La vengadora de las mujeres/Acto I

Elenco
La vengadora de las mujeres
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen LAURA y ARNALDO , LAURA con una carta.
LAURA:

  Si sospechoso os dejé,
aunque no tendréis razón,
yo os daré satisfación.

ARNALDO:

Leed la carta.

LAURA:

Sí haré.

[Lee.]
«Bien sé que no hay en el mundo quien merezca el divino valor de la princesa Laura, mas suplico a vuestra majestad no pierda por vecino lo que otros pretenden ganar por estranjeros, mi embajador lleva poder para efetuar los capítulos que ofrezco. Guarde Dios a vuestra majestad.Federico, príncipe de Transilvania.»
ARNALDO:

¿Qué dice?

LAURA:

  Que no habéis sido
quien mi casamiento trata.

ARNALDO:

De que a tantos seáis ingrata,
estoy, hermana, ofendido.
  A mí me es fuerza casaros.
Sabe Dios si hacer quisiera
un hombre tal que pudiera
alabarse de igualaros.
  Pero, pues no puede ser,
imaginad que es querer
darle un imposible nombre,
porque al imperio del hombre
se ha de rendir la mujer.

LAURA:

  Pensaréis que es arrogancia
dilatar mi casamiento,
porque a mi merecimiento
hay infinita distancia.
  Engañaisos, porque soy
la misma humildad.

ARNALDO:

Estoy
confuso; que despreciéis
todos cuantos hombres veis,
pues en la causa no doy.
  Vós gallarda, vós discreta,
vós con salud, ¿qué razón
os tiene a tal opinión
bárbaramente sujeta?
  Si el haber tanto estudiado,
ocasión, Laura, os ha dado
para haceros singular,
es cansaros y cansar
vuestro ingenio y mi cuidado;
  de donde vengo a entender
que si esto de fama y nombre
hace tan soberbio al hombre,
será locura en mujer.

LAURA:

  Ni el haber tanto estudiado
a eso me ha desvanecido,
sino solo que he querido
satisfacer mi cuidado,
  los hombres aborrecer.

ARNALDO:

Pues decidme, ¿qué os han hecho?

LAURA:

Ninguna cosa.

ARNALDO:

Sospecho
que ocasión debe de haber.

LAURA:

  Si ponéis el pensamiento
en mi honor, es loco intento.

ARNALDO:

Pues decid la ocasión.

LAURA:

Por volver por mi opinión,
os la diré. Estadme atento.
  Antes, generoso Arnaldo,
que a las artes liberales
diese principio, ni hubiese
ocasión para indignarme,
había dado en leer
los libros más principales
de historias y de poesías
y de tragedias de amantes.
Hallaba en todos los hombres
tan fuertes, tan arrogantes,
tan señores, tan altivos,
tan libres en todas partes,
que de tristeza pensé
morirme, y dije una tarde
a una dama a quien solía
comunicar mis pesares:
«Filida, ¿qué puede ser
que en cualquier parte que traten
de mujeres, ellas son
las adulteras, las fáciles,
las locas, las insufribles,
las varias, las inconstantes,
las que tienen menos ser
y siguen sus libertades?».

LAURA:

«Eso (Filida me dijo),
Laura, solamente nace,
de ser dueños de la pluma;
de cualquiera acción que hacen.
Por ellas no hay Roma o Grecia,
ni Troya que no se abrase.
Luego nos dan con Elena
y con el robo de Paris,
de todo tienen la culpa;
y los hombres inculpables
son los santos, son los buenos
y los que de todo saben.»
Concebí tal ansia en mí
que propuse, por vengarme,
de no querer bien a alguno,
ni permitir que me hablen,
y dándome a los estudios,
quedar suficiente y hábil
para escribir faltas suyas,
que algunas en ellos caben,
que ni ellos son todos buenos
ni ellas todas malas salen,
por lo menos a mi ejemplo.
Escribirán por vengarse:
Si Simiramis, valiente,
venció tantos capitanes,
su hijo dicen que amó
solamente por quitalle
el laurel de la cabeza,
sin otras hazañas grandes
que hizo esta famosa reina.

