Las 120 Jornadas de Sodoma: Primera Parte: Jornada Segunda

Se levantaron a la hora prevista. El obispo, totalmente recuperado de sus excesos y que desde las cuatro de la madrugada se había mostrado muy escandalizado de que le hubieran dejado acostarse solo, había llamado para que Julie y el follador que le estaba destinado vinieran a ocupar su puesto. Llegaron al instante y, en sus brazos, el libertino se zambulló en el seno de nuevas impurezas. Después de desayunar, siguiendo la costumbre, en el apartamento de las muchachas, Durcet efectuó la inspección, y nuevas delincuentes, pese a cuanto había podido decirse, siguieron ofreciéndosele. Michette era culpable de un tipo de falta, y Augustine, a la que Curval había ordenado decir que se mantuviera todo el día en un determinado estado, se encontraba en el estado absolutamente contrario: se le había olvidado, pedía muchas excusas y prometía que no volvería a ocurrir; pero el cuadrumvirato fue inexorable, y ambas fueron apuntadas en la lista de castigos del primer sábado. Singularmente descontentos de la torpeza de todas aquellas muchachas en el arte de la masturbación, impacientes por lo que a este respecto habían sentido la víspera, Durcet propuso establecer una hora en la mañana en la que se les daría lecciones sobre este tema, y que por turno uno de ellos se levantaría una hora antes, quedando fijado el momento de este ejercicio de las nueve a las diez, se levantaría, digo, a las nueve para ir a prestarse a este ejercicio. Se decidió que quien cumpliera esta función se sentaría tranquilamente en medio del serrallo, en un sillón, y que cada muchacha, conducida y guiada por la Duclos, la mejor pajillera que había en el castillo, iría a ensayar con él, que la Duclos dirigiría su mano, su movimiento, que le enseñaría la mayor o menor velocidad que había que imprimir a sus sacudidas de acuerdo con el estado del paciente, que prescribiría sus actitudes, sus posturas durante la operación, y que se establecerían castigos reglamentados para aquella que, pasada la primera quincena, no dominara perfectamente este arte sin necesidad de más lecciones. Sobre todo les fue muy exactamente recomendado, a partir de los principios del recoleto, mantener siempre el glande descubierto durante la operación y que la segunda mano ociosa se ocupara incesantemente durante este tiempo de cosquillear los alrededores, siguiendo las diferentes fantasías de los interesados. Este proyecto del financiero gustó a todos. La Duclos, hecha venir, aceptó el encargo y, desde aquel mismo día, preparó en su apartamento un consolador sobre el cual ellas podían ejercitar siempre su puño para mantenerlo en el tipo de agilidad requerida. Se encargó a Hercule del mismo empleo entre los muchachos, siempre mucho más diestros en este arte que las muchachas, porque solo se trata de hacer a los demás lo que ellos se hacen a sí mismos, y solo necesitaron una semana para convertirse en los más deliciosos pajilleros que era posible encontrar. Entre ellos, aquella mañana, no se encontró a nadie en falta, y como el ejemplo de Narcisse, la víspera, había hecho rechazar casi todos los permisos, solo acudieron a la capilla la Duclos, dos folladores, Julie, Thérese, Cupidon y Zelmire. Curval empalmó mucho; se había asombrosamente excitado por la mañana con Adonis, en la visita de los muchachos, y pareció que iba a correrse, viendo actuar a Thérese y los dos folladores, pero se contuvo. La comida transcurrió normalmente, pero el querido presidente, que bebió y disfrutó singularmente a lo largo de ella, se inflamó de nuevo a la hora del café, servido por Augustine y Michette, Zélamir y Cupidon, dirigidos por la vieja Fanchon, a la que por rareza se le había ordenado que fuera desnuda como las criaturas. De este contraste nació el nuevo furor lúbrico de Curval, y se entregó a unos cuantos extravíos de primera calidad con la vieja y Zélamir, que le valieron finalmente la pérdida de su leche. El duque, con la polla erecta, abrazaba estrechamente a Augustine; berreaba, blasfemaba, deliraba, y la pobre pequeña, totalmente temblorosa, no paraba de retroceder, como la paloma ante el ave de presa que la acecha y está a punto de capturarla. Se contentó, sin embargo, con unos cuantos besos libertinos y con darle una primera lección, a cuenta de la que debía comenzar a tomar al día siguiente. Y habiendo ya comenzado los otros dos, menos animados, sus siestas, nuestros dos campeones les imitaron, y no se despertaron hasta las seis, para pasar al salón de historias. Todos los grupos de la víspera habían cambiado, tanto los sujetos como sus trajes, y nuestros amigos, por