La vida de Rubén Darío: XIII

De nuevo en Nicaragua, reanudé mis amoríos con la que una vez llamé «garza morena». Era presidente de la República el general Joaquín Zabala, granadino, conservador, gentilhombre, excelente sujeto para el gobierno y de seguros prestigios. Se me consiguió un empleo en la secretaría presidencial. Escribí en periódicos semi-oficiales versos y cuentos y uno que otro artículo político. Siempre lleno de ilusiones amorosas, mi encanto era irme a la orilla del lago por las noches llenas de insinuante tibieza. Me acostaba en el muelle de madera. Miraba las estrellas prodigiosas, oía el chapoteo de las aguas agitadas. Pensaba. Soñaba. ¡Oh, sueños dulces de la juventud primaveral! Revelaciones súbitas de algo que está en el misterio de los corazones y en la reconditez de nuestras mentes; conversación con las cosas en un lenguaje sin fórmula, vibraciones inesperadas de nuestras íntimas fibras y ese reconcentrar por voluntad, por instinto, por influencia divina en la mujer, en esa misteriosa encarnación que es la mujer, todo el cielo y toda la tierra. Naturalmente, en aquellas mis solitarias horas brotaban prosas y versos y la erótica hoguera iba en aumento. Hacía viajes a veces a Momotombo, el puerto del lago. Admiraba los pájaros de las islas. En ocasiones cazaba cocodrilos con Winchester, en compañía de un rico y elegante amigo llamado Lisímaco Lacayo. Mi trabajo en la secretaría del presidente, bajo la dirección de un íntimo amigo, escritor, que tuvo después un trágico fin en Costa Rica -Pedro Ortiz- me daba lo suficiente para vivir con cierta comodidad.

A causa de la mayor desilusión que pueda sentir un hombre enamorado, resolví salir de mi país. ¿Para dónde? Para cualquier parte. Mi idea era irme a los Estados Unidos. ¿Por qué el país escogido fue Chile? Estaba entonces en Managua un general y poeta salvadoreño, llamado don Juan Cañas, hombre noble y fino, de aventuras y conquistas, minero en California, militar en Nicaragua, cuando la invasión del yankee Walker. Hombre de verdadero talento, de completa distinción, y bondad inagotable. Clillenófilo decidido desde que en Chile fue diplomático allá por el año de la Exposición Universal. «Vete a Chile -me dijo-. Es el país a donde debes ir». -«Pero, don Juan -le contesté- cómo me voy a ir a Chile si no tengo los recursos necesarios?» -«Vete a nado -me dijo- aunque te ahogues en el camino». Y el caso es que entre él y otros amigos me arreglaron mi viaje a Chile. Llevaba como único dinero unos pocos paquetes de soles peruanos y como única esperanza dos cartas que me diera el general Cañas -una para un joven que había sido íntimo amigo suyo y que residía en Valparaíso, Eduardo Poirier, y otra para un alto personaje de Santiago.

En ese tiempo vino la guerra que por la unión de las cinco repúblicas de Centro América declaraba el presidente de Guatemala, Rufino Barrios. En Nicaragua había subido al poder después de Zábala, el doctor Cárdenas. Y anduve entre proclamas, discursos y fusilerías. Vino un gran terremoto. Estando yo de visita en una casa, oí un gran ruido y sentí palpitar la tierra bajo mis pies; instintivamente tomé en brazos a una niñita que estaba cerca de mí, hija del dueño de casa, y salí a la calle; segundos después la pared caía sobre el lugar en que estábamos. Retumbaba el enorme volcán huguesco, llovía cenizas. Se obscureció el sol, de modo que a las dos de la tarde se andaba por las calles con linternas. Las gentes rezaban, había un temor y una impresión medioevales. Así me fui al puerto como entre una bruma. Tomé el vapor, un vapor alemán de la compañía «Kosmos», que se llamaba Uarda. Entré a mi camarote, me dormí. Era yo el único pasajero. Desperté horas después y fui sobre cubierta. A lo lejos quedaban las costas de mi tierra. Se veía sobre el país una nube negra. Me entró una gran tristeza. Quise comunicarme con las gentes de a bordo, con mi precario inglés y no pude hacerme entender. Así empezaron largos días de navegación entre alemanes que no hablaban más lengua que la suya. El capitán me tomó cariño, me obsequiaba en la comida con buenos vinos del Rhin, cervezas teutónicas y refinados alcoholes. Y por el juego del dominó aprendí a contar en alemán: ein, zwei, drei, vier, fünf... Visité todos los puertos del Pacífico, entre los cuales aquellos donde no hay árboles, ni agua, y los hoteleros, para distracción de sus huéspedes tienen en tablas, que colocan como biombos, pintados árboles verdes y aun llenos de flores y frutas.