LAURA:

Si Dido quiso matarse
por guardar su castidad,
que no la gozase nadie,
luego hay hombre que diga
que se mató por vengarse
de los agravios de Eneas,
con quien fue huéspeda fácil.
Desde el principio del mundo
se han hecho tiranos grandes
de nuestro honor y albedrío,
quitándonos las ciudades,
la plata, el oro, el dinero,
el gobierno, sin que baste
razón, justicia, ni ley
propuesta de nuestra parte.
Ellos estudian y tienen
en las universidades
lauros y grados, en fin,
estudian todas las artes.
¿Pues de qué se queja el hombre?,
¿de que la mujer le engañe,
si otra ciencia no le queda
en todas las que ella sabe?
La mujer es imposible
que adquiera, tenga, ni guarde
hacienda, abogando pleitos,
ni curando enfermedades.

LAURA:

Pues en algo esta mujer,
si está ociosa, ha de ocuparse.
Dirán que en hacer labor
no es ocupación bastante,
porque el libre entendimiento
vuela por todas las partes
y no es el hacer vainillas,
en holandas ni cambrayes,
escura filosofía.
Ni el almohadilla lugar es
de Platón ni de Porfirio,
ni son las randas y encajes
los párrafos de las leyes.
En fin, para no cansarte,
yo quiero vengar, si puedo,
agravios, de aquí adelante,
de mujeres, pues lo soy,
y que este nombre me llamen.

ARNALDO:

  Pésame, Laura querida,
que tan sin causa aborrezcas
los hombres, que a ser te ofrezcas
su enemiga y su homicida.
A muchos costó la vida
  amar, querer, defender
el honor, y la mujer
nació del hombre y de modo
que es como parte del todo
que nos da principio y ser.
  Muchos las han celebrado
en libros de verso y prosa,
y es, mi Laura, injusta cosa
que de uno te hayas cansado,
que fue amando desdichado
o en ausencia o casamiento.
Pero ya que al tuyo atento,
aún no dispongo del mío,
perdóname si porfío
en tan justo pensamiento.
  Mira que el ser singular
puede un sabio, no un prudente,
que es término trancedente
que desvanece hasta dar
en locura y porfiar.
Contra lo justo no es justo,
no me des, Laura, disgusto;
que si aborrecerlos quieres
por vengar a las mujeres,
no tienen todas tu gusto.
  ¿Qué te importa el ser casada,
Laura, para defender
el honor de la mujer?
Dirás que estar obligada
siendo de tu esposo amada.
Dirás bien, pero si el nombre
de hombre infamas porque asombre
esa locura en que das,
por lo menos no dirás
que fuiste mujer sin hombre.

(Vase.)


LAURA:

  La envidia y las virtudes, abrazarse,
la verdad con los tiempos, encubrirse,
dejar, quien habla mal, de arrepentirse,
y el poder ofendido, de vengarse.
Un pobre que fue rico, de quejarse
y un necio liberal, de consumirse;
un alto de caer, por preferirse
y un bajo de subir, por humillarse;
ser cuerdos, en el loco, los enojos,
de los que obraron bien, faltar los nombres,
sin sombra de disgustos los placeres.
Ciegos los celos, y el amor con ojos
veré primero, que querer los hombres,
ni dejar de vengar a las mujeres.

(Sale JULIO con un libro.)
JULIO:

  Para mi humor y ejercicio
andar con dificultades
es como tratar verdades
a quien miente por oficio.
  ¡Válgate Dios por estraño
filósofo!

LAURA:

Julio, amigo.

JULIO:

Al fin vine a dar contigo.
Pero yo te desengaño
  de que no daré en saber,
aunque tú la ciencia seas,
y presumo que deseas...

LAURA:

¿Qué, Julio?

JULIO:

Echarme a perder.
  Yo no tengo inclinación
a las letras; ¿qué me quieres?

LAURA:

Si eras necio y sabio eres,
¿qué mayor transformación?

JULIO:

  Si fuera necio, no creo
que hacerme sabio pudieras;
que si ignorante dijeras,
fuera posible al deseo.
  De un ignorante, en efeto,
hacer un sabio es posible;
pero es alquimia imposible
hacer de un sabio un discreto.

LAURA:

  ¿Pues qué libro traes ahí?

JULIO:

A Aristóteles traía,
que como yo le entendía,
ninguno me entienda a mí.

LAURA:

  ¿Luego tú no eres de aquellos
que se precian de saber
lo que quieren entender?

JULIO:

Por ser necio fuera dellos,
  pero tengo inclinación
más humilde por no dar
risa a quien pueda notar
mi ignorancia con razón.
  Mas dejando aparte el gusto
con que me haces estudiar,
¿cómo te va de casar?,
¿dijiste sí, que es muy justo?
  Claro está que no lo escusa
tu singular parecer.
¿Podrelo saber?

