Las Maravillas Del Cielo/III
A la siguiente noche, después de la cena, volvió D. Alberto á salir á paseo con los niños, y comenzó sus explicaciones en la forma siguiente:
—Ayer os hice notar la diferencia que hay entre el cielo y la atmósfera; pues mientras aquél es el espacio infinito en que están contenidos y se mueven los astros, la atmósfera no es más que una capa gaseosa que rodea á nuestro globo hasta cierta altura y forma parte del mismo. Compónese la atmósfera de dos gases que se encuentran en la tierra en gran abundancia, formando parte de gran número de cuerpos, y que son el oxígeno y el nitrógeno; además tiene vapor de agua y una cierta cantidad de ácido carbónico. La densidad de la atmósfera es mayor en los puntos bajos que en los elevados, y por consiguiente, en las hondonadas y valles pesa el aire más que en la cumbre de las montañas. Para medir estas diferencias de densidad se ha inventado el útilísimo aparato llamado barómetro, que por tenerlo en casa os es bien conocido. Cuando se sube á una montaña de gran elevación, se van dejando bajo nuestros pies muchas capas atmosféricas, que son las más pesadas, y por consiguiente, la presión ejercida por el aire sobre la columna de mercurio del barómetro va siendo cada vez menor, y por esto el mercurio sube. De este modo, y ateniéndose á las indicaciones de tan ingenioso aparato, se han podido medir con bastante aproximación muchas alturas.
—Entonces ya me explico cómo pueden calcular la elevación á que están los que suben en un globo— dijo Luis.
—Muy oportuna es tu observación, querido sobrino,
porque, en efecto, del barómetro más ó menos
perfeccionado se valen para ese fin los aeronautas,
que tal es el nombre que se da á los que
se elevan en globo á través de los aires. De seguro
habéis visto muchas veces estos aparatos, que se
reducen á una gran bolsa de tafetán barnizado,
henchida con gas del alumbrado ó con hidrógeno,
de modo que al dilatarse pesa menos que un volumen
igual de aire atmosférico, y por consiguiente,
se eleva hasta llegar á una altura en que
el peso específico de la atmósfera sea igual que el
suyo. Por lo general, los que suben en un globo
no alcanzan elevaciones mayores de 2.000 ó 3.000
metros; algunos llegan hasta 4.000, que es próximamente
la altura del pico de Muley Hacen, en Sierra Nevada, ó del Mont Blanc en Suiza, y á esa distancia de la superficie terrestre, aunque el aire está ya bastante enrarecido, aun se puede respirar sin grandes riesgos; pero los que han subido más, bien pronto han experimentado los inconvenientes de su osadía. En efecto, á los 5 ó 6.000 metros de altura sobre el nivel del mar la vida es ya difícil; porque la presión exterior ejercida por el aire sobre el cuerpo es muy débil, mientras
Ascensión de un globo aerostático. que la de dentro afuera se hace formidable; el corazón
palpita con mucha rapidez y violencia, se
sienten zumbidos de oídos y vértigos, y si se continúa
en tan intolerable situación, no tarda en brotar
sangre por la nariz, los ojos, la boca y los
oídos, y en perderse el conocimiento y aun la vida.
Algunos viajeros han llegado á subir, bien que por
poco tiempo, á 8.000 metros de altura, y han
experimentado todos esos accidentes; más de uno
ha pagado con la existencia su temeridad. Puede
asegurarse, pues, que la vida humana es imposible
á 8 ó 10.000 metros de altura de la tierra;
la muerte sobreviene entonces de un modo comparable
á una explosión. Lo contrario sucede con
los buzos que penetran hasta el fondo del mar;
aquí la presión del agua, unida á la del aire, se
unen para abrumar al atrevido explorador de las
regiones submarinas, y no hay quien pueda resistir
un minuto siquiera la permanencia á 100 metros
bajo el agua, aunque lleve aparatos que le
permitan respirar, pues se siente aplastado por la
mole que gravita sobre su cabeza y sobre todos
sus miembros. Aun los peces, constituídos para
vivir entre las olas, huyen de las grandes profundidades.
