Las 120 Jornadas de Sodoma: Introducción

Las guerras considerables que Luis XIV tuvo que sostener durante su reinado, agotando las finanzas del Estado y las facultades del pueblo, descubrieron sin embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de esas sanguijuelas siempre al acecho de las calamidades públicas que provocan en lugar de apaciguar, y eso para poder aprovecharse de ellas con mayores beneficios. El final de ese reinado, tan sublime por otra parte, es tal vez una de las épocas del imperio francés en la que se vio un mayor número de estas fortunas oscuras que solo resplandecen con un lujo y unos desenfrenos tan sordos como ellas. Era hacia el final de ese reinado y poco antes de que el Regente intentara, mediante aquel famoso tribunal conocido bajo el nombre de Cámara de Justicia, restituir la fuerza a esa multitud de tratantes, cuando cuatro de ellos imaginaron la singular orgía que nos disponemos a narrar.

Sería erróneo imaginar que sólo la plebe se había ocupado de esta exacción; estaba encabezada por grandísimos señores. El duque de Blangis y su hermano el obispo de ***, quienes habían conseguido con ella unas fortunas inmensas, son pruebas incontestables de que la nobleza descuidaba tan poco como los demás los medios de enriquecerse por ese camino. Estos dos ilustres personajes, íntimamente unidos tanto en placeres como en negocios con el famoso Durcet y el presidente de Curval, fueron los primeros en imaginar la orgía cuya historia escribimos y, después de comunicarla a sus dos amigos, los cuatro formaron el elenco de actores de los famosos desenfrenos.

Desde hacía más de seis años estos cuatro libertinos, a los que unía una equivalencia de riquezas y de gustos, habían pensado reforzar sus vínculos mediante unas alianzas en las que el libertinaje jugaba un papel mucho mayor que los restantes motivos que sustentan normalmente tales vínculos; y he aquí cuáles habían sido sus disposiciones:

El duque de Blangis, viudo de tres esposas, de una de las cuales le quedaban dos hijas, después de descubrir que el presidente de Curval sentía un cierto deseo de contraer matrimonio con la hija mayor, pese a las familiaridades que sabía muy bien que su padre se había permitido con ella, el duque, digo, imaginó de repente esta triple alianza. «Queréis a Julie por esposa», le dijo a Curval; «os la entrego sin vacilar y solo pongo una condición: que no seréis celoso, que ella seguirá teniendo conmigo, aunque sea vuestra mujer, las mismas complacencias que siempre ha tenido, y, además, que os uniréis a mí para convencer a nuestro común amigo Durcet de darme su hija Constance, por la que os confieso que he concebido casi los mismos sentimientos que vos habéis concebido por Julie». «Pero», dijo Curval, «vos no ignoráis sin duda que Durcet, tan libertino como vos...» «Sé todo lo que se puede saber», prosiguió el duque. «¿Acaso a nuestra edad, y con nuestra manera de pensar, cosas así detienen? ¿Creéis que quiero una mujer para convertirla en mi querida? La quiero para servir mis caprichos, para velar, para cubrir una infinidad de pequeños desenfrenos secretos que el manto del himeneo oculta a las mil maravillas. En una palabra, la quiero como vos queréis a mi hija: ¿creéis que ignoro vuestro objetivo y vuestros deseos? Nosotros, los libertinos, tomamos a las mujeres para hacerlas nuestras esclavas; su condición de esposas las hace más sumisas que las queridas, y vos sabéis el valor del despotismo en los placeres que saboreamos».

En esto entró Durcet. Los dos amigos le pusieron al corriente de su conversación, y el tratante, encantado por la ocasión que se le ofrecía de confesar los sentimientos que él había igualmente concebido por Adélaide, hija del presidente, aceptó al duque por yerno a condición de serlo él de Curval. Los tres matrimonios no tardaron en concertarse, las dotes fueron inmensas y las cláusulas iguales. El presidente, tan culpable como sus dos amigos, había confesado, sin molestar a Durcet, su pequeño trato secreto con su propia hija, con lo que los tres padres, queriendo cada uno de ellos conservar sus derechos, convinieron, para ampliarlos aún más, que las tres jóvenes, únicamente unidas de bienes y de nombre a su esposo, en lo relativo al cuerpo no pertenecerían más a cualquiera de los tres que a los demás, y de igual manera a cada uno de ellos, so pena de los castigos más severos si se atrevían a transgredir alguna de las cláusulas a las que se les sometía.

Estaban en vísperas de concertarlo cuando el obispo de ***, ya unido por el placer con los dos amigos de su hermano, propuso introducir una cuarta persona en la alianza, a cambio de que le dejaran participar en las tres restantes. Esta persona, la segunda hija del duque y por consiguiente su sobrina, le pertenecía mucho más de lo que se suponía. Había tenido relaciones con su cuñada, y los dos hermanos sabían sin lugar a dudas que la existencia de esa joven, que se llamaba Aline, se debía con mucha mayor seguridad al obispo que al duque: el obispo que, desde la cuna, se había encargado de velar por Aline, no la había visto llegar, como es fácil suponer, a la edad de los encantos sin querer disfrutar de ellos. Así que en ese punto estaba a la par que sus colegas, y la mercancía que proponía en el trato tenía el mismo grado de deterioro o de degradación; pero como sus atractivos y su tierna juventud la destacaban incluso sobre sus tres compañeras, nadie vaciló en aceptar el acuerdo. El obispo, como los otros tres, cedió manteniendo sus derechos, y cada uno de nuestros cuatro personajes así unidos se encontró, pues, marido de cuatro mujeres.

Se dedujo, pues, de este arreglo, que conviene resumir para la comodidad del lector: que el duque, padre de Julie, fue el esposo de Constance, hija de Durcet; que Durcet, padre de Constance, fue el esposo de Adélaide, hija del presidente; que el presidente, padre de Adélaide, fue el esposo de Julie, hija mayor del duque; y que el obispo, tío y padre de Aline, fue el esposo de las otras tres cediendo a Aline a sus amigos, con los derechos que seguía reservándose sobre ella.

Fueron a una soberbia propiedad del duque, situada en el Borbonesado, a celebrar las felices nupcias, y dejo imaginar a los lectores las orgías que allí se hicieron. La necesidad de describir otras nos quita el placer que sentiríamos en describir estas. A su vuelta, la asociación de nuestros cuatro amigos se hizo aún más estable, y como es importante que les conozcamos bien, un pequeño detalle de sus combinaciones lúbricas servirá, según creo, para iluminar los caracteres de esos libertinos, en espera de que les retomemos a cada uno de ellos por separado para desarrollarlos aún mejor.

La sociedad había hecho una bolsa común que administraba sucesivamente cada uno de sus miembros durante seis meses; pero los fondos de esta bolsa, que solo debía servir para los placeres, eran inmensos. Su excesiva fortuna les permitía unas cosas muy singulares, y el lector no debe sorprenderse cuando se le diga que había dos millones por año destinados a los únicos placeres de la buena mesa y de la lubricidad.

Cuatro famosas alcahuetas para las mujeres e idéntico número de Mercurios para los hombres no tenían otra ocupación que buscarles, tanto en la capital como en las provincias, todo lo que, en uno y otro género, podía satisfacer mejor su sensualidad. Celebraban juntos regularmente cuatro cenas por semana en cuatro diferentes casas de campo situadas en los cuatro diferentes extremos de París. En la primera de estas cenas, destinada únicamente a los placeres de la sodomía, solo se admitían hombres. Allí se veía regularmente a 16 jóvenes de veinte a treinta años cuyas inmensas facultades hacían saborear a nuestros cuatro héroes, en calidad de mujeres, los placeres más sensuales. Eran elegidos por la dimensión de su miembro, y era casi requisito necesario que este soberbio miembro fuera de tal magnificencia que jamás hubiera podido penetrar en mujer alguna. Era una cláusula esencial, y como no ahorraban ningún gasto, rara vez dejaba de cumplirse. Pero para saborear a la vez todos los placeres, sumaban a los 16 maridos un número idéntico de muchachos mucho más jóvenes y que debían representar el papel de mujeres. Estos se elegían desde la edad de doce años hasta la de dieciocho, y era preciso, para ser admitido, una lozanía, unas facciones, un donaire, un porte, una inocencia, un candor muy superiores a todo lo que nuestros pinceles podrían pintar. Ninguna mujer podía ser recibida en estas orgías masculinas en las que se practicaba lo más lujurioso de todo lo que Sodoma y Gomorra habían inventado. La segunda cena estaba dedicada a las muchachas de buen estilo que, obligadas a renunciar a su orgullosa ostentación y a la insolencia habitual de su comportamiento, se veían constreñidas, debido a las sumas recibidas, a entregarse a los caprichos más irregulares y con frecuencia incluso a los ultrajes que gustaban a nuestros libertinos hacerles. Eran habitualmente 12 y, como París no habría podido ofrecer una variación de ese género con la frecuencia debida, esas veladas se alternaban con otras, en las que solo se admitía un mismo número de mujeres distinguidas, desde la clase de los procuradores hasta la de los oficiales. Hay más de cuatro o cinco mil mujeres en París de una u otra de estas clases, a las que la necesidad o el lujo obliga a participar en estas especies de juegos; basta con estar bien servido para encontrarlas, y nuestros libertinos, que lo eran de manera excepcional, encontraban con frecuencia milagros en esta clase singular. Pero por muy honestas que fueran, había que someterse a todo, y el libertinaje, que jamás admite límite alguno, se sentía especialmente excitado al obligar a horrores e infamias a lo que parecía que la naturaleza y la convención social hubieran debido sustraer a tales pruebas. Una vez allí, había que hacerlo todo, y como nuestros cuatro malvados poseían todos los gustos del más crapuloso y del más insigne libertinaje, esta aquiescencia esencial a sus deseos no era cosa fácil. La tercera cena estaba destinada a las criaturas más viles y más mancilladas que puedan existir. A quien conoce los extravíos del desenfreno, este refinamiento le parecerá muy sencillo; es muy voluptuoso revolcarse, por así decirlo, en la basura con criaturas de esta clase; ahí se encuentra el abandono más completo, la crápula más monstruosa, el envilecimiento más total, y estos placeres, comparados con los saboreados la víspera, o con las criaturas distinguidas que nos han hecho saborearlos, arrojan mucha sal sobre ambos excesos. Ahí, como el desenfreno era más total, no se olvidaba nada para hacerlo tan numeroso como picante. Comparecían 100 putas en el transcurso de seis horas, y con excesiva frecuencia ninguna de las 100 salía entera. Pero no nos precipitemos; este refinamiento tiene unos detalles a los que todavía no hemos llegado. La cuarta cena estaba reservada a las vírgenes. Solo se aceptaban hasta los quince años a partir de los siete. Su condición daba igual, solo importaba su rostro, que debía ser encantador, y la seguridad de sus primicias: era preciso que fueran auténticas. Increíble refinamiento del libertinaje. No se planteaban ellos, sin duda, recoger todas estas rosas, y tampoco podían, ya que siempre aparecían en número de 20 y, de nuestros cuatro libertinos, solo dos eran capaces de efectuar este acto, pues uno de los otros dos, el tratante, ya no experimentaba la mínima erección, y al obispo le era absolutamente imposible disfrutar más que de una manera que puede, lo acepto, deshonrar a una virgen, pero que sin embargo la deja siempre bien intacta. Daba igual, era preciso que estuvieran allí las 20 primicias, y las que ellos no estropeaban se convertían en su presencia en la presa de unos cuantos lacayos tan libertinos como ellos y que siempre les seguían por más de una razón. Independientemente de estas cuatro cenas, había todos los viernes una secreta y especial, mucho menos numerosa que las cuatro restantes, aunque tal vez infinitamente más cara. Solo se admitían a ella a cuatro jóvenes damiselas de buena familia, arrancadas de casa de sus padres a fuerza de astucia y de dinero. Las esposas de nuestros libertinos compartían casi siempre este libertinaje, y su extrema sumisión, sus atenciones y sus servicios lo hacían aún más picante. Respecto a los manjares que se servían en estas cenas, es inútil decir que reinaba tanto la abundancia como la exquisitez; ni uno de estos banquetes costaba menos de 10.000 francos y en ellos se reunía cuanto de más raro y más exquisito puede ofrecer Francia y el extranjero. Los vinos y los licores aparecían con la misma finura y la misma abundancia, así como los frutos de todas las estaciones incluso en invierno, y cabe asegurar en una palabra que la mesa del primer monarca de la Tierra no era seguramente servida con tanto lujo y magnificencia.

Retrocedamos ahora y pintemos lo mejor que podamos al lector cada uno de estos cuatro personajes en concreto, no bajo un aspecto favorable, no para seducir o cautivar, sino con los mismos pinceles de la naturaleza, que pese a todo su desorden es con frecuencia muy sublime, incluso cuando es más depravada. Pues, atrevámonos a decirlo de pasada, aunque el crimen no tiene el tipo de delicadeza que se encuentra en la virtud, ¿acaso no es siempre más sublime, acaso no tiene incesantemente un carácter de grandeza y de sublimidad que domina y dominará siempre sobre los atractivos monótonos y afeminados de la virtud? ¿Nos hablaréis de la utilidad de uno o de otro? ¿Es cosa nuestra escrutar las leyes de la naturaleza, es cosa nuestra decidir si, siéndole el vicio tan necesario como la virtud, no nos inspira quizás una parte igual de inclinación a uno o a otra, en razón de sus necesidades respectivas? Pero prosigamos.