compañeras en el canapé, tenían, el duque: Aline, hija del obispo y por consiguiente sobrina por lo menos del duque; el obispo: su cuñada Constance, mujer del duque e hija de Durcet; Durcet: Julie, hija del duque y mujer del presidente; y Curval, para despertarse y despejarse un poco: su hija Adélaide, esposa de Durcet, una de las criaturas del mundo que más le gustaba molestar, a causa de su virtud y de su devoción. Comenzó con unas cuantas bromas de mal gusto y, habiéndole ordenado que adoptara durante toda la sesión una postura muy análoga a sus gustos, pero muy incómoda para la pobre mujer, la amenazó con todos los efectos de su cólera si se movía un solo instante. Cuando todo estaba a punto, Duclos subió a su tribuna y retomó así el hilo de su narración:

«Hacía tres días que mi madre no había aparecido por casa, cuando su marido, mucho más inquieto por sus propiedades y por su dinero que por la criatura, se decidió a entrar en su habitación, donde solían guardar lo más precioso que tenían. Pero cuál no fue su asombro cuando, en lugar de lo que buscaba, solo encontró un billete de mi madre en el que le decía que se resignara respecto a la pérdida que sufría, porque estando decidida a separarse de él por siempre jamás, y no teniendo nada de dinero, era preciso que tomara todo lo que se llevaba; que, por otra parte, solo podía reprocharse a sí mismo y a sus malos tratos el que ella le abandonara, y que le dejaba dos hijas que valían muy bien lo que ella se llevaba. Pero el buen hombre estaba muy lejos de pensar que una cosa equivaliera a la otra, y la despedida que nos propinó graciosamente, rogándonos que ni siquiera durmiéramos en casa, fue la prueba evidente de que no calculaba como mi madre. Bastante poco afligidas por un cumplido que nos daba, a mi hermana y a mí, plena libertad para entregarnos a nuestras anchas a un tipo de vida que empezaba a gustarnos mucho, solo pensamos en llevamos nuestras parcas propiedades y en despedimos de nuestro querido padrastro tan rápidamente por lo menos como él se había complacido en hacerlo. Mi hermana y yo nos retiramos inmediatamente a un cuartito de los alrededores, en espera de tomar una decisión sobre nuestro destino. Allí, nuestros primeros razonamientos trotaron sobre la suerte de nuestra madre. No dudamos ni por un instante de que se encontraba en el convento, decidida a vivir secretamente con algún padre, o a hacerse mantener por él en algún rincón de los alrededores, y cultivábamos sin excesiva preocupación esta opinión, cuando un hermano del convento vino a traernos un billete que hizo cambiar nuestras conjeturas. Este billete decía en sustancia que lo mejor que podían aconsejarnos era ir, tan pronto como oscureciera, al convento, a casa del mismo padre guardián que escribía el billete; nos esperaría en la iglesia hasta las diez de la noche y nos llevaría al lugar donde estaba nuestra madre, cuya felicidad actual y tranquilidad nos haría compartir con gusto. Nos exhortaba vivamente a no faltar, y sobre todo a ocultar nuestros pasos con el mayor cuidado, porque era esencial que nuestro padrastro no supiera nada de todo lo que hacíamos, tanto por mi madre como por nosotras. Mi hermana, que en aquel entonces había alcanzado los quince años y que, por consiguiente, poseía más juicio y más inteligencia que yo, que solo tenía nueve, después de haber despedido al portador del billete y contestado que se lo pensaría, no pudo dejar de asombrarse de todas estas maniobras. “Francon”, me dijo, “no vayamos. Aquí hay algo raro. Si esta proposición fuera verdadera, ¿por qué mi madre no habría añadido un billete a este, o por lo menos no lo habría firmado? ¿Y con quién está en el convento mi madre? El padre Adrien, su mejor amigo, lleva casi tres años fuera de él. Desde entonces, ella solo visita el convento de paso y ya no tiene en él ninguna relación fija. ¿Por qué motivo habría elegido este retiro? El padre guardián no es, ni ha sido jamás, su amante. Yo sé que ella lo ha divertido dos o tres veces, pero no es un hombre para prendarse de una mujer solo por eso, pues es de lo más inconstante e incluso de lo más brutal hacia las mujeres, una vez que su capricho ha pasado. Así que ¿de dónde viene que haya tomado tanto interés por nuestra madre? Aquí hay algo raro, te lo digo yo. A mí jamás me ha gustado este viejo guardián: es malvado, duro, brutal. Una vez me atrajo a su habitación, donde estaba con tres más, y, después de lo que me sucedió allí, juré que no volvería a poner los pies. Créeme, dejemos a todos esos frailes tunantes. Ya no puedo ocultártelo por más tiempo, Francon, tengo una conocida, y