LAURA:

Si el ser
mujer, del rigor me escusa
  con que aborrezco el casarme,
también podrán ofenderme
y muchos daños hacerme
y por inútil dejarme.
  A mi hermano dije aquí
que yo no me casaría.

JULIO:

¿Pues por qué, señora mía?

LAURA:

Por temor.

JULIO:

¿Temor en ti?

LAURA:

  Mucho he leído y estoy
con los hombres enojada.

JULIO:

¡Ah, cómo estás engañada!

LAURA:

¿Defiéndeslos?

JULIO:

Hombre soy.

LAURA:

  No temas, Julio, que a ti
solo tengo voluntad
en tanta diversidad.

JULIO:

¿Por qué méritos a mí?

LAURA:

  Por hijo de una mujer
que me crio y por criarte
conmigo.

JULIO:

No sé en qué parte
escriben, y puede ser,
  que le echaron a un león
un perro pequeño y viendo
que al golpe del brazo horrendo
no mostraba turbación,
  dejole vivo y con él
se crio; mas cuando vio
que era grande ensangrentó
las negras uñas en él.

LAURA:

  No hayas temor, Julio amigo,
que yo no quiero matar
los hombres, solo vengar
mujeres.

JULIO:

Lo mismo digo,
  nueva gallarda Amazona;
pero yerras en dejarte
de casar, porque el casarte
conviene a tu real persona.
  Y pues es aborrecer
al hombre tu pensamiento,
ejecuta el casamiento.

LAURA:

¿Casada qué puedo hacer?

JULIO:

  ¡Pesiatal!, matalle a celos,
a enojos y a pesadumbres.

LAURA:

No me han dado esas costumbres
ni esa inclinación los cielos.

JULIO:

  Alguna mujer a quien
un hombre hubiera ofendido,
con solo hacerle marido
pudiera vengarse bien.
  Pero cierto que si amor
enlaza dos bien casados,
que son bienaventurados.

LAURA:

En fin, padre del honor
  llamaron al matrimonio.

JULIO:

Porque cubre en su nobleza
toda la humana flaqueza,
como es claro testimonio
  ver con cuánta libertad
sale una mujer preñada,
sin temer, porque es casada,
ser vista de una ciudad.
  Tras esto, cuanto los ojos
ven, tanto suelen pedir,
y todos han de acudir
a cumplille sus antojos,
  como si de estar preñada
tuviese culpa el que lleva
la almendra verde o la breva,
la torta o trucha empanada.

LAURA:

  Es común obligación,
Julio, porque el mundo aumenta.

JULIO:

¿Y no le aumenta a esa cuenta
lo que fue sin bendición?

LAURA:

  Ya respondes, ya parece
que sabes.

JULIO:

Úsase agora,
pero advierte, gran señora,
lo que tu estado merece
  y da este gusto a tu hermano.

LAURA:

Sin duda que se le diera
si la fama no corriera
en darme gusto a la mano.

JULIO:

¿Cómo?

LAURA:

  Sábese de mí
que a los hombres aborrezco,
y si me caso, merezco
cuantas venganzas en mí
  hará mi esposo por ellos.

JULIO:

¡Ay, Laura!, que a muchas salva
amanecer con el alba
con unos ojuelos bellos
  a medio abrir de dormidos,
mirando su resplandor
al marido, a quien amor
abre los cinco sentidos.
  Y cuando el calor del sueño
las mejillas le ha enrojado
y el labio, en carmín bañado,
está brindando a su dueño,
  no creas que hay más venganza
que pagar censo al amor
sin la pensión del temor
que a los solteros alcanza.
  Si amanece una mujer
al lado de su marido,
el rostro desguarnecido
del pasamano de ayer,
  los ojos en campo azul,
el rostro verde y sin toca,
las mejillas y la boca
de holandilla de baúl,
  desconfíe, que es razón,
pero quien...

LAURA:

Déjalo en quien,
Julio, y a mi estudio ven.

JULIO:

Luego llamaré a lición.

LAURA:

  Llama a Lucela y Diana,
proseguiré lo que leo.

JULIO:

Yo pienso que tu deseo
hará su esperanza vana.

LAURA:

  Sin hombres puede vivir
el mundo.

JULIO:

¡Grande locura!

LAURA:

¿Qué dices?

JULIO:

Que tu hermosura
te comienza a desmentir.

(Vanse y salen LISARDO de camino, y OCTAVIO , criado.)
LISARDO:

¿Eso responde?

OTAVIO:

  Pienso que pudieras,
si entraras en la Corte disfrazado,
pues de ninguno conocido fueras.

