíciles de apreciar cuando vemos todo su disco, ó, como se dice vulgarmente, hay luna llena.

Antes de comenzar nuestras observaciones, os

daré algunos datos acerca de nuestro satélite.
La Tierra vista desde la Luna. (Panorama ideal.)
Dista la Luna de nosotros, por término medio,

384.000 kilómetros, ó sea de 68 á 69.000 leguas de las de 20 al grado. Esta distancia viene á ser igual á treinta veces el diámetro de la Tierra, y aunque á primera vista parece muy considerable, no lo es, si se tiene en cuenta que un tren express, marchando con velocidad de 90 kilómetros por hora (los hay que caminan más de prisa), tardaría sólo seis meses en llegar á la Luna, y una bala de cañón, si pudiese conservar siempre la velocidad de 500 metros por segundo, haría ese viaje en menos de nueve días.

Relativamente, pues, á las enormes distancias que separan entre sí los astros, podemos decir que la luna está muy cerca de nosotros. En cuanto al tamaño aparente á que la vemos desde aquí, se ha calculado que se necesitarían 355 lunas, colocadas una á continuación de otra á modo de rosario, para ocupar todo el cielo, desde el punto del horizonta en que sale, hasta aquel bajo el que se pone.

La Luna tiene un diámetro de algo más de 3.400 kilómetros (sobre tres veces y media menor que el de la Tierra), y su circunferencia viene á ser de 12.000 kilómetros. El volumen de la Luna es cuarenta y nueve veces menor que el de la Tierra, y su peso absoluto, ó mejor dicho, su masa, ochenta y una veces menor que la de nuestro globo, de modo que los materiales de que se compone la Luna son bastante más ligeros, ó en términos vulgares, están más esponjados. Esta circunstancia, unida á la poca masa de nuestra satélite, hace que el peso en su superficie sea más de seis veces menor que en la de la tierra; de modo que, mientras en nuestro mundo un cuerpo abandonado en el aire cae durante el primer segundo próximamente cuatro metros y nueve decímetros, en la Luna apenas cae 80 centímetros. De esta relativa debilidad de la fuerza atractiva en la superficie de la Luna se siguen resultados sumamente curiosos. Un hombre de regular estatura y corpulencia pesa en nuestro globo seis arrobas; pues bien, si pudiera ser trasladado á la superficie de la Luna no pesaría más de 10 kilogramos. A la inversa; si pudiésemos ir al suelo lunar y nuestros músculos tuviesen la misma fuerza que ahora, al levantar un pie para dar un paso, adelantaríamos más de cinco metros, nos elevaríamos con fácilidad á doble altura, y la caída desde el balcón de un piso sotabanco no nos causaría un choque demasiado fuerte contra el suelo. Sentiríamos una ligereza extraña, como si estuviésemos huecos, y nuestra agilidad se multiplicaría maravillosamente: en cada hora podríamos andar seis leguas sin cansarnos, y nos bastarían doce horas de camino para llegar desde Santander á Madrid. Nuestra velocidad en la marcha, á buen paso, pero sin fatigarnos, sería la que ordinariamente suelen tener los trenes mixtos, y la carrera vendría á ser una serie de saltos gigantescos en que nuestros pies apenas tocarían la tierra. En tales circunstancias el vuelo distaría de ser una empresa difícil.

La inclinación del eje lunar sobre la Eclíptica es

de unos cinco grados, de modo que las estaciones
Montañas lunares.
son en la Luna poco pronunciadas. Emplea este

