La velada del helecho: 05

Capítulo V

En tanto que como un forajido atravesaba Arnoldo Kessman las calles de Neirivue en medio de la gente de armas del conde de Montsalvens, reinaban el espanto y la desolación en la morada de Keller, teatro un momento antes de tanto regocijo. Ida, desmayada desde que sonaron en su oído las palabras del jefe de la guardia, había sido trasportada a su lecho por algunas vecinas caritativas, mientras otras menos sensibles y bondadosas (y entre ellas habremos de colocar a la propietaria de viñas) se apresuraban a alejarse de aquella casa en que había entrado la desgracia, diciendo de paso a cuantos encontraban:

-¿Sabéis la gran novedad que ocurre? el decantado regalo que decían procedente de la mano de un príncipe, padre de Arnoldo de Kessman, es nada menos que un robo verificado por el ex paje en el castillo de su amo. El culpable ha sido llevado a un horrible calabozo y la novia queda moribunda.

-¡Ya veis en lo que han venido a parar los humos de esa familia! -decía otra-. Después de tanta bambolla se ve hoy objeto de burla o lástima para todo el lugar. ¡Bah! ¡bah! ¡con el hijo natural del gran personaje! ¡de qué modo prueba su elevado origen!

-Parece increíble que ese muchacho haya podido cometer un delito tan feo -decían otras personas-: ¡tiene aspecto tan noble y aparenta tan buenos sentimientos!... pero la culpa no es suya, sino de ese codicioso Juan Bautista que se negaba a darle su hija si no se hacía rico. Ya veis: era ponerle en el disparador, porque el pobre chico estaba furiosamente enamorado.

-Lo cierto es -exclamaba suspirando otro ganadero rico, pero mezquino y avariento- que hemos perdido un banquete suntuoso, y otro además que probablemente nos habría dado el despilfarrado papá el día de la boda. Por eso es codicioso Keller, amigos míos, porque rabia por gastar, y distinguirse en el país con sus festines y con sus veladas.

-Es verdad -repetían algunos con no menos mohína-, ¡hemos perdido una comida opípara! ¡Qué lástima que esa maldita gente de Montsalvens no hubiera llegado cinco o seis horas después!

-Pero decid, vecino, qué haríamos para poder saber con todos sus pormenores lo que pase en el castillo y cuanto responde el reo a la acusación que pesa sobre su persona.

-Oíd, yo tengo gran intimidad con el halconero Julián e iré mañana a ronda en torno del castillo hasta que pueda verle y preguntarle todo lo que sepa relativamente a este suceso extraordinario.

-¡Oh! lo que es por mí nada quisiera saber sino la determinación de Keller en estas graves circunstancias. Él tiene en su poder el dinero robado.

-¡Robado!... aun no sabemos si lo es; no hay que ser ligero al juzgar al prójimo.

-Pero me parece que todas las apariencias...

-Las apariencias, vecina, suelen ser engañosas.

-No lo niego, señor Bull, ¡pero también las apariencias son a veces claras, acusadoras! Arnoldo que no tenía la más remota esperanza de herencia o donativo, deja de repente el servicio del conde y aparece poseedor de mil piezas de oro de 32 franken, al mismo tiempo que se descubre la perpetración de un robo considerable en el castillo de su amo. ¿Qué hemos de pensar en vista de esta notabilísima coincidencia? ¿Es dable no ver la luz cuando brilla delante de nuestros ojos?

-Señor Tomás, nada se pierde con ser circunspecto, aun en demasía, cuando se trata de condenar a un desdichado. Harto rigor ha de encontrar el mísero mancebo en ese rudo conde que sería capaz de hacer ahorcar a la propia madre que lo llevó en su seno.

-¡Sí! ¡en verdad! ¡pobre Arnoldo!

-Yo daría de buena gana una tercera parte de mis reses por sacarlo de entre las manos de ese cruel señor, sea culpable o no lo sea.

-¡Oh! nadie le desea mal: también yo mismo, haría cualquier sacrificio por librarlo.

-Todos lo haríamos; ese es punto aparte; pero en fin, ¿qué hará Juan Bautista con el dinero? ¿Continuará guardándolo a riesgo de ser acusado de complicidad, o se lo entregará al conde?