LISARDO:

Quedarme en esta aldea fue acertado,
porque si la respuesta me trajeras,
como yo imaginé, con más cuidado
y ostentación en la ciudad entrara.
¿Es Laura hermosa?

OTAVIO:

Es peregrina y rara.
  Mas todo lo deshace la locura
de aborrecer los hombres y casarse.

LISARDO:

¿Qué tema de mujer duró segura?

OTAVIO:

Desta puede temerse y recelarse.

LISARDO:

Yo pienso ver, Otavio, su hermosura.

OTAVIO:

Bien puede vuestra alteza disfrazarse
y atreverse a la Corte del bohemio.

LISARDO:

Yo llevo de humillarme justo premio.
  Al transilvano príncipe desprecias,
hermosa Laura.

OTAVIO:

No será disculpa
no haberte visto.

LISARDO:

¡Ay, esperanzas necias!,
responderá que mi humildad me culpa.

OTAVIO:

¿Qué le importa al valor de que te precias
esta arrogancia, si quien soy te culpa?
Gente camina en tropa.

LISARDO:

Todos creo
que llevan a la Corte este deseo.

(Salen ALEJANDRO y AGUSTO , con dos criados, de camino.)
ALEJANDRO:

  Si no os hubiera hallado en el camino,
las nuevas me volvieran a Ferrara.

AGUSTO:

Que lo mismo pudieran imagino,
Duque, si en el camino no os hallara.
¡Bravo desdén!

ALEJANDRO:

Estraño.

AGUSTO:

Peregrino.
Dicen que es Laura en todas ciencias rara.

ALEJANDRO:

¿Pues cómo ha dado en este pensamiento
si le consta el valor del casamiento?

AGUSTO:

  Porque quiere escribir contra los hombres;
porque quiere vengar a las mujeres.

ALEJANDRO:

Agusto, si es discreta no te asombres,
que tienen pensamientos bachilleres.

OTAVIO:

¿Quién son estos señores?

CRIADO:

Son sus nombres
y sus estados, si saberlos quieres,
Alejandro, gran Duque de Ferrara,
que solo el nombre pienso que bastara.
  El otro es el famoso y fuerte Agusto,
hijo del rey de Albania. Hanse topado
en el camino, y con amor, que es justo,
cortésmente los dos acompañado.

OTAVIO:

¿A qué van a la Corte?

CRIADO:

Un mismo gusto
presumo que los lleva, aunque engañado,
pues no quiere casarse la Princesa.

ALEJANDRO:

Digna parece de los dos la empresa.
  Vós, por Agusto, a quien el nombre obliga,
y yo, por Alejandro.

AGUSTO:

Juntos vamos
a conquistar tan bárbara enemiga,
aunque en tan alta empresa nos perdamos.

ALEJANDRO:

Pues este pensamiento se prosiga
con la amistad y amor que profesamos,
y venza el que pudiere.

AGUSTO:

Laura hermosa,
¿cómo naciste sabia y rigurosa?

(Vanse AGUSTO , ALEJANDRO y los criados.)
OTAVIO:

¿Oíste lo que dijo?

LISARDO:

  ¿Y qué pretenden,
servir los dos a Laura? Mas yo creo
que la conquista que los dos pretenden
querrá guardar amor a mi deseo.

OTAVIO:

En público servir a Laura entienden.

LISARDO:

Yo disfrazado; porque en Laura veo
ingenio que no puede ser vencido
sin amor, sin industria y sin vestido.

(Vanse y salen LAURA , DIANA , LUCELA y JULIO .)
LAURA:

¿No venís más?

DIANA:

  No pudieron
Casilda, Fabia y Dantea.

LAURA:

Asentaos por orden. Julio,
no llegue nadie a la puerta.

JULIO:

Ya sé, señora, que soy
portero desta academia,
aunque es vergüenza, siendo hombre.

LAURA:

¿De qué es, Julio, la vergüenza?

JULIO:

De que vengas a leer
a las damas de tu escuela
liciones contra los hombres
que os aman y reverencian,
y que yo, que al fin lo soy,
lo escuche y guarde la puerta.

LAURA:

No te finjas querelloso;
yo sé, Julio, que te huelgas.
Oíd, vosotras.

DIANA:

Ya estamos
a tus liciones atentas.

LAURA:

Quedamos ayer, amigas,
en que a los hombres les ciega
lo que llaman hermosura,
bien de la naturaleza;
y como amor es deseo,
aqueste amor solo muestran
por interés proprio suyo:
dan, sirven y hacen finezas.
Repita, Diana, agora
la lición.