astro sobre veintinueve días en su movimiento de rotación, y lo mismo en el de traslación alrededor de la Tierra, de manera que cada uno de los días lunares es casi un mes de los nuestros. Durante más de trescientas cincuenta horas permanece elevado el Sol sobre el cielo lunar, y la noche dura otro tanto. Todas las observaciones hechas hasta hoy coinciden en probar que la Luna carece de atmósfera, de modo que el Sol se verá sin rayos y otro tanto ocurrirá con las estrellas. En cuanto á nuestro globo, aparece desde allí como un astro magnífico, con un diámetro cerca de cuatro veces mayor que el que la Luna nos presenta á nosotros, y siempre inmóvil en el mismo sitio del cielo. Presenta también fases, que son complementarias de las que al mismo tiempo ofrece a Luna; de modo que cuando para nosotros hay Luna nueva, allí hay Tierra llena; cuando aquí vemos el cuarto creciente, allí ven el cuarto menguante, y así en todo. Como el disco de la Tierra, visto á distancia, es más de catorce veces mayor que el de la Luna, y al mismo tiempo su luz es mas clara (pues la de la Luna es comparable á la que reflejan las rocas grises ó negruzcas heridas por e Sol), el espectáculo que les ofrece nuestro globo debe ser hermosísimo, y muy espléndida la iluminación que proporcione á las larguísimas noches lunares.

Otra observación voy á haceros antes de pasar á las contemplaciones que habéis de realizar por medio del anteojo, y es que no conocemos más que la mitad de la Luna, pues como su movimiento de rotación dura lo mismo que el de traslación, nos presenta siempre la misma cara. Comprenderéis bien esto por medio de un ejemplo. Suponed que la luz que está en medio de la mesa del gabinete representa la Tierra, y uno de vosotros, que hace el papel de Luna, da vuelta alrededor de dicha mesa, con la vista fija siempre en la luz. Pues bien; cuando hayáis terminado de dar esa vuelta, habréis girado al mismo tiempo una vez sobre vosotros mismos, aun sin daros cuenta de ello. Al empezar la vuelta teníais la cara, mirando hacia el Este; al terminar la cuarta parte de ese pequeño viaje miraríais ya, hacia el Sur, y después hacia el Occidente; de modo que á la mitad del camino miraríais va en sentido diametralmente opuesto que al comenzarlo, ó lo que es igual, sin dejar de dar siempre la cara á la luz, que en esta comparación es la Tierra, habríais ido girando sobre vosotros mismos.

Hay, pues, un hemisferio lunar que nos es completamente desconocido, y desde el cual tampoco se ve la Tierra, aunque sí el Sol, durante catorce días y medio de los nuestros, para dar lugar á una noche de igual duración.

Acercaos ahora y observad á través del anteojo la superficie de nuestro satélite. Ante todo, miradlo cada uno de vosotros algunos momentos para tener una idea general; luego lo examinará Luis detenidamente para decirnos lo que observa más digno de atención, y luego tú, Adela, lo verás durante el rato que gustes.

Los niños se acercaron con ansiedad al telescopio
Paisaje lunar, ideal, con la Tierra en cuarto menguante sobre el horizonte.
y Adela, que fué la primera en gozar de aquel

espectáculo, lanzó algunas exclamaciones de admiración, que excitaron más y más la curiosidad de Luis. Llególe á éste su turno, y fué grande también su asombro. Tenía ante sí una Luna cuya extensión, notablemente aumentada, apenas podía abarcarse con la vista, y cuyo relieve se apreciaba perfectamente. Faltaban aún tres días para que la Luna estuviese en su lleno, de modo que no se veía sino una parte de su disco, pero con una precisión admirable y con una riqueza de detalles, que produjo en Luis una sorpresa y una alegría indescriptibles.

En la parte superior del astro (que realmente correspondía á la inferior, puesto que el anteojo astronómico invierte los objetos) vió Luis una multitud de pequeñas aberturas en forma de anillo, y casi en el polo otra de esas extrañas aberturas circulares, de que se veían muy bien los bordes y la sombra, y que tenía, relativamente, gran tamaño. Brillaba mucho, y de ella parecían partir una serie de radiaciones que se extendían en todos sentidos. Explicó todas estas particularidades á su hermana y á D. Alberto, y éste le dijo:

