La viuda valencianaLa viuda valencianaFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Sale LEONARDA viuda, con un libro, y JULIA, su criada.
LEONARDA:
¡Celia! ¡Julia! ¿No me oís?
JULIA:
Señora...
LEONARDA:
Loca, ¿en qué andas?
JULIA:
Ya vengo a ver lo que mandas.
LEONARDA:
Guárdame ese fray Luis.
JULIA:
Viéndote en esos traspasos,
no será mucha lisonja
apostar que de ser monja
no has estado dos mil pasos;
aunque, como me nombrabas
a fray Luis cuando salí,
en verdad que colegí
que todo un fraile me dabas.
LEONARDA:
No son para tu rudeza,
necia, razones tan altas.
JULIA:
¡Qué mal encubrí las faltas
que me dio naturaleza!,
que, al no tener hermosura,
no añado la discreción.
LEONARDA:
Basta una buena razón
y una honrada compostura,
Julia, en cualquiera mujer;
que si de aguda se precia,
está muy cerca de necia
y aun de venirse a perder.
Yo, después que me faltó
mi Camilo, que Dios tiene,
que [a] hacer el oficio viene
del alma que me llevó,
como he dado en no casarme,
leo por entretenerme,
no por bachillera hacerme,
y de aguda graduarme;
que a quien su buena opinión
encierra en silencio tal,
no halla en los libros mal.
LEONARDA:
Gustosa conversación
es cualquier libro discreto,
que si cansa, de hablar deja;
es amigo que aconseja
y reprehende en secreto.
Al fin, después que los leo
y trato de devoción,
de alguna imaginación
voy castigando el deseo.
JULIA:
Y ¿en qué materia leías?
LEONARDA:
De oración.
JULIA:
¿Quién no se goza
de ver que, tan bella moza,
tan santas costumbres crías;
ver hablar en la ciudad
de tu mucho encerramiento,
cordura y entendimiento,
fama, honor y honestidad?
Dicen que el Siglo Dorado
nuevo estado ahora toma;
que has hecho a Valencia Roma,
y presente lo pasado;
que en ti se encierra y anida
todo el bien que tiene el suelo,
y que eres ángel del cielo
en hermosura y en vida.
Los mozos están de forma,
que nadie a verte se atreve,
porque no hay quien no se eleve
si de tu vida se informa.
LEONARDA:
De todo, Julia querida,
se sirva Dios; que esa fama
es de estopa fácil llama:
antes muerta que encendida.
No procuro ser nombrada,
ni comer, como Artemisa,
las cenizas que ya pisa
la muerte con planta helada;
ni ser la que el nombre
toma de que de antojo murió,
porque a ver no se asomó
el monstruo que entró por Roma;
ni la que con el carbón
pintó la sombra al marido,
que tuvo, en siendo partido,
en igual veneración.
Quiero ser una mujer
que, como es razón, acuda
al título de viuda,
pues a nadie he menester.
JULIA:
¿Que, en fin, no te casarás?
LEONARDA:
¡Jesús, Julia, no lo nombres!
Asco me ponen los hombres;
no me los nombres jamás.
Tráeme la imagen acá
que compré de aquel pintor.
JULIA:
¿Pedirle quieres favor?
Tentaciones te dan ya.
LEONARDA:
Calla, necia; que la quiero
solamente para vella.
JULIA:
¿Y cómo diste por ella
tanta suma de dinero?
LEONARDA:
Por el pincel que le dan;
que el dueño me satisfizo
que allá en la corte la hizo
un famoso catalán.
JULIA:
Voy.
[Vase.]
LEONARDA:
No hay ya de qué tratar
que servir a Dios no sea.
Bien aquí la vida emplea
quien ve lo que ha de durar.
Terror es que, perseguida,
en esta edad guarde un muerto,
fe tan cierta, amor tan cierto,
verdad viva y casta vida.
Pero en la dificultad
escriben que está la gloria,
y eso se llama vitoria,
resistir la voluntad.
Dejadme aquí, pensamientos;
no hay más, no me he de casar.
(Sale JULIA.)
JULIA:
Aún no le acertaba [a] hallar.
LEONARDA:
[Aparte.]
(Resistid, castos intentos.)
JULIA:
Vesle aquí.
LEONARDA:
Cubra mi olvido
las vanidades que dejo. (Dale un espejo.)
¿Qué es esto, necia? ¡El espejo
por la imagen me has traído!
Toma.
JULIA:
Acábate de ver,
verás lo que has de llorar,
no lo pudiendo cobrar,
si aquí lo dejas perder.
LEONARDA:
Toma allá.
(Sale LUCENCIO, tío de LEONARDA.)
LUCENCIO:
No se le des,
pues quiso Dios que viniese
a tiempo que verte viese,
tú, que a ti ni a nadie ves.
¿Qué milagro, di, sobrina,
es éste de hallarte así?
LEONARDA:
[Aparte.]
(Si hoy no me vengo de ti...
JULIA:
Pues ¿vile yo entrar?)
LEONARDA:
Camina.