EL DUQUE DE BLANGIS, dueño a los dieciocho años de una fortuna ya inmensa y que incrementó mucho a continuación con sus exacciones, experimentó todos los inconvenientes que nacen en tropel alrededor de un joven rico, famoso, y que no se niega nada: casi siempre en tal caso la medida de las fuerzas equivale a la de los vicios, y se niega tantas menos cosas cuantas más facilidades tiene para obtenerlas todas. Si el duque hubiera recibido de la naturaleza unas cuantas cualidades primitivas, quizás estas hubieran equilibrado los peligros de su posición, pero esta madre extravagante, que parece a veces entenderse con la fortuna para que esta favorezca todos los vicios que concede a ciertos seres de los que espera unas atenciones muy diferentes de las que la virtud supone, y eso porque necesita tanto a aquellos como a los otros, la naturaleza, digo, al destinar a Blangis a una riqueza inmensa, le había deparado precisamente todas las inclinaciones, todas las inspiraciones que se precisaban para usarla mal. Con una mente muy perversa y muy maligna, le había dado el alma más malvada y más dura, acompañada de unos desórdenes en los gustos y en los caprichos de los que nacía el horrible libertinaje al que el duque era tan singularmente propenso. Nacido falso, duro, imperioso, bárbaro, egoísta, tan pródigo para sus placeres como avaro cuando se trataba de ser útil, mentiroso, glotón, borracho, cobarde, sodomita, incestuoso, asesino, incendiario, ladrón, ni una sola virtud compensaba tantos vicios. ¿Qué digo?, no solo no reverenciaba ninguna, sino que todas le horrorizaban, y se le oía decir a menudo que un hombre, para ser realmente feliz en este mundo, debía no solo entregarse a todos los vicios, sino jamás permitirse una virtud, y que no solo se trataba de hacer siempre el mal, sino que se trataba también de no hacer jamás el bien. «Hay muchas personas», decía el duque, «que solo se entregan al mal cuando su pasión les arrastra; recuperada de su extravío, su alma tranquila recupera tranquilamente el camino de la virtud, y pasando así su vida de combates a errores y de errores a remordimientos, mueren sin que sea posible decir exactamente qué papel han jugado en la Tierra. Dichos seres», proseguía, «deben de ser desgraciados: siempre fluctuantes, siempre indecisos, pasan toda su vida detestando por la mañana lo que han hecho por la noche. Convencidísimos de arrepentirse de los placeres que saborean, se estremecen al permitírselos, de manera que se vuelven a un tiempo tan virtuosos en el crimen como criminales en la virtud. Mi carácter más firme», añadía nuestro héroe, «jamás se desmentirá de esta manera. Yo no vacilo jamás en mis opciones y, como estoy siempre seguro de encontrar el placer en lo que hago, jamás acude el arrepentimiento a embotar el atractivo. Firme en mis principios porque desde mis más jóvenes años los establecí con seguridad, actúo siempre en consecuencia respecto a ellos. Me han hecho conocer el vacío y la nada de la virtud; la odio y jamás se me verá volver a ella. Me han convencido de que el vicio estaba hecho para hacer sentir al hombre esta vibración moral y física, fuente de las más deliciosas voluptuosidades; me entrego a él. Muy pronto me coloqué por encima de las quimeras de la religión, absolutamente convencido de que la existencia del creador es un escandaloso absurdo en el que no creen ni los niños. No siento ninguna necesidad de refrenar mis inclinaciones con la intención de complacerle. Yo he recibido estas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas; si me las ha dado malas, es porque así convenía necesariamente a sus intenciones. Solo soy en sus manos una máquina que ella mueve a su capricho, y no hay ni uno de mis crímenes que no le sirva; cuantos más me aconseja, más necesita: sería un necio si me resistiera a ella. Así que solo tengo contra mí las leyes, pero yo las desafío; mi oro y mi fama me colocan por encima de esas plagas vulgares que solo deben herir al pueblo». Si se le objetaba al duque que en todos los hombres existían, sin embargo, unas ideas de lo justo y de lo injusto que solo podían ser fruto de la naturaleza, ya que aparecían en todos los pueblos e incluso en aquellos que no eran civilizados, respondía a ello que estas ideas solo eran relativas, que el más fuerte consideraba siempre muy justo lo que el más débil veía como injusto, y que si se les mudara a ambos de lugar, ambos al mismo tiempo cambiarían también de manera de pensar; de ahí concluía que solo era realmente justo lo que daba placer e injusto lo que daba pesar; que en el instante en que él robaba 100 luises del bolsillo de un hombre, hacía algo muy justo para él, aunque el hombre robado tuviera que verlo con otros ojos; que al ser todas estas ideas solo arbitrarias, muy loco sería el que se dejara encadenar por ellas. Mediante razonamientos de este tipo el duque legitimaba todos sus desafueros, y como le sobraba el ingenio, sus argumentos parecían decisivos. Adecuando, pues, su comportamiento a su filosofía, el duque, desde su más tierna juventud, se había abandonado sin freno a los extravíos más vergonzosos y más extraordinarios. Su padre, fallecido joven, y dejándole heredero, como ya he dicho, de una fortuna inmensa, había puesto, sin embargo, la cláusula de que el joven dejaría disfrutar a su madre, durante toda su vida, de una gran parte de esta fortuna. Tal condición no tardó en disgustar a Blangis y, no viendo el malvado más que el veneno para impedirle cumplirla, se decidió inmediatamente a utilizarlo. Pero el bribón, principiante por aquel entonces en la carrera del vicio, no se atrevió a actuar por sí mismo: obligó a una de sus hermanas, con la que vivía en relación criminal, a asumir la ejecución, dándole a entender que, si lo conseguía, le haría disfrutar una parte de la fortuna que esta muerte pondría en sus manos. Pero la joven se horrorizó de esta acción, y el duque, viendo que un secreto mal confiado sería tal vez traicionado, se decidió al instante a juntar con su víctima a la que él había querido hacer su cómplice. Las llevó a una de sus tierras, de donde las dos infortunadas no regresaron jamás. Nada alienta tanto como un primer crimen impune. Después de esta prueba, el duque rompió todos los frenos. Tan pronto como algún ser oponía a sus deseos la más ligera cortapisa, utilizaba de inmediato el veneno. De los asesinatos por necesidad, no tardó en pasar a los asesinatos por voluptuosidad: concibió el desdichado extravío que nos hace encontrar placeres en los males ajenos; sintió que una conmoción violenta impuesta a un adversario proporciona al conjunto de nuestros nervios una vibración cuyo efecto, irritando los espíritus bestiales que fluyen por la concavidad de dichos nervios, les obliga a presionar los nervios erectores, y a producir, tras esta sacudida, lo que se llama una sensación lúbrica. En consecuencia, empezó a cometer robos y asesinatos, por un único principio de vicio y de libertinaje, de igual manera que otro, para inflamar estas mismas pasiones, se contenta con ir de putas. A los veintitrés años participó con tres de sus compañeros de vicio, a los que había inculcado su filosofía, en el asalto de una diligencia pública en el camino real, violando tanto a hombres como a mujeres, asesinándolos después, apoderándose de un dinero que seguramente no necesitaban, y encontrándose los tres la misma noche en el baile de la Opera a fin de probar la coartada. Este crimen se produjo: dos damiselas encantadoras fueron violadas y asesinadas en brazos de su madre; y a eso juntó una infinidad de otros horrores, sin que nadie se atreviera a sospechar de él. Cansado de una esposa encantadora que su padre le había dado antes de morir, el joven Blangis no tardó en reuniría con los manes de su madre, de su hermana y de todas sus demás víctimas, y eso para casarse con una muchacha bastante rica, pero públicamente deshonrada y de la que sabía muy bien que era la querida de su hermano. Era la madre de Aline, una de las actrices de nuestra novela y de la que hemos hablado anteriormente. Esta segunda esposa, pronto sacrificada como la primera, fue sustituida por una tercera, que no tardó en correr la suerte de la segunda. Decíase en el mundo que era la inmensidad de su construcción lo que mataba a todas sus mujeres, y como este gigantismo era exacto en todos sus puntos, el duque dejaba germinar una opinión que velaba la verdad. Este horrible coloso daba en efecto la idea de Hércules o de un centauro: el duque medía cinco pies y once pulgadas, poseía unos miembros de gran fuerza y energía, articulaciones vigorosas, nervios elásticos... Sumadle a esto un rostro viril y altivo, unos enormes ojos negros, bellas cejas oscuras, la nariz aquilina, hermosos dientes, un aspecto de salud y de frescura, unos hombros anchos, un torso amplio aunque perfectamente modelado, bellas caderas, nalgas soberbias, las más hermosas piernas del mundo, un temperamento de hierro, una fuerza de caballo, el miembro de un verdadero mulo, asombrosamente peludo, dotado de la facultad de perder su esperma tantas veces como quisiera en un día, incluso a la edad de cincuenta años que entonces tenía, una erección casi continua de dicho miembro cuyo tamaño era de 8 pulgadas justas de contorno por 12 de longitud, y tendréis un retrato del duque de Blangis como si lo hubierais dibujado vosotros mismos. Pero si esta obra maestra de la naturaleza era violenta en sus deseos, ¿en qué se convertía, ¡Dios mío!, cuando le coronaba la embriaguez de la voluptuosidad? Ya no era un hombre, era un tigre furioso. ¡Ay de quien sirviera entonces sus pasiones!: gritos espantosos, blasfemias atroces surgían de su pecho hinchado, era como si llamas salieran entonces de sus ojos, echaba espumarajos, relinchaba, se le confundía con el dios mismo de Ja lubricidad. Fuera cual fuese su manera de gozar, sus manos siempre se extraviaban necesariamente, y más de una vez se le vio estrangular rotundamente a una mujer en el instante de su pérfida eyaculación. Una vez recuperado, la despreocupación más absoluta sobre las infamias que acababa de permitirse sucedía inmediatamente a su extravío, y de esta indiferencia, de esta especie de apatía, nacían casi inmediatamente nuevas chispas de voluptuosidad. El duque, en su juventud, había llegado a correrse hasta 18 veces en un día y sin que se le viera más agotado en la última eyaculación que en la primera. Siete u ocho en el mismo intervalo todavía no le asustaban, pese a su medio siglo de vida. Desde hacía unos 25 años, se había acostumbrado a la sodomía pasiva, y soportaba los ataques con el mismo vigor con que los devolvía activamente, él mismo, un instante después, cuando le gustaba cambiar de papel. Había soportado en una apuesta hasta 55 asaltos en un día. Dotado como hemos dicho de una fuerza prodigiosa, le bastaba una sola mano para violar a una muchacha; lo había demostrado varias veces. Apostó un día a que asfixiaría un caballo entre sus piernas, y el animal reventó en el instante que él había indicado. Sus excesos en la mesa superaban incluso, si es posible, los de la cama. Era inconcebible la cantidad de víveres que englutía. Hacía regularmente tres comidas, y las tres eran tan largas como amplias, y lo habitual eran siempre diez botellas de vino de Borgoña; había llegado a beber 30 y apostaba contra cualquiera que podría llegar a 50. Pero como su ebriedad adoptaba el color de sus pasiones, tan pronto como los vinos o los licores le habían calentado el cráneo, se volvía furioso; había que atarle. Y con todo eso, ¿quién lo hubiera dicho?, pero es cierto que el ánimo responde con frecuencia muy mal a las disposiciones corporales, y un niño decidido hubiera asustado a aquel coloso, y desde el momento en que para deshacerse de su enemigo ya no podía utilizar sus triquiñuelas o su traición, se volvía tímido y cobarde, y la idea del combate menos peligroso, pero en igualdad de fuerzas, le hubiera hecho huir a la otra punta de la Tierra. Sin embargo, según la costumbre, había hecho una campaña o dos, pero había alcanzado tal deshonra en ellas como para abandonar inmediatamente el servicio. Defendiendo su bajeza con tanto ingenio como descaro, pretendía altivamente, que no siendo la cobardía más que un deseo de conservación, era totalmente imposible que unas personas sensatas se la reprocharan como un defecto.

Manteniendo absolutamente los mismos rasgos morales y adaptándolos a una existencia física infinitamente inferior a la que acaba de ser trazada, se obtenía el retrato del OBISPO DE ***, hermano del duque de Blangis. Igual negrura de alma, igual inclinación al crimen, igual desprecio por la religión, igual ateísmo, igual trapacería, el ingenio más ágil y más diestro, sin embargo, y mayor arte en hacer caer a sus víctimas, pero un cuerpo esbelto y ligero, pequeño y canijo, una salud vacilante, unos nervios muy delicados, una búsqueda mayor en los placeres, unas facultades mediocres, un miembro muy común, pequeño incluso, pero aprovechado con tal arte y perdiendo siempre tan poco que su imaginación incesantemente inflamada le hacía tan frecuentemente susceptible como su hermano de saborear el placer; aparte de unas sensaciones de tal finura, y una irritación del sistema nervioso tan prodigiosa, que se desvanecía con frecuencia en el instante de su eyaculación y perdía casi siempre el conocimiento al terminar. Tenía cuarenta y cinco años de edad, las facciones muy finas, ojos bastante bonitos, pero una fea boca y unos feos dientes, el cuerpo blanco, sin vello, el culo pequeño, pero bien hecho, y el pene de 5 pulgadas de perímetro por 10 de longitud. Idólatra de la sodomía activa y pasiva, pero más aún de esta última, pasaba su vida haciéndose encular, y este placer que jamás exige un gran consumo de fuerza se ajustaba perfectamente a la pequeñez de sus medios. Hablaremos después de sus restantes gustos. Respecto a los de la mesa, los llevaba casi tan lejos como su hermano, pero ponía en ello un poco más de sensualidad. Monseñor, tan malvado como su hermano mayor, guardaba en su poder unos rasgos que le igualaban sin duda con las célebres acciones del héroe que acabamos de pintar. Nos contentaremos con citar uno; bastará para mostrar al lector hasta dónde podía llegar un hombre semejante y lo que sabía y podía hacer, habiendo hecho lo que se leerá.

Uno de sus amigos, hombre enormemente rico, había tenido tiempo atrás una relación con una muchacha de buena familia, de la que había tenido dos hijos, una niña y un niño. Sin embargo, jamás había podido casarse con ella, y la damisela se había convertido en esposa de otro. El amante de esta infortunada murió joven, pero poseedor, sin embargo, de una inmensa fortuna; sin ningún pariente del que preocuparse, planeó dejar todos sus bienes a los dos desdichados frutos de su relación. En el lecho de muerte, confió su proyecto al obispo y le encargó esas dos dotes inmensas, que repartió en dos carteras iguales y que entregó al obispo recomendándole la educación de los dos huérfanos y que les entregara a cada uno de ellos lo que les correspondía tan pronto como alcanzaran la edad prescrita por las leyes. Encareció al mismo tiempo al prelado que manejara hasta entonces los fondos de sus pupilos, a fin de doblar su fortuna. Le testimonió al mismo tiempo que tenía la intención de dejar ignorar eternamente a la madre lo que hacía por sus hijos y que exigía absolutamente que jamás se le hablara de ello. Tomadas estas disposiciones, el moribundo cerró los ojos, y monseñor se vio dueño de cerca de un millón en billetes de banco y de dos criaturas. El malvado no titubeó mucho tiempo en tomar una decisión: el moribundo solo había hablado con él, la madre debía de ignorarlo todo, las criaturas solo tenían cuatro o cinco años. Explicó que su amigo al expirar había dejado sus bienes a los pobres, y aquel mismo día el bribón se apoderó de ellos. Pero no le bastaba con arruinar a las dos desdichadas criaturas; el obispo, que jamás cometía un crimen sin concebir al instante otro nuevo, fue, provisto del consentimiento de su amigo, a retirar a las criaturas de la oscura pensión en la que se les educaba, y las colocó en casa de personas de su confianza, decidiendo desde entonces no tardar en utilizarlas a ambas para sus pérfidas voluptuosidades. Esperó hasta que cumplieran los trece años. El chiquillo fue el primero en alcanzar esta edad; se sirvió de él, lo doblegó a todos sus desenfrenos y, como era extremadamente guapo, se divirtió con él cerca de ocho días. Pero la pequeña no tuvo tanto éxito: llegó muy fea a la edad prescrita, sin que nada detuviera, sin embargo, el lúbrico furor de nuestro malvado. Satisfechos sus deseos, temió que, si dejaba con vida a las criaturas, no acabaran descubriendo algo del secreto que les afectaba. Las condujo a una propiedad de su hermano y, seguro de recuperar en un nuevo crimen las chispas de lubricidad que el goce acababa de hacerle perder, inmoló a ambas a sus feroces pasiones, y acompañó su muerte de episodios tan picantes y tan crueles que su voluptuosidad renació en el seno de los tormentos a que las sometió. Desgraciadamente el secreto es muy seguro, y no hay libertino un poco instalado en el vicio que no sepa qué poder ejerce el asesinato sobre los sentidos y cuán voluptuosamente determina una eyaculación. Es una verdad de la que conviene que el lector se prevenga, antes de emprender la lectura de una obra que debe desarrollar este sistema.

Tranquilo ahora respecto a todos los acontecimientos, monseñor regresó a París para disfrutar del fruto de sus fechorías, y sin el mínimo remordimiento por haber traicionado las intenciones de un hombre imposibilitado por su situación de experimentar ni dolor ni placer.

EL PRESIDENTE DE CURVAL era el decano de la sociedad. Con cerca de sesenta años, y singularmente deteriorado por el desenfreno, ofrecía poco más que un esqueleto. Era alto, enjuto, flaco, con ojos hundidos y apagados, una boca lívida y malsana, la barbilla respingona, la nariz larga. Cubierto de pelos como un sátiro, espalda recta, nalgas blandas y caídas que más parecían dos trapos sucios flotando en lo alto de sus muslos; la piel tan ajada a fuerza de latigazos que se podía enroscar alrededor de los dedos sin que él lo notara. En medio de eso se ofrecía, sin que fuera preciso abrirlo, un orificio inmenso cuyo diámetro enorme, olor y color le hacían parecerse más a un agujero de excusado que al agujero de un culo; y, para colmo de encantos, entraba en los hábitos de este puerco de Sodoma dejar siempre esa parte en tal estado de suciedad que se veía incesantemente a su alrededor un rodete de 2 pulgadas de espesor. Al final de un vientre tan arrugado como lívido y fofo, se descubría, en un bosque de pelos, un instrumento que, en estado de erección, podía tener 8 pulgadas de longitud por 7 de contorno; pero este estado era muy excepcional, y se precisaba una furiosa serie de circunstancias para determinarlo. Se producía, sin embargo, por lo menos dos o tres veces por semana, y el presidente enfilaba entonces indistintamente todo tipo de agujero, aunque el del trasero de un chiquillo le resultara infinitamente más precioso. El presidente se había hecho circuncidar, de modo que la cabeza de su polla jamás estaba recubierta, ceremonia que facilita mucho el placer y a la que deberían someterse todas las personas voluptuosas. Pero uno de sus objetivos es mantener esta parte más limpia: nada más lejos de que esto se cumpliera en Curval, pues tan sucio de este lado como en el otro, esta cabeza descapullada, ya naturalmente muy gruesa, se ensanchaba ahí por lo menos una pulgada de circunferencia. Igualmente sucio en toda su persona, el presidente, que a esto unía gustos por lo menos tan marranos como su persona, se volvía un personaje cuya proximidad bastante maloliente no era para gustar a todo el mundo: pero sus colegas no eran personas que se escandalizaran por tan poco, y ni se mencionaba. Pocos hombres había habido tan lascivos y tan libertinos como el presidente; pero totalmente hastiado, totalmente embrutecido, no le quedaba más que la depravación y la crápula del libertinaje. Necesitaba más de tres horas de excesos, y de los excesos más infames, para conseguir una sensación voluptuosa. En cuanto a la eyaculación, aunque se produjera en él con mucha mayor frecuencia que la erección y casi una vez al día, era sin embargo muy difícil de conseguir, o solo se obtenía con cosas tan singulares, y con frecuencia tan crueles o tan sucias, que los agentes de sus placeres renunciaban muchas veces, y esto le producía una especie de cólera lúbrica que en ocasiones por sus efectos funcionaba mejor que sus esfuerzos. Curval estaba tan hundido en el cenagal del vicio y del libertinaje que le resultaba imposible hablar de otra cosa. Tenía incesantemente las más sucias expresiones tanto en la boca como en el corazón, y las entremezclaba de la manera más enérgica con blasfemias e imprecaciones surgidas siempre del auténtico horror que sentía, al igual que sus colegas, por todo lo relacionado con la religión. Este desorden de ánimo, aumentado aún más por la ebriedad casi continua en la que le gustaba mantenerse, le daba desde hacía varios años un aspecto de imbecilidad y de embrutecimiento que, según decía, le resultaba extremadamente delicioso. Nacido tan glotón como borracho, solo él era Capaz de enfrentarse al duque, y en el curso de esta historia, le veremos realizar proezas de este tipo que asombrarán sin duda a nuestros más célebres comilones. Curval llevaba unos diez años sin ejercer su cargo, no solo porque ya no estaba capacitado para ello, sino porque creo también que, aunque hubiera podido, le habrían rogado que no lo hiciera en toda su vida.

Curval había llevado una vida muy libertina, le eran familiares todo tipo de descarríos, y los que le conocían un poco sospechaban que debía a dos o tres asesinatos execrables la inmensa fortuna de que disfrutaba. Sea como fuere, en la siguiente historia, de manera verosímil este tipo de exceso poseía el arte de conmoverle poderosamente, y a esa aventura que, desdichadamente, tuvo una cierta notoriedad, debió su exclusión del Tribunal. La referiremos para dar al lector una idea de su carácter.