me atrevo a decir que una buena amiga: la llaman Madame Guérin. Llevo dos años frecuentándola y, durante todo este tiempo, no ha pasado una sola semana sin proporcionarme una buena sesión, pero no de esas sesiones de cuatro cuartos, como las que hacemos en el convento: no ha habido ni una de la que no haya sacado tres escudos. Toma, ahí tienes la prueba”, prosiguió mi hermana mostrándome una bolsa en la que había más de diez luises, “ya ves que tengo de qué vivir. Bien, si quieres seguir mi consejo; haz como yo. Estoy segura de que la Guérin te recibirá; te vio hace ocho días cuando vino a buscarme para una sesión, y me encargó que te lo propusiera también y que, por joven que fueras, encontraría siempre dónde colocarte. Haz como yo, te digo, y pronto triunfaremos en nuestros negocios. Por otra parte, es todo lo que puedo decirte, pues a excepción de esta noche en que corro con tus gastos, no cuentes más conmigo, pequeña. Cada cual a lo suyo en este mundo. Yo he ganado esto con mi cuerpo y mis dedos; haz otro tanto. Y si el pudor te retiene, vete al diablo, y sobre todo no vengas a buscarme, pues después de lo que te he dicho, aunque te viera con una lengua de dos palmos de larga, no te daría ni un vaso de agua. En cuanto a mi madre, muy lejos de estar enfadada por su suerte, sea cual fuere, te insisto en que me alegro y que lo único que deseo es que la puta esté tan lejos que no vuelva a verla en toda mi vida. Yo sé lo mucho que me ha estorbado en mi oficio, y todos los buenos consejos que me daba cuando la zorra se portaba tres veces peor. ¡Amiga mía, que se la lleve el diablo y sobre todo que no la devuelva! Eso es todo lo que le deseo”. No teniendo yo, a decir verdad, el corazón más tierno, ni el alma mucho mejor puesta que mi hermana, compartí con absoluta buena fe todas las invectivas con que abrumó a tan excelente madre y, agradeciendo a mi hermana el conocimiento que me ofrecía, le prometí tanto seguirla a casa de aquella mujer como, una vez adoptada por ella, dejar de resultarle una carga. Respecto al rechazo de ir al convento, estuve de acuerdo con ella. “Si efectivamente es feliz, tanto mejor para ella”, dije; “en tal caso, nosotras también podemos serlo por nuestra parte, sin necesidad de tener que compartir su suerte. Y si se nos está tendiendo una trampa, es muy necesario evitarla”. Entonces mi hermana me abrazó. “Vamos”, dijo, “ahora veo que eres una buena chica. Vaya, vaya, estoy segura de que haremos fortuna. Yo soy bonita, y tú también: ganaremos lo que queramos, amiga mía. Pero no hay que encariñarse, recuérdalo. Hoy uno, mañana otro, hay que ser puta, hija mía, puta de alma y de corazón. Mira, en mi caso”, continuó, “ahora lo soy tanto que no hay confesión, ni cura, ni consejo, ni representación que pueda retirarme del vicio. ¡Me cago en Dios!, enseñaré mi culo en la plaza del mercado con la misma tranquilidad con que me bebería un vaso de vino. Imítame, Francon, siendo complaciente lo ganas todo de los hombres; el oficio es un poco duro al principio, pero una se acostumbra. Tantos hombres, tantos gustos; al principio, te desconciertas. Uno quiere una cosa, otro quiere otra, pero ¡qué más da!, estás ahí para obedecer, te sometes: se pasa pronto y el dinero queda”. Confieso que me sorprendía oír unas palabras tan inconvenientes en boca de una muchacha tan joven y que siempre me había parecido tan decente. Pero como mi corazón compartía su espíritu, no tardé en decirle que estaba dispuesta no solo a imitarla en todo, sino incluso a ser peor si ello era necesario. Encantada de mí, me abrazó de nuevo y, como comenzaba a ser tarde, encargamos un capón y un buen vino; cenamos y nos acostamos juntas, decididas a presentarnos a la mañana del día siguiente en casa de la Guérin y rogarle que nos admitiera entre sus pensionistas. Durante la cena mi hermana me enseñó todo lo que yo todavía ignoraba sobre el libertinaje. Se me mostró completamente desnuda, y puedo asegurar que era una de las más hermosas criaturas que había entonces en París. La piel más bella, las más agradables redondeces, y pese a ello el talle más esbelto y más interesante, los más bonitos ojos azules, y todo el resto en armonía. También me enteré del caso que le hacía la Guérin y del placer con que la entregaba a sus parroquianos quienes, jamás cansados de ella, volvían a reclamarla una y otra vez. Tan pronto como nos metimos en la cama recordamos que habíamos olvidado dar una respuesta al padre guardián, quien seguramente se irritaría por nuestra negligencia, y que convenía tratarle con consideración por lo menos mientras siguiéramos en el barrio. Pero ¿cómo reparar