[Vase JULIA.]
LUCENCIO:
Bien tendrán canas de un viejo
con tu edad autoridad.
LEONARDA:
Juzgarás a liviandad
hallarme con el espejo;
que suele ser conocida
la mucha de una mujer
en irse y venirse a ver,
después de una vez vestida.
Y yo, conforme a mi estado,
Hago en eso más delito.
LUCENCIO:
A enojo siempre me incito
con tu melindre estremado.
¿Es mucho que una mujer
que ha de estar un día compuesta,
vaya a ver si está bien puesta
la tocao el alfiler?
¿Quién se lo dirá mejor,
si está bien o si está mal,
que ese palmo de cristal?
LEONARDA:
¡Cómo disculpas mi error!
LUCENCIO:
Eso fuera, a ser de aquellas
que junto a las celosías
hacen colgar muchos días
su espejo, o en medio de ellas;
y así como están hablando
por de fuera a su galán,
el habla y meneos van
en el espejo mirando;
y el necio a quien satisface
por sí lo entiende y se admira;
y es el espejo a quien mira,
a quien la fiesta se hace.
No eres tú la que le lleva
a la iglesia y al sermón
y, fingiendo devoción,
se mira cuando se eleva.
LUCENCIO:
Ni al beber haces agravio
con pico de aguamanil,
porque la color sutil
no se despegue del labio.
No te quiero decir cosas,
que a un viejo parecen mal,
de esta regla universal
de feas y melindrosas.
Mírate, y guárdete Dios;
y pues que he venido a verte
cuanto tú te has visto, advierte
y estemos solos los dos.
LEONARDA:
Tío, si es de casamiento,
ni se miente ni me hable.
LUCENCIO:
¡Que has de ser tan intratable,
con tan buen entendimiento!
¿Escucharme no merezco?
¿Dónde un viejo honrado hablara
que, siéndolo, no escuchara
cualquier hombre?
LEONARDA:
[Aparte.] (Hoy me enflaquezco.)
Si yo sé lo que me quieres,
¿por qué he de dejar cansarte?
LUCENCIO:
¿Que has de ser en esta parte
igual a tantas mujeres?
¿Qué pertinacia es la tuya?
¿Piensas que estas cosas son
para tu buena opinión?
Son para que se destruya.
¿Cómo piensas conservarte,
ya que tan resuelta vienes,
en el estado que tienes
tantos años sin casarte?
Es verdad que te han quedado
tres mil ducados de renta;
pero yo no pongo en cuenta
lo que es vivir descansado
-que si esto te faltara,
gracias a Dios que me sobra-,
pero el verte empezar obra
de acabarse bien tan cara.
LUCENCIO:
¿Adónde te esconderás
de la invidia y vulgo vil,
aunque en un año y en mil
no salgas de donde estás?
Que con sol abras tu puerta
y cierres a la oración,
que los que más linces son
no vean ventana abierta;
que un átomo, que el sol mismo
no entre en casa tan rara,
por sí escura, y por ti clara,
cielo en parte, en parte abismo;
que tengas dragones y Argos
más que vellocino y fruta.
¿Qué importa? La invidia astuta
tiene lengua y ojos largos.
Dirán que con el esclavo
que dentro de casa tienes,
a ser Angélica vienes,
soberbia y infame al cabo;
y ofendido tu decoro,
mil que seguido te han,
a Júpiter cisne harán,
o por dicha lluvia de oro.
¿Cuánto es mejor que te cases,
y estas malicias escuses?
LEONARDA:
Ya no habrá de qué me acuses,
si no es que adelante pases.
No dirás que no te oí.
Dime, Lucencio, ¿es mejor
a peligro de un error
poner mi vida por ti?
¿A este daño me acomodas
si todos los que han escrito
han reprehendido infinito
siempre las segundas bodas?
La viudez casta y segura,
¿no es de todos alabada?
Si es de la invidia infamada,
este engaño poco dura;
que al fin vence la verdad
y vuela la buena fama,
que es Fenis que de su llama
nace para nueva edad.
LEONARDA:
No, sino venga un mancebo
de estos de ahora, de alcorza,
con el sombrerito a orza,
pluma corta, cordón nuevo,
cuello abierto muy parejo,
puños a lo veneciano,
lo de fuera limpio y sano,
lo de dentro sucio y viejo;
botas justas, sin podellas
descalzar en todo un mes,
las calzas hasta los pies,
el bigote a las estrellas;
jaboncillos y copete,
cadena falsa que asombre,
guantes de ámbar, y grande hombre
de un soneto y un billete;
LEONARDA:
y con sus manos lavadas
los tres mil de renta pesque,
con que un poco se refresque
entre sábanas delgadas;
y pasados ocho días,
se vaya a ver forasteras,
o en amistades primeras
vuelva a deshacer las mías!
Vendrá tarde; yo estaré
celosa; dará mi hacienda;
comenzará la contienda
de esto de si fue o no fue.
Yo esconderé y él dará;
buscará deudas por mí;
entrará justicia aquí;
voces y aun coces habrá.