Curval tenía en la vecindad de su palacete un desdichado mozo de cuerda que, padre de una niña encantadora, cometía la ridiculez de tener sentimientos. En veinte ocasiones por lo menos mensajes de todo tipo habían intentado corromper al desdichado y a su mujer con unas proposiciones relativas a su joven hija sin conseguir quebrantarles, y Curval, director de estas embajadas y a quien la multiplicación de los rechazos no hacía sino irritar, ya no sabía qué hacer para disfrutar de la joven y para someterla a sus libidinosos caprichos, cuando tuvo la sencilla ocurrencia de torturar en la rueda al padre para conducir a la hija a su lecho. El recurso fue tan bien pensado como ejecutado. Dos o tres tunantes pagados por el presidente se encargaron de ello, y antes de fin de mes el desdichado mozo de cordel se vio envuelto en un crimen imaginario que parecía que se había cometido en su puerta y que le condujo inmediatamente a las mazmorras de la Conciergerie. El presidente, como es fácil suponer, se hizo cargo inmediatamente del caso, y como no tenía ganas de que se arrastrara, en tres días, gracias a sus pillerías y a su dinero, el desdichado mozo de cordel fue condenado a la tortura de la rueda en vivo, sin haber cometido jamás otros crímenes que los de querer conservar su honor y mantener el de su hija. En esto, recomenzaron las proposiciones. Fueron a buscar a la madre, se le dijo que solo dependía de ella salvar a su marido, que, si ella satisfacía al presidente, estaba claro que arrancaría a su marido de la suerte horrible que le esperaba. No cabía duda. La mujer consultó: ellos sabían muy bien a quiénes se dirigiría, compraron los consejos, y le respondieron sin titubear que no debía vacilar ni un instante. La propia infortunada lleva llorando a su hija a los pies de su juez; este promete todo lo que se quiera, pero no tenía la menor intención de mantener su palabra. No solamente temía, de mantenerla, que el marido salvado armara un escándalo al ver a qué precio habían puesto su vida, sino que el malvado sentía incluso un deleite mucho más agudo en hacerse entregar lo que quería sin verse obligado a hacer nada. A cambio se había ofrecido a ese respecto episodios malvados a su espíritu con los que sentía aumentar su pérfida lubricidad; y he aquí lo que hizo para introducir en la escena toda la infamia y toda la salacidad posible. Su palacete se hallaba enfrente de un lugar donde a veces se ejecutaban los criminales en París, y como el delito se había cometido en aquel barrio, consiguió que la ejecución se realizara en la plaza de marras. A la hora indicada, reunió en su casa a la mujer y a la hija del desdichado. Todo estaba bien cerrado del lado que daba a la plaza, de manera que desde los apartamentos donde mantenía a sus víctimas no se veía nada de lo que allí podía ocurrir. El malvado, que conocía la hora exacta de la ejecución, eligió ese momento para desvirgar a la chiquilla en brazos de su madre, y todo se resolvió con tanta destreza y precisión que se corría en el culo de la hija en el momento en que su padre expiraba. Tan pronto como terminó, dijo a sus dos princesas abriendo una ventana que daba a la plaza: «Venid a ver, venid a ver como he cumplido mi palabra». Y las desdichadas vieron, una a su padre, otra a su marido, expirando bajo el hierro del verdugo. Ambas cayeron desmayadas, pero Curval lo había previsto todo: aquel desvanecimiento era su agonía, las dos estaban envenenadas, y jamás volvieron a abrir los ojos. Por muchas precauciones que tomó para envolver todo este acto con las sombras del más profundo misterio, algo, de todos modos, traslució: se ignoró la muerte de las mujeres, pero hubo vivas sospechas de prevaricación en el caso del marido. El motivo fue a medias conocido, y de todo ello resultó finalmente su jubilación. A partir de aquel momento, Curval, no teniendo ya ningún decoro que mantener, se precipitó en un nuevo océano de errores y de crímenes. Se hizo buscar víctimas por todas partes, para inmolarlas a la perversidad de sus gustos. Por un atroz refinamiento de crueldad, y sin embargo muy fácil de entender, la clase más desgraciada era la que prefería para lanzar los efectos de su pérfida rabia. Tenía varias mujeres que buscaban para él noche y día, en los desvanes y en las zahúrdas, todo lo que la miseria podía ofrecer de más abandonado, y con el pretexto de socorrerles, o les envenenaba, cosa que era uno de sus más deliciosos pasatiempos, o les atraía a su casa y les inmolaba él mismo a la perversidad de sus gustos. Hombres, mujeres, criaturas, todo era bueno para su pérfida rabia, y cometía excesos que habrían llevado mil veces su cabeza a un cadalso, de no ser porque su nombre y su oro le preservaron mil veces. Es fácil imaginar que un ser semejante no tenía más religión que sus dos colegas; la detestaba sin duda tan soberanamente como ellos, pero tiempo atrás había hecho más para extirparla de los corazones, pues, aprovechando el ingenio que poseía para escribir contra ella, era autor de varias obras cuyos efectos habían sido prodigiosos y estos éxitos, que recordaba incesantemente, eran también una de sus más apreciadas voluptuosidades.

Cuanto más multiplicamos los objetos de nuestros placeres...

Colocar ahí el retrato de Durcet, tal como está en el cuaderno 18, encuadernado en rosa, Juego, después de haber terminado el retrato con estas palabras del cuaderno: ...los débiles años de la infancia, continuar así:

DURCET tiene cincuenta y tres años, es de pequeña estatura, gordo, robusto, rostro agradable y fresco, la piel muy blanca, todo el cuerpo, y principalmente las caderas y las nalgas, absolutamente como una mujer; su culo es fresco, gordo, firme y rollizo, pero excesivamente abierto por el hábito de la sodomía; su polla es extraordinariamente pequeña: apenas 2 pulgadas de perímetro por 4 de longitud; no empalma en absoluto; sus eyaculaciones son escasas y muy penosas, poco abundantes y siempre precedidas de espasmos que le sumen en una especie de furor que le lleva al crimen; tiene el pecho como de mujer, una voz dulce y agradable, y es muy virtuoso en público, aunque su mente sea por lo menos tan depravada como la de sus colegas; compañero de escuela del duque, siguen divirtiéndose diariamente juntos, y uno de los mayores placeres de Durcet es hacerse cosquillear el ano por el enorme miembro del duque.

Así son en una palabra, querido lector, los cuatro malvados con los que voy a hacerte pasar unos cuantos meses. Te los he descrito lo mejor que he podido para que los conozcas a fondo y nada te sorprenda en el relato de sus diferentes extravíos. Me ha sido imposible entrar en el detalle particular de sus gustos: habría dañado el interés y el plan general de esta obra divulgándotelos. Pero a medida que el relato avance, bastará con seguirlos con atención, y se discernirá fácilmente sus pequeños pecados habituales y el tipo de manía voluptuosa que más complace a cada cual en concreto. Todo lo que ahora puede decirse, en líneas generales, es que eran generalmente susceptibles al gusto de la sodomía, que los cuatro se hacían encular regularmente, y que los cuatro adoraban los culos. El duque, sin embargo, debido a la inmensidad de su construcción y más, sin duda, por crueldad que por gusto, jodía también los coños con el mayor placer. El presidente a veces también, pero más raramente. En cuanto al obispo, los detestaba tan soberanamente que su solo aspecto le hubiera hecho desempalmar por seis meses. Solo había jodido uno en toda su vida, el de su cuñada, y con la intención de tener una criatura que pudiera procurarle un día los placeres del incesto; ya vimos que lo había conseguido. Respecto a Durcet, idolatraba el culo por lo menos con tanto ardor como el obispo, pero disfrutaba de él más accesoriamente; sus ataques favoritos se dirigían a un tercer templo. La continuación nos desvelará este misterio.

Acabamos los retratos esenciales para la comprensión de esta obra y damos ahora a los lectores una idea de las cuatro esposas de estos respetables maridos.

¡Qué contraste! CONSTANCE, esposa del duque e hija de Durcet, era una mujer alta, delgada, digna de ser pintada y modelada como si las Gracias se hubieran complacido en embellecerla. Pero la elegancia de su estatura no dañaba en nada a su frescura: no por ello era menos lozana y rolliza, y las formas más deliciosas, ofreciéndose debajo de una piel más blanca que los lirios, conseguían que uno imaginara con frecuencia que el propio Amor se había encargado de modelarla. Su rostro era un poco alargado, sus facciones extraordinariamente nobles, con más majestad que simpatía y más grandeza que finura. Sus ojos eran grandes, negros y llenos de fuego, su boca extremadamente pequeña y adornada con los más hermosos dientes que imaginarse puedan; tenía la lengua fina, estrecha, del más hermoso rosicler, y su aliento era más dulce que el mismo aroma de la rosa. Tenía el pecho generoso, muy redondo, de una blancura y una firmeza alabastrina; sus lomos, extraordinariamente combados, llevaban, por una caída deliciosa, al culo más exactamente y más artísticamente tallado que la naturaleza había producido en mucho tiempo. Era completamente redondo, no muy grueso, pero firme, blanco, rollizo y entreabriéndose únicamente para mostrar el agujerito más limpio, gracioso y delicado; un tierno matiz rosado coloreaba este culo, encantador asilo de los más dulces placeres de la lubricidad. Pero ¡Dios mío, cuán poco tiempo conservó tantos atractivos! Cuatro o cinco ataques del duque marchitaron pronto todas las gracias, y Constance, después de su matrimonio, no tardó en ser la imagen de un bello lirio que la tempestad acaba de deshojar. Dos muslos redondos y perfectamente moldeados sostenían otro templo, menos delicado sin duda, pero que ofrecía al sectario tantos atractivos que mi pluma se empeñaría inútilmente en describir. Constance era casi virgen cuando el duque la esposó, y su padre, el único hombre que ella había conocido, la había, como hemos dicho, dejado perfectamente intacta por ese lado. Los más hermosos cabellos negros que caían en bucles naturales por encima de los hombros y, cuando quería, hasta el bonito pelo del mismo color que sombreaba el voluptuoso coñito, se volvían un nuevo adorno que me hubiera parecido culpable omitir, y acababan de prestar a esta criatura angelical, de unos veintidós años de edad, todos los encantos que la naturaleza puede prodigar a una mujer. A todos estos atractivos, Constance unía un espíritu justo, agradable, e incluso más elevado de lo que hubiera debido ser en la triste situación en que la había situado la suerte, cuyo horror ella percibía claramente, y habría sido sin duda mucho más feliz con una sensibilidad menos delicada. Durcet, que la había educado más como una cortesana que como una hija y que se había ocupado más de darle talento que buenas costumbres, no había podido, sin embargo, destruir en su corazón los principios de honestidad y de virtud que parecía que la naturaleza se había complacido en grabar. No tenía religión, jamás le habían hablado de ella, jamás habían soportado que ejerciera ninguna práctica, pero todo esto no había apagado en ella ese pudor, esa modestia natural, independientes de las quimeras religiosas y que, en un alma honesta y sensible, se borran con mucha dificultad. Nunca había abandonado la casa de su padre, y el malvado, desde la edad de doce años, la había utilizado para sus crapulosos placeres. Ella encontró mucha diferencia en los que el duque saboreaba con ella; su físico se alteró sensiblemente de esta distancia enorme, y a la mañana siguiente de que el duque la desvirgara sodomíticamente, cayó gravemente enferma: creyeron su recto totalmente perforado. Pero su juventud, su salud, y el efecto de algunos medicamentos, no tardaron en devolver al duque el uso de este camino prohibido, y la desdichada Constance, obligada a acostumbrarse a este suplicio diario que no era el único, se restableció por completo y se habituó a todo.

ADÉLAÏDE, esposa de Durcet e hija del presidente, era una beldad quizá superior a Constance, pero de un tipo completamente distinto. Tenía veinte años de edad, bajita, delgada, extremadamente débil y delicada, digna de ser pintada, los más hermosos cabellos rubios del mundo. Un aire de interés y de sensibilidad, esparcido por toda su persona y principalmente en sus facciones, le daba el aspecto de una heroína de novela. Sus ojos, extraordinariamente grandes, eran azules; expresaban a la vez la ternura y la decencia. Dos largas y finas cejas, pero singularmente trazadas, adornaban una frente poco amplia, pero de tal nobleza, de tal atractivo, que diríase que era el templo mismo del pudor. Su nariz estrecha, un poco ceñida por arriba, descendía insensiblemente en una forma semiaquilina. Sus labios eran finos, bordeados del más vivo rosicler, y su boca un poco grande, el único defecto de su celestial fisonomía, solo se abría para dejar ver 32 perlas que la naturaleza parecía haber sembrado entre rosas. Tenía el cuello un poco largo, singularmente modelado, y, por un hábito bastante natural, la cabeza siempre un poco inclinada sobre el hombro derecho, sobre todo cuando escuchaba; pero ¡cuánta gracia le confería esta interesante actitud! El pecho era pequeño, muy redondo, muy firme y muy enhiesto, pero apenas bastaba para llenar la mano; era como dos manzanitas que el Amor, como retozando, había traído allí del jardín de su madre. El torso estaba un poco hundido, y además lo tenía muy delicado. Su vientre era liso y como de satén; un pequeño montículo rubio poco poblado servía de peristilo al templo donde Venus parecía exigir su homenaje. Este templo era estrecho, hasta el punto de no poder ni siquiera introducir un dedo sin hacerla gritar, y sin embargo, gracias al presidente, desde hacía cerca de dos lustros, la pobre niña no era virgen, ni por allí, ni por el lado delicioso que todavía nos queda por dibujar. ¡Cuántos atractivos poseía este segundo templo, qué línea de flancos, qué corte de nalgas, cuánta blancura y rosicler reunidas!, pero el conjunto era un poco pequeño. Delicada en todas sus formas, Adélaïde era más el esbozo que el modelo de la belleza; parecía que la naturaleza solo hubiera querido indicar en Adélaide lo que había pronunciado tan majestuosamente en Constance. Si se entreabría aquel culo delicioso, aparecía un capullo de rosa, que la naturaleza quería presentar en toda su frescura y en el más tierno rosicler. Pero ¡qué estrecho!, ¡qué pequeñez!, solo con infinitos esfuerzos el presidente lo había conseguido, y no había podido renovar esos asaltos más que dos o tres veces. Durcet, menos exigente, la hacía poco desdichada a este respecto, pero desde que era su mujer, ¿con cuántas otras complacencias crueles, con qué cantidad de otras peligrosas sumisiones no tenía que compensar este pequeño favor? Y además, entregada a los cuatro libertinos, como lo estaba por el acuerdo tomado, ¡cuántos crueles asaltos le quedaban por soportar, tanto en el estilo del que Durcet le perdonaba como en todos los demás! Adélaide tenía el espíritu que sugería su rostro, o sea extremadamente novelesco; buscaba con el mayor placer los lugares solitarios, y con frecuencia vertía en ellos lágrimas involuntarias, lágrimas que apenas se analizan y que diríase que el presentimiento arranca a la naturaleza. Había perdido, hacía poco tiempo, a una amiga que idolatraba, y esta terrible pérdida se presentaba incesantemente a su imaginación. Como conocía a su padre a la perfección y sabía hasta qué punto llevaba el extravío, estaba persuadida de que su joven amiga se había convertido en víctima de las perversidades del presidente, porque nunca había logrado convencerla para que le concediera determinadas cosas, y el hecho no carecía de fundamento. Se imaginaba que algún día le haría a ella algo parecido, cosa nada improbable. El presidente no había tenido con ella, respecto a la religión, la misma atención que Durcet se había tomado por Constance, pues había dejado nacer y fomentar el prejuicio, pensando que sus discursos y sus libros lo destruirían fácilmente. Se equivocó: la religión es el alimento de un alma de la complexión de la de Adélaide. Por mucho que predicara el presidente, y le hiciera leer, la joven siguió devota, y todos los extravíos que ella no compartía, que odiaba y de los que era víctima, no conseguían sino reafirmarla en las quimeras que constituían la dicha de su vida. Se ocultaba para rezar a Dios, se escondía para cumplir sus deberes de cristiana, y siempre era castigada muy severamente, o por su padre, o por su marido, tan pronto como el uno o el otro lo descubría. Adélaide sufría todo con paciencia, convencidísima de que el Cielo un día la compensaría. Su carácter, además, era tan dulce como su espíritu, y su beneficencia, una de las virtudes que la hacían más detestable para su padre, llegaba hasta el exceso. Curval, irritado contra esta clase vil de la indigencia, solo procuraba humillarla, envilecerla aún más o encontrar víctimas en ella; su generosa hija, por el contrario, habría prescindido de su propia subsistencia para buscar la del pobre, y a menudo se la había visto ir a llevarle a escondidas todas las sumas destinadas a sus placeres. Al fin Durcet y el presidente la reprendieron y la amonestaron tanto que la corrigieran de este abuso y le quitaron absolutamente todos los medios. Adélaide, no teniendo más que lágrimas para ofrecer al infortunio, iba todavía a derramarlas sobre sus males, y su corazón impotente, pero siempre sensible, no podía dejar de ser virtuoso. Supo un día que una desdichada mujer se disponía a prostituir a su hija para el presidente porque la extrema necesidad la obligaba a hacerlo. El encantado libertino ya se preparaba para este placer que era de los que más le complacían; Adélaide hizo vender en secreto uno de sus trajes, para que entregaran a continuación el dinero a la madre y la desvió, mediante esta pequeña ayuda y algún sermón, del crimen que iba a cometer. Enterado de ello el presidente (su hija todavía no estaba casada), se entregó contra ella a tantas violencias que su hija pasó 15 días en la cama, y todo eso sin que nada pudiera detener el efecto de los tiernos movimientos de esta alma sensible.

