La vida de Rubén Darío: LX

Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, y alguna vez a Bretaña. En Dieppe pasé alguna temporada en compañía del notable escritor argentino que ha encontrado su vía en la propaganda del hispano-americanismo frente al peligro yankee, Manuel Ugarte. En Bretaña pasé con el poeta Ricardo Rojas horas de intelectualidad y de cordialidad en una villa llamada «La Pagode», donde nos hospedaba un conde ocultista y endemoniado, que tenía la cara de Mefistófeles. Ricardo Rojas y yo hemos escrito sobre esos días extraordinarios, sobre nuestra visita al Manoir de Boultous, morada del maestro de las imágenes y príncipe de los tropos, de las analogías y de las armonías verbales, Saint-Pol-Roux, antes llamado el Magnífico.

Entre toda esta última parte de mi narración se mezclan largos días que pertenecen a lo estrictamente privado de mi vida personal.

Emprendí otro viaje por Bélgica, Alemania, Austria-Hungría, Italia, Inglaterra. En todo ello me ocupo en algunos de mis libros con bastantes detalles. Mas no he contado algunos incidentes, por ejemplo, uno en que escapamos en perder la vida mi compañero de viaje, el mexicano Felipe López, y yo. Fue en la ciudad de Budapest, por cierto región encantadora, si las hay. Andábamos recorriendo las calles. Ni López ni yo hablábamos alemán y nos desolábamos, en los restaurants, de no poder entender la lista del menú, porque los húngaros, en lo general, por odio al austriaco, no quieren emplear al alemán en nada, y así todo está en su lenguaje para nosotros lleno de escabrosidades. Yendo por una gran vía, leímos en letras doradas en un establecimiento «American Bar»; y encontrando la ocasión de emplear bien nuestro inglés, entramos. Pedimos sendos cocktails, y nos pusimos a escribir cartas. En esto se nos acercó un elegante joven, y en un francés cojo, pero melifluo, nos dijo, más o menos, tendiéndonos su tarjeta: que era hijo de un fabricante de bicicletas; que había estado en Francia, donde le habían atendido con toda gentileza y que desde entonces se había prometido ofrecer sus servicios, ser útil en todo lo que pudiera y pilotear y atender a cuanto extranjero de condición llegase a tierra húngara. Nosotros, un tanto desconfiados por aquel abordaje sin presentación, dimos las gracias con frialdad, pero el guapo mozo continuó en la carga con tan buenas maneras y con tanta insistencia que nos vimos obligados a aceptar un champagne de bienvenida. Y el joven se convirtió en nuestro cicerone.

Nos llevó al Os Buda Vara, al barrio de los magnates, casi todo construido según la manera de la Secesión; a un jardín público, donde debía celebrarse una fiesta esa tarde, y al cual debía asistir un príncipe imperial; nos hizo comer no sé qué mezcla magyar de queso fresco, cebolla picada, sal y paprika, mojada con una incomparable cerveza Pilsen, como de nieve y seda. Sin saber cómo ni cuándo se apareció un hombre con tipo de obrero, que llevaba en la diestra maciza un anillo de gran brillante. Habló en húngaro con nuestro joven, éste nos lo presentó como un rico industrial y nos dijo, que, encantado de que fuésemos extranjeros, nos invitaba esa tarde a una comida compuesta exclusivamente de platos nacionales. Llevado de mi entusiasmo por las cocinas exóticas, dije que aceptábamos con gusto, y quedamos en que nuestro cicerone nos llevaría al punto de reunión. Se nos dijo que el restaurant elegido quedaba cerca.

Muy entrada la tarde nos dirigimos a la cita. Íbamos a pie, y después de andar un buen trecho entre villas y quintas, observé que habíamos salido de la población. Se lo hice notar a mi amigo, pero el húngaro nos señaló una mesa cercana, aislada, y nos dijo que era allí el lugar de la comida. Advertí a López que la cosa me parecía sospechosa, más como viésemos que la casa tenía un jardín y en él había mesitas donde comían otras gentes, nos parecieron vanas nuestras sospechas. Entramos. Desde el momento vimos que aquello era un cafetín popular. Apareció el industrial. Nos hicieron entrar a un cuarto lateral, pidieron cuatro copas de no recuerdo qué licor. Dije en español a López que no bebiéramos, pero él bebió con los dos desconocidos. Querían que yo tomara con ellos, pero dije que no me sentía bien. A poco, el mexicano se puso pálido y me dijo que le venía un sueño irresistible y que seguramente nos habían servido un narcótico. Hice que saliéramos para que tomase un poco de aire, y así se le quitó algo la pesadez de la cabeza. El hostelero nos dijo que la comida estaba servida. En efecto, bajo una parra había una mesa para cuatro personas. La cuarta apareció y nos fue presentada como un señor conde de nombre enrevesado. Era un coloso mal trajeado y con manos de boyero. Nos sentamos a la mesa y comimos un papricak hun, plato especial del país y otros más de estos. Cuando concluimos se nos invitó a pasar al lado del figón, a una cancha de bochas, o juego de bolos, perteneciente a un club, del cual se nos dijo, que el conde era director. Aquello estaba solitario, daba a un largo patio, o más bien dilatada extensión de terreno. No lejos, corría el Danubio. Nos invitaron a tomar un vino tokay, que nos inspiró confianza, pues la botella vino cerrada. No era el común vino tokay que se encuentra en todas partes y que sirve para postres, sino un néctar delicioso, de caldo color dorado, y que apuramos en grandes vasos. Confieso no haber tomado nunca un vino tan exquisito. Después se nos insinuó que era preciso, pues de uso corriente y nacional, que jugásemos a un juego de cartas llamado «el reloj». Como por encanto apareció allí una baraja y después de algunas indicaciones empezó la partida.

A pocos momentos, tanto el mexicano como yo, habíamos ganado importante número de florines; pero la partida continuó, y cuando nos percatamos, tanto él como yo, habíamos perdido todo lo ganado y bastante dinero más. De común acuerdo resolvimos irnos en seguida, más cuando manifestamos nuestra intención, fue como si hubiésemos encendido un reguero de pólvora. Los hombres se sulfuraron y se pusieron ante nosotros en actitud amenazante. El joven intérprete nos explicó que se creían ofendidos. Nosotros estábamos sin armas y no había sino que emplear alguna treta oportuna. Yo le dije que había en todo una equivocación; que estábamos dispuestos a continuar el juego al día siguiente, pero que en ese momento teníamos que ir a la ciudad a recoger un dinero. El conde habló con sus compañeros y el joven nos dijo que nos invitaba al día siguiente para ir a una pushta o estancia húngara para que conociésemos la vida rural del país. Me apresuré a decir que con muchísimo gusto y en los ojos de los bandidos, se vio una gran satisfacción. ¿A qué horas pasará el conde en su automóvil por ustedes? «Tiene que ser antes de las ocho». -«A las siete y media en punto», le contesté. Así nos dejaron partir. Cuando llegamos al hotel, el dueño del establecimiento nos dijo: -«De buenas se han librado ustedes. Esos pillos deben pertenecer a una banda que ha robado y hecho desaparecer a varios extranjeros, cuyos cuerpos apuñalados se han encontrado en las aguas del Danubio». Tomamos el tren para Viena a las cinco de la mañana.