LEONARDA:
No habrá noche, no habrá día,
que la casa no alborote:
«-Daca la carta de dote.
-Soltad la hacienda, que es mía.
-Entrad en esta escritura.
-No quiero. -¡Ah, sí! ¿No queréis?
Yo os haré, infame, que entréis,
si el brío de ahora os dura».
Y que mientras más me postro,
me haga muy más apriesa
de dos títulos condesa,
Concentaina y Puñoenrostro.
Yo he dicho.
LUCENCIO:
Acabado has
como oración en latín.
LEONARDA:
Latín pudo ser el fin,
mas romance lo demás.
Esto propuse aquel día,
y a ser varonil mujer:
brasas había de comer,
y abrasar alma tan fría.
LUCENCIO:
Sobrina, aquí se acabó.
Desde aquí doy a los vientos
todos cuantos casamientos
me han hablado y busco yo;
que tres a escoger traía,
y ya solo he de pedir
que no demos qué decir
de tu edad ni de la mía.
LUCENCIO:
Mira por ti, pues te quedas
en tan moza libertad;
que es mucho que en tal edad
tan segura vivir puedas.
Cuando mires al espejo
tu hermosura y pocos años,
tú verás cuántos engaños
te dan los dos por consejo.
Y Dios te lleve adelante
ese silicio y ayuno.
LEONARDA:
[Aparte.]
(¡Qué viejo tan importuno!)
LUCENCIO:
[Aparte.]
(¡Qué mujer tan arrogante!)
(Vanse. Sale LISANDRO, galán.)
LISANDRO:
Rompe una peña el agua cuando estriba
por largo curso en ella su corriente,
y a la segur del labrador valiente
se humilla el pino y la arrugada oliva.
De su fruto oriental, la palma altiva
rinde, aunque tarde, a la africana gente;
viene el novillo al yugo, y la serpiente
a la voz del encanto se derriba.
Fabrica un escultor una figura
de un mármol duro, de una piedra helada,
y viene a tener ser lo que no era.
Y por más que mi amor vencer procura
una mujer hermosa y delicada,
con ser mujer, está rebelde y fiera.
(Sale VALERIO, galán.)
VALERIO:
Baja del monte el agua despeñándose
y va de piedra en piedra entremetiéndose;
y con venir como el cristal riéndose,
va por la tierra con el tiempo entrándose.
Mi mal, con beneficios aumentándose,
hace que [el bien se] vaya, consumiéndose,
y luego la esperanza entreteniéndose,
de verle florecer está [alegrándose].
Amor me ve morir y satisfácese,
donde con tiempo y obras desmerécese;
que es ola que en la mar se rompe y hácese.
El bien y el mal para mi mal ofrécese;
pero en un punto el bien muérese y nácese,
y luego la esperanza desparécese.
(Sale OTÓN, galán.)
OTÓN:
Halla con lengua, lágrimas y ruego,
entre bárbaros, paso el peregrino;
guía por las montañas de Apenino,
agua en la Libia y en la Citia fuego.
El abarimo, en sus crueldades ciego,
por sus tierras le da franco camino,
halla en Arabia pan, en Persia vino,
y en los alarbes de África sosiego.
Corren el llanto y la alegría parejas,
y el cautivo en el moro de Marruecos
halla piedad entre cadena y rejas.
¡Y un áspid hecho de peñascos secos,
de mis cansadas lágrimas y quejas,
aun no se precia de escuchar los ecos!
VALERIO:
¡Lisandro!
LISANDRO:
¡Valerio!
VALERIO:
¡Otón!
OTÓN:
¡Oh hidalgos!
VALERIO:
Creo que junta
amor la conversación.
LISANDRO:
Eso de amor se pregunta
a los que amantes no son.
Ea, acabaos de cubrir;
que bien se puede decir
aquesto de amor cubiertos;
que no es Evangelio.
OTÓN:
Adviértoos
que así se había de oír;
que son tales sus antojos,
que había, cuando se empieza
a tratar de sus enojos,
de estar libre la cabeza
y descubiertos los ojos.
No porque a verdad aspira,
que antes de ella se retira;
mas porque son menester
muchos ojos para ver
tan agradable mentira.
LISANDRO:
Bien a Otón se le parece,
que por la hermosa viuda
se deshace y desvanece.
OTÓN:
Y de vos, ¿pondremos duda
que os abrasa y enflaquece?
¿Por qué rompéis a los cielos
cuantas túnicas y velos
los astrólogos les ponen,
porque con ella os abonen?
VALERIO:
Declárense si son celos.
Entraré yo de por medio
a quitar la pesadumbre,
y dar algún corte y medio.
LISANDRO:
Mas a entraros por su lumbre
por el último remedio
que dé la que vive aquí.
Mas ¡ay!, que en Otón y en mí
es el alma enamorada
de mariposa turbada,
que habrá de morir allí.
VALERIO:
¿Yo, por Leonarda?
LISANDRO:
Vos, pues.
¿Pensáis que está muy secreto
lo que tan notorio es?