JULIE, esposa del presidente e hija menor del duque, habría eclipsado a las dos anteriores de no ser por un defecto capital para muchas personas, y que quizás era lo único que había decidido la pasión de Curval por ella, hasta tal punto es cierto que los efectos de las pasiones son inconcebibles y que su desorden, fruto del hastío y de la saciedad, solo puede compararse a sus grandes extravíos. Julie era alta, bien formada, aunque muy gorda y muy rolliza, los más hermosos ojos oscuros imaginables, la nariz encantadora, las facciones notables y graciosas, los más hermosos cabellos castaños, el cuerpo blanco y deliciosamente gordo, un culo que hubiera podido servir de modelo para el que esculpió Praxiteles, el coño caliente, estrecho y de un disfrute tan agradable como pueda serlo semejante local, la pierna hermosa y el pie encantador, pero la boca peor adornada, los dientes más infectos, y una suciedad habitual en todo el resto del cuerpo, y principalmente en los dos templos de la lubricidad, que ningún otro ser, repito, ningún otro ser salvo el presidente, sometido a los mismos defectos y amándolos sin duda, ningún otro ser seguramente, pese a todos sus atractivos, se hubiera quedado con Julie. Pero Curval estaba loco por ella: recogía sus más divinos placeres de esa boca hedionda, llegaba al delirio besándola, y en cuanto a su suciedad natural, lejos de reprochársela, le excitaba tanto que había conseguido finalmente que estableciera un total divorcio con el agua. A estos defectos de Julie se sumaban algunos otros, pero menos desagradables sin duda: era muy glotona, sentía inclinación por la bebida, tenía escasa virtud, y creo que, de haberse atrevido, el puterío la habría asustado muy poco. Educada por el duque en un abandono total de principios y de buenas costumbres, adoptaba en buena parte esta filosofía, y no cabe duda de que podía ser un súbdito de ella; pero, por un efecto también muy extravagante del libertinaje, sucede con frecuencia que una mujer con nuestros defectos nos gusta mucho menos para nuestros placeres que otra que solo posea virtudes: la una se nos parece, no la escandalizamos; la otra se asusta, y hete ahí un clarísimo atractivo de más. El duque, pese a la enormidad de su construcción, había disfrutado de su hija, pero se había visto obligado a esperar hasta los quince años, y pese a ello no había podido impedir que quedara muy dañada por la aventura, hasta el punto de que, deseando casarla, se vio obligado a interrumpir sus goces y a contentarse con placeres menos peligrosos, aunque por lo menos igual de fatigosos. Julie ganaba poco con el presidente, cuya polla sabemos que era muy gruesa, y además por sucia que ella fuera debido a su negligencia, no se ajustaba en absoluto a la porquería libertina del presidente, su querido esposo.

ALINE, hermana pequeña de Julie y, en verdad, hija del obispo, estaba muy alejada tanto de las costumbres como del carácter y los defectos de su hermana. Era la más joven de las cuatro: apenas tenía dieciocho años; una Carita picante, fresca y casi traviesa, una naricita respingona, unos ojos oscuros llenos de vivacidad y de expresión, una boca deliciosa, un talle esbelto aunque menudo, metida en carnes, la piel un poco oscura, pero suave y bonita, el culo un poco gordo, pero bien moldeado, el conjunto de las nalgas más voluptuoso que se pueda ofrecer a la vista del libertino, un pubis oscuro y bonito, el coño un poco bajo, el llamado a la inglesa, pero muy estrecho, y, cuando fue ofrecida a la asamblea, ella era totalmente virgen. Seguía siéndolo en la fiesta cuya historia escribimos, y ya veremos cómo fueron arrebatadas estas primicias. Respecto a las del culo, el obispo llevaba ocho años disfrutando tranquilamente de ellas todos los días, pero sin conseguir que su querida hija se aficionara, porque, pese a su aire travieso y alegre, solo se prestaba a ello por obediencia y todavía no había demostrado que el más ligero placer le hiciera compartir las infamias de las que era diariamente víctima. El obispo la había dejado en una ignorancia profunda; apenas sabía leer y escribir, e ignoraba por completo lo que era la religión. Su espíritu natural tendía a la niñería, contestaba chistosamente, jugaba, quería mucho a su hermana, detestaba soberanamente al obispo y temía al duque como al fuego. El día de bodas, cuando se vio desnuda en medio de cuatro hombres, lloró, e hizo todo lo que le pidieron, sin placer y sin humor. Era sobria, muy limpia y no tenía más defecto que un exceso de pereza, la indolencia dominaba en todas sus acciones y en toda su persona, pese al aire de vivacidad que sus ojos anunciaban. Detestaba al presidente Casi tanto como a su tío, y Durcet, pese a que la trataba sin miramientos, era, sin embargo, el único por el que no parecía sentir ninguna repugnancia.

Así eran, pues, los ocho principales personajes con los que vamos a hacerte vivir, mi querido lector. Ya es hora de desvelarte ahora el objeto de los singulares placeres que se proponían.

Es de recibo, entre los verdaderos libertinos, que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las que más halagan e impresionan más vivamente. En consecuencia, nuestros cuatro malvados, que querían que la voluptuosidad impregnara su corazón cuanto antes y con la mayor profundidad posible, habían imaginado para ello una cosa bastante singular. Se trataba, después de haberse rodeado de todo lo que mejor podía satisfacer la lubricidad de los otros sentidos, de hacerse contar en esta situación, con todo tipo de detalles, y por orden, todos los diferentes extravíos de la orgía, todas sus ramas, todas sus vicisitudes, en una palabra, lo que en la lengua del libertino se llama todas las pasiones. Es inimaginable hasta qué punto puede variarlas el hombre cuando su imaginación se inflama. La diferencia entre ellos, enorme en todas sus restantes manías, en todos sus restantes gustos, es aún mucho mayor en este caso, y quien fuera capaz de fijar y detallar estas desviaciones realizaría tal vez uno de los más bellos trabajos imaginables sobre las costumbres así como uno de los más interesantes. Era fundamental, pues, encontrar unos individuos capaces de describir todos estos excesos, de analizarlos, de desarrollarlos, de detallarlos, de graduarlos, y de situarlos por medio de un relato interesante. Tal fue, en consecuencia, la decisión que tomaron. Después de innumerables búsquedas e informaciones, encontraron a cuatro mujeres muy experimentadas (es lo que hacía falta, en este caso la experiencia era lo más esencial), cuatro mujeres, digo, que, habiendo pasado su vida en el libertinaje más absoluto, eran capaces de ofrecer una explicación exacta de todas sus investigaciones. Y, como habían procurado elegirlas dotadas de una cierta elocuencia y de una inteligencia adecuada a lo que se exigía de ellas, después de hablar y rememorar, las cuatro fueron capaces de colocar, en las respectivas aventuras de sus vidas, todos los extravíos más extraordinarios del libertinaje, y esto en un orden tal que la primera, por ejemplo, situaría en el relato de los acontecimientos de su vida las 150 pasiones más sencillas y los extravíos menos rebuscados o más vulgares; la segunda, en el mismo marco, un número igual de pasiones más singulares y de uno o varios hombres con varias mujeres; la tercera debía introducir igualmente en su historia 150 manías de las más criminales y de las más ultrajantes para las leyes, la naturaleza y la religión; y como todos estos excesos llevan al asesinato y los asesinatos cometidos por libertinaje varían hasta el infinito, y tantas veces como diferentes suplicios adopte la imaginación inflamada del libertino, la cuarta debía añadir a los acontecimientos de su vida el relato detallado de 150 de estas diferentes torturas. Durante ese tiempo, nuestros libertinos, rodeados, como ya he dicho al principio, de sus mujeres y después de varios objetos diferentes de toda índole, escucharían, se calentarían la cabeza y acabarían por apagar, con sus mujeres o con estos diferentes objetos, el incendio que las narradoras habrían producido. Nada hay sin duda más voluptuoso en este proyecto que la manera lujuriosa con que se efectuó, y tanto esta manera como los diferentes relatos formarán esta obra, por lo que aconsejo, después de esta exposición, a todo devoto que la abandone inmediatamente si no quiere sentirse escandalizado, pues ya ve que el plan es poco casto, y nos atrevemos a replicarle de antemano que la ejecución todavía lo será menos.

Como las cuatro actrices que de aquí se trata desempeñan un papel muy esencial en estas memorias, creemos, aunque debamos excusarnos ante el lector, estar también obligados a describirlas. Contarán, actuarán: ¿es posible, después de eso, dejarlas desconocidas? Que nadie espere retratos de belleza, aunque hubo sin duda la intención de utilizar tanto física como moralmente a estas cuatro criaturas. De todos modos, no eran sus atractivos ni su edad los que aquí decidían: únicamente su ingenio y su experiencia, y, en este sentido, era imposible estar mejor servido de lo que se estuvo.

MADAME DUCLOS era el nombre de la encargada del relato de las 150 pasiones simples. Era una mujer de cuarenta y ocho años, todavía bastante lozana, que conservaba grandes restos de belleza, ojos muy bonitos, la piel muy blanca, y uno de los más hermosos y más rollizos culos que cabía ver, la boca fresca y limpia, el seno soberbio y bonitos cabellos oscuros, la cintura gruesa, pero alta, y todo el aire y el tono de una mujer distinguida. Como veremos, había pasado toda su vida en unos lugares donde había podido estudiar muy bien lo que iba a contar, y se veía que lo haría con ingenio, facilidad e interés.

MADAME CHAMPVILLE era una mujerona de unos cincuenta años, delgada, bien formada, con el aire más voluptuoso en la mirada y en el porte; fiel imitadora de Safo, lo demostraba en los más pequeños movimientos, en los gestos más simples y en las más mínimas palabras. Se había arruinado manteniendo mujeres, y sin este gusto, al que sacrificaba generalmente todo lo que ganaba en la vida, habría disfrutado de muy buena posición. Había sido mucho tiempo prostituta y, desde hacía unos cuantos años, desempeñaba a su vez el oficio de alcahueta, pero se limitaba a un cierto número de parroquianos, todos ellos consumados viejos verdes; jamás recibía jóvenes, y esta conducta prudente y lucrativa apuntalaba un poco sus negocios. Había sido rubia, pero un tinte más prudente comenzaba a Colorear su cabellera. Sus ojos seguían siendo muy bellos, azules y de una expresión muy agradable.

Su boca era hermosa, todavía fresca y al completo; nada de pecho, el vientre bien, sin más, el pubis un poco alto y el clítoris sobresaliente más de tres pulgadas cuando estaba caliente: acariciándola en esta parte, no se tardaba en verla desfallecer, y sobre todo si el servicio se lo prestaba una mujer. Su culo era muy fofo y muy gastado, totalmente fláccido y ajado, y tan curtido por unos hábitos libidinosos que su historia nos explicará, que podía hacerse con él cualquier cosa sin que ella lo sintiera. Algo muy singular, y seguramente muy excepcional sobre todo en París, es que era virgen por ese lado como una muchacha que sale del convento, y tal vez, en la maldita orgía en que se metió, y en la que se metió con personas que solo querían cosas extraordinarias y a las que por consiguiente esa gustó, quizá, digo yo, sin esa reunión, su singular virginidad hubiera muerto con ella.

LA MARTAINE, abuelita de cincuenta y dos años, muy fresca y muy sana y dotada del más enorme y más bonito trasero que pueda tenerse, ofrecía absolutamente la aventura contraria. Había pasado su vida en el desenfreno sodomita, y estaba tan familiarizada con él que solo experimentaba placer por ahí. Como una deformidad de la naturaleza (estaba obstruida) le había impedido conocer otra cosa, se había entregado a este tipo de placer, arrastrada tanto por la imposibilidad de hacer otra cosa como por los primeros hábitos, mediante lo cual proseguía con esta lubricidad en la que se dice que todavía era deliciosa, arrostrándolo todo, sin miedo a nada. Los más monstruosos instrumentos no la asustaban, los prefería incluso, y la continuación de sus memorias nos la presentará quizá combatiendo valerosamente todavía bajo las banderas de Sodoma como la más intrépida de las sodomitas. Tenía unas facciones bastante graciosas, pero un aire de languidez y de decaimiento comenzaba a marchitar sus encantos, y, sin la gordura que ayudaba a sostenerla, ya habría podido pasar por muy deteriorada.

LA DESGRANGES era el vicio y la lujuria personificados: alta, delgada, de cincuenta y seis años de edad, aspecto lívido y descarnado, ojos apagados, labios muertos, ofrecía la imagen del crimen a punto de perecer por falta de fuerzas. Antes había sido morena; se decía incluso que tuvo un bonito cuerpo; poco después, no era más que un esqueleto que solo podía inspirar repugnancia. Su culo marchito, usado, marcado, desgarrado, se parecía más al papel esmerilado que a la piel humana, y su agujero era tan ancho y arrugado que, sin que ella lo notara, los más enormes instrumentos podían penetrarla en seco. Para colmo de encantos, esta generosa atleta de Citerea, herida en múltiples combates, tenía una teta de menos y tres dedos cortados; cojeaba y le faltaban seis dientes y un ojo. Puede que nos enteremos en qué tipo de ataques había sido tan maltratada; lo cierto es que nada la había corregido, y si su cuerpo era la imagen de la fealdad, su alma era el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes más increíbles. Incendiaria, parricida, incestuosa, sodomita, tríbada, asesina, envenenadora, culpable de violaciones, robos, abortos y sacrilegios, cabía afirmar con certeza que no había crimen en el mundo que esa tunanta no hubiera cometido o hecho cometer. Su estado actual era el celestinaje; era una de las suministradoras habituales de la sociedad, y como a su mucha experiencia unía una jerga bastante agradable, la habían elegido para desempeñar el cuarto papel de historiadora, es decir aquel en cuyo relato debían encontrarse los mayores horrores e infamias. ¿Quién mejor que una criatura que las había cometido todas podía interpretar ese personaje?

Encontradas estas mujeres, y encontradas inmejorables en todos los puntos, hubo que ocuparse de los accesorios. En un principio habían deseado rodearse de un gran número de objetos lujuriosos de ambos sexos, pero cuando descubrieron que el único local donde esta fiesta lúbrica podía ejecutarse cómodamente era aquel mismo castillo en Suiza propiedad de Durcet y al que había enviado a la pequeña Elvire, que este castillo de regulares dimensiones no podía contener un gran número de habitantes, y que además podía resultar indiscreto y peligroso llevar a mucha gente, se redujo a un total de 32 sujetos, incluidas las historiadoras, a saber: cuatro de esta clase, ocho muchachas, ocho muchachos, ocho hombres dotados de miembros monstruosos para las voluptuosidades de la sodomía pasiva, y cuatro criadas. Pero no fue fácil lograrlo; emplearon un año entero en estos detalles, gastaron un dinero inmenso, y he aquí las precauciones que tomaron respecto a las ocho muchachas, a fin de tener lo más delicioso que Francia podía ofrecer. Y 16 inteligentes alcahuetas, cada una de ellas con dos auxiliares, fueron enviadas a las 16 principales provincias de Francia, mientras que una decimoséptima trabajaba en el mismo asunto solo en París. A cada una de estas celestinas se la citó en una propiedad del duque cerca de París, y todas debían acudir en la misma semana, a los diez meses justos de su partida: se les dio ese tiempo para buscar. Cada una de ellas debía traer nueve sujetos, lo que sumaba un total de 144 muchachas, y de estas 144, solo debían ser elegidas ocho. Se había recomendado a las celestinas que solo consideraran el nacimiento, la virtud y el más delicioso rostro. Tenían que buscar principalmente en las casas honradas, y no se les aceptaba ninguna muchacha de la que no se demostrara que había sido raptada, o que procediera de un convento de internas de calidad, o del seno de su familia, y de una familia distinguida. Todo lo que no quedara por encima de la clase burguesa y que, en estas clases superiores, no fuera a la vez muy virtuosa, muy virgen y muy perfectamente hermosa, era rechazado sin misericordia. Unos espías vigilaban los pasos de estas mujeres e informaban al instante a la sociedad de cuanto hacían. Si el sujeto encontrado era como se deseaba, se les pagaba a 30. 000 francos, gastos cubiertos. Es increíble lo que eso costó. Respecto a la edad, se había fijado entre los doce y los quince, y todo lo que quedara por encima o por debajo era despiadadamente rechazado. Durante ese tiempo, con las mismas circunstancias, los mismos medios y los mismos gastos, estableciendo también la edad entre doce y quince, 17 agentes de sodomía recorrían igualmente la capital y las provincias, y su cita estaba fijada para un mes después de la elección de las muchachas. En cuanto a los jóvenes que de ahora en adelante designaremos bajo el nombre de folladores, la única regla fue la medida de su miembro: no se quiso nada por debajo de las 10 o 12 pulgadas de longitud por 7 y media de contorno. Ocho hombres trabajaron con esta intención en todo el reino, y la cita quedó señalada para un mes después de la de los muchachos. Aunque la historia de estas elecciones y de estas recepciones no sea nuestro objeto, no queda, sin embargo, fuera de lugar contar aquí algo de ello, para que pueda conocerse todavía mejor el genio de nuestros cuatro héroes. Me parece que todo lo que sirva para desarrollarlas y para arrojar luz sobre una orgía tan extraordinaria como la que vamos a describir no puede ser considerado accesorio.

