La vuelta al mundo en la Numancia/XXII
XXII
Al Sur de Caldera está Calderilla, que también llaman Puerto inglés, y allí cambiaron por primera vez los españoles sus disparos con disparos de tierra. Se supo que en Calderilla preparaban los chilenos un torpedo, montándolo en un vaporcito de ruedas. A quitarle al enemigo ambas cosas, vaporcito y torpedo, fueron dos animosos oficiales: Alonso, en la lancha de vapor de la Numancia, y Garralda, en un bote a remolque. Arriesgadilla era la empresa, porque la guarnición de Caldera se corrió a Calderilla y tomaba posiciones en las rocas que protegen el puerto. Llegaron los oficiales a donde se proponían, y a la vista de los chilenos se hicieron dueños del vapor. Ya salían con él a remolque, cuando se vieron obligados a sostener vivo fuego con los enemigos, apostados en la orilla Norte. Heridos fueron Garralda y un marinero, y en gran compromiso se vio la pequeña expedición al querer salvar la boca del puerto, de unos ochocientos metros de anchura. La suerte de los españoles fue que los chilenos no acertaron a ocupar más que el costado Norte de la barra, desamparando el lado Sur, llamado la Caldereta. A esta se arrimaron Garralda y Alonso, sosteniendo el fuego con las tropas de la otra banda. Su arrojo y serenidad, así como el auxilio que les prestó la Berenguela, acercándose a la entrada del puerto y cañoneando a los de tierra, les salvaron de un copo seguro. No pudiendo sacar el vapor aguas afuera por lo que tiraba la marea, lo echaron a pique, y allí se quedó con su torpedo, si es que lo tenía.
Llegaron por fin la Vascongada y la Valenzuela Castillo. A esta podía llamársela el buque milagro, pues de milagro se sostenía sobre las aguas y milagrosamente llegó a Caldera, gobernada por el Alférez de Navío don Antonio Armero. Su viaje desde el Callao había sido un naufragio constante. La vieja fragata, de inmemorial edad, se descosía, se desarmaba, y sus tripulantes no tuvieron en la travesía momento seguro. Toda la navegación fue un perenne picar de bombas, un remendar infatigable de averías y una horrible lucha de la vida con la muerte. De los quebrantados palos se caían los marineros, y al caer se mataban y herían a sus camaradas. Héroes fueron aquellos infelices, y el Oficial que los mandaba mereció más premio que si hubiera ganado una batalla. A toda prisa se procedió a descargar a la veterana Valenzuela, que no deseaba más que quedarse vacía para tumbar sus pobres huesos en un playazo. Todos los víveres y municiones fueron trasladados a los pocos barcos útiles, y se acordó pegar fuego a las presas, que no servían más que de estorbo, sentencia que fue rigurosamente ejecutada cuando la Numancia y Berenguela, obedeciendo a órdenes del Superior, zarpaban para Valparaíso. Fue un espectáculo espléndido, un simulacro de volcanes marítimos. Los viejos barcarrones tenían una muerte más brillante que la que les habrían dado las tormentas deshaciéndolos en las soledades oceánicas. Sus exequias eran fiesta extraordinaria de las aves y los peces.
Concentrada en Valparaíso toda la escuadra, tuvo eficacia el bloqueo, reducido al puerto principal de la República. Y ahora, hablando nuevamente de los españoles que soñaban, designamos a Topete y Alvargonzález, Comandantes de la Villa de Madrid y de la Blanca, como los que en mayor grado padecieron hasta entonces el desvarío heroico, pues afrontaron una de las empresas más temerarias que cabe imaginar. Deseando Méndez Núñez buscar al enemigo en los lugares inaccesibles donde tenía su refugio, los esteros y canalizos del archipiélago de Chiloe, preguntó a los dos marineros Alvargonzález y Topete si se atreverían a penetrar en aquel dédalo para sorprender en su escondrijo a las naves aliadas.