—Esa especie de aberturas á manera de anillo que tanto han fijado tu atención, son montañas. La Luna es un astro de configuración eminentemente volcánica, y en casi todas sus montañas hay cráteres ó grandes aberturas, por las que en los tiempos en que el astro estaba aún dotado de animación y vida, se derramaban al exterior oleadas de lava. En vez de ofrecer las montañas lunares la forma piramidal ó cónica de las terrestres, consisten en un ancho anillo, de gran altura á veces (se han medido muchas de 5.000 metros y algunas de 6 y 7.000), y que en su circo ó sea en el profundo valle interior que el anillo forma, presentan una elevación ó pico muy largo y estrecho, que recuerda las torres de nuestras catedrales góticas. Ese circo anular que tanto te asombra y que aparece hacia el polo Sur de la Luna vista con el anteojo, aunque en realidad está al Norte, es una gran montaña volcánica llamada Tycho ó Tico, nombré del notable astrónomo dinamarqués Tycho- Brahe, que hizo profundos estudios acerca de nuestro satélite. La altura de 7.000 metros á que llega esa montaña lunar, es menor que la de los más altos picos terrestres del Himalaya; pero si se tiene en cuenta que el radio de la Luna es cerca de cuatro veces menor que el terrestre, resulta esa montaña relativamente tan alta como una que llegase en la Tierra á 25.000 metros sobre el nivel del mar. Así y todo, sin embargo, las montañas de la Luna son relativamente mucho menos elevadas que las de Venus.

Las manchas obscurasquese observan en la Luna no son precisamente mares, aunque lleven ese nombre en los mapas (muy detallados y bien hechos por cierto) que se han trazado de nuestro satélite, sino antiguos cauces ó lechos de mares, pues faltando á la Luna atmósfera, no puede tener agua, pues no hay presión que la mantenga en estado liquido, ni pueden existir tampoco vegetales

ni animales sobre su desolada superficie. Debemos,
Paisaje lunar (de fotografía)
pues, considerar la Luna como un astro muerto,

en que no hay más que altas montañas y profundos valles; llanuras áridas, surcadas por ranuras perfectamente visibles al telescopio como grietas del terreno, y que tal vez son cauces de ríos extinguidos y profundos lechos en que en otros tiempos hubo océanos, y que hoy parecen valles interminables, cuya soledad nada turba. Tampoco habrá en la luna ruido alguno, faltando aire que transmita las vibraciones á nuestro oído en forma de ondas sonoras, y reinará allí, por consiguiente, un pavoroso silencio, de que no cabe formar idea. En cambio, la sequedad de la luz que ese astro recibe dará á los colores tonos duros y violentos. Allí no existen esas delicadas medias tintas ni esos matices intermedios que tanto halagan nuestra vista en la Tierra, gracias á la atmosfera que poseemos; allí los contrastes de sombra y de luz son siempre fuertes. una luz viva, o una obscuridad profunda; no hay término medio.

Ya os he dicho que se han trazado muy buenos mapas de la Luna. En ellos están marcados los antiguos mares, los continentes, las islas, los lagos vías montañas. Todo tiene su nombre, y los habitantes de la Luna, si los hubiese, quedarían admirados de lo bien que conocemos la geografía del único hemisferio que podemos ver en ese pequeño mundo.

—Pero aunque ahora no haya habitantes en la Luna, ¿no los habrá habido en otro tiempo?— preguntó Luis.

—Es muy posible, hijo mío, porque la Luna no es un astro en formación, sino un astro envejecido. Hubo una época en que ardía en el cielo con luz propia, lo mismo que el Sol; y entonces, aun teniendo la misma masa que ahora, ocuparía mucho mayor espacio. Después fué apagándose y enfriándose como lo está ahora nuestro mundo, en que el fuego se ha reconcentrado en el interior, y probablemente brotaron en su superficie plantas gigantescas; formáronse mares y ríos; empezaron a aparecer multitud de especies animales, y, por fin, algo semejante á la especie humana, sean los que fueren su forma y el desarrollo de su inteligencia. Esos seres ¿levantaron edificios, crearon ciudades, tuvieron naciones, conocieron la ciencia, el arte y la industria? No lo sabemos, ni será fácil determinarlo hasta que se construyan telescopios ó anteojos que nos permitan ver la Luna como si estuviese al alcance de nuestras manos.