OTÓN:
Finalmente que a un sujeto
queremos bien todos tres.
VALERIO:
Ahora bien, porque lo es tal,
confesar no me está mal,
y porque este casamiento
me ha dado algún pensamiento.
LISANDRO:
¡Gran mujer!
OTÓN:
No tiene igual.
LISANDRO:
Lo que Valerio, pretendo.
OTÓN:
Yo lo mismo solicito.
VALERIO:
Si emprendéis lo que yo emprendo,
o os ofendo si os lo quito,
o en quitármelo me ofendo.
¿Puédese esto componer?
LISANDRO:
Muy bien se puede hacer.
Ande el pleito y la amistad.
OTÓN:
Competencia y voluntad
no suelen juntas comer.
Pero habrá de ser así,
que a todos está mejor;
si no es que haya alguno aquí
que tenga de ella favor.
VALERIO:
No diré yo que yo fui;
aunque el que he tenido puedo
contar a los dos sin miedo,
como palabra me deis
que los vuestros contaréis.
LISANDRO:
Por mi parte, lo concedo.
OTÓN:
Y yo, por mi parte.
VALERIO:
Oíd,
y el galardón de mi amor
de este favor presumid.
OTÓN:
Di, [Valerio], tu favor.
[VALERIO]:
Ya comienzo.
LISANDRO:
Di.
VALERIO:
Advertid.
A esta gallarda viuda
que tiene el alma de tigre,
en un coche vi una tarde
como tres mil serafines.
Iba subiendo del sol,
porque el sol iba a encubrirse,
aunque la cortina a veces
era a mis ojos eclipse.
Hícele una reverencia,
y ella con algún melindre
sacó del estribo afuera
todos los pechos de un cisne.
Yo, creyendo que podía
en este favor asirme,
con mi guitarra en su calle
me tocó San Juan maitines.
VALERIO:
Había hecho una glosa;
por mi mal la glosa hice.
Empecé a cantar más tierno
que un tiempo Píramo a Tisbe.
«Socorre con agua al fuego»,
fue lo primero que dije,
y lo postrero también:
del socorro Dios os libre.
Si era agua limpia o mezclada,
Dioscórides lo averigüe;
basta que toda la noche,
gasté en limpiarme y reírme.
LISANDRO:
Va el mío; pero es mejor,
que en efeto fue favor,
y el de Valerio pesar.
OTÓN:
Empieza, pues, a contar.
LISANDRO:
Comienzo en nombre de amor.
Por esta dichosa calle,
desdichada en tanto estremo,
donde mil penantes viven,
velando prendas de un muerto,
llevaban unos ladrones
una noche escura, huyendo
de la vecina justicia,
de vino un famoso cuero.
Al pasar los desdichados,
las puertas de mármol vieron
de esta viuda más dura,
y pusiéronle en lo hueco.
Los alguaciles y mozos,
embebecidos corriendo,
no vieron dónde quedaba
el arrimado mancebo.
LISANDRO:
Yo, que estaba en una esquina
mirándolo desde lejos,
apresuré luego el paso,
llevándome el aire en peso.
Llegando a la amada puerta,
vi un bulto a mis ojos negro,
con su capa y con su espada,
mirando y hablando adentro.
Llegueme a él, y metime
hasta la barba el sombrero,
y díjele: «¡Ah, gentilhombre!»,
terciando el corto herreruelo.
Como no me respondía,
saco la daga de presto
y por el pecho a mi gusto
hasta la cruz se la meto.
Diome la sangre en el mío,
y vuelto a mi casa huyendo,
miro a una luz la ropilla,
y olía como un incienso.
Tomo una linterna y parto,
y cuando a mirarle vuelvo,
hallo derramado el vino,
y el cuero midiendo el suelo.
OTÓN:
Si esos son vuestros favores,
reniego de los amores.
VALERIO:
Diga Otón el suyo, a ver.
OTÓN:
¡Ah, Tulio, aquí he menester
tus retóricos colores!
Cantaban la vez primera
con su voz ronca los gallos,
respondiéndose muy lejos
los del lugar y del campo,
cuando de nuestra viuda,
como un reloj concertado,
la ventana con los ojos
y la calle mido a pasos.
OTÓN:
Estaba el cielo más negro
que un portugués embozado,
y a esta causa erré la reja,
dos ventanas más abajo.
Vivía un buen zapatero
donde yo con gran cuidado
puse los ojos, por ver la casa
en que viven tantos,
y vi en un balcón un bulto,
la mitad del cuerpo blanco;
y creyendo ser la viuda,
así la requiebro y hablo:
«Ángel, cuya alba es la toca
y cuya estola el rosario,
oíd un secreto solo
de este enamorado esclavo».
OTÓN:
No lo hube dicho, señores,
cuando el zapatero honrado,
que estaba en camisa al fresco,
dijo, un ladrillo tomando:
«¿A mi mujer, requebritos?
¡Por estas barbas, bellaco,
que yo os conozca de día!».