Pudieron responder los dos guerreros de mar que tal empresa era imposible, mortal de necesidad para barcos y hombres; mas no dijeron esto, sino que, antes que fueran otros, deseaban ir ellos sin pensar en el peligro, ni medir los inconvenientes náuticos y militares de aventura tan descomunal. Salieron las dos fragatas. Justo es declarar que al verlas partir, casi todos los soñadores que en Valparaíso quedaban, pensaron que no volverían a verlas... Pero se engañaban, porque a las dos semanas o poco más reaparecieron con su casco y aparejo intactos, o con no visibles averías. Habían consumado proeza semejante a las de los argonautas, penetrando en laberintos habitados por monstruos que devoraban al que osaba llegar hasta ellos. El monstruo era una Naturaleza hostil, armada de toda clase de asechanzas y peligros, que para el enemigo de los españoles era refugio y defensa. Alvargonzález y Topete entraron con esforzado corazón en el laberinto por el golfo de Guaytecas, boca Sur del Archipiélago; navegaron por un angosto mar, parecido a estanque de recortadas orillas, y dieron fondo en Puerto Obscuro. Indígenas de mal pelaje les dieron noticia de la madriguera en que se agazapaban las naves chilenas y peruanas.
Prodigiosa fue la marcha por angosturas y desfiladeros, sin más auxilio que imperfectas cartas, obra de navegantes que habían recorrido aquellas aguas en cachuchos de corto calado. La Blanca y Villa de Madrid andaban al paso, sin dejar de la mano la sonda, temiendo a cada instante dar en un bajo. Hallábanse a los 42 grados de latitud Sur; la marea entrante y saliente tiraba con fuerza de seis o siete millas. Tal o cual paso, donde por la mañana había un fondo de quince a veinte pies, a la tarde estaba seco. Ángulos y dobleces aparecían, que apenas daban espacio a las viradas... Navegaban las fragatas como los ciegos, tanteando el suelo con su palo y palpando las paredes cercanas... La Blanca, de menor calado, iba delante reconociendo el terreno; seguía la Villa de Madrid, obediente a las indicaciones de su compañera... ¡Qué tales serían las calles y callejones de aquella Venecia desconocida, que los peruanos y chilenos, guiados por gentes del país, perdieron allí dos fragatas! ¡Cuando los de casa perdían allí las botas, qué no perderían los forasteros!
Pero una deidad o encantador benigno miraba por aquellos temerarios hombres, Alvargonzález y Topete, cuando no se dejaron allí las fragatas y las vidas y hasta el nombre de España. Por noticias más certeras que las recibidas en Puerto Obscuro supieron que los barcos enemigos estaban en un estero de la isla de Abtao, y allá se fueron. La temeridad rayaba en locura. Había que encomendarse a Dios o al diablo para penetrar en el tortuoso callejón que separa del Continente la recortada isla... Entraron, y en un ángulo recto que forma la ratonera vieron los españoles el cadáver de la fragata Amazonas, tumbado en el arrecife. Debieron la Blanca y Villa de Madrid mirarse en aquel espejo y volverse atrás; pero la calentura heroica pudo más que la razón. ¡Avante, que el enemigo no podía estar lejos! En efecto, a la salida del callejón, las fragatas vieron los mástiles de los buques enemigos; aún navegaron largo trecho pare divisar los cascos.
Chilenos y peruanos hallábanse resguardados por arrecifes, que eran como una valla imposible de salvar desde fuera. Apenas se echaron la vista encima, empezaron unos y otros a cañonearse. La distancia no podía ser acortada por las naves españolas. Habían de darse por satisfechas con causar algunas averías a los barcos enemigos y matarles o herirles algunos hombres... Y allí terminó la hazaña, porque el monstruo de la Naturaleza, que en aquellos laberintos habita, sacó del légamo la cabeza y dijo a los atrevidos argonautas: «Retiraos, locos, ilusos, y no abuséis de mi paciencia y de la benignidad con que os he dejado llegar aquí. ¿Qué pensáis, qué queréis, hombres o niños grandes, que habéis entrado en mi reino con sólo vuestros corazones, dejándoos fuera la razón? Salid pronto, que a poco que os detengáis, retiro las aguas y quedaréis en seco... De vuestros barcos haré leña para mis hogueras, y de vosotros no quedará uno solo para contar al mundo vuestra locura».
