La vuelta al mundo en la Numancia/XXV

XXV

Al poco tiempo de estar don Casto vendado y quieto la enfermería, recobró todo el esplendor de sus facultades. Quieto estaba, pero no tranquilo. Llamó al Oficial de la tercera división de la batería. «¿Qué hay, Garralda? ¿Cómo va el fuego?».

-Muy bien, mi General. La torre de La Merced ha volado. Ya no hacen fuego más que cuatro o cinco cañones en Santa Rosa.

-Ánimo, hijos míos. No desmayar. Yo estoy bien... esto no es nada. ¡Volada la torre! Es más de lo que podemos desear... ¿De cuál de los tres barcos sería la granada que causó ese desastre al enemigo?... Difícil será saberlo... Pero yo juraría que la mandó ese diablo de Topete...

Díjole después Garralda que la Almansa había inutilizado el cañón Blakely montado en el muelle. Luego preguntó Méndez Núñez si había vuelto la lancha de vapor que, al mando de Lazaga, corría las órdenes de un punto a otro. Poco antes de caer herido, el General había ordenado que se le llevasen informes seguros de lo ocurrido en la Villa de Madrid. Antes de que se retirase Garralda entró Lazaga, que así dio cuenta de su comisión: «Pocos disparos había hecho la fragata contra la batería del Norte, cuando recibió por el costado de babor una granada Armstrong, que al estallar dentro de la batería mató trece hombres; veintidós quedaron heridos por la metralla y cascos que despidió el proyectil en su explosión. No paró aquí el desastre, porque la misma granada, al chocar en el cabrestante, lanzó un molinete, que fue a parar a la caja de calderas, destrozando el tubo conductor del vapor. Esta avería no es grave; pero se necesita tiempo para repararla. En todo el día de hoy la Villa estará privada de movimiento. La he dejado fondeada en la isla. Cuando me retiré, don Claudio, poseído de furor, no paraba de maldecir su suerte».

-Ha quedado sola la Berenguela frente a las baterías del Norte -dijo Méndez Núñez desobedeciendo al médico, que le recomendaba tranquilidad-. Corra usted a la Almansa, y dígale a Barcáiztegui que inmediatamente vaya en apoyo de Pezuela.

Salió Lazaga más pronto que la vista... Continuaba el cañoneo, y su fragor indecible retumbaba de un modo pavoroso en el hospital de sangre. El techo de este era por la cara superior suelo de la batería. El estruendo de los disparos, las pisadas de los que servían las piezas, los gritos de los oficiales que mandaban las cuatro divisiones, los alaridos y voces de guerra de tantos hombres iracundos, sonaban dentro de las cabezas de los infelices que allí yacían malparados. La batería era el Infierno, y la enfermería su catacumba, encierro de los condenados a la duda de vivir o morir. En el fondo del lúgubre sollado, a proa, se distinguía, entre faroles, la figura triste del Capellán con sotana y roquete, dispuesto para dar los Santos Óleos a quien los hubiese menester. A su lado, como acólito, estaba Binondo de rodillas, esperando, quizás deseando entrar en funciones.

El amigo Ansúrez tenía su puesto en el más profundo sollado, rigiendo a los que conducían la pólvora y municiones desde los pañoles a la batería. Hallábase, pues, debajo del agua, en un punto en que no podía ver el espectáculo del combate, y sólo lo apreciaba por el ruido. A cada instante creía que el cielo se desgajaba sobre la tierra y el mar, o que las profundidades del barco eran el interior de un volcán. A ratos trepaba por la escala llegando hasta la enfermería, y echaba un vistazo a los heridos, deteniéndose con singular lástima y atención en el General, que fue de los primeros en quedar fuera de combate. Y era, sin duda, el herido de más consideración. Los demás no eran muchos ni graves. Ningún proyectil había hasta entonces entrado por las portas: todos habían perdido su fuerza en la coraza.

Pero llegó al fin, cuando Dios quiso, una granada Armstrong, que habría causado inmenso daño, quizás la inmersión violenta de la fragata, si no la protegiera la robusta armadura que llevaba sobre sus lomos. Eran las dos y media de la tarde, cuando un topetazo monstruoso hizo retemblar la embarcación, como si fuera de hojalata. Ansúrez, que en aquel momento bajaba al tercer sollado, sintió el golpe por estribor, en un punto a su parecer correspondiente a la línea de flotación, debajo de la batería, entre la cuarta y quinta porta contando desde popa. Al punto creyó que su fragata se rompía en mil pedazos, y que todos bajarían sin pérdida de tiempo a los profundos abismos... Sacristá, que se hallaba en el tercer sollado, fue el primero en determinar el sitio del tremendo choque, y como los duelistas de esgrima gritó: «¡Tocado!». Fácilmente se apreciaba por dentro la caricia de proyectil. La cuaderna presentaba una sensible alteración de su curva; un tornillo de los que sujetan el blindaje había horadado la plancha, abriendo una vía de agua de escasa importancia. Acudieron los oficiales de mar a reparar el desperfecto y restañar el agua, que poquito a poco se colaba dentro. Para ello emplearon cemento y ladrillos, que son la cura quirúrgica que en estos casos se emplea, añadiendo limadura de hierro para mayor eficacia. El emplasto quedó hecho en poco tiempo, y la Numancia, que apenas sentía el escozor de la herida, gracias al peto y espaldar de su armadura, invocó a Nuestra Señora del Carmen y siguió tan fresca disparando balas, granadas y demonios coronados contra Santa Rosa.