Habiendo llegado la época de la cita de las jóvenes, se dirigieron a la propiedad del duque. Como algunas celestinas no pudieron cumplir su número de nueve, y otras perdieron a algunos sujetos por el camino, sea por enfermedad o por evasión, solo llegaron 130 a la cita. Pero ¡cuántos atractivos, Dios mío! Creo que jamás se vio tantos reunidos. Se dedicaron 13 días a este examen, y cada día se examinaban diez. Los cuatro amigos formaban un círculo, en medio del cual aparecía la joven, primero vestida tal como estaba en el momento de su rapto. La alcahueta que la había corrompido contaba su historia: si faltaba en algo a las condiciones de nobleza y de virtud, sin mayor profundización, la pequeña era despedida al instante, sin ninguna ayuda y sin ser confiada a nadie, y la celestina perdía todos los gastos que había podido hacer a causa de ella. Después de que la alcahueta hubiera contado sus pormenores, hacían que esta se retirara y se interrogaba a la pequeña para saber si lo que se acababa de decir de ella era cierto. Si todo era correcto, regresaba la alcahueta y arremangaba a la pequeña por detrás, a fin de exponer sus nalgas a la asamblea; era lo primero que querían examinar. El menor defecto en esta parte motivaba su despido inmediato; si, por el contrario, nada faltaba a esta especie de encanto, la hacían desnudarse, y, en tal estado, pasaba y repasaba, cinco o seis veces consecutivas, de uno a otro de nuestros libertinos. Le daban una y más vueltas, la manipulaban, la olisqueaban, la abrían, examinaban sus virginidades, pero todo ello con sangre fría y sin que la ilusión de los sentidos turbara para nada el examen. Una vez terminado, la criatura se retiraba y, al lado de su nombre escrito en un billete, los examinadores ponían aprobada, o suspendida, firmando el billete; después estos billetes eran metidos en una caja, sin que se comunicaran sus ideas; examinadas todas, se abría la caja: para que una muchacha fuera aprobada, era preciso que tuviera en su billete los cuatro nombres de los amigos a su favor. Si faltaba uno solo, era inmediatamente despedida, y todas inexorablemente, como ya he dicho, a pie, sin ayuda y sin guía, a excepción quizá de una docena con las que nuestros libertinos se divirtieron cuando la elección estuvo hecha y que cedieron a sus celestinas. En la primera vuelta, hubo 50 sujetos rechazados. Repasaron a los 80 restantes, pero con mucha mayor exactitud y severidad: el más pequeño defecto se volvía inmediatamente un título de exclusión. Una, bella como el día, fue despedida porque tenía un diente un poco más prominente que los demás; otras, más de veinte, lo fueron porque eran solo hijas de burgueses. En esta segunda vuelta, saltaron 30: así que solo quedaban 50. Se decidió proceder a este tercer examen después de perder leche con el concurso mismo de estos 50 sujetos, a fin que de la calma perfecta de los sentidos pudiera resultar una elección más serena y más segura. Cada uno de los amigos se rodeó de un grupo de doce o trece de estas jóvenes. Los grupos pasaban de uno a otro; eran dirigidos por las alcahuetas. Se cambiaron tan artísticamente las actitudes, se prestaron tan bien a ello, hubo en una palabra tanta lubricidad de hecho que la esperma eyaculó, la cabeza quedó tranquila y 30 de este último grupo desaparecieron en esta vuelta. Solo quedaban 20: seguían sobrando 12. Se apaciguaron con nuevos medios, con todos aquellos de los que se suponía que podría nacer la desgana, pero las 20 siguieron: ¿y qué hubiera podido sustraerse de un número de criaturas tan singularmente celestiales que diríase que eran la obra misma de la divinidad? Así que fue preciso, a belleza equivalente, buscarles algo que pudiera asegurar por lo menos a ocho de ellas una especie de superioridad sobre las 12 restantes, y lo que propuso el presidente a este respecto era muy digno de todo el desorden de su Cabeza. No importa, el recurso fue aceptado: se trataba de saber cuál de ellas haría mejor una cosa que se les exigiría a menudo. Cuatro días bastaron para decidir ampliamente esta cuestión, y 12 fueron finalmente despedidas, pero no en blanco como las demás: se divirtieron con ellas ocho días completamente y de todas las maneras. Después, como ya he dicho, fueron cedidas a las alcahuetas, que no tardaron en enriquecerse con la prostitución de unos sujetos tan distinguidos como aquellos. En cuanto a las ocho elegidas, fueron depositadas en un convento hasta el instante de la partida y, para reservarse el placer de disfrutarlas en la época elegida, no se las tocó hasta entonces.

Ni se me ocurrirá describir estas bellezas: eran todas ellas tan igualmente superiores que mis pinceles se volverían necesariamente monótonos. Me limitaré a nombrarlas y a afirmar con verdad que es absolutamente imposible imaginarse un conjunto tal de gracias, de atractivos y de perfecciones, y que si la naturaleza quería dar una idea al hombre de lo más sabio que ella puede formar, no le presentaría otros modelos.

La primera se llamaba AUGUSTINE: tenía quince años, era hija de un barón de Languedoc y había sido secuestrada en un convento de Montpellier.

La segunda se llamaba FANNY: era hija de un consejero del Parlamento de Bretaña y secuestrada en el propio castillo de su padre.

La tercera se llamaba ZELMIRE: tenía quince años, era hija del conde de Terville, que la idolatraba. La había llevado con él de caza, por una de sus tierras en Beauce, y, habiéndola dejado sola un instante en el bosque, fue secuestrada en un santiamén. Era hija única y, con 400. 000 francos de dote, debía casarse el año siguiente con un grandísimo señor. Ella fue la que lloró y se desoló más ante el horror de su suerte.

La cuarta se llamaba SOPHIE: tenía catorce años y era hija de un gentilhombre bastante acomodado que vivía en su propiedad en Berry. Había sido secuestrada mientras paseaba, al lado de su madre que, queriendo defenderla, fue arrojada a un río en el que su hija la vio expirar bajo sus ojos.

La quinta se llamaba COLOMBE: era de París e hija de un consejero del Parlamento; tenía trece años y había sido secuestrada al regresar con una gobernanta, de noche, a su convento, a la salida de un baile infantil. La gobernanta había sido apuñalada.

La sexta se llamaba HÉBÉ: tenía doce años, era hija de un capitán de caballería, hombre de buena posición que vivía en Orleans. La joven había sido seducida y secuestrada en el convento donde se educaba; dos religiosas habían sido conquistadas a fuerza de dinero. Era imposible ver nada más seductor y más lindo.

La séptima se llamaba ROSETTE: tenía trece años, era hija del teniente general de Chalon-sur-Saône. Su padre acababa de morir; ella estaba en el campo con su madre, cerca de la ciudad, y la secuestraron ante los mismos ojos de sus parientes, simulando que eran ladrones.

La última se llamaba MIMI o MICHETTE: tenía doce años, era hija del marqués de Senanges y había sido secuestrada en las tierras de su padre, en el Borbonesado, con ocasión de un paseo en calesa que le habían dejado hacer con dos o tres mujeres del castillo, que fueron asesinadas.

Vemos ya cuánto dinero y cuántos crímenes costaban los preparativos de estas voluptuosidades. Con personas semejantes, los tesoros importaban poco, y en cuanto a los crímenes, se vivía entonces en un siglo en que estaban muy lejos de ser investigados y castigados como lo han sido después. Mediante lo cual, todo salió con éxito, y tan bien, que nuestros libertinos nunca se vieron inquietados por las consecuencias y apenas hubo indagaciones.

Llegó el momento del examen de los muchachos. Al ofrecer mayores facilidades, su número fue mayor. Los alcahuetes presentaron a 150, y seguramente no exageraré al afirmar que igualaban por lo menos la clase de las muchachas, tanto por su delicioso rostro como por sus gracias infantiles, su candor, su inocencia y su nobleza. Eran pagados a 30. 000 francos cada uno, el mismo precio que las muchachas, pero los buscadores no arriesgaban nada, porque siendo esta caza más delicada y mucho más del gusto de nuestros sectarios, se había decidido que no desperdiciarían ningún gasto, que despedirían, a decir verdad, a los que no convinieran, pero que, como se les utilizaría, serían igualmente pagados. El examen se hizo como con las mujeres. Comprobaron diez por día, con la precaución muy prudente y que había sido excesivamente descuidada en el caso de las muchachas, con la precaución, digo, de correrse siempre con la ayuda de los diez presentados antes de proceder al examen. Estuvieron a punto de excluir al presidente, desconfiaban de la depravación de sus gustos; pensaban que se había dejado llevar, en la elección de las muchachas, por su maldita inclinación a la infamia y a la depravación. Prometió no abandonarse en absoluto esta vez, y si bien mantuvo su palabra, no fue realmente sin esfuerzo, pues una vez que la imaginación herida o depravada se ha acostumbrado a este tipo de atentados al buen gusto y a la naturaleza, atentados que la halagan de manera tan deliciosa, es muy difícil hacerla volver al buen camino: parece que el deseo de servir sus gustos le suprime la facultad de ser dueña de sus opiniones. Despreciando lo realmente hermoso y amando únicamente lo espantoso, se pronuncia tal como piensa, y el retorno a unos sentimientos más verdaderos le parecería un perjuicio causado a unos principios de los que se sentiría muy molesta de alejarse. Fueron unánimemente aprobados 100 sujetos desde el final de las primeras sesiones, y hubo que repetir cinco veces consecutivas estos juicios para obtener el pequeño número que solo debía ser admitido. Tres sesiones consecutivas dejaron 50, y se vieron obligados a llegar a unos medios singulares para afear en cierto modo unos ídolos embellecidos todavía por el prestigio, pese a lo que con ellos se pudiera hacer, y quedarse únicamente con los que se quería admitir. Imaginaron vestirlos de muchachas: 25 desaparecieron con esta artimaña que, confiriendo a un sexo que idolatraban el atavío de otro del que estaban hastiados, les deprimió e hizo perder casi toda la ilusión. Pero nada pudo hacer variar el escrutinio sobre los 25 últimos. Por más que hicieran, por más leche que perdieran, por más que no escribieran su nombre en los billetes hasta el momento de correrse, por más que utilizaran el medio adoptado con las muchachas, seguían los mismos 25, y se tomó la decisión de confiarlo a la suerte. He aquí los nombres que se dieron a los que quedaron, su edad, su nacimiento y el resumen de su aventura, pues renuncio a hacer sus retratos: los rasgos del propio Amor no eran seguramente más delicados y los modelos donde el Albano iba a elegir los rasgos de sus ángeles divinos eran seguramente muy inferiores.

ZÉLAMIR tenía trece años de edad; era el hijo único de un gentilhombre de Poitou que lo educaba con el mayor cuidado en su propiedad. Le habían mandado a Poitiers a visitar a una parienta, escoltado por un único criado, y nuestros fulleros, que le esperaban, asesinaron al criado y se apoderaron del niño.

CUPIDON tenía la misma edad; estaba en el colegio de La Fleche; hijo de un gentilhombre de los alrededores de esta ciudad, donde estudiaba. Le espiaron y le secuestraron en el curso de un paseo que los colegiales daban el domingo. Era el más guapo de todo el colegio.

NARCISSE tenía doce años de edad; era caballero de Malta. Le habían secuestrado en Rouen donde su padre desempeñaba un cargo honorable y compatible con la nobleza. Partía hacia el colegio de Louis-le-Grand, en París; fue secuestrado en el camino.

ZÉPHIRE, el más delicioso de los ocho, en el supuesto de que la excesiva belleza de todos hubiera permitido una elección, era de París; estudiaba en un famoso internado. Su padre era un oficial general, que hizo todo lo posible para recuperarlo sin que nada pudiera conseguirlo. Habían seducido al dueño del internado a fuerza de dinero, y había entregado a siete, de los cuales seis habían sido desechados. Había enloquecido al duque, que afirmó que si hubiera hecho falta un millón para encular a esa criatura, lo habría dado al instante. Se reservó sus primicias, y le fueron unánimemente concedidas. ¡Oh tierna y delicada criatura, qué desproporción!, ¡y qué suerte horrenda te estaba, pues, deparada!

CÉLADON era hijo de un magistrado de Nancy. Fue secuestrado en Luneville, donde había ido a visitar a una tía. Apenas contaba con catorce años. Fue el único al que sedujeron mediante una muchacha de su edad que encontraron la manera de que conociera: la bribonzuela le atrajo a la trampa fingiendo que estaba enamorada de él, le vigilaban mal, y la jugada salió bien.

ADONIS tenía quince años. Fue secuestrado en el colegio de Le Plessis, donde estudiaba. Era hijo de un presidente del Parlamento, al que por mucho que se quejara y por mucho que removiera, estaban tan bien tomadas las precauciones que le resultó imposible volver a oír hablar de él. Curval, que llevaba dos años loco por él, le había conocido en casa de su padre, y era él quien había dado los medios y las informaciones necesarias para corromperle. Estuvieron muy asombrados de un gusto tan razonable como aquel en una cabeza tan depravada, y Curval, muy orgulloso, aprovechó el acontecimiento para demostrar a sus colegas que, por lo que se veía, seguía teniendo a veces buen gusto. La criatura le reconoció y lloró, pero el presidente le consoló asegurándole que sería él quien le desvirgaría; y mientras le administraba este consuelo tan conmovedor, le bamboleaba su enorme instrumento por las nalgas. Lo pidió en efecto a la asamblea y lo consiguió sin dificultades.

HYACINTHE tenía catorce años de edad; era hijo de un oficial retirado en una pequeña ciudad de Champaña. Le atraparon mientras iba de caza, que amaba con locura y a la que su padre cometía la imprudencia de dejarle ir solo.

GITON tenía trece años de edad. Fue secuestrado en Versalles, en la casa de los pajes de la gran caballería. Era hijo de un hombre de buena posición del Nivernesado que acababa de dejarle allí hacía menos de seis meses. Le secuestraron con absoluta facilidad en un paseo que había ido a dar en solitario por la avenida de Saint-Cloud. Se convirtió en la pasión del obispo, a quien fueron destinadas sus primicias.

Así eran las deidades masculinas que nuestros libertinos preparaban para su lubricidad: en su momento y en su lugar veremos el uso que de ellas hicieron. Quedaban 142 sujetos, pero no jugaron con estas presas como con las otras: ninguno fue despedido sin haber servido. Nuestros libertinos pasaron con ellos un mes en el castillo del duque. Como estaban en vísperas de la partida, todos los arreglos diarios y normales ya estaban rotos, y esto sirvió de diversión hasta el momento de la partida. Cuando quedaron ampliamente hartos, imaginaron un divertido medio de sacárselos de encima: consistió en venderlos a un corsario turco. De esta manera quedaban rotas todas las huellas y recuperaban una parte del dinero. El turco vino a recogerles cerca de Monaco, adonde se les hizo llegar en pequeños grupos, y los llevaron a la esclavitud, destino horrible sin duda, pero que no por ello divirtió menos ampliamente a nuestros cuatro malvados.

Llegó el momento de elegir a los folladores. Los eliminados de esta clase no molestaban nada; tomados a una edad razonable, bastaba con pagarles el viaje, el trabajo, y se volvían a casa. Sus ocho alcahuetes habían tenido, además, mucho menos trabajo, ya que las medidas estaban prácticamente fijadas y no había ningún problema con las condiciones. Llegaron, pues, 50. De las 20 más gordas, eligieron a los ocho más jóvenes y más guapos, y de esos ocho, como, en detalle, solo se mencionarán las cuatro más gordas, me limitaré a nombrar a esos.

HERCULE, realmente esculpido como el dios cuyo nombre se le dio, tenía veintiséis años y estaba dotado de un miembro de 8 pulgadas y 2 líneas de perímetro por 13 de longitud. Nunca se había visto un instrumento tan hermoso ni tan majestuoso como aquel, casi siempre enhiesto y del que ocho eyaculaciones, como se comprobó, llenaban una pinta exacta. Era además muy agradable y tenía un rostro muy interesante.

ANTINOUS, llamado así porque, a imitación del puto de Adriano, reunía el más hermoso pene del mundo y el culo más voluptuoso, cosa que es muy rara, era portador de un instrumento de 8 pulgadas de perímetro por 12 de longitud. Tenía treinta años y el rostro más bonito del mundo.

BRISE-CUL tenía un juguete tan graciosamente modelado que le era casi imposible encular sin romper el culo, y de ahí venía el nombre que llevaba. La cabeza de su pene, semejante a un corazón de buey, tenía 8 pulgadas y 3 líneas de perímetro; el miembro solo tenía 8, pero este miembro retorcido tenía tal combadura que desgarraba exactamente el ano cuando penetraba en él, y esta cualidad tan preciosa para unos libertinos tan hastiados como los nuestros había hecho que le buscaran especialmente.

BANDE-AU-CIEL, así llamado porque su erección hiciera lo que hiciese, era perpetua, estaba dotado de un instrumento de 11 pulgadas de longitud por 7 pulgadas y 11 líneas de perímetro. Habían rechazado otros más gruesos que el suyo, porque empalmaban difícilmente, mientras que este, por muchas eyaculaciones que hiciera al día, se ponía tieso al menor roce.

Los cuatro restantes eran prácticamente de la misma envergadura y del mismo porte. Se divirtieron 15 días con los 42 sujetos desechados y, después de haberlos trabajado bien y al no tener ya nada que llevarse a la boca, se les despidió bien pagados.

Ya solo quedaba la elección de las cuatro criadas, que era sin duda la más pintoresca. El presidente no era el único en poseer unos gustos depravados; sus tres amigos, y especialmente Durcet, estaban bastante aferrados a esta maldita manía de la crápula y del libertinaje que encuentra un atractivo más picante en un objeto viejo, asqueroso y sucio que en lo más divino que ha formado la naturaleza. Sería sin duda difícil explicar esta fantasía, pero es común a muchas personas. El desorden de la naturaleza lleva consigo una especie de picante que actúa sobre el género nervioso quizá con tanta o mayor fuerza que sus bellezas más regulares. Por otra parte, está demostrado que el horror, la villanía, la cosa espantosa es lo que gusta cuando uno se empalma: ahora bien, ¿dónde se encuentra esto mejor que en un objeto viciado? Evidentemente, si la cosa sucia es lo que gusta en el acto de la lubricidad, cuanto más sucia esté más gustará, y seguramente es mucho más sucia en el objeto viciado que en el objeto intacto o perfecto. Respecto a esto no hay la mínima duda. Además, la belleza es la cosa sencilla, la fealdad es la cosa extraordinaria, y todas las imaginaciones ardientes prefieren siempre sin duda la cosa extraordinaria en lubricidad a la cosa sencilla. La belleza y la frescura solo impresionan en un sentido simple; la fealdad y la degradación impresionan con mucha mayor fuerza, la conmoción es mucho más fuerte, de modo que la agitación debe ser más viva. Así pues, no hay que asombrarse, a partir de ahí, de que muchas personas prefieran para su placer una mujer vieja, fea e incluso hedionda a una joven lozana y bonita, de la misma manera que tampoco hay que asombrarse, digo yo, de que un hombre prefiera para sus paseos el suelo árido y escabroso de las montañas a los monótonos senderos de las llanuras. Todas esas cosas dependen de nuestra conformación, de nuestros órganos, de la manera como se conmueven, y somos tan poco dueños de cambiar nuestros gustos sobre eso como lo somos de variar las formas de nuestro cuerpo. En cualquier caso, este era, como se ha dicho, el gusto dominante, tanto del presidente como casi, a decir verdad, de sus tres colegas, pues todos habían tenido una opinión unánime sobre la elección de las criadas, elección que, sin embargo, como veremos, denotaba claramente en su organización el desorden y la depravación que acabamos de describir. Así que se buscaron en París, con el mayor cuidado, las cuatro criaturas que necesitaban para cumplir este objetivo, y por repugnante que pueda ser su retrato, el lector me permitirá, sin embargo, que lo trace: es demasiado esencial para el juego de costumbres cuyo desarrollo es uno de los principales objetos de esta obra.

