Tres hijuelos había el rey,
tres hijuelos, que no más;
por enojo que hubo de ellos
todos maldito los ha:
el uno se tornó ciervo,
el otro se tornó can,
el otro se tornó moro,
pasó las aguas del mar.
Andábase Lanzarote
entre las damas holgando,
grandes voces dio la una:
-Caballero, estad parado,
si fuese la mi ventura,
cumplido fuese mi hado
que yo casase con vos
y vos conmigo de grado,
y me diésedes en arras
aquel ciervo del pie blanco.
-Dároslo he yo, mi señora,
de corazón y de grado,
y supiese yo las tierras
donde el ciervo era criado.
Ya cabalga Lanzarote,
ya cabalga y va su vía,
delante de sí llevaba
los sabuesos por la traílla.
Llegado había a una ermita
donde un ermitaño había:
-Dios te salve, el hombre bueno,
-Buena sea tu venida.
Cazador me parecéis
en los sabuesos que traía.
-Dígasme tú, el ermitaño,
tú que haces santa vida,
ese ciervo del pie blanco
¿dónde hace su manida?
-Quedaos aquí, mi hijo,
hasta que sea de día;
contaros he lo que vi
y todo lo que sabía:
por aquí pasó esta noche,
dos horas antes del día,
siete leones con él
y una leona parida.
Siete condes deja muertos
y mucha caballería.
Siempre Dios te guarde, hijo,
por do quier que fuer tu ida,
que quien acá te envió
no te quería dar la vida.
-¡Ay, dueña de Quintañones,
de mal fuego seas ardida,
que tanto buen caballero
por ti ha perdido la vida!