Lo mismo ocurre con las aves que tienden su vuelo en todas direcciones á través de la atmósfera; las grandes alturas son incompatibles con su vida.
—¿De manera—preguntó Luis—que no es posible atravesar toda la atmósfera en un globo hasta salir de la tierra? —Completamente imposible, á menos que ese globo fuese una bala de cañón, como pretende Julio Verne en una de sus más divertidas novelas. Con aparatos de tafetán no puede aspirarse sino á flotar á 4 ó 5.000 metros de altura, lo que ya es mucho, y en cuanto á la dirección, el viento decide: de modo que con seguridad se puede determinar la altura á que podrá llegarse, pero no el sitio á que se encaminará el globo, pues muchos que deseaban ir hacia el Mediodía, han ido al Norte ó al Oeste, y no pocos, dirigiéndose tierra adentro, han sido empujados por los vientos hacia el mar, y han sufrido la angustia de flotar horas enteras á poca distancia de las olas, hasta que han encontrado algún navío que los socorriera.
Recientemente se ha pensado en cambiar el plan de construcción de los globos, haciéndolos de forma muy prolongada, á manera de dos conos unidos por las bases, para que opongan al aire poca resistencia, y sustituyendo á la seda ó al tafetan placas metálicas muy delgadas; pero siempre, aun cuando por estos ú otros medios se resolviese el problema de dar dirección á esos aparatos, quedaría en pie la dificultad del aprovisionamiento de aire y el problema de la falta de presión exterior, mucho más grave todavía. De todos modos, la altura que alcanzan los aparatos aerostáticos permite ya hacer observaciones altamente curiosas. A los 1.000 metros de altura los ríos más caudalosos parecen hilillos de cristal, los más espesos bosques se ven como una mancha verdosa, las personas aparecen como puntos casi imperceptibles, y en resumen, todo el panorama de la tierra se presenta reducido como uno de esos lindos cuadros disolventes que habréis visto algunas veces en los teatros. No hay que decir que á medida que se sube se va ensanchando el horizonte en todos sentidos, observándose una particularidad, y es que la Tierra, en vez de presentar la convexidad con que desde aquí la vemos, resulta cóncava desde una gran altura, de modo que en los límites del horizonte parece que va elevándose hacia el cielo, mientras lo que está precisamente debajo del globo aparece hundido como el orificio de un embudo. Este fenómeno es una ilusión óptica, semejante á la que nos hace creer que el punto más alto del cielo es el que está sobre nuestra cabeza.
¿Veis la multitud de luceros que nos envían sus rayos á través del espacio y de la atmósfera? Todos, á excepción de cinco, son brillantísimos soles situados á enormes distancias de nuestro globo. Si cualquiera de esas estrellas se aproximara al mundo como lo está el Sol, tendríamos un día tan espléndido al menos como el que ese astro nos proporciona. Allá, en la dirección del Mediodía, centellea Sirio, la más grande de las estrellas que se ven en el cielo; pues bien: si llegase á colocarse á la distancia á que está de nosotros el Sol, no podríamos resistir su calor ni su brillo. Con deciros que es más de dos mil veces mayor que el astro del día, podréis comprender cuan temible sería su proximidad. Como débil mariposa que revolotea en torno de una luz y acaba por caer abrasada al pie del objeto de su adoración, así nuestro humilde planeta se reduciría á una colosal ascua, encendida por la inmensa llama de Sirio. El calor que recibiríamos de ese astro, si sólo le separasen de nosotros los 148 millones de kilómetros que distamos del Sol, sería de muchos millares de grados; toda la vida orgánica se reduciría á humo, el agua á vapores muy enrarecidos, los metales correrían por la tierra como ríos inflamados ó se volatilizarían también, la arena estaría convertida en vidrio en ebullición, y las más duras piedras, calcinadas por aquel fuego implacable, brillarían como rubíes encendidos. El astro cubriría completamente el cielo, y alumbraría tanto como 2.000 soles reunidos; pero aun suponiendo que quedase un testigo de prodigio tan espantoso (cosa imposible), sería sumamente difícil ver ese gigantesco sol, porque los mares, los ríos, los animales, los vegetales y todas las sustancias que pueden reducirse á vapor ó á humo, habrían ido á formar parte de la atmósfera, que sería muy densa y espesa; además, la Tierra, inflamada, brillaría tanto como el cielo.