¿Qué habían de hacer los infelices más que obedecer a tan imperiosa conminación? Unas horas más en los canalizos, y seguramente no podrían contarlo. Se volvieron, en busca de la salida del laberinto, no sin que Topete, con terquedad maniática, se parara en un sitio más despejado que los anteriores, y con la voz tonante de sus cañones, llamase a los contrarios, diciéndoles: «Venid aquí, enemigos y compañeros; dejad el enrejado de peñas en que os guarecéis... Salid a este campo, y nos veremos las andanadas...». Pero los otros no salían. Estaban muy a gusto en sus cómodas huroneras. Las fragatas se desenvolvieron de la madeja intrincada de Chiloe, y tornaron a Valparaíso. Contado lo que habían hecho, nadie quería creerlos. El Almirante inglés Denman, que visitó la Villa de Madrid, oyó de boca de don Miguel Lobo el relato de la expedición, y a creerla no se determinaba. «La empresa marinera que usted cuenta -dijo- cae dentro de la esfera de lo fabuloso, y no le daré crédito si usted no la garantiza con su palabra de honor».
Verdaderamente, la entrada en Chiloe, el cañoneo en Abtao y la salida del Archipiélago, no menos admirable que la entrada, eran un prodigio de habilidad y audacia marineras. Bien podían contarse Alvargonzález y Topete entre los más heroicos argonautas del mundo. De la eficacia militar de la expedición no podría decirse lo mismo: las naves americanas no abandonaban su resguardo, ni admitían combate en aguas abiertas.
El relato que hicieron los expedicionarios avivó más el fuego de las imaginaciones soñadoras, y el propio Méndez Núñez quiso repetir por sí mismo la expedición, llevando de guía o práctico a Topete, que ya conocía el obscuro dédalo de Chiloe. Salieron la Numancia y la Blanca con gran entusiasmo y alegría de sus tripulantes, y cuando al Archipiélago se aproximaban, les salió viento duro del Sudeste y mar tan gruesa, que la blindada causó alguna inquietud por la violencia y amplitud de sus balances. La terrible deidad que imperaba en el laberinto salió al encuentro de don Casto y le dijo: «¿También tú vienes acá, Capitán de estos locos y el primero en las vanas locuras? Vuélvete, y no esperes que sea contigo menos riguroso que lo fui con tus atrevidos compañeros. Más te perjudica que te favorece traer contigo ese armatoste blindado, que por su peso y corpulencia estará expuesto a quedarse en mis dominios, y yo te aseguro que si no viras en redondo y te vuelves a donde estabas, haré por merendarme tu fragata, que es bocado exquisito...». Esto oyó Méndez Núñez; mas no hizo caso, y se metió en Chiloe por las Guaytecas, que era la puerta más expedita y franca.
Viendo el fantasma del Archipiélago que los locos persistían en su desvarío, desplegó contra ellos una niebla que en sus velos densísimos los envolvió, cegándolos para que no pudieran andar un paso. Las hélices daban unas cuantas estrepadas lentas, y en seguida tenían que parar. Aun en estas condiciones, persistieron en su temeridad, y aprovechando las claras de la niebla llegaron hasta el mismísimo Abtao, que era llegar al interno cubículo donde el monstruo habitaba. Pero este salió a manifestarles con más burla que ira la inutilidad de su expedición, porque el enemigo se había retirado a un recoveco más inabordable y escondido, al cual no podrían llegar los barcos españoles si no se trocaban en anguilas.
Nuevamente les conminó el monstruo a que se largaran, y se dispusieron a obedecerle; repetía las amenazas otra deidad marina, la bajamar, diciéndoles que se quedarían en seco si no tomaban el portante. Luchando con las dificultades del poco fondo, de los arrecifes, de la niebla, salieron al ancho mar, y a Valparaíso volvieron sin otra novedad que haber hecho en el camino tres presas: un vapor con pasajeros, que resultaron reclutas del ejército chileno, y dos fragatas con carbón del país, que era contrabando de guerra. En Valparaíso encontraron la escuadra norte americana, recién llegada con cuatro magníficos barcos de hélice y un monitor llamado Monadnoch, que al decir de la gente se comía los niños crudos.
La flota yanqui, así como la inglesa y los barcos italianos y franceses, venían al apoyo moral de Chile por la simpatía, y a quebrantar a los españoles por el despego y la callada hostilidad que en toda ocasión les mostraban. Así, la incauta y soñadora España llegó a encontrarse sola frente a dos repúblicas que ante ella desplegaban un frente de costa casi de mil leguas; y contra aquel frente tenía que combatir sin ayuda de nadie, sin amparo de ningún pedazo de tierra, llevando consigo las armas, la comida, el carbón y la bandera. Pocas manos eran para tantas cosas.