Y si al tirar no me bajo
con los polvos del ladrillo
me deja allí rociados,
como escudilla de arroz,
los sesos entre los cascos.
VALERIO:
Los favores son iguales;
mas al fin, tratando veras
y dejando burlas tales,
¿no veis que estas tres quimeras
han de engendrar cien mil males?
OTÓN:
Un consejo os quiero dar.
LISANDRO:
¿Cómo?
OTÓN:
Que el pleito tratemos
dejándonos de tratar.
VALERIO:
¿Queréis que no nos hablemos?
OTÓN:
Yo a ninguno pienso hablar,
encuéntrele adondequiera.
LISANDRO:
Yo me voy de esa manera.
OTÓN:
¡Ay, Leonarda, hermosa y muda!
LISANDRO:
¡Ay, bellísima viuda!
VALERIO:
¡Ay, hermosísima fiera!
(Vanse. Sale LEONARDA y JULIA.)
JULIA:
Castigado han tu locura
los cielos.
LEONARDA:
Y de tal suerte,
que no me han dado la muerte
para mayor desventura.
Y pues que así me declaro,
créeme que algún hechizo
este viejo astuto hizo
contra mi helado reparo;
que llevarme aquesta tarde
a buscar mi vituperio
no carece de misterio.
JULIA:
Dios de pensallo me guarde.
Tan ignorante está él
de lo que te ha sucedido,
como ese mismo que ha sido
basilisco tan cruel.
¡Malditos sus ojos sean,
que a la primer vista pueden
hacer que otros ciegos queden!
LEONARDA:
Déjalos, Julia, que vean;
que es bien que tan buenos ojos
no pierdan porque me vieron.
JULIA:
¡Por mi agüela, que te dieron
muy aprisa los antojos!
¡Rabia en él!
LEONARDA:
No digas eso.
Dios le guarde. ¿Qué te va?
JULIA:
¡Ay!, señora, ¿adónde está
tu autoridad y tu seso?
¿Qué es de aquella gravedad
con que hoy al turbado viejo
subiste al cielo el espejo
de tu fama y castidad,
y [del] melindre que hiciste
de verte en el de cristal?
LEONARDA:
No me predicas muy mal.
JULIA:
Calla ahora, no estés triste.
¿Ello ha de ser tempestad,
o cosa para de asiento?
LEONARDA:
Estoy sin entendimiento
del mal de la voluntad.
JULIA:
Ahí falta una potencia;
sangrarse de ella, y a Dios.
LEONARDA:
¡Amor, esto podéis vos!
JULIA:
¿Que hombre te agrada en Valencia?
¿Que ya no eres tú la helada,
la santa, la recogida?
LEONARDA:
No me hables en tu vida,
necia, no me digas nada;
que todo será acesorio
si me tengo de perder.
JULIA:
No sé qué tengo de hacer
de los libros y oratorio.
Pues ¿qué dirá fray Luis?
¿Y aquellas cosas tan altas?
LEONARDA:
¡Oh mujeres, cuantas faltas
hasta la prueba encubrís!
¡Quién vio mi celo y mi pecho,
oh mancebo, antes de verte!
Pero el rigor de la muerte
no es conmigo de provecho.
No me tengo de casar,
si el mundo está de por medio.
JULIA:
Yo, señora, sé un remedio.
LEONARDA:
¿No te he mandado callar?
Si no te hubiera criado,
la cara te deshiciera.
¡Vesme ardiendo, y como fiera
te burlas de mi cuidado!
Pues remedio he de tener
sin perder mi punto y fama,
y he de aplacar esta llama
cruel.
JULIA:
Todo puede ser.
(Sale URBÁN, escudero mozo.)
URBÁN:
¡Oh! ¡Gracias a Dios que os hallo!
¿Hasta cuándo era el rezar?
¿Quería desos quedar
para la misa del Gallo?
En días de jubileo
no te querría servir.
LEONARDA:
¿Tan presto nos hemos de ir
una tarde que el sol veo?
URBÁN:
No sueles tú decir eso,
que aun te ofende su arrebol.
LEONARDA:
Ya quiero sol.
URBÁN:
Anda al sol.
JULIA:
[Aparte.]
(Déjala, que está sin seso.
URBÁN:
¿De qué? ¡Válame san Blas!)
LEONARDA:
Mira si está el coche a punto.
URBÁN:
Ya, señora, lo pregunto.
LEONARDA:
Vuelve, necio, ¿dónde vas?
URBÁN:
Por el coche del sol iba,
para que al sol nos andemos.
(Salen CAMILO, galán, y FLORO, su criado.)
CAMILO:
¡Gentil recado tenemos!
Dile tú que no me escriba.
FLORO:
No le rasgues, por el tiempo
que la amaste.
CAMILO:
Ya está hecho.
FLORO:
¿Qué aun eso no es de provecho?
CAMILO:
Es cosa de pasatiempo.
LEONARDA:
[Aparte.]
(Urbán, ¿ves este mancebo?
URBÁN:
Muy bien.
LEONARDA:
Pues llega el oído.