—¡Qué cuadro tan terrible y al mismo tiempo tan grandioso! —dijo Adela impresionada.— Eso sería el fin del mundo. Y el sol que nos alumbra, ¿no podría dar lugar á una catástrofe parecida?
—Todo ese infierno que os he descrito en breves rasgos, se podría reproducir también si nos acercásemos al Sol dos mil veces más de lo que estamos ahora, y sin embargo, aun nos separarían de él cerca de 80.000 kilómetros; esto es, sobre siete veces el diámetro de la tierra. Ya veis, pues, que conviene mirar muy de lejos esos hermosos luminares que ahora brillan con tan serena dulzura en el silencio de la noche.
Os dije antes que todas las estrellas que vemos desde aquí, á excepción de cinco, son soles, y ahora debo daros sobre este punto alguna explicación. Antiguamente se dividían los astros en fijos y errantes, llamándose á estos últimos planetas; pero hoy es ya indudable que todos se mueven, y por tanto, esa división no se funda en la verdad. En cambio, se sabe también que unos están encendidos ó tienen luz propia, por lo que se les llama soles, y otros están apagados y sólo reflejan la luz con que algún astro les baña; estos últimos reciben el nombre de planetas. Esta última denominación se les aplica especialmente porque giran en torno de algún astro, que es el que los da calor y los ilumina: por esto se dice que la Tierra es un planeta del Sol. Las cinco estrellas á que antes me he referido son también planetas de nuestro sol, y se llaman Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Puede mirárselos á simple vista; los dos primeros á la caída de la tarde ó al amanecer, según las estaciones, y los últimos durante toda la noche.
Los planetas pueden tener satélites, que son astros más pequeños y también apagados, que giran en torno suyo y les siguen en su marcha incesante por el espacio. La Luna es un satélite de la Tierra.
—Ya he oído yo decir esto en la escuela y ende explicarme es por qué vemos la Luna tan grande como el Sol y mucho mayor que las estrellas, cuando es mucho más pequeña que esos astros.
—Fácilmente lo comprenderás cuando te fijes en que el tamaño á que vemos los cuerpos depende en gran parte de la distancia que les separa de nosotros. Si colocas ante tus ojos y cerca de ellos una mano extendida, dejarás de ver los objetos que están al otro lado, el cielo, las personas, los montes, los árboles, los edificios..., y sin embargo, tu mano es más pequeña que todas estas cosas. Un objeto pequeño, visto desde muy cerca, parece mucho mayor que otro muy grande visto á gran distancia. Ya os he dicho que las dimensiones de Sirio son dos mil veces mayores que las del Sol, sin embargo de lo cual, le vemos muchos millares de diámetros más pequeño, porque la distancia que nos separa del Sol es de 148 millones de kilómetros, mientras Sirio está á millones de millones de kilómetros de nuestro mundo. La Luna tiene un volumen inferior al del Sol sesenta y dos millones y medio de veces, y su diámetro es como cuatrocientas veces más pequeño que el del astro del día; pero como está al mismo tiempo cerca de cuatrocientas veces más próxima á la Tierra, nos parece á simple vista casi tan grande como el Sol. Si este astro estuviese á la misma distancia de nosotros que la Luna, nos enviaría un calor de muchos millares de grados, y su disco cubriría todo el cielo visible desde cada hemisferio; ¡como que habría aumentado en más de ciento cincuenta mil veces el tamaño que aparentemente nos presenta ahora!