-Ni una cosa ni otra debe hacer -dijo el anciano Bull-, pues lo que corresponde es depositar la mencionada suma en poder de la autoridad hasta que se averigüe su verdadera procedencia.

Cuando estas y otras conversaciones por el mismo estilo se entablaban entre los vecinos de Neirivue, Juan Bautista ejecutaba exactamente lo que acabamos de ver indicado por el prudente Nicolás. Dejando a su hija en poder de dos o tres amigos había salido para Friburgo a depositar el numerario en cuestión en manos del mismo gobernador, o en las del conde de la Gruyere, que se hallaba también en aquella ciudad.

Durante todas estas cosas y en tanto que la pobre Ida exclamaba sin cesar, en brazos de sus amigas: «¡Arnoldo no es ladrón... es imposible», sin que calmase aquella misma convicción el acerbo dolor que la oprimía, el infeliz que era objeto de tantas murmuraciones, inquietudes y pesares, acababa de ser sepultado en el más oscuro calabozo del feudal edificio que había recientemente abandonado.

-He aquí vuestra morada -le dijo con rudeza su conductor-; el conde no se halla en este momento en el castillo, pues ha sido necesaria su presencia en Friburgo; pero yo estoy encargado de representarle y soy responsable de vuestra persona. Estáis, pues, incomunicado con todos excepto conmigo, y debéis preparaos a responder con entera verdad a su señoría cuando tengáis el honor de ser interrogado por él, si queréis evitaros la cuestión del tormento.

Se retiró aquel hombre al terminar estas palabras, cerrando la única puerta que allí había y dejando al preso en casi completa oscuridad; pues solo recibía luz el calabozo por una mezquina claraboya abierta al extremo de aquel muro sombrío, que tenía tres metros de espesor. Por único recurso de descanso y refrigerio veíase allí un cántaro de agua junto a un montón de paja seca entre la que se agitaban familias de sabandijas de las muchas que se hospedaban pacíficamente en aquella estancia inmunda que estaba por fortuna rara vez habitada. La desesperación del joven era, empero, tan profunda, que ninguna impresión pareció hacerle el repugnante y miserable aspecto del lugar en que se hallaba. Con los brazos cruzados, la mirada fija y ardiente por el fuego de la fiebre, los labios contraídos y la cabeza inclinada sobre el pecho, quedose de pie e inmóvil en mitad de su prisión, semejante a una estatua de piedra en medio de un mausoleo. No nos es fácil decir cuántas horas pasó de aquella manera, ni qué pensamientos tétricos y profundos despedazarían su alma durante aquel triste período de cavilación sombría; solo sabemos que cuando volvió el carcelero a traerle luz y una ración de pan y queso, aun le encontró en el mismo sitio y actitud, haciéndole estremecer el sonido de su voz como si le despertase de un sueño profundo y doloroso.

-Aquí tenéis vuestra comida o vuestra cena, como queráis llamarlo -le dijo poniendo en el suelo el plato y el candil que traía-. Todas las noches recibiréis igual ración, y por las mañanas os renovaré el agua y podréis almorzar algunas patatas o un vaso de leche caliente. Tengo órdenes muy severas respecto a vos, pero no trato de abusar de ellas.

Arnoldo nada contestó; volvió la espalda al alimento que se le ofrecía y fue a echarse sobre el montón de paja que debía servirle de lecho. Allí lloró por fin; allí desahogó su pecho gimiendo toda la noche, y allí vio aparecer el reflejo de luz que filtró, por decirlo así, al través de la claraboya, cuando un nuevo día renovó la vida y el movimiento de la naturaleza. El carcelero se presentó poco después a cumplir lo prometido y a advertirle que su señoría el conde de Montsalvens estaría al día siguiente en el castillo, viniendo expresamente para recibir por sí mismo las declaraciones del preso.

Tampoco esta vez contestó Arnoldo, ni probó bocado del almuerzo que se le traía. Volvió a su inmovilidad y a su cavilación, y nada pudo sacarle de ellas hasta que veinticuatro horas después se presentó de nuevo su guardián a traerle un vaso de leche y a notificarle que dentro de algunas horas comparecía ante el conde. Entonces Arnoldo, que desfallecía ya con su larga abstinencia, tragó rápidamente el vaso de leche y pareció reanimarse.

