La vida de Rubén Darío: XV
Por recomendación de aquel distinguido caballero entré inmediatamente en la redacción de La Época; que dirigía el señor Eduardo Mac-Clure, y desde ese momento me incorporé a la joven intelectualidad de Santiago. Se puede decir que la «élite» juvenil santiaguina se reunía en aquella redacción, por donde pasaban graves y directivos personajes. Allí conocí a don Pedro Montt, a don Agustín, Edwards, cuñado del director del diario, a don Augusto Orrego Luco, al doctor Federico Puga Borne, actual ministro de Chile en Francia, y a tantos otros que pertenecían a la alta política de entonces.
La falange nueva la componía un grupo de muchachos brillantes que han tenido figuración, y algunos la tienen, no solamente en las letras, sino también en puesto de gobierno. Eran habituales a nuestras reuniones Luis Orrego Luco; el hijo del presidente de la República, Pedro Balmaceda; Manuel Rodríguez Mendoza; Jorge Huneeis Gana; su hermano Roberto; Alfredo y Galo Irarrázabal; Narciso Tondreau; el pobre Alberto Blest, ido tan pronto; Carlos Luis Hübner y otros que animaban nuestros entusiasmos con la autoridad que ya tenían; por ejemplo: el sutil ingenio de Vicente Grez o la romántica y caballeresca figura de Pedro Nolasco Préndez.
Luis Orrego Luco hacía presentir ya al escritor de emoción e imaginación que había de triunfar con el tiempo en la novela. Rodríguez Mendoza era entendedor de artísticas disciplinas y escritor político que fue muy apreciado. A él dediqué mi colección de poesías Abrojos. Jorge Huneeis Gana se apasionaba por lo clásico. Hoy mismo, que la diplomacía le ha atraído por completo, no olvidaba sus ganados lauros de prosista y publica libros serios, correctos e interesantes. Su hermano Roberto era un poeta sutil y delicado; hoy ocupa una alta posición en Santiago. Galo Irarrázabal murió no hace mucho tiempo, de diplomático, y su hermano Alfredo, que en aquella época tenía el cetro sonoro de la poesía alegre y satírica, es ahora ministro plenipotenciario en el Japón. Tondreau hacía versos gallardos y traducía a Horacio. Ha sido intendente de una provincia. Todos los demás han desaparecido; muy recientemente el cordial y perspicaz Hübner.
Mac-Clure solía aparecer a avivar nuestras discusiones con su rostro sonriente y su inseparable habano. Era lo que en España se llama un hidalgo y en Inglaterra un gentleman.
La impresión que guardo de Santiago, en aquel tiempo, se reduciría a lo siguiente: vivir de arenques y cerveza en una casa alemana para poder vestirme elegantemente, como correspondía a mis amistades aristocráticas. Terror del cólera que se presentó en la capital. Tardes maravillosas en el cerro de Santa Lucía. Crepúsculos inolvidables en el lago del parque Cousiño. Horas nocturnas con Alfredo Irarrázabal, con Luis Orrego Luco o en el silencio del Palacio de la Moneda, en compañía de Pedro Balmaceda y del joven conde Fabio Sanminatelli, hijo del ministro de Italia.
Debo contar que una tarde, en un lunch, que allá llaman hacer «once», conocí al presidente Balmaceda. Después debía tratarle más detenidamente en Viña del Mar. Fui invitado a almorzar por él. Me colocó a su derecha, lo cual, para aquel hombre lleno de justo orgullo, era la suprema distinción. Era un almuerzo familiar. Asistía el canónigo doctor Florencio Fontecilla, que fue más tarde obispo de La Serena y el general Orozimbo Barbosa, a la sazón ministro de la Guerra.
Era Balmaceda, a mi entender, el tipo del romántico-político y selló con su fin su historia. Era alto, garboso, de ojos vivaces, cabellera espesa, gesto señorial, palabra insinuante -al mismo tiempo autoritaria y meliflua. Había nacido para príncipe y para actor. Fue el rey de un instante, de su patria; y concluyó como un héroe de Shakespeare. ¿Qué más recuerdos de Santiago que me sean intelectualmente simpáticos?: La capa de don Diego Barros Arana; la tradicional figura de los Amunátegui; don Luis Montt en su biblioteca.
Voy a referir algo que se relaciona con mi actuación en la redacción de La Época. Una noche apareció nuestro director en la tertulia y nos dijo lo siguiente:
«Vamos a dedicar un número a Campoamor, que nos acaba de enviar una colaboración. Doscientos pesos al que escriba la mejor cosa sobre Campoamor». Todos nos pusimos a la obra. Hubo notas muy lindas; pero por suerte, o por concentración de pensamiento, ninguna de las poesías resumía la personalidad del gran poeta, como esta décima mía:
«Este del cabello cano
como la piel del armiño,
juntó su candor de niño
con su experiencia de anciano.
Cuando se tiene en la mano
un libro de tal varón
abeja es cada expresión,
que volando del papel
deja en los labios la miel
y pica en el corazón».
Debo confesar, sin vanidad ninguna, que todos los compañeros aprobaron la disposición del director que me adjudicaba el ofrecido premio.
Y ahora quiero evocar del triste, malogrado y prodigioso Pedro Balmaceda. No ha tenido Chile poeta más poeta que él. A nadie se le podría aplicar mejor el adjetivo de Hamlet: «Dulce príncipe». Tenía una cabeza apolínea, sobre un cuerpo deforme. Su palabra era insinuante, conquistadora, áurea. Se veía también en él la nobleza que le venía por linaje. Se diría que su juventud estaba llena de experiencia. Para sus pocos años tenía una sapiente erudición. Poseía idiomas. Sin haber ido a Europa sabía detalles de bibliotecas y museos. ¿Quién escribía en ese tiempo sobre arte, sino él? Y, ¿quién daba en ese instante una vibración de novedad de estilo como él? Estoy seguro, de que todos mis compañeros de aquel entonces, acuerdan conmigo, la palma de la prosa a nuestro Pedro, lamentado y querido.
Y, ¿cómo no evocar ahora que él fue quien publicara mi libro Abrojos, respecto al cual escribiera una página artística y cordial?