este olvido? Eran más de las once, y nos decidimos a dejar las cosas como estaban. Realmente el guardián se tomaba la aventura muy a pecho, y de allí era fácil presumir que trabajaba más para sí mismo que por la supuesta felicidad de que nos hablaba, pues, apenas dieron las doce, llamaron suavemente a nuestra puerta. Era el propio padre guardián. Llevaba dos horas, decía, esperándonos; al menos hubiéramos debido contestarle. Y, sentándose junto a nuestra cama, nos dijo que nuestra madre se había decidido a pasar el resto de sus días en un pequeño apartamento secreto que tenían en el convento y en el que le hacían preparar la mejor cocina del mundo, sazonada por la compañía de todos los peces gordos de la casa, que iban a pasar la mitad de su jornada con ella y con otra joven, compañera de mi madre; que solo dependía de nosotras ir a aumentar el número, pero que, como todavía éramos demasiado jóvenes para establecernos, solo nos contrataría por tres años, pasados los cuales juraba que nos devolvería nuestra libertad, amén de mil escudos para cada una; que mi madre le había encargado que nos asegurara que le causaríamos un gran placer si íbamos a compartir su soledad. “Padre”, dijo descaradamente mi hermana, “le agradecemos su proposición. Pero, a nuestra edad, no tenemos ganas de encerramos en un claustro para convertirnos en putas de frailes; demasiado lo hemos sido ya”.

»El guardián repitió su proposición; ponía en ello un ardor y un frenesí que demostraban hasta qué punto deseaba conseguirla. Viendo al final que no lo alcanzaría, se arrojó casi enfurecido sobre mi hermana. “¡Bien, putita!”, le dijo, “satisfáceme por lo menos otra vez, antes de que me vaya”. Y, desabrochando su calzón, se montó sobre ella, que no se opuso en absoluto, persuadida de que cuanto antes le dejara satisfacer su pasión antes se lo quitaría de encima. Y el viejo verde, sujetándola por debajo de sus rodillas, sacudió un instrumento duro y bastante gordo a 4 líneas de la superficie de la cara de mi hermana. “Cara bonita”, exclamó, “¡carita bonita de puta! ¡Cómo voy a inundarte de leche! ¡Ah, me cago en Dios!” Y al instante las esclusas se abrieron, la esperma eyaculó, y todo el rostro de mi hermana, y muy especialmente la nariz y la boca, se vio cubierto por las pruebas del libertinaje de nuestro hombre, cuya pasión quizá no se hubiera satisfecho a tan bajo coste de haber triunfado su proyecto. El religioso, más calmado, solo pensó en escapar. Y después de arrojarnos un escudo sobre la mesa y de volver a encender su linterna, nos dijo: “Sois unas pequeñas imbéciles, unas pequeñas pordioseras, dejáis escapar vuestra suerte. Ojalá el cielo os castigue precipitándoos en la miseria y ojalá tenga yo el placer de veros allí para mi venganza: estos son mis últimos deseos”. Mi hermana, que se secaba la cara, le devolvió inmediatamente todas sus tonterías y, cerrando nuestra puerta para no volver a abrirla hasta la mañana, pasamos por lo menos el resto de la noche tranquilas. “Lo que has visto”, me dijo mi hermana, “es una de sus pasiones favoritas. Le gusta con locura correrse sobre la cara de las muchachas. Si lodo parara ahí..., bueno, pero el tunante tiene otros gustos y tan peligrosos que mucho me temo...” Pero mi hermana, vencida por el sueño, se durmió sin terminar su frase, y como el día siguiente trajo otras aventuras dejamos de pensar en aquella. Nos levantamos pronto y, tras arreglamos lo mejor que pudimos, nos trasladamos a casa de Madame Guérin. Esta heroína vivía en la Rue Soli, en un apartamento muy limpio del primer piso, que compartía con seis señoritas de dieciséis a veintidós años, todas muy lozanas y muy hermosas. Permitidme, señores, que no os las describa hasta que esto sea necesario. La Guérin, encantada del proyecto que conducía a mi hermana a su casa, con el tiempo que hacía que la deseaba, nos recibió y nos alojó a las dos con el más vivo placer. “Por joven que vea a esta criatura”, dijo mi hermana mostrándome, “le servirá bien, se lo aseguro. Es dulce, amable, tiene muy buen carácter y el puterío más arraigado en el alma. Entre sus conocidos hay muchos libertinos que quieren niñas, aquí tiene una como la que necesitan... Empléela”. La Guérin, volviéndose hacia mí, me preguntó entonces si estaba decidida a todo. “Sí, señora”, le contesté en un tono ligeramente descarado que le encantó, “a todo, con tal de ganar dinero”. Nos presentó a nuestras nuevas compañeras de las que mi hermana ya era muy conocida y que, por amistad con ella, le prometieron cuidar de mí. Comimos todas juntas, y así fue en una palabra, señores, mi primera instalación en un burdel.