-Estoy pronto a presentarme a su señoría cuando guste -respondió al carcelero-: pero decidme en nombre del cielo, ¿sabéis algo de la familia del ganadero Keller?

-Me está prohibido responder a ninguna pregunta que me hagáis -contestó su interlocutor.

-¡Bien, pues dejadme!

-Volveré a buscaros cuando lo mande el señor conde -añadió el carcelero-, y se marchó echando al preso una mirada de compasión: el desgraciado se puso entonces de rodillas y oró silenciosamente con todas las apariencias de una constricción sincera.

Aun no habrían pasado dos horas, cuando su guarda, seguido de otros dos hombres armados, vino a buscarle para conducirle a donde le aguardaba su señoría, y Arnoldo los siguió sin articular palabra y con más serenidad que había mostrado hasta entonces.

Sin embargo, vaciló esta notablemente al verse introducido por sus conductores en la horrible cámara llamada de la tortura, accesorio característico de la época del feudalismo, y del que casi ningún castillo se hallaba privado. El horrible potro ocupaba el centro de aquella pieza abovedada, en la que se veían además otros instrumentos de suplicio.

-Aquí es donde debéis aguardar al señor conde -dijo el carcelero-: su señoría no tardará en venir.

En efecto, una de las angostas y macizas puertas de la pavorosa estancia se abrió rechinando al mismo instante, y entró por ella el conde Montsalvens.

Era aquel personaje un hombre de cuarenta años, alto, flaco, de aspecto adusto y desagradable, echándose de ver que aumentaba entonces la natural rudeza de su fisonomía la violenta indignación de que se hallaba posición. A una seña suya abandonaron la cámara los guardas del preso, y el que se presentaba como su acusador y su juez, pronunció estas palabras:

-Me habéis hecho un robo de grandísima consideración, Arnoldo Kessman, sería en balde negarlo; estáis convicto.

El joven guardó silencio, y el conde continuó, esforzándose por reprimir su cólera.

Malignas sugestiones os persuadieron sin duda de que sería para vos de alguna conveniencia sustraer esos objetos de imponderable valía para mí; pero aun pudiera perdonaros y concederos mayor utilidad de la que creáis encontrar poseyendo lo que me habéis robado, si ahora mismo me hacéis su devolución o declaráis el paraje en que lo habéis ocultado. ¡Qué! ¡nada respondes, miserable! -exclamó dando sueltas a su furor al ver que el preso proseguía callando-. ¿No confiesas haberme robado?

-Sí señor, lo confieso -pronunció Arnoldo bajando los ojos, y apoyando su espalda contra la pared para no caer en fuerza de su dolorosa emoción.

-¡Pues bien! decid al punto dónde ocultáis el robo.

-No lo oculto en parte alguna, señor conde.

-¿Lo tenéis por ventura aquí? -exclamó su interlocutor, animado por lisonjera esperanza.

-No, señor conde.

-¡Sé lo habéis dado a alguien, miserable! ¡hablad! ¿se lo habéis dado a alguien?

-Sí, señor conde.

-¡Ah! ¡sí, ya lo suponía yo, infame bastardo! -gritó Montsalvens fuera de sí-; ¡estabas confabulado con el barón de Charmey y has robado mis papeles para entregárselos, y en unión con él despojarme de mi hacienda! ¡herirme en mi honra!... Pero estás entre mis manos, y yo te juro que no te dejaré disfrutar los provechos de tu traición.

-Señor conde, yo os juro también -dijo el joven-, que estáis hablando en un supuesto falso. Solo una vez en mi vida he visto al barón de Charmey, por casualidad en una fiesta, y nada sabe su señoría de los papeles que según decís contenía aquella caja.