A la inversa, si la Luna se alejase de nosotros hasta llegar á la distancia á que el Sol se encuentra, su tamaño aparente se reduciría de tal modo,
La Tierra en el espacio.
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El mundo que habitamos nos parece inmenso, y ciertamente, comparado con cualquiera de los objetos que podemos contemplar de una ojeada, ó con el horizonte más extenso que abarquemos desde una colina, es grandísimo. Desde el Sol, sin embargo, la Tierra parece una estrella pálida y muy pequeña, y desde Júpiter, que es ese hermoso lucero casi tan brillante como Sirio, del que se distingue á simple vista porque no centellea, ya no es visible nuestro globo, por penosa que sea esta verdad á los que se sienten heridos en su orgullo ante la idea de que el planeta que habitamos no sea el centro del universo.
No lo es; porque el universo es infinito y no tiene centro, ni forma, ni límites ó fronteras. En vano sería marchar en cualquier sentido del espacio con la velocidad de la luz, que recorre 300.000 kilómetros por segundo, ó con otra mucho mayor aun; caminaríamos siglos y más siglos sin llegar nunca al fin ; aparecerían ante nosotros multitud de astros cuya existencia no sospechamos desde aquí; variaría el aspecto del cielo, pero al cabo de millones de años de vuelo incesante estaríamos lo mismo que al principio, sin posibilidad de alcanzar la meta de nuestra formidable carrera á través de la inmensidad celeste.
—¿Quién podría emprender semejante viaje? — preguntó Luis.
—Nosotros lo estamos emprendiendo desde que nacimos, porque la Tierra camina incesantemente por el espacio, girando alrededor del Sol con una velocidad tan grande, que cada año recorre cerca de 1.000 millones de kilómetros. Esta cantidad es difícil de comprender, pero puede darse una idea de la rapidez del movimiento de la Tierra diciendo que en cada segundo de tiempo camina próximamente 30 kilómetros; esto es, lo que vienen á correr por hora nuestros trenes mixtos. Con semejante velocidad podría irse de Madrid á Santander en quince segundos, y de Santander á la Habana en cinco minutos. Pues bien; desde que nuestro mundo es mundo no ha dejado de marchar con esta celeridad por el espacio, dando la vuelta al Sol; pero como el sol á su vez se mueve en torno de otro mucho más grande (una estrella situada en la constelación de Hércules), varía de posición en el cielo, y á su vez esa estrella girará en derredor de otra, y ésta de otra, y así sucesivamente. La Tierra se ve arrastrada en esta serie de movimientos: atraviesa siempre regiones nuevas, y no ha pasado ni pasará dos veces por el mismo sitio. Lo mismo les sucede á todos los demás astros, porque como os he indicado ya, ninguno está fijo; el movimiento es ley de la naturaleza y de la vida.
—¡Qué maravilloso es todo esto! —dijo Luis. —¿Quién habría podido creer que el Sol, que nos presentaban como tipo de la fijeza y como el más grande de los astros, sirve de planeta á otro Sol más poderoso que él?
—Hay algo que debe maravillarnos más que eso —repuso D. Alberto— y es que el hombre haya llegado á descubrir que la Tierra está en el cielo y es un astro como los demás. Pugna esto de tal modo con el testimonio de nuestros sentidos, que nos hace ver al Sol y á las estrellas dando una vuelta completa en el cielo cada veinticuatro horas, mientras la Tierra permanece inmóvil; que se han necesitado largos siglos de observaciones y cálculos para descubrir, no sólo que la Tierra se mueve en derredor de sí misma, dando una vuelta completa cada veinticuatro horas, sino también que gira en un año alrededor del Sol. Esto, que hoy nos parece tan sencillo, porque lo oímos repetir cien veces desde nuestra niñez, ha sido muy penoso y difícil de averiguar, constituye uno de los descubrimientos mas grandiosos de la ciencia humana.