»No debía pasar mucho tiempo allí sin encontrar un parroquiano. Aquella misma noche, llegó un viejo negociante, envuelto en una capa, con el que la Guérin me casó para mi estreno. “¡Oh!, al fin”, dijo presentándome al viejo libertino, “las queréis sin vello, Monsieur Duclos: os garantizo que esta no lo tiene”. “En efecto”, dijo el viejo estrafalario examinándome, “tiene un aspecto muy infantil. ¿Qué edad tienes, pequeña?” “Nueve años, Monsieur”. “Nueve años... Bien, bien, Madame Guérin, ya sabe, así es como me gustan. Y aún más jóvenes, si las tuviera: las tomaría, diantres, recién destetadas”. Y al retirarse la Guérin riéndose de la ocurrencia, nos encerraron a los dos. Entonces el viejo libertino, acercándose a mí, me besó dos o tres veces en la boca. Acompañando con una de sus manos la mía, me hizo sacar de su bragueta un instrumento que estaba de cualquier modo menos empalmado, y, actuando siempre sin hablar demasiado, me desabrochó las enaguas, me acostó sobre el canapé, me subió la blusa hasta el pecho, y montando a horcajadas sobre mis muslos, que había espatarrado al máximo, con una mano entreabría mi coñito lo más que pudo, mientras con la otra se la meneaba con todas sus fuerzas. “Mi bonito pajarito”, decía removiéndose y suspirando de placer, “¡cómo te domesticaría si aún pudiera!, pero ya no puedo; por más que haga, ni en cuatro años se pondría tiesa la bribona de mi polla. Abrete, ábrete, pequeña, ábrete bien”. Y al cabo de un cuarto de hora, por fin, vi que mi hombre suspiraba con mayor fuerza. Unos cuantos “me cago en Dios” acudieron a prestar energía a sus expresiones, y noté todos los bordes de mi coño inundados por una esperma cálida y espumosa que el tunante, sin poder arrojarla al interior, se esforzaba por lo menos en hacerla penetrar con los dedos. Tan pronto como hubo acabado partió como un relámpago, y todavía estaba yo ocupada en limpiarme cuando mi galán abría ya la puerta de la calle. Tal fue el origen, señores, que me valió el apellido de Duclos: era costumbre de aquella casa que cada pupila adoptara el apellido de su primer cliente, y yo me sometí a la usanza».

«Un momento», dijo el duque. «No he querido interrumpir hasta que no llegaras a una pausa, pero, como ya la has hecho, explicame mejor dos cosas: la primera es si tuviste noticias de tu madre y si conseguiste saber qué fue de ella, y la segunda es si las causas de la antipatía que tu hermana y tú le teníais estaban naturalmente en vosotras o si tenían alguna causa. Esto afecta a la historia del corazón humano, que es lo que trabajamos de manera especial». «Monseñor», contestó la Duclos, «ni mi hermana ni yo hemos tenido jamás la menor noticia de ella». «Bien», dijo el duque, «en tal caso está claro, ¿verdad, Durcet?» «Incontestable», respondió el financiero. «No se puede dudar ni un momento, y fuisteis muy afortunadas de no tragar el anzuelo, porque no habríais vuelto jamás». «Es increíble», dijo Curval, «cómo se extiende esa manía». «Es que es muy deliciosa, a fe mía», dijo el obispo. «¿Y el segundo punto?», dijo el duque, dirigiéndose a la historiadora. «El segundo punto, monseñor, o sea el motivo de nuestra antipatía, la verdad es que me costaría mucho explicároslo; pero era tan violenta en nuestros corazones que nos confesamos recíprocamente que habríamos sido capaces de envenenarla, de no haber conseguido liberarnos de ella de otra manera. Nuestra aversión había llegado al colmo y, como ella no la provocaba en absoluto, es más que verosímil que nuestro sentimiento fuera obra de la naturaleza». «¿Y quién lo duda? Ocurre todos los días que ella nos inspire la inclinación más violenta hacia lo que los hombres llaman crimen, y la hubiéseis envenenado veinte veces sin que esta acción fuera otra cosa que el resultado de la inclinación que ella os había inspirado para este crimen, inclinación que os hacía notar dotándoos de una antipatía tan fuerte. Es una locura imaginar que debamos nada a la madre. ¿En qué estaría basada tal gratitud? ¿En que se ha corrido mientras la jodían? ¡Seguramente, no es para menos! Por mi parte, solo veo motivos de odio y de desprecio. ¿Nos da la felicidad al darnos la vida?... Ni mucho menos; nos arroja a un mundo lleno de escollos, y nos toca a nosotros salvarnos como podamos. Recuerdo que tuve una que me inspiraba casi los mismos sentimientos que Duclos sentía por la suya: la aborrecía. Tan pronto como pude, la mandé al otro mundo, y en toda mi vida he saboreado una voluptuosidad más viva que cuando cerró los ojos para no volver a abrirlos». En este momento se oyeron unos sollozos espantosos en uno de los grupos; el del duque, para ser exacto. Al mirar, vieron que la joven Sophie se fundía en lágrimas. Dotada de otro corazón que el de aquellos malvados, su conversación le devolvía a la mente