La primera se llamaba MARIE. Había sido criada de un famoso bandido recientemente ejecutado, y ella, por su parte, había sido azotada y marcada. Tenía cincuenta y ocho años, casi calva, la nariz torcida, los ojos apagados y legañosos, la boca grande y adornada con sus 32 dientes auténticos, pero amarillos como el azufre; era alta, chupada, habiendo tenido 14 hijos, a todos los cuales había ahogado, según decía, por miedo a que fueran malas personas. Su vientre era ondulado como las olas del mar y tenía una nalga comida por un absceso.

La segunda se llamaba LOUISON. Tenía sesenta años, era pequeña, jorobada, tuerta y coja, pero poseía un bonito culo para su edad y la piel todavía bastante hermosa. Era más mala que el demonio y estaba siempre dispuesta a cometer todos los horrores y todos los excesos que pudieran encargarle.

THÉRESE tenía sesenta y dos años. Era alta, flaca, con aspecto de esqueleto, ni un pelo en la cabeza, ni un diente en la boca y despidiendo por esta abertura de su cuerpo un olor que tumbaba. Tenía el culo acribillado de heridas y las nalgas tan prodigiosamente fláccidas que se le podía enroscar la piel alrededor de un palo; el agujero de este bonito culo se parecía a la boca de un volcán por la anchura, y por el olor era un auténtico agujero de letrina; en toda su vida Thérese no se había, contaba ella, limpiado el culo, por lo que quedaba perfectamente demostrado que seguía habiendo mierda de su infancia. En cuanto a su vagina, esta era el receptáculo de todas las inmundicias y de todos los horrores, un auténtico sepulcro cuya fetidez producía mareos. Tenía un brazo torcido y cojeaba de una pierna.

FANCHON era el nombre de la cuarta. Había sido colgada seis veces en efigie, y no existía un solo crimen en la Tierra que ella no hubiera cometido. Tenía sesenta y nueve años, era chata, baja y gorda, bizca, casi sin frente, en su hediondo morro solo quedaban dos viejos dientes a punto de caerse; una erisipela le cubría el trasero, y unas hemorroides gruesas como el puño le colgaban del ano; un horrible chancro devoraba su vagina y uno de sus muslos estaba completamente abrasado. Estaba borracha las tres cuartas partes del año, y en su borrachera, como su estómago era muy débil, vomitaba por todas partes. El agujero de su culo, pese al paquete de hemorroides que lo adoraba, era por naturaleza tan ancho que muchas veces se ventoseaba y pedorreaba y cagaba sin darse cuenta.

Independientemente del servicio de la casa en las lujuriosas vacaciones que se proponían, estas cuatro mujeres también tenían que participar en todas las reuniones para todas las diferentes tareas y servicios de lubricidad que cupiera exigirles.

Tomadas todas estas medidas y ya iniciado el verano, solo se ocuparon del traslado de las diferentes cosas que, durante los cuatro meses de estancia en la propiedad de Durcet, debían hacer la vida cómoda y agradable. Hicieron transportar una gran cantidad de muebles y de espejos, víveres, vinos, licores de todo tipo, mandaron también a unos obreros, y poco a poco condujeron los sujetos que Durcet, que había tomado la delantera, recibía, alojaba e instalaba a medida que iban llegando. Pero ya es hora de ofrecer aquí al lector una descripción del famoso templo destinado a tantos sacrificios lujuriosos durante los cuatro meses proyectados. En ella se verá con qué cuidado habían elegido un retiro apartado y solitario, como si el silencio, el alejamiento y la tranquilidad fueran los poderosos vehículos del libertinaje, y como si todo lo que imprime mediante estas cualidades un terror religioso a los sentidos debiera evidentemente conferir a la lujuria un atractivo más. Describiremos este retiro, no como había sido anteriormente, sino en el estado tanto de embellecimiento como de soledad aún más perfecto en que lo habían dejado los cuidados de los cuatro amigos.

Para alcanzarlo, había que llegar primero a Basilea; se cruzaba el Rhin, pasado el cual el camino se estrechaba hasta el punto de que había que abandonar los carruajes. Poco después, se penetraba en la Selva Negra, en la que había que introducirse unas quince leguas por un camino difícil, tortuoso y absolutamente impracticable sin guía. Una miserable aldea de carboneros y de guardabosques se ofrecía a la vista a esta altura. Allí comienza el territorio de la propiedad de Durcet, y la aldea le pertenece. Como los habitantes de este villorrio son casi todos ladrones o contrabandistas, le fue fácil a Durcet ganarse su amistad, y, como primera orden, se les dio una consigna precisa de no dejar llegar a nadie al castillo a partir de la época del primero de noviembre, que era aquella en que la sociedad debía estar totalmente reunida. Armó a sus fieles vasallos, les concedió algunos privilegios que llevaban tiempo solicitando, y la barrera quedó cerrada. En realidad, la siguiente descripción permitirá ver hasta qué punto, bien cerrada esta puerta, era difícil poder llegar a Silling, nombre del castillo de Durcet. Tan pronto como se había pasado la carbonería, se comenzaba a escalar una montaña casi tan alta como el monte San Bernardo y de un acceso infinitamente más difícil, pues solo es posible llegar hasta su cumbre a pie. No es que los mulos no pasen, sino que los precipicios rodean hasta tal punto por todas partes el sendero que hay que seguir que existe el mayor peligro en exponerse sobre ellos. Seis de los que transportaron los víveres y los equipajes perecieron, así como dos obreros que habían querido montar a dos de ellos. Se necesitan cerca de cinco largas horas para llegar a la cima de la montaña, la cual ofrece allí otro tipo de singularidad que, por las precauciones tomadas, se convirtió en una nueva barrera tan insuperable que solo los pájaros podían franquearla. Este singular capricho de la naturaleza es una grieta de más de treinta toesas en la cima de la montaña, entre su parte septentrional y su parte meridional, de manera que, sin los recursos del arte, después de haber escalado la montaña, se hace imposible descender. Durcet ha hecho juntar estas dos partes, que dejan entre sí un precipicio de más de mil pies de profundidad, por un bellísimo puente de madera, que se destruyó tan pronto como hubieron llegado los últimos equipajes: y, a partir de ese momento, ni la menor posibilidad de comunicación con el castillo de Silling. Pues, al descender la parte septentrional, se llega a un pequeño altiplano de unas cuatro fanegas, que está rodeado por todas partes de rocas a pico cuyas cimas tocan las nubes, rocas que rodean la llanura como una pantalla y que no dejan la más pequeña abertura entre sí. Así pues, este paso, llamado el camino del puente, es el único que permite descender y comunicar con el altiplano, y, una vez destruido, no hay ya un solo habitante de la Tierra, de la especie que se quiera suponer, a quien le resulte posible abordarlo. Pues bien, en el centro de este pequeño altiplano tan bien rodeado, tan bien defendido, se halla el castillo de Durcet. Un muro de 30 pies de altura lo rodea también; más allá del muro, un foso muy profundo lleno de agua acaba de defender un último recinto que forma una galería sinuosa; una poterna baja y estrecha penetra finalmente en un gran patio interior alrededor del cual están construidos todos los alojamientos. Estos alojamientos, muy amplios, muy bien amueblados por las últimas disposiciones tomadas, ofrecen al principio del primer piso una galería enorme. Obsérvese que voy a describir los apartamentos no tal como podían ser antes, sino como acababan de ser arreglados y distribuidos de acuerdo con el plan proyectado. De la galería se entraba a un precioso comedor, provisto de armarios en forma de tornos que, comunicando con las cocinas, ofrecían la facilidad de un servicio Caliente, rápido y que no necesitaba la ayuda de ningún lacayo. De este comedor, adornado con alfombras, estufas, otomanas, excelentes sillones, y lodo lo que podía hacerlo tan cómodo como agradable, se pasaba a un salón de estar, sencillo, sin complicaciones, pero extremadamente cálido y provisto de muy buenos muebles, liste salón comunicaba con un gabinete de reuniones, destinado a las narraciones de las historiadoras: allí estaba, por así decirlo, el campo de batalla de los combates proyectados, la capital de las asambleas lúbricas, y como había sido decorado en consecuencia, merece una breve descripción especial. Tenía una forma semicircular. En la parte cimbrada se encontraban cuatro camarines con espejos muy amplios y provistos cada uno de ellos de una excelente otomana; estos cuatro camarines, por su construcción, quedaban justamente frente al diámetro que cortaba el círculo. Un trono de 4 pies de altura estaba adosado al muro que formaba el diámetro. Era para la historiadora: posición que no solo la situaba justo enfrente de los cuatro camarines destinados a sus oyentes, sino que también, como el círculo era pequeño, y no la alejaba en exceso de ellos, les permitía no perder ni una palabra de su narración, pues se encontraba situada como el actor en un teatro, y los oyentes, situados en los camarines, estaban como se está en el anfiteatro. A los pies del trono había unas gradas sobre las que debían encontrarse los sujetos de libertinaje traídos para procurar calmar la irritación de los sentidos producida por los relatos: estas gradas, así como el trono, estaban recubiertas de paño de terciopelo negro adornado con franjas doradas, y los camarines estaban forrados con una tela parecida y no menos suntuosa, pero de color azul oscuro. Al pie de cada camarín había una portezuela que comunicaba una letrina medianera con el camarín y destinada a introducir a los sujetos deseados y a los que se hacía venir de las gradas, en el caso de que no se quisiera ejecutar delante de todo el mundo la voluptuosidad para cuya ejecución se llamaba al sujeto. Estas letrinas estaban provistas de canapés y de todos los demás muebles necesarios para las impurezas de todo tipo. A ambos lados del trono, había una única columna que llegaba hasta el techo; estas dos columnas estaban destinadas a retener al sujeto a quien alguna falta hubiera puesto en situación de necesitar una corrección. Todos los instrumentos necesarios para esta corrección estaban adosados a la columna, y esta visión imponente servía para mantener una subordinación tan esencial en las reuniones de este tipo, subordinación de la que nace casi todo el encanto de la voluptuosidad en el ánimo de los perseguidores. Este salón comunicaba con un gabinete que, por este lado, era la parte extrema del edificio. Este gabinete era una especie de tocador; era extremadamente silencioso y secreto, muy cálido, muy oscuro de día, y estaba destinado para los combates cuerpo a cuerpo o para algunas otras voluptuosidades secretas que se explicarán a continuación. Para pasar a la otra ala había que retroceder y, una vez en la galería al fondo de la cual se veía una capilla muy hermosa, se pasaba al ala paralela, que concluía con la torre del patio interior. Allí se encontraba una antecámara bellísima que comunicaba con cuatro bellísimos apartamentos, cada uno con su tocador y su letrina. Bellísimas camas turcas, en damasco de tres colores, con un mobiliario semejante, adornaban estos apartamentos cuyos tocadores ofrecían todo cuanto puede desear la más sensual, e incluso más rebuscada, lubricidad. Estas cuatro habitaciones estaban destinadas a los cuatro amigos y, como eran muy cálidas y muy cómodas, estuvieron perfectamente alojados. Como sus esposas debían ocupar, por los acuerdos tomados, los mismos apartamentos que ellos, no se les concedió alojamientos particulares. El segundo piso ofrecía igual cantidad de apartamentos, pero repartidos de un modo ligeramente distinto. Al principio aparecía, a un lado, un vasto apartamento formado por ocho camarines provisto cada uno de ellos de una camita, y este apartamento era el de las jóvenes, a cuyo lado se encontraban dos cuartitos para dos de las viejas que debían vigilarlas; más allá, dos bonitas habitaciones idénticas estaban destinadas a dos de las historiadoras. A la vuelta, se encontraba otro apartamento igual con ocho camarines en forma de alcoba para los ocho muchachos, que también tenían dos habitaciones al lado para las dos viejas destinadas a vigilarlos, y, más allá, otras dos habitaciones igualmente idénticas para las dos historiadoras restantes. Ocho lindas capillitas, encima de lo que acabamos de ver, eran el alojamiento de los ocho folladores, aunque estuvieran llamados a acostarse muy poco en su cama. En la planta baja se encontraban las cocinas, con seis celdas para los seis seres destinados a este trabajo, entre los cuales había tres célebres cocineras. Las habían preferido a los hombres para una reunión como aquella, y creo que con razón. Las ayudaban tres jóvenes robustas, pero nada de todo esto debía aparecer en los placeres, nada de todo esto les estaba destinado, y si las reglas que se habían impuesto a ese respecto fueron infringidas, es porque nada contiene al libertinaje, y la verdadera manera de ampliar y de multiplicar sus deseos es querer imponerles límites. Una de las tres criadas debía cuidar del numeroso ganado que habían traído, pues, a excepción de las cuatro viejas destinadas al servicio interior, no había otro doméstico que las tres cocineras y sus ayudantes. Pero la depravación, la crueldad, el hastío y la infamia, todas estas pasiones previstas o sentidas, habían erigido otro local del que es urgente ofrecer un esbozo, pues las leyes esenciales del interés de la narración impiden que lo describamos por entero. Una piedra fatídica se alzaba artísticamente sobre la grada del altar del templete cristiano que hemos señalado en la galería; había allí una escalera de caracol, muy estrecha y muy empinada, que, a través de 300 peldaños, descendía a las entrañas de la Tierra hasta llegar a una especie de calabozo abovedado, cerrado por tres puertas de hierro y en el que se encontraba todo lo que el arte más cruel y la barbarie más refinada pueden inventar de más atroz, tanto para asustar los sentidos como para entregarse a los horrores. Y allí, ¡Cuánta tranquilidad! ¡Hasta qué punto debía de sentirse tranquilo el malvado al que el crimen conducía allí con una víctima! Estaba en su casa, estaba fuera de Francia, en un país seguro, al fondo de un bosque inhabitable, en un reducto de este bosque que, por las medidas adoptadas, solo podían abordar los pájaros del cielo, y estaba en el fondo de las entrañas de la Tierra. Ay, cien veces ay de la infortunada criatura que, en semejante abandono, se hallaba a la merced de un malvado sin ley y sin religión, a quien el crimen divertía, y que ya no tenía allí otro interés que sus pasiones ni otras medidas a guardar que las leyes imperiosas de sus pérfidas voluptuosidades. No sé lo que ocurrirá allí, pero sí puedo decir sin dañar el interés del relato que, cuando describieron el lugar al duque, se corrió tres veces seguidas.

Al fin, cuando todo estuvo a punto, todo perfectamente arreglado, los sujetos ya instalados, el duque, el obispo, Curval, y sus esposas, seguidos de los cuatro folladores secundarios, se pusieron en marcha (Durcet y su esposa, así como todo el resto, se habían adelantado, como ya se ha dicho), y no sin esfuerzos infinitos consiguieron llegar al castillo la noche del 29 de octubre. Durcet, que había ido por delante, hizo cortar el puente de la montaña tan pronto como hubieron pasado. Pero eso no fue todo: el duque, después de examinar el local, decidió que, puesto que todos los víveres se hallaban en el interior y ya no había ninguna necesidad de salir, convenía, para prevenir unos ataques exteriores poco temidos y unas evasiones interiores que lo eran más, convenía, digo yo, tapiar todas las puertas por las que se penetraba al interior, y encerrarse absolutamente en el lugar como en una ciudadela asediada, sin dejar la mínima salida, ni al enemigo, ni al desertor. El deseo fue ejecutado; se parapetaron hasta tal punto que ya ni siquiera era posible reconocer dónde habían estado las puertas, y se establecieron en el interior, de acuerdo con las disposiciones que se acababan de leer. Los dos días que todavía quedaban para el 1 de noviembre fueron dedicados al descanso de los sujetos, a fin de que pudieran parecer frescos así que comenzaran las escenas de orgía, y los cuatro amigos trabajaron en un código de leyes, que fue firmado por los jefes y promulgado a los súbditos no bien estuvo redactado. Antes de entrar en materia, es esencial que las hagamos conocer a nuestro lector, quien, a partir de la exacta descripción que le hemos hecho de todo, solo tendrá ahora que seguir ligera y voluptuosamente el relato, sin nada que turbe su comprensión o venga a estorbar su memoria.

Reglamentos:

Se levantarán todos los días a las diez de la mañana. En este momento, los cuatro folladores que no hayan estado de servicio durante la noche visitarán a los amigos acompañados cada uno de ellos de un muchacho; pasarán sucesivamente de una habitación a otra. Obedecerán los caprichos y los deseos de los amigos, pero al principio los muchachos que les acompañarán solo servirán de espectáculo, pues está decidido y acordado que los ocho virgos de los coños de las jóvenes solo serán tomados en el mes de diciembre, y los de sus culos, así como los de los culos de los ocho muchachos, solo lo serán en el transcurso de enero, y eso para dejar irritar la voluptuosidad con el incremento de un deseo sin cesar inflamado y jamás satisfecho, estado que debe conducir necesariamente a un cierto furor lúbrico que los amigos procuran provocar como una de las situaciones más deliciosas de la lubricidad.

A las once, los amigos se dirigirán al apartamento de las jóvenes. Allí se servirá el desayuno, consistente en chocolate o en tostadas al vino de España, u otras reconfortantes restauraciones. Este desayuno será servido por las ocho muchachas desnudas, ayudadas por las dos viejas Marie y Louison, que se adjudican al serrallo de las jóvenes, debiendo estarlo las otras dos al de los muchachos. Si los amigos sienten deseos de cometer algunas impudicias con las muchachas durante, antes o después del desayuno, se prestarán a ello con la resignación que se les ha ordenado y a la cual no faltarán sin un duro castigo. Pero se decide que no se harán sesiones secretas y particulares en ese momento, y que, si se quiere disfrutar un poco, será entre sí y delante de cuantas asistan al desayuno. Las muchachas deberán como norma general arrodillarse siempre que vean o encuentren a un amigo, y así permanecerán hasta que se les diga que se levanten. Solo ellas, las esposas y las viejas estarán sometidas a estas leyes. Se dispensa de ello a todo el resto, pero todos estarán obligados a llamar siempre monseñor a cada uno de los amigos.