URBÁN:
¿Casa y nombre? Ya).
FLORO:
No ha sido
ese tu desdén muy nuevo.
Siempre con esa mujer
esta aspereza tuviste.
LEONARDA:
Vamos, Julia.
JULIA:
Ven.
LEONARDA:
¡Ay, triste!
¿Si te he de volver a ver?
(Vanse LEONARDA y JULIA.)
URBÁN:
¡Por mi fe, bueno he quedado
a saber su casa y nombre
de este galán gentilhombre!
CAMILO:
No quiero amor ni cuidado.
Estese Celia en su casa,
dé favor a quien quisiere,
hable, si su gusto fuere,
al que llega o al que pasa;
busque un nuevo moscatel
a quien con celos engañe;
que ya a mí no hay qué me dañe,
si no es la lástima de él.
URBÁN:
[Aparte.]
(Siempre fue bueno traer
tintero y escribanía).
¡Ah, caballero! Querría...
CAMILO:
Hablad, ¿qué queréis?
URBÁN:
Saber
si acaso os habéis escrito
en el santo jubileo
por cofrade.
CAMILO:
Antes deseo
serlo, buen hombre, infinito.
¿Qué se paga?
URBÁN:
Sólo un real.
CAMILO:
Veis aquí dos por los dos.
Tomad.
URBÁN:
Recíbalo Dios.
El nombre y casa nombrad.
CAMILO:
Camilo, y vivo a San Juan.
URBÁN:
¿Sois noble?
CAMILO:
Bastantemente.
URBÁN:
Dígolo porque se asiente.
¿Su buena gracia, galán?
FLORO:
Yo, Floro.
URBÁN:
Basta; yo vuelvo
a la iglesia.
CAMILO:
Andad con Dios. [Vase URBÁN.]
Cofrades somos los dos.
FLORO:
¿Rezarás?
CAMILO:
Hoy me resuelvo...
¡Vive Dios, que di un doblón
al hombre por dos reales!
FLORO:
¡Ahora con eso sales?
Ya no tiene redención.
CAMILO:
Entra, que aún habrá reparo.
FLORO:
Con eso te dijo allí
que er[a]s noble.
CAMILO:
¡Oh, pesia mí,
que soy cofrade muy caro!
(Vanse. Salen LEONARDA, JULIA y URBÁN.)
LEONARDA:
¡Gentil industria tuviste,
Urbán!
URBÁN:
Soy flor de los hombres.
LEONARDA:
¡Qué bien sus casas y nombres
en el papel escribiste!
¿Que, al fin, Camilo se llama?
¿Eso más tiene del muerto?
URBÁN:
Sin duda el ser noble es cierto,
aunque ignoramos su fama.
¿Qué argumento como ver
que en tan fácil ocasión,
por un real me dio un doblón?
JULIA:
Liberal debe de ser.
Cierto que fue gran nobleza.
LEONARDA:
Di, Julia, ¿qué no tendrá
a quien tales gracias da
la franca naturaleza?
URBÁN:
Eso de gracia no vi
jamás, por vida de Urbán,
hombre más bello y galán
desde el día en que nací.
¡Qué rostro, qué compostura!
¡Qué barba tan aseada!
¡Qué mano tan regalada!
Pareciome nieve pura.
¡Qué cuerpo, qué pierna y pie!
¡Qué [afable], qué discreción!
¡Qué lindo dar de doblón!
Y ¡qué afición le cobré
cuando le vi relucir!
LEONARDA:
Ahora bien, ya no es posible
sufrir el fuego insufrible
de que me siento morir.
Amigos, grande flaqueza
os parecerá la mía;
pero mi pecho confía
de vuestro amor y nobleza.
Desde mis padres habéis
servido siempre esta casa,
yo sé al estremo que pasa
el amor que me tenéis.
Supuesto que no pretendo
casarme ni sujetarme,
hoy habéis de remediarme,
hoy mi vida os encomiendo.
En vuestra lengua y secreto
está mi opinión y fama.
URBÁN:
O tu temor nos disfama,
o es de tu amor este efeto.
¡Vive Dios, que si en un potro,
o con oro me engañasen,
palabra no me sacasen
por eso ni por esotro!
Fía de Julia y de mí,
y di lo que hemos de hacer.
LEONARDA:
Tú mi remedio has de ser.
Escúchame atento.
URBÁN:
Di.
LEONARDA:
Ya ves cómo anda alterada
con sus máscaras Valencia.
URBÁN:
Bien.
LEONARDA:
Pues con esta licencia,
ponte una ropa estremada,
y una máscara, y camina
a hablar aquese galán,
y dile en disfraz, Urbán,
que una dama se le inclina,
y que le [ama] tiernamente,
y que la podrá gozar
como hoy te quiera esperar
del Real dentro en la puente.
Y si te dice que sí,
esta noche irás por él.
URBÁN:
Luego ¿bien ha de ver él
adónde vives y a mí?
LEONARDA:
No, que con máscara irás,
y para que nada note,
le pondrás un capirote,
con que a casa le traerás.