el querido recuerdo de la que le había dado el día, pereciendo por defenderla cuando fue raptada, y esta idea cruel se ofrecía a su tierna imaginación con chorros de lágrimas. «¡Ah!, ¿con que esas tenemos?», dijo el duque, «está muy bien. Lloras por tu mamá, ¿verdad, pequeña mocosa? Acércate, acércate a que te consuele». Y excitado el libertino, tanto por los preliminares como por las conversaciones y por el efecto que producían, mostró una polla aterradora que parecía querer correrse. Mientras tanto Marie trajo a la criatura (era la dueña de este grupo). Sus lágrimas corrían en abundancia, y el hábito de novicia, que llevaba aquel día, parecía prestar aún mayor encanto a un dolor que la embellecía. Era imposible ser más bonita. «¡Maldito sea Dios!», dijo el duque, levantándose como un frenético, «¡está para comérsela! Quiero hacer lo que Duclos acaba de contar: quiero embadurnarle el coño de leche... Que la desnuden». Y todo el mundo esperaba en silencio el final de aquella pequeña escaramuza. «¡Oh!, ¡señor, señor!», exclamó Sophie arrojándose a los pies del duque, «¡respetad por lo menos mi dolor! Gimo por la suerte de una madre que me fue muy querida, que murió defendiéndome y a la que no volveré a ver jamás. Tened piedad de mis lágrimas y concededme por lo menos una única noche de reposo». «¡Ah!, joder», dijo el duque, manoseando su polla que amenazaba el cielo, «jamás habría creído que esta escena fuera tan voluptuosa. ¡Desnúdala, desnúdala de una vez!», decía enfurecido a Marie, «ya debería estar desnuda». Y Aline, que estaba en el sofá del duque, lloraba cálidas lágrimas, al igual que la tierna Adélaide, a la que se oía gemir en el camarín de Curval que, lejos de compartir el dolor de la bella criatura, la reñía violentamente por haber abandonado la postura en que la había colocado, además de contemplar con el más vivo interés el desarrollo de esta deliciosa escena. Entre tanto desnudan a Sophie sin la menor consideración por su dolor; la colocan en la actitud que Duclos había descrito, y el duque anuncia que va a correrse. Pero ¿cómo? Lo que acababa de contar Duclos había sido ejecutado por un hombre que no empalmaba, y la eyaculación de su fláccida polla podía dirigirse adonde quería. Ahora no ocurría lo mismo: la amenazadora cabeza del instrumento del duque no quería desviarse del cielo al que parecía amenazar; hubiera sido preciso, por así decirlo, colocar a la criatura encima. No sabían cómo resolverlo, y, sin embargo, cuantos más obstáculos aparecían, más juraba y blasfemaba irritado el duque. Al fin la Desgranges acudió en su ayuda. Nada relacionado con el libertinaje era extraño para la vieja bruja. Cogió a la criatura y la colocó tan hábilmente sobre sus rodillas que, fuera cual fuese la posición del duque, la punta de su polla rozaba la vagina. Dos criadas corren a sostener las piernas de la criatura, y, si hubiera tenido que ser desvirgada, jamás la habría presentado mejor. Faltaba algo más: se necesitaba una mano diestra para hacer desbordar el torrente y dirigirlo con exactitud a su destino. Blangis no quería arriesgar la mano de una torpe criatura para una operación tan importante. «Toma a Julie», dijo Durcet, «quedarás contento; empieza a masturbar como un ángel». «¡Oh, joder!», dijo el duque, «la muy zorra lo hará mal, la conozco; basta con que yo sea su padre, tendrá un miedo espantoso». «A fe mía que te aconsejo un muchacho», dijo Curval, «toma a Hercule, su muñeca es flexible». «Solo quiero a la Duclos», dijo el duque, «es la mejor de todas nuestras pajilleras, permitidle abandonar un instante su puesto y que venga». Duclos avanza, orgullosísima de una preferencia tan notable. Arremanga su brazo hasta el codo y, empuñando el enorme instrumento de monseñor, comienza a menearlo, la cabeza siempre descubierta, a removerlo con tanto arte, a agitarlo con unas sacudidas tan rápidas, y al mismo tiempo tan ajustadas al estado en que veía a su paciente, que al fin la bomba estalla sobre el agujero mismo que debe cubrir. Lo inunda; el duque grita, blasfema, vocifera. Duclos no se detiene; sus movimientos se determinan en razón del grado de placer que procuran. Antinoús, convenientemente situado, hace penetrar la esperma en la vagina, a medida que fluye, y el duque, vencido por las más deliciosas sensaciones, ve, al expirar de voluptuosidad, reblandecerse poco a poco en los dedos de su pajillera el fogoso miembro cuyo ardor acababa de inflamarlo tan poderosamente a él mismo. Se recuesta en el sofá, la Duclos regresa a su puesto, la criatura se limpia, se consuela y vuelve a su grupo, y el relato continúa, dejando a los espectadores persuadidos de una verdad de la que creo que llevaban mucho tiempo imbuidos: que la idea del crimen siempre supo inflamar los sentidos y conducirnos a la lubricidad.