DIANA:

Dijo Su Alteza
que no era amor ni le había
el que los hombres nos muestran,
porque queriéndose a sí,
era amor suyo y es fuerza
su opinión, pues de quererte
así nace que nos quieran.
Querer los hombres a quien
les hace gusto, y si piensan
que querer su mismo gusto
las mujeres agradezcan,
es disparate y locura;
de suerte que si es discreta
la mujer, hará lo mismo,
su flaqueza o su estrella
la obligan a querer bien
a algún hombre.

JULIO:

¡Que yo tenga,
en estas proposiciones,
siendo estudiante, paciencia!
¡Que sufra aquestas..., no sé
si lo diga! ¿Son doncellas?
¡Son diablos!, ¿Hay tal maldad?
¡Que digan y lo sustentan
que no es amor el del hombre,
y que no hay hombre que tenga
amor, si no es a sí mismo!
¡Que gaste un hombre su hacienda,
su vida, su honor, sus pasos,
por su no sé si es belleza,
que ellas saben si merecen,
que en esta opinión las tengan,
y con saber que en el hombre
hay divinas excelencias
os desprecien deste modo!

DIANA:

Finalmente, vuestra alteza
dijo que no nos obliga
este amor, si somos cuerdas,
a agradecer a los hombres
más que a la naturaleza,
que esa obligación les dio.

LAURA:

Adelante.

DIANA:

Vuestra alteza
dijo también que si alguno
por amor amar pudiera
o supiera amar el alma
y a sus tres nobles potencias,
por opinión de Platón,
porque el amor que desea
el cuerpo es amor bastardo,
que el legítimo no llega
a tocar cosas mortales
y que mañana perezcan;
lo inmortal ama el amor
de donde luego contempla
al Criador en la criatura,
de manera que se acerca
a aquel angélico amor,
fuego que abrasa y recrea
los espíritus celestes.

LAURA:

Muy bien.

JULIO:

Muy mal.

LAURA:

Hoy quisiera
tener qué darte.

JULIO:

Pues dele
una estampa. ¿Hay insolencia,
como esta nueva invención?

LUCELA:

Con tu licencia, ¿no queda
robada aquella opinión?

LAURA:

¿De qué manera, Lucela?

LUCELA:

Los filósofos antiguos,
sean de Italia o de Grecia,
concedieron dos amores:
el que primero comienza,
y el que por llamar a otro
llamaron correspondencia.
Si solo hubiera el amor
propio y solamente hubiera
quererse un hombre a sí mismo,
hasta su tiempo estuviera
engañado el mundo, y vemos
que nuestros sabios no llegan
a lo que aquellos antiguos,
ejemplo inefable sean
Aristóteles, Platón
y otros muchos que celebra
la fama.

LAURA:

Aquí no es bien
con argumentos, Lucela,
responder a los maestros.

LUCELA:

Mi señora, quien enseña
a los dicípulos debe
satisfacer.

LAURA:

Oye, y piensa
que si quien anda a aprender,
por ignorancia o soberbia,
anda a poner objeciones,
confundirá las escuelas
y en su vida sabrá nada.

LUCELA:

Saquemos un entimema,
si te parece, señora,
de toda esta controversia.

LAURA:

No hay qué sacar; escuchad:
Concédese a la que llega
a tratar del matrimonio,
que con gran recato advierta
en las partes de su esposo,
porque si la cama y mesa
aumenta amor en algunos,
en otros enfado aumenta;
el más cuerdo se convierte
en un demonio y apenas
se mira en la posesión,
cuando la mayor belleza
desprecia, deja y olvida
por la más necia y más fea,
que si la propia mujer
le sufre por santa y cuerda,
piensa cómo él es demonio.

JULIO:

Camilo llama a la puerta
y por fuerza quiere entrar.

LAURA:

Pues dile que entre sin fuerza.

(Sale CAMILO , criado.)
CAMILO:

  El Príncipe me ha mandado
que te advierta que han venido
dos novios que no han sabido
los muchos que has despreciado.
  Es el Duque de Ferrara,
Alejandro, el uno, y hombre
que deste polo su nombre
al contrapuesto no para.
  Y el otro, señora, es
príncipe de Albania.

LAURA:

Di
que ya voy.

CAMILO:

Harelo así.

LAURA:

Y tú, Lucela, después
  repetirás la lición.