—Mi hermano—dijo entonces Adela—sabe mas que yo en estas cosas; pues la verdad es que yo hasta ahora me figuraba que la Tierra estaba quieta, pues nunca he sentido ese movimiento.
—Eso consiste, hija mía, en que somos tan pequeños, comparados con el mundo, que no podemos darnos cuenta de sus cambios de posición. Además, cuando has viajado en tren, ¿sentías acaso la velocidad con que te llevaba á través de los campos? Para conocerlo tenías precisión de asomarte á las ventanillas, y así y todo, de seguro te ha parecido que eran los árboles y las montañas de delante los que corrían á tu encuentro, ilusión parecida á la que nos hace creer que el Sol y las estrellas dan una vuelta de Oriente á Occidente cada veinticuatro horas. La Tierra nos arrastra á todos en sus movimientos; tomamos parte en ellos, y esta es otra razón para que no los sintamos; pero si se parase de pronto, si cesara de girar en derredor de su eje, lo sentiríamos demasiado.
—Pues ¿qué nos sucedería entonces? —preguntó la niña.
—Una cosa comparable á lo que le ocurriría al que yendo en un tren rápido saltase hacia atrás para bajar al suelo, como hacen algunos para apearse de los tranvías. En estos últimos vehículos el experimento puede costar un buen porrazo; en el tren en marcha, el imprudente que bajase de un salto hacia atrás sería lanzado hacia delante girando sobre sí mismo, é iría á estrellarse á 10 ó 12 metros de distancia. Pues bien: si bruscamente dejase la tierra de girar sobre sí misma, las personas, los animales, las plantas, los edificios, las aguas y no pocas montañas serían proyectados por el aire en dirección al Oriente y hacia arriba, con una velocidad que variaría según las latitudes, pero que en el Ecuador pasaría de 462 metros por segundo (tanto como una bala de cañón), y en el punto en que ahora estamos se acercaría á 300 metros, mientras en el mismo punto de cada uno de los polos nada se sentiría. Excuso deciros lo que sería de nosotros con semejante sacudida, que por el pronto prolongaría desmesuradamente la atmósfera, y las aguas del mar y de los ríos, hacia la parte oriental del mundo, formando una tromba inmensa en cuya parte media estarían todos los animales y vegetales horriblemente triturados, mientras en la parte inferior, pero á gran altura también, revolotearían en pedazos todas las casas del mundo, y una aglomeración inmensa de piedras y arenas. No cabe siquiera formar idea aproximada de semejante estrago. Bien puede decirse que crujiría todo el armazón de nuestro viejo planeta. Y si todo esto, y mucho más que no cabe imaginar, ocurriría por la paralización brusca del movimiento de rotación, comparable al de las peonzas lanzadas por la hábil mano de un niño, ¿qué no sucedería si la Tierra se viese detenida de pronto en su movimiento de traslación en derredor del Sol, que, como antes os dije, es de treinta kilómetros por segundo? Gran parte de nuestro globo se haría pedazos, que volarían por el espacio en la dirección del movimiento anterior con una velocidad espantosa, y el resto se vería sometido por esta detención repentina á un calor tan violento, que se inflamaría súbitamente; con lo que nuestro mundo volvería á ser lo que sin duda fué en los primeros periodos de su existencia: un sol resplandeciente dotado de luz propia; una inmensa hoguera, que giraba en torno de otra hoguera más grande.
Pero os he entretenido demasiado con la explicación de hoy, y es tiempo ya de hacer un alto. Un poco tarde volvemos á casa; pero valga esta tardanza como despedida de nuestros paseos nocturnos, que hemos de suspender por algún tiempo, pues dado el carácter práctico que han de tener las conferencias siguientes, debemos celebrarlas en casa.