«Me quedé muy sorprendida», dijo la Duclos recuperando el hilo de su discurso, «al ver que todas mis compañeras se reían al reencontrarme y me preguntaban si me había limpiado, y mil cosas más que demostraban que sabían perfectamente lo que acababa de hacer. No me dejaron largo rato en la inquietud, y mi hermana, llevándome a una habitación vecina a aquella en la que se celebraban habitualmente las sesiones y en la que yo acababa de ser encerrada, me mostró un agujero que caía a plomo sobre el canapé y por el cual se veía fácilmente todo lo que ocurría allí. Me contó que aquellas señoritas se divertían entre sí viendo por allí lo que los hombres hacían a sus compañeras y que yo era muy dueña de ir cuando quisiera, siempre que no estuviera ocupado, pues sucedía a menudo, contaba, que este respetable agujero sirviera para unos misterios de los que me instruirían en su momento y lugar. No pasé ocho días sin aprovechar este placer y, una mañana que habían venido a preguntar por una tal Rosalie, una de las rubias más hermosas que era posible ver, sentí curiosidad por observar lo que le harían. Me oculté, y he aquí la escena de que fui testigo. El hombre que estaba con ella no tenía más de veintiséis o treinta años. Tan pronto como ella entró, la hizo sentar en un taburete muy alto y destinado a esta ceremonia. Una vez que ella se sentó, él soltó todas las horquillas que sujetaban su melena e hizo flotar hasta el suelo el bosque de soberbios cabellos rubios que adornaban la cabeza de la hermosa muchacha. Sacó un peine de su bolsillo, los peinó, los desenredó, los manoseó, los besó, acompañando cada gesto de un elogio sobre la belleza de aquella cabellera que le ocupaba por completo. Sacó finalmente de su calzón una minina seca y muy tiesa que envolvió inmediatamente con los cabellos de su Dulcinea y, meneándosela en el moño, se corrió pasando la otra mano alrededor del cuello de Rosalie, y sin cesar de besarla en la boca, desenvolvió su instrumento muerto. Vi los cabellos de mi compañera totalmente pegajosos de leche; ella los limpió, los sujetó, y nuestros amantes se separaron.

»Un mes después, vinieron a buscar a mi hermana para un personaje que nuestras damiselas me dijeron que fuera a mirar, porque también tenía una fantasía bastante barroca. Era un hombre de unos cincuenta años. Apenas hubo entrado, sin preliminares, sin caricias, mostró su trasero a mi hermana que, al corriente de la ceremonia, le hace agacharse sobre una cama, se apodera del viejo culo blando y arrugado, hunde sus cinco dedos en el orificio y comienza a sacudirlo con tan furiosa fuerza que la cama crujía. Mientras tanto, nuestro hombre, sin mostrar jamás otra cosa, se mueve, se zarandea, acompaña las sacudidas que recibe, se presta a todo ello con lubricidad y grita que se corre y que disfruta del mayor de los placeres. La agitación había sido realmente violenta, porque mi hermana estaba empapada de sudor. Pero ¡qué episodios tan pobres y qué imaginación tan estéril!

