Las Fuerzas Extrañas/Epilogo

Las Fuerzas Extrañas
de Leopoldo Lugones
Epilogo
EPÍLOGO


Y mi extraño interlocutor calló durante una hora cuyo silencio no me atreví á turbar.

Sobre nuestras cabezas palpitaba de astros la inmensidad transparente y obscura. Su antigüedad formada por el transcurso de todos los tiempos, era, no obstante, ligera como un aroma; su profundidad estaba serena como un sueño en paz.

En el silencio de aquella noche, ante la cordillera ahí erguida como una presencia superior, tenía realmente la elevación de una ¡dea. Estrellas y sombra, infinito y eternidad, componían para mi mente en comunión con ellos, esa armonía del silencio que presta alas al éxtasis.

Pero semejante grandeza no me anonadaba. Era grata por el contrario á mi pequenez, y experimentaba ante ella, como ante una madre, la dulce seguridad de un niño desnudo.

Los misterios cuya exposición había oído, eran poca cosa ante aquél mucho más grande de todos los astros del firmamento, concentrando sus rayos en mi pobre ojo humano, inconcebiblemente pequeño ante el universo, y subordinados por la mísera chispa de mi cerebro al imperio de una ley; pues á través del frágil cristal de mi ojo, el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito.

Música de las esferas que el iniciado heleno concibió en su sistema: ¿qué necesidad tenía de oirte con mis orejas, si tu transporte comunicaba á mi ser la beatitud inefable? Espectáculo de la bóveda estrellada, siempre el mismo y nunca monótono para el humano en meditación: ¿qué mérito mayor podía atribuirte que el de consolar mis tristezas? Condición humana, dulcemente grata en tu pequeñez, puesto que á ella debes la dicha de adorar; vida del hombre, preciosa en su fugacidad de soplo, ya que ésta misma te acerca á la inmortalidad: nunca como aquella noche comprendí vuestro destino, uno con el infinito y siendo el infinito mismo, á la manera del rayo solar que tamizado por el más pequeño poro, lleva no obstante á la pupila la sensación de todo el sol.

Mi interlocutor hizo un movimiento como si despertara, y alzando su mano señaló el cielo del sur.

Las nubes magallánicas rozaban el horizonte con sus lejanos tules, evocando recuerdos de navegación y de noches antiguas.

Eso, dijo el sabio, aquellas manchas negras, sombra de la sombra, que la astronomía llama sacos de carbón, son sitios de futuros universos, abismos de pensamiento eterno donde reposa la eterna vida.

Qué fueron, qué son, qué serán? Un silencio más hondo que la muerte, el silencio mismo del no ser, guarda ese secreto. Los rayos de todos los astros son impotentes para penetrar esa sombra cuya existencia es tan real como la de la luz, puesto que se destaca sobre la otra sombra que es diminución de luz, siendo tinieblas existentes por sí mismas.

Cómo explica la ciencia la impenetrabilidad de esas sombras al rayo estelar? No lo explica. Qué conjetura sobre su naturaleza? Nada conjetura. Ante esos abismos donde piensa la eternidad y no existe el tiempo; donde el sol más flamígero se apagaría como un candil en una cueva; donde el silencio mismo no existe, donde la extensión misma no es concebible—el pavor de lo absoluto paraliza aún al rayo de luz que la inmensidad no detiene.

Pero un día, cuando nuestro universo esté quizá disuelto en una nubécula atómica, el seno de esas tinieblas se estremecerá al impulso del rayo inicial, y los abismos estelares volverán á transformarse en soles. Quizá nosotros mismos seamos los animadores de esa vida, y así como ahora pensamos ideas, pensemos entonces espíritus vivientes.

Pero nuestras ideas son también espíritus, espíritus que aspiran á realizar, como los astros en el cielo y las flores sobre la tierra, no la sombría struggle for life de la ciencia, sino la divina struggle for light de los seres superiores...

Su estatura parecía haber crecido hasta sobrepasar la vecina montaña; no era ya más que una larga niebla confundiéndose con la vía láctea en el fondo del horizonte. Y fuese ilusión de mi mente sobrexcitada, ó maravillosa realidad, es lo cierto que sin darme cuenta del prodigio, estaba viendo, desde hacía un rato, emblanquecer su rostro entre las estrellas.



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