El conde clavó con incredulidad sus penetrantes ojos en los del joven, y después de un instante de silencio, durante el cual procuró concentrar su violento despecho, dijo con fingida calma:

-¡Arnoldo! si decís verdad, aun pudiéramos entendernos; aun pudiera yo perdonaros. Si no están todavía en manos de mi enemigo esos importantes documentos; si os halláis pronto a devolvérmelos hoy mismo, al instante, porque luego sería tarde, en ese caso yo os empeño mi palabra de que conseguiréis, no solamente lo que os habéis propuesto al posesionaros de ellos, sino que os daré además notables testimonios de mi agradecimiento. Alguien os ha informado de lo que contenían aquellos papeles, antes de que os resolvieseis robármelos; si no fue el barón personalmente no cabe duda en que sería algún agente suyo, y porque sabe que ya me habéis desposeído de tan poderosas armas, se atreve a hacer valer derechos olvidados. Pero vos no podéis anhelar que quede arruinado el hombre a cuyo lado habéis vivido veinte años; no podréis dar un ejemplo de tan horrenda ingratitud. Leo en vuestro semblante que os halláis arrepentido y que me restituiréis al punto esa caja inapreciable en la que se encierra mi destino.

-¡Oh! ¡creedlo, señor conde! -exclamó el joven prorrumpiendo en llanto-; quisiera haber muerto antes que cometer ese delito; daría mi sangre por haceros la restitución que deseáis, puesto que, según decís, encerraba aquella malhadada caja papeles que os interesan tanto; si lo hubiera sabido...

-¿Pues no lo habéis comprendido al leerlos? -exclamó el conde volviendo a enfurecerse-. ¡Decid, desventurado! ¿no visteis que esos papeles eran mi única defensa para no ser desposeído, arruinado?

-No sé nada; no he abierto vuestra caja -respondió el mancebo-; según la tomé de vuestro escritorio, así la pasé en manos de aquel que me la había pedido.

-¿Luego es falso lo que asegurabas? ¡vil hipócrita! ¿luego el barón posee ya, o ha destruido, esas pruebas de su deshonra?

-Os vuelvo a decir, señor conde, que nada tengo que ver con el barón, jamás le he hablado.

-¿A quién, pues, disteis la caja? -prorrumpió Montsalvens espumado de cólera.

-No puedo decirlo -respondió estremeciéndose el acusado-. Eso es un misterio horrible, señor conde.

-¿No puedes decirlo? miserable ladrón. ¡Oh! lo dirás; yo te lo aseguro: lo dirás cuando te lo pregunte de otro modo. ¡Hola! -gritó aproximándose a la puerta donde habían salido los hombres que acompañaron a Kessman-. Venid a tender en el potro a este reo inconfeso.

-¡Deteneos! -dijo el joven adelantándose todo trémulo-: diré lo que deseáis, puesto que es un secreto que a nadie más que a mí puede dañar: sí, todo lo sabréis, señor conde.

Volvió este a acercarse despidiendo a los ejecutores que ya aparecían en el umbral de la puerta, y el desventurado joven habló así:

-Yo amo a una joven del país, cuyo padre había dicho muchas veces que no la concedería jamás por mujer a un hombre privado enteramente de bienes de fortuna.

-¡Y bien, qué! -dijo impaciente el conde.

-Y hay una tradición popular -prosiguió Arnoldo con voz ahogada-, que asegura que en la noche que antecede al día de San Juan... ¡Oh! ¡señor conde, tened piedad de mí! ¡es horroroso lo que voy a deciros!

-¡Acabad! ¡acabad! -gritó Montsalvens, golpeando impaciente el pavimento con sus descomunales pies.

-Existe a poca distancia de Neirivue -articuló Arnoldo estremeciéndose-, un lugar que llaman el camino de Eví, y la tradición afirmaba que el diablo aparecía allí a la mitad de la mencionada noche, y enriquecía al individuo que osaba esperarlo en un paraje oscuro y cubierto de helecho.

-¡Miserable! ¿me venís ahora con cuentos de viejas?

-No, señor conde, esto no es un cuento, porque yo... yo estuve la víspera de San Juan en el camino de Eví.

-¿Y qué tiene que ver eso con el robo que me hicisteis?