»Si bien el que me presentaron poco después no introdujo muchos detalles nuevos, por lo menos parecía más voluptuoso, y su manía, en mi opinión, poseía en mayor medida el colorido del libertinaje. Era un ricachón de unos cuarenta y cinco años, pequeño, gordinflón, pero fresco y vivaracho. No habiendo encontrado todavía ningún hombre de sus gustos, mi primer gesto, tan pronto como estuve con él, fue arremangarme hasta el ombligo. Un perro al que se le muestra un palo no pone una cara más larga. “¡Eh! ¡Voto a Judas, amiga mía, dejemos tranquilo el coño, por favor!” Y al mismo tiempo baja mis faldas con mayor prisa con que yo las había subido. “¡Estas putitas”, prosiguió con buen humor, “siempre empeñadas en enseñar el coño! Es posible que consigas que no me corra en toda la noche... hasta que no me haya quitado este jodido coño de la cabeza”. Y, diciendo esto, me dio la vuelta y levantó metódicamente mi refajo por detrás. En esta postura, guiándome él mismo y manteniendo siempre mis faldas levantadas, para ver los movimientos de mi culo al caminar, me hizo acercar a la cama, sobre la que me hizo acostar de bruces. Entonces examinó mi trasero con la más minuciosa atención, protegiéndose siempre con una mano de la visión del coño que parecía temer más que el fuego. Al fin, advirtiéndome que disimulara lo más posible esta indigna parte (utilizo su expresión), manoseó con sus dos manos largo rato y lúbricamente mi trasero. Lo abría, lo cerraba, a veces le acercaba la boca, y, una o dos veces, llegué a notarla directamente apoyada en el agujero; pero seguía sin tocarse, no mostraba nada. Sin embargo, de pronto sintió una aparente urgencia, y se preparó para el desenlace de su operación. “Échate por completo en el suelo”, me dijo, arrojando a él unos cuantos cojines, “ahí, sí, así... Las piernas espatarradas, el culo un poco empinado y el agujero lo más abierto que puedas, lo más posible”, continuó viendo mi docilidad. Y entonces, cogiendo un taburete, lo situó entre mis piernas y se sentó encima, de modo que la polla que sacó al fin del calzón y que meneó, quedó, por decirlo así, a la altura del agujero que adoraba. Entonces sus gestos se hicieron más rápidos. Con una mano se masturbaba, con la otra abría mis nalgas, y unos cuantos elogios sazonados de juramentos componían su discurso: “¡Ah, me cago en Dios, qué hermoso culo!”, exclamó, “¡qué bonito agujero, cómo voy a inundarlo!”. Cumplió su palabra. Me sentí completamente mojada; el libertino pareció aniquilado por su éxtasis. Es muy cierto que el homenaje rendido a ese templo requiere siempre más ardor que el que quema en el otro. Y se retiró después de haberme prometido que volvería a verme, ya que tan bien satisfacía sus deseos. Volvió en efecto al día siguiente, pero su inconstancia le hizo preferir a mi hermana. Fui a observarlos y vi que empleaba absolutamente los mismos procedimientos, y que mi hermana se prestaba a ello con la misma complacencia».

«¿Tenía un hermoso culo tu hermana?», dijo Durcet. «Un solo detalle permitirá juzgarlo, monseñor», dijo Duclos. «Un famoso pintor, al que habían encargado pintar una Venus con bellas nalgas, la reclamó al año siguiente como modelo, después de buscar, decía, en todos los burdeles de París sin encontrar nada equivalente». «Pero, en fin, ya que tenía quince años y aquí hay chiquillas de esta edad, compáranos su trasero», prosiguió el financiero, «con alguno de los culos que tienes aquí a la vista». Duclos dirigió la mirada a Zelmire y dijo que le era imposible encontrar nada que, no solo por el culo, sino también por la cara, se pareciera más desde todos los puntos de vista a su hermana. «Bueno, Zelmire», dijo el financiero, «ven pues a mostrarme tus nalgas». Ella estaba precisamente en su grupo. La encantadora muchacha se acerca temblando. La ponen a los pies del canapé, acostada de bruces; le levantan la grupa con unos cojines, el agujerito se ofrece por completo. El libertino, que empieza a empalmar, besa y manosea lo que se le presenta. Ordena a Julie que le masturbe; lo hace. Sus manos se pierden sobre otros objetos, la lubricidad le embriaga, su pequeño instrumento, bajo las sacudidas voluptuosas de Julie, parece endurecerse por un momento, el libertino blasfema, sale la leche, y suena la hora de la cena. Como la misma abundancia reinaba en todas las comidas, descrita una, descritas todas. Pero como casi todo el mundo se había corrido, en esta hubo necesidad de recuperar fuerzas y, por consiguiente, bebieron mucho. Zelmire, que era llamada la hermana de la Duclos, fue extraordinariamente festejada en las orgías y todo el mundo quiso besarle el culo. El obispo dejó en él leche, los otros tres volvieron a empalmar, y fueron a acostarse como la víspera, o sea cada cual con las mujeres que habían tenido en los canapés y con los cuatro folladores que no habían aparecido desde la comida.