Entrará a escuras, y cuando
se haya de ir, vuelto a poner,
¿a quién podrá conocer?
URBÁN:
¡Brava industria vas trazando!
¡Qué bueno vendrá el halcón!
Pero yo, ¿en qué me detengo?
Parto.
LEONARDA:
No tardes.
URBÁN:
Ya vengo. [Vase.]
JULIA:
¿Quién te dijo esta invención?
LEONARDA:
Amor, que tiene a los pies
a cuantos han estudiado.
JULIA:
Paréceme que han llamado.
LEONARDA:
Anda, ve, mira quién es. [Vase JULIA.]
¿Qué habrá que una mujer determinada
no intente por su gusto? ¿Qué tormento
la mudará del firme pensamiento,
qué fuego, qué cordel, qué aguda espada?
¿Qué gigante con furia más airada
intentará subir al firmamento,
o qué Alcides con más atrevimiento
al centro bajará con alma osada?
Efetos son de un niño poderoso
haber mi hielo con su [amor] vencido,
y aquella fe de mi primero esposo.
Yo he sido como río detenido,
que va, suelta la presa, más furioso;
y es lo más cierto que mujer he sido.
(Sale JULIA.)
JULIA:
No sé qué gente está aquí,
que libros y estampas vende.
LEONARDA:
Si es máscara, ¿qué pretende?
JULIA:
Yo sin máscara le vi.
{{Pt|LEONARDA:|
Pues para que no parezca
que mi devoción se muere,
entre y veamos qué quiere,
o si hay qué comprar se ofrezca. (Sale OTÓN, vestido de estranjero, con cuatro libros [en] una cesta.)
OTÓN:
Dios guarde a vuesa merced
y le dé un gentil marido.
LEONARDA:
En que no lo haya querido
me ha hecho mucha merced.
OTÓN:
¿Por qué, teniendo ese talle?
LEONARDA:
Mostrad; ¿qué libros vendéis?
OTÓN:
Uno traigo, que podéis
por poco precio compralle.
Mas es una historia mía,
y sois vos muy recatada.
LEONARDA:
[Aparte.]
(¡Qué cifra tan estremada!
Julia, ¿no te lo decía?)
¿Quién es este?
OTÓN:
Es El pastor
de Fílida.
LEONARDA:
Ya lo sé.
OTÓN:
Y Gálvez Montalvo fue,
con grave ingenio, su autor.
Con hábito de San Juan
murió en la mar, y yo muero
en mar más profundo y fiero.
LEONARDA:
¿Sois librero, o sois galán?
OTÓN:
No se lo sabré decir.
Aqueste es La Galatea,
que si buen libro desea,
no tiene más que pedir.
Fue su autor Miguel Cervantes,
que allá en la Naval perdió
una mano, y pierdo yo...
LEONARDA:
[Aparte.]
(Calla, Julia, no te espantes).
¿Qué perdéis?
OTÓN:
El alma y vida,
y por otra Galatea
más cruel que fue Medea,
y menos agradecida.
LEONARDA:
¿Quién es este?
OTÓN:
Es Espinel.
LEONARDA:
¿Qué trata?
OTÓN:
Solas canciones;
mas tiene lindas razones
y hay graves versos en él.
Quiso bien hasta morir;
mas no del mal que yo muero.
LEONARDA:
¿Sois galán, o sois librero?
OTÓN:
No se lo sabré decir.
El Cancionero está aquí;
mas lleno de disparates.
LEONARDA:
De mal impreso no trates.
OTÓN:
Mejor impreso está en mí...
LEONARDA:
¿El qué?
OTÓN:
Un eterno servir,
un amar, un padecer.
LEONARDA:
¿Es requebrar, o vender?
OTÓN:
No se lo sabré decir.
(Sale VALERIO, en hábito de mercader, con estampas.)
JULIA:
El estampero se ha entrado.
¡A la rica estampa fina!
LEONARDA:
[Aparte.]
(Mal mi sospecha adivina,
o este trato es concertado;
que el uno y otro galán,
que este engaño concertaron,
las máscaras se quitaron
en allegando al zaguán.
Julia, ¿es esto conveniente
a mi encerramiento?
JULIA:
Creo
que te engañan.
LEONARDA:
Bien lo veo.
¡En mi casa tanta gente!)
VALERIO:
[Aparte.]
(¿Acá está primero Otón?)
OTÓN:
[Aparte.]
(¿Que Valerio vino acá?)
LEONARDA:
¿Qué vendéis?
VALERIO:
Vos lo veis ya;
vendo el mismo corazón.
LEONARDA:
Mostrá, ¿Qué es este papel?
VALERIO:
El Adonis del Tiziano
que tuvo divina mano
y peregrino pincel.
VALERIO:
¡Oh, quién este hubiera sido
cuando fue tan regalado!
Pues muero desesperado,
y él murió favorecido.
Esta, por vida de Aurelio,
que es de las ricas y finas,
que es de Rafael de Urbinas
y cortada de Cornelio.
