La vida de Rubén Darío: XXX
A mi llegada a Nicaragua, permanecí algunos días en la ciudad de León. Hice todo lo posible por ver si el gobierno me pagaba allí más de medio año de sueldos que me adeudaba; pero, por más que hice, vi que era preciso que fuese yo mismo a la capital, cosa que quería evitar por más de un motivo.
Estando en León, se celebraron funerales en memoria, de un ilustre político que había muerto en París, don Vicente Navas. Se me rogó que tomase parte en la velada, que se daría en honor del personaje fallecido, y escribí unos versos en tal ocasión. Estaba la noche de esa velada, leyendo mi poesía, cuando me fue entregado un telegrama. Venía de San Salvador, lugar a donde yo no podía ir, a causa de los Ezetas, y en donde residía mi esposa en unión de su madre y de su hermana casada. El telegrama me anunciaba en vagos términos la gravedad de mi mujer, pero yo comprendí por íntimo presentimiento que había muerto; y sin acabar de leer los versos, me fui precipitadamente al hotel en que me hospedaba, seguido de varios amigos, y allí me encerré en mi habitación, a llorar la pérdida de quien era para mí, consolación y apoyo moral. Pocos días después, llegaron noticias detalladas del fallecimiento. Se me enviaba un papel escrito con lápiz por ella, en el cual me decía que iba a hacerse operar -había quedado bastante delicada después del nacimiento de nuestro hijo-, y que si moría en la operación, lo único que me suplicaba era que dejase al niño en poder de su madre, mientras ésta viviese. Por otra parte, me escribía mi concuñado el banquero don Ricardo Trigueros, que él se encargaría gustoso de la educación de mi hijo, y que su mujer sería como una madre para él. Hace diez y nueve años que esto ha sucedido y ello ha sido así.
Pasé ocho días sin saber nada de mí, pues en tal emergencia recurrí a las abrumadoras nepentas de las bebidas alcohólicas. Uno de esos días abrí los ojos y me encontré con dos señoras que me asistían; eran mi madre y una hermana mía, a quienes se puede decir que conocía por primera vez, pues mis anteriores recuerdos maternales estaban como borrados. Cuando me repuse, fue preciso partir para la capital para hablar con el presidente doctor Sacasa, y ver si me abonaban mis haberes.
Llegué a Managua y me instalé en un hotel de la ciudad. Me rodearon viejos amigos; se me ofreció que se me pagaría pronto mis sueldos, mas es el caso que tuve que esperar bastantes días, tantos, que en ellos ocurrió el caso más novelesco y fatal de mi vida, pero al cual no puedo referirme en estas memorias por muy poderosos motivos. Es una página dolorosa de violencia y engaño, que ha impedido la formación de un hogar por más de veinte años; pero vive aún quien como yo ha sufrido las consecuencias de un familiar paso irreflexivo, y no quiero aumentar con la menor referencia una larga pena. El diplomático y escritor mejicano Federico Gamboa, tan conocido en Buenos Aires, tiene escrita desde hace muchos años esa página romántica y amarga, y la conserva inédita, porque yo no quise que la publicase en uno de sus libros de recuerdos. Es precisa, pues, aquí esta laguna en la narración de mi vida.