«Gracias a la Virgen de Carmen -dijo Sacristá-, esto no ha sido nada».

-La Santísima Señora -observó Ansúrez- ha sido la salvación del barco, poniéndose a nuestro lado en forma y substancia de blindaje. Bendita sea la Virgen y los que inventaron estas vestiduras de hierro.

Subió Ansúrez, llamado por el General, a informarle de la reparación de la avería, y antes de que concluyese, llegó por segunda vez Lazaga con la noticia del casi milagroso caso de la Berenguela, que fue de este modo: «Sola frente a las baterías del Norte, después de la retirada de la Villa, siguió cañoneando la veterana Berenguela, y logró inutilizar los cañones Armstrong de la torre blindada. Pero luego le tocó una china de las gordas, un proyectil Blakely, que entró por la porta como en su casa, destrozó a muchos hombres, y corriendo en dirección oblicua, fue a salir por el costado opuesto debajo del agua. Al salir se llevó una tabla, abriendo brecha enorme, por la cual se precipitó una cascada que en minutos habría inundado el barco, si la Providencia y la tripulación no acudieran con prontitud al único remedio posible en tales casos. Antes de que se les diera la orden, los marineros llevaron los cañones a brazo... ¡a brazo, parece mentira!, de la banda de babor a la de estribor, para escorar la embarcación, sacando así del agua la brecha... Y estando en esta faena, entró en el sollado otra bomba que al reventar hirió a mucha gente y pegó fuego a las carboneras... La enfermería, llena de víctimas, se vio asaltada del agua y del fuego... los pobres heridos gritaban con espanto entre los dos horrores: morir ahogados o morir quemados... Por momentos estuvo la fragata a dos dedos de irse a pique... Gracias a la rapidez con que los cañones pasaron de un costado a otro, se salvaron el barco y sus hombres de una muerte segura. Escorada se retiró de la acción, y apagó con el trajín de bombas su propio fuego. Fondeada y segura está ya en la isla, tapándose el boquete con lonas hasta encontrar maderas para echarse unas buenas tapas y medias suelas. Las bajas son muchas: no he visto propiamente muertos, pero sí hombres muriéndose».

-Esto va bien, hijo mío -dijo don Casto estrechando la mano de su subalterno-. Yo me encuentro regular. Me pone nervioso el verme preso en este camastro... Pero estoy contento... Adiós, hijo; vamos bien...

Las ironías de la guerra revoloteaban como avecillas negras y doradas en torno al lecho del General. Con su canto seductor infundían alegría en el relato de los hechos luctuosos, y matizaban de gloria la cruel muerte y los sufrimientos humanos. Quedó solo el General con Pastor y Landero, que le dio cuenta de cuanto arriba, en el Estado Mayor, ocurría. Lobo y Antequera permanecían en el castillo de popa con los Tenientes de Navío Lahera y Basáñez. Alonso mandaba la batería; Barreda continuaba en funciones de Segundo; Pardo Figueroa estaba en cubierta. Las cuatro divisiones de batería seguían a las órdenes de los Alféreces de Navío Liaño, Garralda, Silva y Armero, con los Guardias marinas. Todo el personal se encontraba ileso. Íbamos bien, muy bien. Entró después Lahera, y con él el ingeniero don Eduardo Iriondo; ambos ponderaron las condiciones inmejorables de la fragata. Era un barco invencible; el combate, aún no concluido, daba la mejor prueba de la eficacia del blindaje. Con otras dos Numancias sobre la que teníamos, la destrucción de las defensas de Callao habría sido obra de minutos... Los barcos de madera ya no podían entrar en fuego con fortificaciones modernas, sin llevar dentro de sus tablas mayor grado de heroísmo del que debe exigirse a le hombres de guerra: eran héroes de vocación y mártires a sabiendas. No debemos ir desabrigados contra el frío, ni desnudos contra el fuego. La realidad nos demostraba que sin una escuadra compuesta totalmente de Numancias, no iríamos a ninguna parte. Las consideraciones y las ideas técnicas no podían seguir adelante, que era ocasión de aplicar todo el entendimiento al empirismo inmediato. Lahera trajo al General la noticia de que la Blanca se retiraba por habérsele acabado las municiones. Topete estaba herido, no de gravedad... De la Almansa se tenían noticias ciertas. En su batería reventó una granada, matando trece hombres. El Guardia marina Rull quedó hecho pedazos, y al instante le sustituyó otro Guardia marina, Hediger, que antes sirvió en la Villa de Madrid y en la Numancia. Al estrago de la explosión siguió el incendio de la pólvora de los guarda-cartuchos; los que conducían las cajas quedaron abrasados; el fuego se extendió rápidamente hasta el antepañol de la Santa Bárbara... El fuego no se apaga sino con agua... Urgía inundar el sollado, abriendo los grifos... Prodújose entonces una terrible situación dramática. ¿Qué era preferible? ¿El peligro evidente de volar, o el desaire de suspender la lucha? Esta duda fatídica inspiró al animoso Barcáiztegui una frase que había de ser célebre: Hoy no mojo la pólvora... Así fue: retirose la fragata; fue extinguido el incendio sin mojar la pólvora, y antes de media hora ya estaba otra vez frente a las baterías del Norte vomitando contra ellas todo su coraje.