Esta es de Martín de Vos,
y aquesta de Federico.
LEONARDA:
Mal a estas cosas me aplico.
¿No traéis cosas de Dios?
VALERIO:
Sí traigo. Aquí hay una estampa
del matrimonio escogida.
LEONARDA:
Ese no espero en mi vida.
VALERIO:
Mal su estampa se os estampa.
Pues no sé yo por qué sea;
que hay mil que esperan un sí,
y por ventura está aquí
un hidalgo que os desea.
Soy Valerio, aunque me veis
que esta máscara he tomado.
OTÓN:
Pues ya va tan declarado,
a Otón delante tenéis;
soy rico y soy caballero,
y pierdo el seso por vos.
LEONARDA:
¿No hay aquí quien a los dos
les pague en mejor dinero?
¡Hola!
(Salen dos CRIADOS.)
CRIADO [1.º]:
Señora...
LEONARDA:
Al librero
y al que los papeles vende...
OTÓN:
Pues, señora, ¿qué te ofende
pedirte nuestro dinero?
LEONARDA:
Ea, ¿qué aguardáis, criados?
VALERIO:
Paso, no os alborotéis.
LEONARDA:
¿Libertades me vendéis?
¡Libros, por mi fe, estremados!
¡Hola, cargaldos de palos!
VALERIO:
No harán tal, que irnos sabremos.
OTÓN:
Ni esa afrenta sufriremos.
CRIADO 2º:
¡No están los gabachos malos!
CRIADO 1º:
Con pastillas y perfumes
aguarda otro para entrar.
CRIADO 2º:
Ea, empiecen a bajar.
VALERIO:
¡Que en tal crueldad te resumes!
LEONARDA:
Cerrad la puerta, y quien llama
traerá menos libertad.
VALERIO:
[Aparte.]
(Julia, ¿no hay más amistad?
JULIA:
Calla, no lo oiga mi ama.)
(Vanse. Salen CAMILO y URBÁN, vestido de máscara.)
CAMILO:
Máscara, juro por Dios
que grande empresa acometo,
y sin saber quién sois vos.
URBÁN:
Camilo, aqueste secreto
ha de ser entre los dos.
CAMILO:
Pues me da el alma esa dama,
¿no me fiará su fama?
¿No pudiera yo servilla,
y hablalla, vella y oílla,
y saber cómo se llama?
URBÁN:
No habemos de hablar en eso;
que en quiriendo saber algo,
queda perdido el suceso.
CAMILO:
Juro por la fe de hidalgo
que me hacéis perder el seso.
Si yo tuviera enemigos,
los cielos me son testigos
que era engaño claro y visto;
mas no hay hombre tan bienquisto
ni que tenga más amigos.
Fuera de eso, estoy contento
que digáis que hasta el retrete
entre armado a mi contento,
y que lleve un pistolete.
URBÁN:
Llevá uno, llevá ciento.
Si no os falta habilidad,
valor, gusto y voluntad,
que el interés lo atropella,
gozáis la cosa más bella
que tiene aquesta ciudad.
CAMILO:
¿Qué importa que bella sea,
si a escuras he de gozalla?
Antes presumo que es fea.
URBÁN:
En hablalla y en tocalla
habrá luz con que se vea.
Si os pesare y os cansare,
no volváis.
CAMILO:
No hay qué repare
más que en el ir tan cubierto.
URBÁN:
Esa es la ley del concierto.
Mirad si hay más que os declare.
CAMILO:
¿Que cubierto tengo de ir?
URBÁN:
Y de esa suerte, Camilo,
habéis de entrar y salir.
CAMILO:
¡Brava industria, bravo estilo!
URBÁN:
Todo lo habéis de sufrir.
CAMILO:
Y ¿adónde os he de aguardar?
URBÁN:
A las [diez] podéis estar
del Real puesto en la puente;
y guardaos de llevar gente,
porque no os tengo de hablar.
CAMILO:
[Aparte.]
(¿Por ver a Italia no pasa,
o las naciones francesas,
quien deja su patria y casa?
Por las Indias portuguesas,
mil largos mares traspasa.
¿No deja el otro su tierra
por ver la estranjera guerra?
Por una fiesta, ¿no hay mil
que están entre gente vil,
donde el calor los entierra?
¿No está alguno al sol y al hielo,
esperando a ver salir
el tímido conejuelo,
y el pescador por asir
el pez simple en el anzuelo?
Pues yo, mozo y orgulloso,
¿qué me escuso temeroso
de ver este encantamento?)
Camina, que soy contento.
URBÁN:
Si vais, vos seréis dichoso.
CAMILO:
A la hora concertada,
en la puente me hallaréis.
URBÁN:
¡Qué noche tan regalada
con aquel ángel tendréis!
CAMILO:
A lo menos, encantada.
URBÁN:
Ella estará prevenida.
A Dios.
CAMILO:
Ya vuestra partida
aguardo.
URBÁN:
Será muy presto.
CAMILO:
Yo he de saber lo que es esto,
aunque me cueste la vida.