La vergüenza (Pardo Bazán)
Cuando se pasa una temporada en un pueblecillo de corto vecindario y se adquieren en él -a los dos días- esos amigos cordialotes y pegajosos, empeñados en identificar su vida con la nuestra, lo primero que averiguáis son las historias íntimas de las mujeres y los fregados y guisados políticos de los hombres. Cada amigote nuevo quisiera mostrarse mejor informado que los restantes, y vienen la exageración a recargar el relato... La exageración de lo conocido, porque, en el terreno de lo desconocido, la realidad suele dejarse atrás a los más fantásticos novelistas.
He notado también que si un pueblo no posee ni iglesias góticas, ni cuadros del Greco, ni escuelas fundadas por un filántropo, ni batalla dada en las cercanías, como en algo se ha de fundar el amor propio, el pueblo lo funda donde puede, y se jacta de poseer la vieja nonagenaria más carcomida, el bandido más jaque, el cura más integrista o el boticario más librepensador de la provincia entera. A menudo alábase un pueblo de encerrar en su recinto a la hembra más alegre de cascos, o a la más honesta y recatada; dijérase que ambos extremos envanecen por igual: es cuestión cuantitativa. Así, en el pueblecillo de Vilasanta del Maestre, donde me confinaron algún tiempo vicisitudes del Destino, preciábanse del pudor exaltado de cierta mujer a quien nadie veía sino en misa, y a quien me propuse conocer y tratar. El pueblo la llamaba Carmela la Vergonzosa, y atribuía a su vergüenza todas las desdichas de su vida frustrada.
Carmela habitaba una casa algo desviada del pueblo, al margen de la carretera y con un huerto que cercaban altas tapias, de las cuales se desbordaba el ramaje nudoso y fresco de viejos manzanos y perales. Decíase que ella misma cultivaba el huerto, su única hacienda, y se mantenía con las patatas y las coles, la fruta y el maíz allí recogidos. También cosía de blanco para fuera, y la costura le daba con qué vestir y calzar, cebar la lámpara de petróleo, cuya claridad se veía a través de las grietas de las maderas, y otras humildísimas necesidades de su existencia casi monástica. Hasta se añadía que juntaba ochavo a ochavo el dote, con resolución de entrar en el convento de Clarisas de Negreda, tan apacible, tan callado, tan mohoso de antigüedad y tan saudoso de ambiente como el propio huerto de la Vergonzosa.
¿En qué le había perjudicado aquella condición especialísima de su alma, aquella misteriosa delicadeza que pude notar desde el primer día en que la vi? Para conocerla apelé al recurso más vulgar: la esperé a la salida de misa mayor. Me equivocaba; no tardaron mis noticieros en darme mejores informes. Carmela cumplía el precepto en la ermita de San Román, una iglesuela agazapada en la vertiente de un cerro, adonde los fieles no quieren subir y en que la única misa se celebraba al amanecer. En estas condiciones, mi presencia tuvo que ser notada. Sólo dos mujerucas aldeanas y Carmela se encontraban dentro de la ermita. La vi arrodillada y de espaldas; un pañuelo de seda oscuro cubría su cabeza, y, por la postura, casi barría el suelo el cabo ondeado de sus trenzas rubiales, comprimido por una cinta negra, como haz de hebras de luz que asiese apretadamente una mano. Al terminar el oficiante los rezos últimos, aún no se levantó Carmela; y yo, arrimado a la tosca y sucia pila del agua bendita, pensaba en la suerte de la muchacha. Por vergüenza de confesarle a su madre que se casaría gustosa, la destinaron a monja, reservando a su hermana Jacinta para el matrimonio; vino un primo indiano, bueno mozo, rico; hubiera preferido a Carmela la rubia; pero Carmela tuvo vergüenza de dar a entender que le aceptaría con gozo, y el primo a Jacinta se unió. Vivían juntos, con desahogo, con lujo casi; el primo se guiaba en todo por la cuñada; la cuñada tuvo vergüenza de aquella adoración tímida..., y se retiró a la casita de las afueras con su madre. La madre murió; el primo ofreció a Carmela la herencia toda; Carmela, avergonzada, sólo aceptó la casita y el huerto... «¿Vergüenza? -repetía yo-. ¿No tendría otro modo de ser este nombre?... ¿No se llamará 'dignidad'?».
Ya salía; se acercó a la pila, y la vi de frente. Era bonitilla, de aniñadas facciones, de boca sinuosa, acapullada, reveladora de la pasión en la mujer. Humedecí los dedos en el agua, y se los tendí, saludando. Me clavó, asombrada, los garzos ojos... No sabré explicar cómo se encendió su cara: fue lo mismo que si la alumbrasen de pronto con una bengala roja. Bajó los luengos párpados de seda, tocó en el aire mis dedos atrevidos, se cruzó la frente, y salió, aunque queriendo conservar el paso, lento del respeto a la iglesia, apresurándose involuntariamente.
Y la seguí. Llegué detrás de ella hasta la puerta de su tapia, que abrió con llave, temblándole, a mi parecer, las delgadas manos. Entró, cerró, y ya no vi más que el ramaje caduco de la pomarada, ni oí sino a una tórtola que plañía oculta en él: «¡Arróo! ¡Arróo!». Su canto me pasaba el corazón de pena; no sé por qué, en un rapto lírico me parecía encontrarme abandonado, sin pareja en el mundo... Todo por haber visto unas hebras doradas esparcidas sobre una falda de lana negra y una lumbrarada ruborosa de sol poniente en una tez de mujer.
En suma: yo me creía enamorado de Carmela, la Vergonzosa. ¡Ojalá lo estuviese! A estarlo, porfiaría doblemente en hablarle, en acercarme a ella, y tal vez hubiésemos sido felices... Rondé su tapia, deseoso de escuchar el golpe del azadón con que cavaba el huerto, esperanzado en que un día cantase o llamase a una gallina o al perro del guarda... Nunca oí más que el acento lleno de enfermiza nostalgia de la tórtola, que parecía decir: «Sólo el dolor es verdad...». Espié sus ventanas, por si cruzaba su sombra; fui cien veces a la ermita, y me convencí de que Carmela tenía vergüenza de oír misa si junto a la pila del agua bendita la esperaba el contacto de la yema de mis dedos, cargados de eléctrica energía, mensajeros de un estado de alma...
En el pueblo se formó una leyenda. Quizá sería Carmela la única que la ignorase. Mis amigachos me crucificaron a bromas. Yo era un sandio si no escribía una carta incendiaria o si una noche de luna no saltaba las tapias del huerto. Y lo hubiese hecho, a no contenerme una fuerza extraña, invisible: la fuerza de aquella vergüenza sagrada, celestial, el verdadero atractivo de Carmela para mí... Postrado ante la imagen de la Vergonzosa, que llevaba impresa en mi fatigado corazón, la flor del capricho iba cristalizando en respeto; el amor se volvía culto. De tal manera, que sería ya un desencanto para mí si Carmela se asomase, si su voz o su andar resonasen detrás de los tapiales que la frondosidad de los manzanos abruma. Y así, bendiciendo la misma vergüenza que me apartaba de Carmela hasta la eternidad, salí de Vilasanta del Maestre, cuando me llamó a otra parte mi estrella, sin que nunca haya sabido qué fue de mi sueño de un instante.