Antes de salir de la habitación de las muchachas, el amigo encargado del orden del mes (la intención es que cada mes un amigo esté al detalle de todo y que todos los demás le sigan en el orden siguiente, a saber: Durcet durante noviembre, el obispo durante diciembre, el presidente durante enero y el duque durante febrero), aquel de los amigos, pues, que estuviera de mes, antes de salir del apartamento de las muchachas, las examinará a todas una tras otra, para ver si siguen en el estado en que se les habrá ordenado mantenerse, cosa que será explicada cada mañana a las viejas y regulada por la necesidad de mantenerlas en tal o cual estado. Como está severamente prohibido ir a otra letrina que a la de la capilla, que ha sido dispuesta y destinada a eso, y prohibido ir allí sin un permiso especial, el cual será frecuentemente denegado, y con razón, el amigo que estará de mes examinará cuidadosamente, inmediatamente después del desayuno, todas las letrinas particulares de las muchachas, y tanto en uno como en otro caso de contravención a los dos objetivos antes señalados, la delincuente será condenada a pena aflictiva.

De allí se pasará al apartamento de los muchachos, a fin de efectuar las mismas visitas y condenar igualmente a los delincuentes a la pena capital.

Los cuatro chiquillos que no hayan estado por la mañana con los amigos les recibirán ahora, cuando vayan a su habitación, y se quitarán los calzones delante de ellos; los otros cuatro seguirán de pie sin hacer nada y esperarán las órdenes que se les den. Los señores se divertirán o no con estos cuatro a los que todavía no habrán visto en todo el día, pero lo que hagan será en público: nada de estar a solas a tales horas. A la una, aquellos o aquellas muchachas o muchachos, así mayores como pequeños, que hayan obtenido el permiso para ir a sus necesidades urgentes, es decir mayores (y este permiso solo se concederá muy difícilmente y a un tercio como máximo de los sujetos), esos, digo, se dirigirán a la capilla donde todo ha sido artísticamente dispuesto para otras voluptuosidades análogas. Allí encontrarán a los cuatro amigos que les esperarán hasta las dos, y nunca más tarde, que los dispondrán, como estimen conveniente, para las voluptuosidades de ese tipo que tengan ganas de permitirse. De dos a tres, se servirán las dos primeras mesas que comerán a la misma hora, una en el gran apartamento de las muchachas, la otra en el de los muchachitos. Las tres sirvientas de la cocina servirán estas dos mesas. La primera estará formada por las ocho chiquillas y las cuatro viejas; la segunda por las cuatro esposas, los ocho muchachos y las cuatro historiadoras. Durante este invierno, los señores se dirigirán al salón de estar donde charlarán juntos hasta las tres. Poco antes de esta hora, aparecerán en el salón los ocho folladores lo más ajustados y lo más engalanados posible. A las tres se servirá el almuerzo de los amos, y los ocho folladores serán los únicos que disfrutarán del honor de ser admitidos. Este almuerzo será servido por las cuatro esposas completamente desnudas, ayudadas por las cuatro viejas vestidas de magas. Ellas sacarán los platos de los tornos, donde las criadas los meterán desde fuera y los entregarán a las esposas que los dejarán en la mesa. Durante el almuerzo, los ocho folladores podrán manosear cuanto quieran los cuerpos desnudos de las esposas, sin que estas puedan negarse o apartarse; podrán incluso llegar a los insultos y hacerse servir con la polla en ristre, apostrofándolas con todas las invectivas que se les antoje.

Se levantarán de la mesa a las cinco. Entonces, solo los cuatro amigos (los folladores se retirarán hasta la hora de la asamblea general), los cuatro amigos, digo, pasarán al salón, donde dos muchachos y dos muchachas, que variarán todos los días, les servirán desnudos el café y los licores. Todavía no habrá llegado el momento en que puedan permitirse unas voluptuosidades capaces de enervar; tendrán que seguirse limitando al coqueteo. Un poco antes de las seis, las cuatro criaturas que han estado sirviendo se retirarán para vestirse con la mayor prisa posible. A las seis en punto, los señores pasarán al gran gabinete destinado a las narraciones y que ha sido descrito anteriormente. Cada uno de ellos se colocará en sus respectivos camarines, y los demás observarán el orden siguiente: en el trono mencionado estará la historiadora; los peldaños de la parte inferior de su trono estarán ocupados por 16 criaturas, ordenadas de manera que cuatro de ellas, o sea dos muchachas y dos muchachos, se encuentren frente a uno de los camarines; así que cada camarín tendrá un cuarteto de esas características delante: este cuarteto estará especialmente dedicado al camarín delante del que estará, sin que el camarín contiguo pueda albergar pretensiones sobre él, y estos cuartetos cambiarán todos los días, jamás el mismo camarín tendrá el mismo. Cada criatura del cuarteto llevará una cadena de flores artificiales en el brazo que terminará en el camarín, de manera que, cuando el propietario del camarín desee tal o cual criatura de su Cuarteto, no tenga más que tirar de la guirnalda, y la criatura correrá a arrojarse a sus brazos. Encima del cuarteto, habrá una vieja a cargo de él, y a las órdenes del jefe del camarín de este cuarteto. Las tres historiadoras que no estarán de mes estarán sentadas en una banqueta, al pie del trono, sin ocuparse de nada, pero a las órdenes de todo el mundo. Los cuatro folladores que estén destinados a pasar la noche con los amigos podrán abstenerse de la asamblea; estarán en sus habitaciones ocupados en prepararse para esa noche, que siempre exige hazañas. Los cuatro restantes estarán cada uno de ellos a los pies de uno de los amigos en sus camarines, en cuyo sofá estará sentado el amigo al lado de una de las esposas, que irán cambiando. Esta esposa irá siempre desnuda; el follador llevará un chaleco y un calzón de tafetán de color rosa; la historiadora del mes irá vestida de cortesana elegante, así como sus tres compañeras; y los muchachos y las muchachas de los cuartetos vestirán siempre de manera diferente y elegante, un cuarteto a la asiática, otro a la española, otro a la turca, un cuarto a la griega, y al día siguiente otra cosa, pero todas sus ropas serán de tafetán y de gasa: la parte inferior del cuerpo jamás estará ceñida por nada y bastará soltar un alfiler para desnudarles. Respecto a las viejas, irán alternativamente de hermanas grises, de religiosas, de hadas, de magas y a veces de viudas. Las puertas de los gabinetes lindantes con los camarines estarán siempre entreabiertas, y el gabinete, muy calentado por las estufas de comunicación, dotado de todos los muebles necesarios para los diferentes excesos. Cuatro velas arderán en cada uno de esos gabinetes y 50 en el salón. A las seis en punto, la historiadora comenzará su narración, que los amigos podrán interrumpir siempre que se les antoje. Esta narración dura hasta las diez de la noche, y durante ese tiempo, como su objetivo es inflamar la imaginación, estarán permitidas todas las lubricidades, a excepción de aquellas que pudieran afectar el orden de la disposición tomada para las desfloraciones, que será siempre estrictamente observado. Pero, por lo que respecta al resto, se hará cuanto se quiera con el follador, la esposa, el cuarteto y la vieja del cuarteto, e incluso con las historiadoras, si se les antoja, y esto tanto en su camarín, como en el gabinete que depende de él. La narración se suspenderá mientras duren los placeres de aquel cuyas necesidades la interrumpen, y seguirá cuando él haya terminado.

A las diez, se servirá la cena. Las esposas, las historiadoras y las ocho muchachas irán inmediatamente a cenar juntas y aparte, no estando jamás admitidas las mujeres en la cena de los hombres, y los amigos cenarán con los cuatro folladores que no estén de servicio nocturno y cuatro muchachos. Los otros cuatro servirán, ayudados por las viejas. Al salir de la cena, se pasará al salón de asambleas para la celebración de lo que se llama las orgías. Allí, coincidirán todos, tanto los que hayan cenado aparte como los que hayan cenado con los amigos, pero siempre a excepción de los cuatro folladores del servicio de noche. El salón estará especialmente calentado e iluminado con arañas. Allí, todos estarán desnudos: historiadoras, esposas, muchachas, muchachos, viejas, folladores, amigos; todos mezclados, todos tumbados en cojines, en el suelo, y, a ejemplo de los animales, se cambiará, se mezclará, se cometerán incestos y adulterios, se sodomizará y, siempre exceptuadas las desfloraciones, se entregarán a todos los excesos y a todos los desenfrenos que mejor puedan calentar las cabezas. Cuando les llegue el momento de estas desfloraciones, serán realizadas, y tan pronto como una criatura esté desflorada, se podrá disfrutar de ella siempre y de la manera que se quiera. A las dos en punto de la madrugada, cesarán las orgías. Los cuatro folladores destinados al servicio nocturno vendrán con unas elegantes batas a buscar cada uno al amigo con el que deberá acostarse, el cual llevará consigo a una de las esposas, o a uno de los sujetos desflorados, cuando lo estén, o a una historiadora, o a una vieja, para pasar la noche entre ella y su follador, y todo a su capricho y con la única condición de someterse a los sabios acuerdos, de los que resulte que cada uno cambie todas las noches o pueda hacerlo.

Tal será el orden y la disposición de cada jornada. Independientemente de esto, cada una de las 17 semanas que debe durar la estancia en el castillo irá marcada por una fiesta. Primero serán las bodas: se explicarán en su momento y lugar. Pero como las primeras bodas se celebrarán entre las criaturas más jóvenes y no podrán consumarlas, no estorbarán en nada el orden establecido para las desfloraciones. Las bodas entre los mayores solo se celebrarán después de las desfloraciones, y su consumación no perjudicará en nada, ya que, al actuar, solo disfrutarán de lo que ya ha sido recogido.

Las cuatro viejas responderán del comportamiento de las cuatro criaturas. Cuando cometan faltas, se quejarán al amigo que esté de mes, y se procederá en común a las correcciones todos los sábados por la noche, a la hora de las orgías. Hasta este momento serán escrupulosamente anotadas. En cuanto a las faltas cometidas por las historiadoras, recibirán la mitad del castigo que las cometidas por las criaturas, porque su talento es útil y siempre hay que respetar el talento. Las de las esposas o de las viejas recibirán siempre doble castigo de las de las criaturas. Todo sujeto que se niegue a cosas que le sean pedidas, aunque esté en la imposibilidad de cumplirlas, será castigado muy severamente: a él le correspondía preverlo y tomar sus precauciones. La menor risa, o la menor falta de atención, o de respeto y de sumisión, en los juegos de libertinaje, será una de las faltas más graves y más cruelmente castigadas. Todo hombre sorprendido en flagrante delito con una mujer será castigado con la pérdida de un miembro cuando no haya recibido la autorización de disfrutar de la mujer. El mínimo acto religioso por parte de uno de los sujetos, sea quien fuere, será castigado con la muerte. Se encarece expresamente a los amigos que utilicen en todas las asambleas las frases más lascivas y libertinas y las expresiones más sucias, más fuertes y más blasfemas. El nombre de Dios jamás será pronunciado sin ir acompañado de invectivas o de imprecaciones, y se repetirá con la mayor frecuencia posible. Respecto a su tono, será siempre el más brutal, el más duro y el más imperioso con las mujeres y los muchachos, pero sumiso, putón y depravado con los hombres que los amigos, desempeñando con ellos el papel de mujeres, deben considerar como sus maridos. El señor que falte a todas estas cosas, o que muestre que tiene una sola luz de razón y sobre todo que pase un solo día sin acostarse borracho, pagará 10. 000 mil francos de multa.

Cuando un amigo necesite cagar, una mujer, de la clase que estime oportuno, estará obligada a acompañarle para ocuparse de los cuidados que se le indiquen durante este acto. Ninguno de los sujetos, sea hombre o sea mujer, podrá cumplir ningún tipo de deber de limpieza, y sobre todo después de cagar, sin un permiso expreso del amigo que esté de mes, y si le es negado, y pese a eso lo efectúa, su castigo será de los más duros. Las cuatro esposas no tendrán ningún tipo de prerrogativa sobre las restantes mujeres; al contrario, serán siempre tratadas con mayor rigor e inhumanidad, y con gran frecuencia serán utilizadas en las tareas más viles y más penosas, tales, por ejemplo, como la limpieza de las letrinas comunes y especiales instaladas en la capilla. Estas letrinas solo se vaciarán cada ocho días, pero siempre a cargo de ellas, y serán rigurosamente castigadas si se resisten o lo hacen mal.

Si un sujeto cualquiera decide una evasión durante la celebración de la asamblea, será castigado al instante con la muerte, sea quien fuere.

Las cocineras y sus ayudantes serán respetadas, y los señores que infrinjan esta ley pagarán 1. 000 luises de multa. En cuanto a estas multas, serán todas ellas especialmente empleadas, a la vuelta a Francia, en los gastos iniciales de una nueva fiesta, sea de este género o de otro.

Tomadas estas medidas y promulgados los reglamentos en la jornada del 30, el duque pasó la mañana del 31 en comprobarlo todo, en hacer los ensayos de todo y sobre todo en examinar cuidadosamente el lugar, para ver si era susceptible, o de ser asaltado, o de favorecer alguna evasión. Habiendo reconocido que habría que ser pájaro o diablo para salir o entrar en él, dio cuentas a la asamblea de su encargo, y pasó la tarde del 31 arengando a las mujeres. Se juntaron todas por su orden en el salón de historias, y, habiendo subido a la tribuna o a la especie de trono destinado a la historiadora, he aquí más o menos el discurso que les dirigió:

«Seres débiles y encadenados, destinados únicamente a nuestros placeres, confío en que no supondréis que el dominio tan ridículo como absoluto que se Os da en el mundo os será concedido en estos lugares. Mil veces más sometidas de lo que lo serían unos esclavos, solo debéis esperar la humillación, y la obediencia debe ser la única virtud que os aconsejo que utilicéis: es la única adecuada para el estado en que os encontráis. No os ilusionéis, sobre todo con hacer valer vuestros encantos. Harto hastiados de estas trampas, podéis imaginar perfectamente que no será con nosotros que tales cebos podrían funcionar. Recordad en todo momento que os utilizaremos a todas, pero que ni una sola de vosotras debe jactarse de poder inspirarnos el sentimiento de la piedad. Indignados contra los altares que han podido arrancarnos algunos granos de incienso, nuestro orgullo y nuestro libertinaje los rompen tan pronto como la ilusión ha satisfecho los sentidos, y el desprecio seguido casi siempre del odio sustituye inmediatamente en nosotros el prestigio de la imaginación. ¿Qué ofreceríais, además, que no sepamos ya de memoria?, ¿qué ofreceríais que no pisoteemos, muchas veces en el mismo instante del delirio? Es inútil ocultároslo, vuestro servicio será rudo, será penoso y riguroso, y las menores faltas serán castigadas al instante con penas corporales y aflictivas. Debo, pues, recomendaros exactitud, sumisión y un olvido absoluto de vosotras mismas para escuchar únicamente nuestros deseos: que sean vuestras únicas leyes, adelantaos a ellos, prevenidlos y dadles vida. No porque tengáis mucho que ganar con esta conducta, sino únicamente porque tendríais mucho que perder si no la observáis. Pensad en vuestra situación, lo que sois, lo que somos, y que estas reflexiones os hagan estremeceros. Estáis fuera de Francia, en lo más profundo de un bosque inhabitable, más allá de una montaña escarpada cuyos pasos fueron cortados tan pronto como los franqueasteis. Estáis encerradas en una ciudadela impenetrable; nadie sabe que os halláis aquí; habéis sido robadas a vuestros amigos, a vuestros parientes, para el mundo ya habéis muerto y solo respiráis para nuestros placeres. ¿Y cómo son los seres a los que estáis ahora subordinadas? Unos profundos y notorios malvados, que no tienen más dios que su lubricidad, más leyes que su depravación, más freno que su libertinaje, unos libertinos sin Dios, sin principios, sin religión, el menos criminal de los cuales está mancillado con más infamias de las que podríais nombrar y ante cuyos ojos la vida de una mujer, ¿qué digo de una mujer?, de todas las que habitan la superficie del globo es tan indiferente como la destrucción de una mosca. Habrá pocos excesos, sin duda, a los que no lleguemos: que ninguno os repugne, prestaos a ellos sin pestañear, y oponed a todos paciencia, sumisión y valor. Si desgraciadamente alguna de vosotras sucumbe a la inclemencia de nuestras pasiones, que asuma valerosamente su suerte; no estamos en este mundo para existir siempre, y lo mejor que puede ocurrirle a una mujer es morir joven. Os hemos leído unos reglamentos muy sabios, y muy adecuados tanto para vuestra seguridad como para nuestros placeres; cumplidlos ciegamente, y esperad cualquier cosa de nosotros si nos irritáis con un mal comportamiento. Ya sé que algunas de vosotras tenéis vínculos con nosotros, que quizás os enorgullecen y de los que esperáis indulgencia. Cometeríais un gran error si contarais con ello: ningún vínculo es sagrado a los ojos de personas como nosotros, y cuanto más os lo parezcan, más excitará su ruptura la perversidad de nuestros espíritus. Así que es a vosotras, hijas, esposas, a quienes me dirijo en este momento, no esperéis ninguna prerrogativa de nuestra parte; os advertimos que seréis tratadas con mayor rigor incluso que las demás, y esto precisamente para haceros ver cuán despreciables son para nosotros los vínculos con que tal vez nos creéis encadenados. Por otra parte, no esperéis que os especifiquemos siempre las órdenes que queremos que ejecutéis: un gesto, una mirada, a menudo un simple sentimiento interior por nuestra parte, os los explicará, y seréis tan castigadas por no haberlas adivinado y previsto como si, después de habéroslas notificado, vosotras las hubierais desobedecido. A vosotras os corresponde discernir nuestros movimientos, nuestras miradas, nuestros gestos, aclarar su expresión, y sobre todo no equivocaros respecto a nuestros deseos. Supongamos, por ejemplo, que este deseo fuera el de ver una parte de vuestro cuerpo y llegarais torpemente a ofrecer otra: pensad hasta qué punto semejante error estorbaría nuestra imaginación y todo lo que se arriesga al enfriar la cabeza de un libertino que, supongo, espera un culo para eyacular y al que se le presenta estúpidamente un coño. En general, ofreceos siempre muy poco por delante; recordad que esta parte infecta que la naturaleza solo formó desatinadamente es siempre la que más nos repugna. Y respecto a vuestros mismos culos también hay precauciones que guardar, tanto para disimular, al ofrecerlo, el antro odioso que lo acompaña, como para evitar hacernos ver en determinados momentos ese culo en un determinado estado en que otra gente desearía encontrarlo siempre. Tenéis que entenderme, y además recibiréis por parte de las cuatro dueñas unas instrucciones posteriores que acabarán de explicároslo todo. En una palabra, temblad, adivinad, obedeced, prevenid, y así, si no sois al menos muy afortunadas, tal vez no seréis del todo desdichadas. Además, nada de historias entre vosotras, ninguna relación, nada de esta imbécil amistad entre muchachas que, reblandeciendo por un lado el corazón, lo vuelve por otra más arisco y menos dispuesto a la sola y simple humillación a que os destinamos. Pensad que no os contemplamos en absoluto como criaturas humanas, sino únicamente como animales que se ceban para el servicio que se espera de ellos y que son aplastados a golpes cuando se niegan a dicho servicio. Habéis visto hasta qué punto se os prohíbe todo lo que pueda parecer un acto religioso cualquiera; os prevengo que habrá pocos crímenes más severamente castigados que este. Sé perfectamente que entre vosotras todavía quedan unas cuantas imbéciles que no son capaces de abjurar de la idea de este infame Dios y de aborrecer la religión: serán cuidadosamente examinadas, no os lo oculto, y no habrá excesos que no cometamos con ellas, si desgraciadamente las pillamos en flagrante. Que estas estúpidas criaturas se persuadan, que se convenzan de que la existencia de Dios es una locura que no cuenta hoy en toda la Tierra con 20 secuaces, y que la religión que él invoca no es más que una fábula ridículamente inventada por unos bribones cuyo interés en engañarnos resulta ahora más evidente que nunca. En una palabra, decididlo vosotras mismas: si hubiera un dios, y este dios tuviera poder, ¿permitiría que la virtud que le honra y de la que vosotras hacéis profesión fuera sacrificada como lo será al vicio y al libertinaje? ¿Permitiría, este dios omnipotente, que una débil criatura como yo, que no significa respecto a él más de lo que una pústula de sarna a los ojos de un elefante, permitiría, digo, que esta débil criatura le insultara, le escarneciera, le desafiara, le afrontara y le ofendiera, como yo hago a mi antojo a cada instante del día?».