JULIO:

 [Aparte.]
¿Hay locura semejante?
Entendimiento arrogante,
¿quién te dio tal opinión?

(Vanse las tres, y salen LISARDO y OTAVIO .)
OTAVIO:

  Notablemente han entrado.

LISARDO:

Muy conforme a su grandeza.

OTAVIO:

¿Pero dónde va tu alteza
desta suerte disfrazado?

LISARDO:

  Calla, que hay un hombre aquí.

JULIO:

Aquestos son forasteros.
¿Dónde bueno, caballeros?
¿Cómo se han entrado aquí?

LISARDO:

  Las pinturas nos llevaron
los ojos, los pies se fueron
tras ellos, si os ofendieron,
las faltas nos disculparon.

JULIO:

¿De qué nación?

LISARDO:

  Español.

JULIO:

Bueno.

OTAVIO:

[Aparte.]
¿Español te has fingido?

LISARDO:

Sé bien la lengua; he querido
ver el palacio del sol,
  y ofrecer a Laura bella
algunos libros famosos,
que sus estudios curiosos
también me obligan a vella
  y a ofrecerle lo que digo.

JULIO:

Bien recebido seréis,
y si libros la traéis,
seréis su mayor amigo.
  Mas suénase por allá,
y que aborrece sus nombres,
que escribe contra los hombres.

LISARDO:

En esa opinión está.

JULIO:

¿Habéis estudiado?

LISARDO:

  Soy
graduado en leyes.

JULIO:

Bien,
que dellas sabe también.

LISARDO:

Por sola esa nueva os doy
ese diamante.

JULIO:

  Yo os beso
las manos por tal merced,
y por vuestro me tened,
que honrar y servir profeso
  a España toda mi vida
por natural devoción.

OTAVIO:

[Aparte.]
No hay tan duro corazón
que al dar la puerta le impida,
  ¡cómo le movió el diamante!

JULIO:

Los príncipes han llegado,
aquí estaréis retirado
mientras pasan adelante,
  que yo haré que mi señora
os vea.

LISARDO:

Aquí me retiro.

OTAVIO:

De ver tu intento me admiro.

LISARDO:

Mi industria comienza agora.

(Salen ARNALDO , AGUSTO , ALEJANDRO , LAURA , DIANA , LUCELA y acompañamiento.)
ARNALDO:

  Aquí podréis tomar un rato asientos.

ALEJANDRO:

Las honras y mercedes recebidas
nos dan a las demás merecimientos.

AGUSTO:

Obligan almas y cautivan vidas.

ARNALDO:

Encubre, Laura, aquí tus pensamientos;
obligarasme si el rigor olvidas,
que no merecen hombres destos nombres
tratarlos mal como a comunes hombres.

ALEJANDRO:

  Por cierto que es hermosa y que me pesa
que de tal opinión esté infamada.

AGUSTO:

Si no es difícil, no hay honrosa empresa.

LAURA:

Ya de tu imperio callaré forzada.
[Aparte.]
Escúchame, Diana: quien profesa
aborrecer los hombres disculpada
con que vengar pretende las mujeres,
¿por qué los mira?

DIANA:

Escrupulosa eres.
  Si vienen estos príncipes, ¿qué ofensa
se hace en verlos a lición ninguna
de las que nos has dado?

LAURA:

La defensa
de no hablar es no ver.

DIANA:

Cosa importuna;
no habla quien no ve.

LAURA:

Quien mira, piensa;
quien piensa, admite, y no hay mujer ninguna
que si mira no admita.

DIANA:

Un argumento
quiero ponerte.

LAURA:

Estraño pensamiento.

DIANA:

  Si miro y pienso, y porque pienso y miro
amo lo que he mirado y he pensado,
bueno es lo que miré; mas, ¿qué me admiro
si obliga lo que es bueno a ser amado?

LAURA:

No todo aquello por que yo suspiro
puede ser bueno y más si me ha engañado
la apariencia del bien, pues dan veneno
tal vez en oro, que el mirar condeno.

ALEJANDRO:

[Aparte.]
No mira Laura a nadie.

AGUSTO:

  [Aparte.]
En eso veo,
de su rigor, la condición villana.

ARNALDO:

Habla, hermana, que pienso y aun lo creo
que murmuran de verte tan tirana.

LAURA:

No me puedo esforzar, aunque deseo
hablar por darte gusto.

LISARDO:

Soberana
belleza adorna a Laura, si hay belleza
que no ofenda a tan bárbara aspereza.

OTAVIO:

En fin, ¿te agrada?