Las cuatro y media marcaban los cronómetros, cuando ya sólo tres cañones peruanos tenían voz y balas. La noche estaba próxima. Enterado de todo, Méndez Núñez dijo a Lahera y a Pastor: «Mi opinión es que se dé por concluido el combate». Poco después, Lobo mandó hacer la señal de que cesara el fuego. Subió a las jarcias la marinería, y dio tres vivas a la Reina, que fueron el último aliento del furioso Marte en aquel terrible día. Los barcos españoles se retiraron tranquilamente al fondeadero de San Lorenzo. Durante la corta travesía de la Numancia, Méndez Núñez fue llevado de la enfermería a su cámara, donde el Mayor General le dio cuenta del resultado total de la acción. Ambos lo conceptuaron lisonjero, pues sólo el hecho de no haber perdido ningún barco significaba una indudable victoria. Declaró Lobo que los peruanos se habían conducido con bravura y tesón. Calculaba que sus bajas habían de ser superiores a las nuestras, y sólo con la torre de la Merced tenían para llorar un rato y para hacer cuenta larga de desdichas. Pero a pesar de esto, no podían negar que en el duelo de aquel día todas las ventajas fueron suyas, y nuestras las mayores desventajas. Combatían en tierra, alentados por la opinión próxima, en un ambiente de entusiasmo, con todo un pueblo por reserva. Sus artilleros podían hacer buena puntería. Los combatientes tenían retirada segura hasta los Andes, y aun más allá. En cambio, los barcos españoles no veían más retirada que la mar, sin recursos de vida, sin medios de reparación para los hombres extenuados y los buques maltrechos, faltos de todo.

Mientras navegaban hacia la isla, Ansúrez no apartaba sus ojos de la plaza y sus baterías, en las cuales era visible el estrago causado por las balas de los españoles. Con inmensa piedad miró hacia tierra, como si entre los muros rotos y entre las ruinas humeantes viese despojos de seres amados, o algún ser vivo ligado a él con vínculos estrechos. Como estaba el hombre con los codos apoyados en la batayola y el rostro vuelto hacia la tierra, que a cada instante se alejaba más por la neblina y la distancia, nadie pudo ver las lágrimas que resbalaban por sus curtidas mejillas. Lloraba de remordimiento de haber cañoneado a los suyos, a su hija, a su nieto, a los demás de la familia, que también se habían hecho suyos. ¿Quién le aseguraba que alguno de ellos, tal vez la propia Mara, hallándose por casualidad o de intento en el Callao, no había sido cogido por las balas que mandó con tanto furor la Almansa contra las casas del pueblo?... Y sobre todo, Señor, ¿quién había inventado aquella maldita guerra, y quién dispuso las cosas de modo que él no pudiese odiar al Perú, ni tenerlo por enemigo? ¿A qué venía tanta furia contra el pobre Perú, delicioso país sin duda, por el hecho de estar en él la hermosa Mara?...

Momentos después de estas tristezas y reflexiones, vio a Fenelón, que de la máquina salía jadeante, pintado el rostro de grasienta negrura. Había hecho servicio durante todo el combate... Más fatigado de la suciedad que del trabajo, buscaba un cubo de agua con que baldearse y recobrar su ser ordinariamente limpio. «¿Qué cuentas, Fenelón? -le dijo el celtíbero-. ¿Qué opinas tú de esto?».

«Que por una parte y otra, todo ha sido una función de... romanticismo... ¿Consecuencias, dices? Ninguna, como no sea esta: que se retrasará un cuarto de siglo, lo menos, la reconciliación de España con las que fueron sus colonias. El combate de hoy ha sido, por ejemplo, el acto final de una guerra en verso... No pongas esa cara de asombro. Acá nos han mandado para que cantemos una oda en el Pacífico. Los americanos han respondido con otra canción... y he aquí todo... Ahora España envaina sus versos, y se va por esos mares a la casa paterna, donde también habrá, cuando lleguemos, poesía a todo pasto». Dicho esto, el francés dio con un cubo de agua, y requiriendo un pedazo de jabón, empezó a fregotearse con furor de limpieza.