Hoy, un habitante de la Tierra transportado á la Luna moriría por falta de aire y de agua, y, aun suponiendo que hubiera podido transportar algún fluido respirable, no podría resistir los rigores de la temperatura lunar, pues durante el día de trescientas cincuenta horas, el Sol, no suavizado por atmósfera alguna, enviará un calor espantoso, y en las interminables noches el frío llegará á ser mucho mayor que el de nuestras regiones polares.

Para terminar lo relativo á la Luna, os diré que, suponiendo que una serie de circunstancias casi imposibles de admitir determinasen su caída sobre

la Tierra, esa caída no sería repentina, sino que se
Paisaje lunar.
verificaría con mucha lentitud, pues en el primer

segundo no se acercaría la Luna á nosotros sino un milímetro y un tercio de milímetro, espacio que iría aumentando en razón de los cuadrados de los tiempos, ó lo que es igual , al cabo de diez segundos sería cien veces mayor; al cabo de veinte segundos, cuatrocientas veces mayor, y así sucesivamente. La duración total de esta caída sería algo más de cuatro días y medio, y en este tiempo la Luna avanzaría hacia nosotros unos 378.000 kilómetros, y la Tierra, á su vez, saldría al encuentro de la Luna, aproximándose á ella de 5 á 6.000 kilómetros, de modo que, en realidad, lo que habría sería un choque.

—¿Y cuáles serían las consecuencias de esa aproximación y caída de la Luna sobre nuestro mundo? —preguntó Luis.

—El primer día apenas se observaría nada de particular, pues la Luna no avanzaría sino algunos millares de kilómetros; pero en la noche del segundo día su disco estaría ya aumentado notablemente. En el tercer día las mareas se elevarían de tres á cuatro veces más que de ordinario y el disco lunar aparecería engrandecido en la misma proporción. En el cuarto día veríamos una luna veinticinco veces mayor que de ordinario; las mareas serían formidables y se notarían hasta en los ríos más pequeños; las aguas de los mares, en el momento de la elevación, dejarían en descubierto playas de extensión grandísima y se determinarían corrientes atmosféricas que darían lugar á vientos muy impetuosos. Por último, en el quinto día el aumento de tamaño del disco lunar se iría observando por momentos, y una hora antes de verificarse el choque la Luna ocuparía ya más de la sexta parte del cielo y eclipsaría la luz del Sol; de modo que si caía durante la mañana ó la tarde, el choque se verificaría en medio de las más densas tinieblas. En aquella sacudida formidable, la Luna, ochenta y una veces menos fuerte que nuestro globo, se haría pedazos; mas no por eso podríamos, cantar victoria, pues los mares de la tierra se vaciarían, precipitándose en gran parte sobre nuestro satélite; cambiaría el eje de rotación del mundo; el movimiento de traslación de nuestro planeta, ó se aceleraría, ó sufriría retraso, según la dirección del choque; en el primer caso, nos alejaríamos del Sol, y en el segundo nos aproximaríamos á él; y de todos modos, tan violenta sacudida elevaría la temperatura de la Tierra hasta ponerla candente como un ascua. Ya veis, pues, que aun resultando vencedores, sería bien poco agradable el choque con la Luna, pues no quedaría hombre que pudiese contar lo ocurrido.

Pero nuestra conferencia se ha prolongado hoy demasiado, y es tiempo de que hagamos punto final. Mirad durante un rato por última vez la extraña superficie de nuestro satélite, y retiraos á descansar con tranquilidad y confianza, pues el Supremo Hacedor ha calculado bien pus obras, y mantiene los mundos en sus órbitas sin que se altere la armonía con que ha establecido los movimientos de esas gigantescas esferas, que ante la

grandeza del que todo lo puede son menos aún
Aspecto de las montañas lunares.
que el grano de arena en la inmensidad del desierto

de Sahara, ó la gota de agua en el abismo de los mares.

Los niños siguieron con el mayor placer las indicaciones
Volcanes lunares.
de D. Alberto, y pasaron aun cerca de media hora examinando á través del anteojo la escabrosa superficie del melancólico astro de la noche.