LISARDO:

  No diré que he visto
cosa que más mis ojos agradase,
menos sus rayos que del sol resisto
y me pienso allegar, aunque me abrase.

OTAVIO:

Ya se levantan.

LISARDO:

Si este bien conquistó
mi nombre, haré que al de Alejandro pase.

ALEJANDRO:

No es justo, gran señora, daros pena.

LAURA:

Perdón os pido, no me siento buena.

(Vase.)


ARNALDO:

  Laura después satisfará, señores,
lo que hoy le niega la primera vista.

ALEJANDRO:

Ver a su alteza son grandes favores;
dadme licencia que a su lado asista.

LUCELA:

¿Cuál destos es mejor?

DIANA:

¿Pues hay mejores?
Laura el mirar, por su opinión, resista,
que yo quiero mirar, aunque la sigo.

LUCELA:

Y yo también, si la verdad te digo.

(Vanse y queda LISARDO , OCTAVIO y JULIO .)
JULIO:

¿Qué os parece?

LISARDO:

  Que es belleza
sin igual, pero ofendida
de aquel rigor que corrida
tiene a la naturaleza.
  Ser mujer y no querer,
contradice, aunque porfía,
la humana filosofía.

JULIO:

Bien sabe que la mujer
  ha de apetecer el hombre,
cual la materia a la forma,
y aunque en esto se conforma
es con diferente nombre
  y tanta bachillería,
que no se deja entender.
Mas ya debe de volver.

LISARDO:

¡Dichosa la suerte mía!

(Sale LAURA .)
JULIO:

  Un español ha venido
solo a verte, y yo te ruego
que le honres.

LAURA:

¿Estás loco?

JULIO:

Tienes grande entendimiento.

LAURA:

¿Pues él viene a disputar
conmigo?

JULIO:

Ese fuera exceso
digno de mayor castigo
que de aquel mozo soberbio
que pensó, con falsas plumas,
escribir su atrevimiento
en el papel de los rayos
del sol y con cera el fuego.
Trae mil libros curiosos.

LAURA:

¡Ay, Julio!, yo quiero vellos,
llámale, llámale.

JULIO:

Llega,
español.

LISARDO:

Llegaré, ciego
de esos rayos, a besar
las estampas que en el suelo
imprimen tus pies.

LAURA:

Alzaos.
[Aparte.]
(¡Qué buen talle!)

JULIO:

No me acuerdo
que te oyese tal palabra,
de donde, señora, infiero
que mil cosas se aborrecen,
que tratadas...

LAURA:

Calla, necio.

JULIO:

Trata, ¡pesia tal!, los hombres
antes que digas mal dellos.

LAURA:

¿Cómo os llamáis?

LISARDO:

Yo, señora:
esclavo vuestro, primero,
y después, Lisardo.

LAURA:

Bien.

JULIO:

Bien, también, bueno va esto.

LAURA:

¿Cómo venistes aquí?

LISARDO:

Aunque no soy sabio, intento
imitar sus opiniones.
Los más celebrados fueron,
por andar peregrinando
las partes del universo,
Aristóteles, Platón
divino, al fin, su maestro;
Sócrates, de quien Plutarco
fue historiador; y otros griegos
hicieron grandes viajes,
que no todos los sabemos
en la patria. Yo, señora,
peregriné varios reinos,
vi generosas ciudades,
comuniqué los ingenios
más famosos en Italia
y Flandes, de donde vengo.
En la corte de Bruselas
trataban dos caballeros
un día de tu valor
en el palacio; escuchelos
y entre las demás virtudes,
tus estudios añadieron
en todas lenguas y ciencias;
luego al alma el pensamiento
este deseo propuso
y el pensamiento al deseo,
y así dije: «no he de ver
mi patria, España, primero
que vea esta gran señora,
porque si a mi casa vuelvo
sin verla, no he visto nada,
y haré cuenta, si la veo,
que he visto al Sol en sus rayos,
el fénix raro en su pecho,
la inteligencia en su rostro,
que mueve el otavo cielo
en la influencia de amor;
a Venus en el tercero
y en la claridad, la Luna,
que ilustra al cuarto elemento».
Mas porque la ley de Persia
se cumpla en mí, que primero
que entraban a ver al Rey,
que era pocas veces esto,
le daban algún presente,
dar a vuestra alteza quiero
de los libros más curiosos
los que le agradaren.

LAURA:

Cierto
que lo estoy, noble español,
de oíros hablar y veros.
¿Qué nombre o ciudad de España,
nombre y nacimiento os dieron?