Pronunciado este pequeño sermón, el duque bajó de la cátedra y, a excepción de las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, que sabían perfectamente que estaban allí más como sacrificadoras y sacerdotisas que como víctimas, a excepción de estas ocho, digo, todo el resto se fundía en lágrimas, y el duque, importándole todo ello muy poco, las dejó conjeturar, cotorrear, lamentarse entre ellas, segurísimo de que las ocho espías le darían buena cuenta de todo, y se fue a pasar la noche con Hercule, uno del equipo de folladores que se había convertido en su más íntimo favorito como amante, mientras el pequeño Zéphire ocupaba siempre el primer lugar en su corazón como querida. Debiendo estar al día siguiente, de buena mañana, las cosas tal como habían sido dispuestas, cada cual se arregló como pudo para la noche, y tan pronto como sonaron las diez de la mañana, la escena de libertinaje se abrió, para ya no alterarse en nada ni sobre nada de todo lo que había sido prescrito hasta el 28 de febrero inclusive.

Es ahora, querido lector, cuando hay que preparar tu corazón y tu espíritu al relato más impuro que jamás ha sido hecho desde que el mundo existe, no encontrándose un libro semejante ni en los antiguos ni en los modernos. Imagínate que todo goce honesto o prescrito por esta bestia de la que hablas incesantemente sin conocerla y que tú llamas naturaleza, que estos goces, digo, serán expresamente excluidos de este libro, y cuando los encuentres, por azar, será siempre porque irán acompañados de algún crimen o coloreados por alguna infamia. Sin duda, muchos de todos los descarríos que verás pintados te disgustarán, lo sé, pero habrá algunos que te Calentarán hasta el punto de hacerte eyacular, y esto es todo lo que queremos. Si no lo dijéramos todo, no lo analizáramos todo, ¿cómo quieres que hubiésemos podido adivinar lo que te conviene? Eres tú quien debe cogerlo y dejar el resto; otro hará lo mismo; y poco a poco todo habrá encontrado su lugar. Se trata de la historia de un magnífico banquete en el que 600 platos diferentes se ofrecen a tu apetito. ¿Te los comes todos? No, sin duda, pero este número prodigioso amplía los límites de tu elección, y, encantado por este aumento de facultades, no se te ocurre regañar al anfitrión que te obsequia. Haz lo mismo aquí: elige y deja el resto, sin declamar contra este resto, únicamente porque no tiene el talento de gustarte. Piensa que gustará a otros, y sé filósofo. En cuanto a la diversidad, ten la seguridad de que es exacta; estudia a fondo aquella pasión que podría parecerte igual que otra, y verás que existe una diferencia y que, por menuda que sea, solo ella posee exactamente el refinamiento, el tacto que distingue y caracteriza el tipo de libertinaje de que aquí tratamos. Por otra parte, estas 600 pasiones se han fundido en el relato de las historiadoras: se trata de algo que conviene que el lector sepa. Habría sido demasiado monótono detallarlas de otra manera y de una en una, sin hacerlas entrar en un cuerpo narrativo. Pero como algún lector, poco avezado a este tipo de materias, podría tal vez confundir las pasiones designadas con la aventura o el mero acontecimiento de la vida de la narradora, se ha diferenciado cuidadosamente cada una de estas pasiones con una raya al margen, encima de la cual está el nombre que puede darse a esta pasión. Esta raya está en la línea justa donde comienza el relato de la pasión, y siempre hay un punto y aparte donde termina. Pero como intervienen muchos personajes en esta especie de trama, pese a la atención que hemos tenido en esta introducción de pintarlos y designarlos a todos, colocaremos una tabla que contendrá el nombre y la edad de cada actor, con un ligero esbozo de su retrato. Cada vez que aparezca un nombre que estorbe en los relatos, se podrá recurrir a esta tabla y, anteriormente, a los retratos amplios, si este ligero esbozo no basta para recordar lo que de él se ha dicho.

Personajes de la novela de la Escuela de libertinaje:

EL DUQUE de BLANGIS, cincuenta años, hecho como un sátiro, dotado de un miembro monstruoso y de una fuerza prodigiosa. Cabe contemplarle como el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes. Ha matado a su madre, a su hermana y a tres de sus esposas.

EL OBISPO DE *** es su hermano; cuarenta y cinco años, más delgado y más delicado que el duque, una mala boca. Es pérfido, hábil, fiel secuaz de la sodomía activa y pasiva; desprecia por completo cualquier otro tipo de placer; ha hecho morir cruelmente a dos criaturas para las cuales un amigo había dejado una fortuna considerable en sus manos. Tiene el sistema nervioso de una sensibilidad tan grande que casi se desvanece al correrse.

EL PRESIDENTE DE CURVAL, sesenta años. Es un hombre alto, seco, flaco, ojos apagados y hundidos, la boca podrida, la imagen ambulante de la crápula y del libertinaje, de una suciedad espantosa en su cuerpo y que le provoca la voluptuosidad. Ha sido circuncidado; su erección es escasa y difícil: sin embargo se produce y sigue eyaculando casi todos los días. Su gusto se inclina preferentemente hacia los hombres; de todos modos, no desprecia en absoluto una doncella. Sus gustos tienen la singularidad de amar tanto la vejez como todo lo que se le asemeje en porquería. Está dotado de un miembro casi tan grueso como el del duque. Desde hace unos cuantos años, está como embrutecido por los excesos y bebe mucho. Debe su fortuna a unos asesinatos y es en particular culpable de uno horrible y que puede verse en detalle en su retrato. Siente al correrse una especie de cólera lúbrica que le lleva a la crueldad.

DURCET, financiero, cincuenta y tres años, gran amigo y compañero de escuela del duque. Es pequeño, bajo y rechoncho, pero su cuerpo es fresco, hermoso y blanco. Está hecho como una mujer y posee todos sus gustos; privado, por la pequeñez de su consistencia, de darles placer, la ha imitado, y se hace follar a cada instante del día. Le gusta bastante el placer de la boca; es el único que puede darle placeres como agente. Sus únicos dioses son sus placeres, y está siempre dispuesto a sacrificarles todo. Es listo, hábil y ha cometido muchos crímenes. Ha envenenado a su madre, a su mujer y a su sobrina para quedarse con su fortuna. Su alma es firme y estoica, absolutamente insensible a la compasión. Ya no empalma y sus eyaculaciones son muy escasas. Sus instantes de crisis van precedidos de una especie de espasmo que le precipita en una cólera lúbrica, peligrosa para aquellos o aquellas que sirvan sus pasiones.

CONSTANCE es mujer del duque e hija de Durcet. Tiene veintidós años; es una belleza romana, mayor majestad que finura, metida en carnes, aunque bien hecha, un cuerpo soberbio, el culo singularmente modelado y digno de servir de modelo, los cabellos y los ojos muy negros. Tiene ingenio y siente muy profundamente todo el horror de su suerte. Un gran fondo de virtud natural que nada ha podido destruir.

ADÉLAÏDE, mujer de Durcet e hija del presidente. Es una bonita muñeca, tiene veinte años, es rubia, los ojos muy tiernos y de un bonito y vivo azul; tiene todo el aspecto de una heroína de novela. El cuello largo y bien torneado, la boca un poco grande, es su único defecto. Un pecho pequeño y un culo pequeño, pero todo esto, aunque delicado, es blanco y bien moldeado. El espíritu novelesco, el corazón tierno, excesivamente virtuosa y devota, y se oculta para cumplir con sus deberes de cristiana.

JULIE, mujer del presidente e hija mayor del duque. Tiene veinticuatro años, gorda, rolliza, hermosos ojos castaños, una bonita nariz, unas facciones acusadas y agradables, pero una boca horrible. Poco virtuosa e incluso con gran predisposición a la suciedad, la ebriedad, la glotonería y el puterío. Su marido la quiere a causa del defecto de su boca: esta singularidad entra en los gustos del presidente. Jamás se le han inculcado principios ni religión.

ALINE, su hermana menor, supuesta hija del duque, aunque realmente sea hija del obispo y de una de las mujeres del duque. Tiene dieciocho años, una fisonomía muy picara y muy agradable, mucha frescura, los ojos castaños, la nariz respingona, el aire travieso, aunque básicamente indolente y perezosa. No parece en absoluto tener todavía temperamento y detesta muy sinceramente todas las infamias de que es víctima. El obispo la desvirgó por detrás a los diez años. La han dejado en una crasa ignorancia, no sabe leer ni escribir, detesta al obispo y siente mucho miedo del duque. Quiere mucho a su hermana, es sobria y limpia, contesta graciosa y puerilmente; su culo es encantador.

LA DUCLOS, primera historiadora. Tiene cuarenta y ocho años, grandes restos de belleza, mucha lozanía, el culo más hermoso que pueda tenerse. Morena, ancha de cintura, metida en carnes.

LA CHAMPVILLE tiene cincuenta años. Es delgada, bien hecha y los ojos lúbricos; es tríbada, y todo lo delata en ella. Su oficio actual es el de alcahueta. Fue rubia, tiene bonitos ojos, el clítoris largo y cosquilloso, un culo muy gastado a fuerza de servir, y sin embargo es virgen por este lado.

LA MARTAINE tiene cincuenta y dos años. Es alcahueta; es una abuela fresca y sana; está obstruida y solo ha conocido el placer de Sodoma, para el cual parece haber sido especialmente creada, pues tiene, pese a su edad, el más hermoso culo del mundo: es muy gordo y tan acostumbrado a las introducciones que soporta los instrumentos más gruesos sin pestañear. Sigue teniendo bonitas facciones, pero sin embargo ya comienzan a marchitarse.

LA DESGRANGES tiene cincuenta y seis años. Es la mayor malvada que jamás haya existido. Es alta, delgada, pálida, ha sido morena; es la imagen del crimen en persona. Su culo ajado parece de papel esmerilado y el orificio es inmenso. Tiene una sola teta, y le faltan tres dedos y seis dientes: fructus belli. No existe un solo crimen que no haya cometido o hecho cometer. Tiene un lenguaje agradable, ingenio, y es actualmente una de las celestinas titulares de la sociedad.

MARIE, la primera de las dueñas, tiene cincuenta y ocho años. Ha sido azotada y marcada; ha sido sirvienta de ladrones. Los ojos apagados y legañosos, la nariz torcida, los dientes amarillos, una nalga roída por un absceso. Ha tenido y matado a 14 criaturas.

LOUISON, la segunda dueña, tiene sesenta años. Es menuda, jorobada, tuerta y coja, y sin embargo tiene todavía un culo muy bonito. Siempre está dispuesta a los crímenes y es extremadamente malvada. Estas dos primeras acompañan a las muchachas y las dos siguientes a los muchachos.

THÉRESE tiene sesenta y dos años, parece un esqueleto, calva, desdentada, una boca hedionda, el culo acribillado de heridas, el agujero desmesuradamente ancho. Es de una porquería y de una hediondez atroces; tiene un brazo torcido y cojea.

FANCHON, de sesenta y nueve años de edad, ha sido ahorcada en efigie seis veces y ha cometido todos los crímenes imaginables. Es bizca, chata, baja, gorda, sin frente, solo dos dientes. Una erisipela le cubre el culo, un paquete de hemorroides le sale del agujero, un chancro le devora la vagina, tiene un muslo quemado y un cáncer le roe el pecho. Siempre está borracha y vomita, suelta pedos y caga por todas partes y en cualquier momento sin darse cuenta.

Serrallo de las muchachas:

AUGUSTINE, hija de un barón de Languedoc, quince años, carita fina y despierta.

FANNY, hija de un consejero de Bretaña, catorce años, aspecto dulce y tierno.

ZELMIRE, hija del conde de Tourville, señor de Beauce, quince años, aspecto noble y alma muy sensible.

SOPHIE, hija de un gentilhombre de Berry, unas facciones encantadoras, catorce años.

COLOMBE, hija de un consejero del Parlamento de París, trece años, gran frescura.

HÉBÉ , hija de un oficial de Orleans, aspecto muy libertino y unos ojos encantadores; tiene doce años.

ROSETTE y MICHETTE, las dos el aspecto de bellas vírgenes. La primera tiene trece años y es hija de un magistrado de Chalon-sur-Saône; la segunda tiene doce y es hija del marqués de Sénanges: ha sido secuestrada en el Borbonesado, en casa de su padre.

Su talle, el resto de sus atractivos y principalmente su culo están por encima de cualquier expresión. Han sido elegidas entre 130.

Serrallo de los muchachos ZÉLAMIR, trece años, hijo de un gentilhombre de Poitou. CUPIDON, la misma edad, hijo de un gentilhombre de cerca de La Fleche.

NARCISSE, doce años, hijo de un hombre notable de Rouen, caballero de Malta.

ZÉPHIRE, quince años, hijo de un oficial general de París; está destinado al duque.

CÉLADO)N, hijo de un magistrado de Nancy; tiene catorce años.

ADONIS, hijo de un presidente de la Cámara de París, quince años, destinado a Curval.

HYACINTHE, catorce años, hijo de un oficial retirado en Champaña. GITON, paje del rey, doce años, hijo de un gentilhombre del Nivernesado.

Ninguna pluma es capaz de pintar las gracias, las facciones y los secretos encantos de estas ocho criaturas, por encima de todo lo que se puede decir, y elegidas, como sabemos, entre un grandísimo número.

Ocho folladores

HERCULE, veintiséis años, bastante guapo, pero muy mala persona; favorito del duque; su polla tiene 8 pulgadas 2 líneas de perímetro por 13 de longitud; eyacula mucho.

ANTINOUS tiene treinta años, muy apuesto; su polla tiene 8 pulgadas de perímetro por 12 de longitud.

BRISE-CUL, veintiocho años, el aspecto de un sátiro; tiene la polla torcida; la cabeza o el glande es enorme; tiene 8 pulgadas y 3 líneas de perímetro, y el cuerpo de la polla 8 pulgadas por 13 de longitud; esta polla majestuosa está completamente combada.

BANDE-AU-CIEL tiene veinticinco años, es muy feo, pero sano y vigoroso; gran favorito de Curval, siempre está empalmado, y su polla tiene 7 pulgadas 11 líneas de perímetro por 11 de longitud.

Los cuatro restantes, de 9 a 10 y 11 pulgadas de longitud por 7, 5 y 7 pulgadas y 9 líneas de perímetro, y tienen de veinticinco a treinta años.


Notas:

1. Hay que decir que Hercule y Bande-au-ciel son, el primero, muy mala persona, y el segundo muy feo, y que ninguno de los ocho ha podido jamás disfrutar de hombre ni de mujer.

2. Que la capilla sirve de letrina, y detallarla a partir de esta utilización.

3. Que, en su expedición, tas alcahuetas y los alcahuetes disponían de matones a sus órdenes.

4. Detallar un poco los pechos de las criadas y hablar del cáncer de Fanchon. Describir también un poco más los rostros de las 16 criaturas.