LISARDO:

Zaragoza, de Aragón.

LAURA:

Ilustre ciudad y reino.
¿Padres?

LISARDO:

Claro está, señora,
que tengo de honrarme dellos
donde no soy conocido
y así los paso en silencio.

LAURA:

¿Traéis lista de los libros?

LISARDO:

Sí, señora.

LAURA:

Leed.

LISARDO:

No quiero
cansaros con los comunes,
aunque clásicos y buenos,
pues todos los tendréis ya.
Fidoro.

LAURA:

¿Qué lengua?

LISARDO:

Es griego
y traducido en latín
por el doctísimo Ismenio.

LAURA:

¿Qué escribe?

LISARDO:

Las excelencias
del hombre en prosas y en versos.

LAURA:

¡No tratéis más dese libro!,
dejalde que no le quiero.

LISARDO:

¿Por qué?

LAURA:

Por aborrecer los hombres.

LISARDO:

Algún agravio os han hecho.

LAURA:

Leed adelante.

LISARDO:

Arsindo.

LAURA:

¿Qué escribe?

LISARDO:

Escribe el gobierno
del hombre a la imitación
de la económica.

LAURA:

Y luego
tratará de las mujeres
y de aquel tirano imperio
con que las mandan los hombres.
Quemalde que no le quiero.

LISARDO:

Evandro.

LAURA:

¿Qué trata?

LISARDO:

Escribe
dos amores y dos Venus:
una divina, otra humana.

LAURA:

Bueno, adelante.

LISARDO:

Heracleo;
este escribe alquimia.

LAURA:

Echalde
en un crisol en el fuego.

LISARDO:

Fabio de Arcano.

LAURA:

¿Qué trata?

LISARDO:

Magia natural.

LAURA:

Bien puedo
leerle.

LISARDO:

Seguramente.
Filopenés, de veneno.

LAURA:

Señalalde por si acaso,
matar los hombres intento.

LISARDO:

Paso, divina amazona,
tened más lástima dellos.
Lauro.

LAURA:

¿Qué escribe?

LISARDO:

Alabanzas
de las mujeres.

LAURA:

Bien creo
que quien se llama Lauro
se precie deste argumento.
¿Qué nación?

LISARDO:

Es español.

LAURA:

¡Oh!, cuánto a España debemos
las mujeres.

LISARDO:

Es verdad,
no hay nación que en mayor precio
las tenga ni más las sirva.
El hombre que vale menos
gasta en vestir su mujer
más que en el dote le dieron.
Laurencio.

LAURA:

¿Qué escribe?

LISARDO:

Trata
de cómo un hombre discreto
se ha de casar y en qué edad.

LAURA:

Señalad ese Laurencio.

LISARDO:

Aquiles Tacio.

LAURA:

Dejalde.

LISARDO:

Trata amores.

LAURA:

Ya le tengo.

LISARDO:

Livio, historia de Lucrecia.
Famoso; pero dejemos
la lista para después
y escogeré los que fueren
a mi propósito.

LISARDO:

Creo
que hallaréis cosas notables.

LAURA:

¿Quereisme servir, que pienso
que para mi librería
y estar mi estudio compuesto,
como merecen mis libros
y como honrallos deseo,
a propósito seréis?

LISARDO:

Señora, si yo merezco
serviros, ¿qué mayor bien
pedirles puedo a los cielos?
Digo que quedo a serviros
y que tan contento quedo,
que por no decir locuras
tan justas, no lo encarezco.

LAURA:

Julio.

JULIO:

Señora.

LAURA:

Señala
dentro, en palacio, aposento
a Lisardo.

JULIO:

El primer hombre
a quien tal merced has hecho.

(Vanse LAURA y JULIO .)
LISARDO:

¿Qué dices, Octavio?

OTAVIO:

Digo
que todo va sucediendo
mejor que lo imaginaste;
pero es locura en exceso
conquistar una mujer
hecha de aborrecimientos
de hombres y con dos señores,
que la han de servir haciendo
tan grandes ostentaciones,
por competidores.

LISARDO:

Necio,
el peligro en las mujeres
no está en quien las mira lejos,
porque a quien se aleja más
sabes que le quieren menos;
por eso luego se olvidan
de los ausentes y muertos.
Pero si un hombre se acerca,
guárdese el más casto pecho,
que no quemaron a Troya
desde las naves los griegos,
caballo preñado de hombres
puso a las murallas fuego,
que menos puede un gigante
fuera que un enano dentro.