-Que el diablo, señor conde, el diablo mismo fue quien me sugirió aquel crimen. Sí, su voz ronca y terrible llegó a mis oídos en medio de la oscuridad de aquella noche pavorosa. «Arnoldo Kessman, me dijo, tú no vienes a pedirme la posesión de un trono o de feudales dominios: solo anhelas una mujer, y para que la obtengas me basta hacerte un modesto donativo. No seré por tanto exigente contigo: no te pido tu alma, solo reclamo una señal de tu valor y obediencia. El conde de Montsalvens, tu amo, guarda en su castillo una cajita de preciosas maderas enchapada de plata, y en ella cincelada una corona de conde y las iniciales del nombre de una casa ilustre que no es la suya. Esa caja contiene papeles que son míos; sí, solo el diablo tiene derecho a ellos. Es menester que descubras el sitio en que se encuentra esa alhaja; que la sustraigas, y que dentro de tres días, a esta misma hora, me la traigas a este sitio. En cambio de ella tendrás al instante mil piezas de oro de 32 franken. Guárdate empero de abrirla, porque si lo haces quedas desde aquel instante siervo del infierno para siempre, y yo no quiero en mis dominios sino a los que conquistan su entrada con hechos más funestos y trascendentales. ¡Oh! ¡señor conde! -prosiguió el joven sollozando-; cuando salí de aquel horrible lugar, me hallaba resuelto a no cumplir las condiciones del diablo, a renunciar como debía su ominoso donativo; ¡pero... él lo tenía todo dispuesto para tentarme! La noche del 25 de junio os dormisteis poniendo bajo la almohada la llave del escritorio cuyas señas me había dado el maligno. Aquella llave estaba al alcance de mi mano... vuestro sueño parecía profundo... ¡oh! ¡perdonadme! caí en la tentación, señor conde, y Satanás recibió la noche siguiente el objeto que deseaba.

-Estás loco, desdichado -dijo el conde-, o eres el más vil de todos los embusteros del mundo.

-No estoy loco ni miento -repuso el joven cada vez más desolado-: toda la villa de Neirivue sabe que después de aquella aciaga noche soy poseedor de mil piezas de oro de 32 franken: tal fue la recompensa que me dio Satanás por la villana conducta que tan justamente estoy expiando.

-Me robarías esa suma, infame, cuando me robaste los papeles: no presumas engañarme con tus cuentos de bruja. ¡Mi caja! ¡mi caja al punto o te hago sufrir tortura!

-Haced lo que queráis -respondió Arnoldo con dolorosa resignación-. He dicho la verdad; pero soy culpable, matadme.

-¡Oh! ¡sí! yo te juro que ha de hallar Charmey regados con tu sangre los dominios de que me despoje: te juro sembrar con tus miembros despedazados el camino triunfal por donde vaya a tomar posesión de los bienes que ambiciona. ¡Me has perdido, miserable bastardo! pero no has de triunfar con el malvado de quien eres cómplice: no quedará sin venganza el conde de Montsalvens cuando quede arruinado por tu alevosía. ¡Hola! ¡corred, echad en el potro a este bandido! -dijo a los tres hombres que acudieren presurosos a su primer llamamiento-. Atormentadlo sin piedad hasta que confiese dónde ha ocultado el robo.

Los que recibieron esta inhumana orden no anduvieron tardos en ejecutarla, y ya habían asido al desdichado Arnoldo para comenzar la tortura, cuando un ruido extraordinario se hizo sentir en todo el castillo, y el conde y los ejecutores de su sentencia oyeron con asombro estas palabras pronunciadas por atronante voz:

-En nombre del emperador, llévanos a la presencia del conde de Montsalvens.

El conde hizo una señal de que se suspendiese la tortura del reo, y se adelantaba precipitadamente hacia la puerta por donde entró antes, cuando apareció en los umbrales de ella un oficial austriaco al frente de un piquete de soldados, y llevando a su lado al barón de Charmey.

-Señor conde -dijo el primero-: advertido el gobernador de Friburgo por el señor barón de Charmey, que se halla presente, de que un vasallo de dicho señor ha sido preso por orden vuestra y se halla en este castillo, me envía para sacarlo de él, advirtiéndoos que si alguna reclamación tenéis que hacer contra el joven Arnoldo Kessman, lo verifiquéis de la manera y en los términos que corresponden.

-El gobernador ha sido engañado -dijo el conde lanzando sobre el barón iracunda mirada-: la persona de quien se trata está a mi servicio, y nada tiene que ver con el señor de Charmey.

-Vuestra señoría es quien se equivoca -respondió este-: Arnoldo Kessman ha nacido en mis dominios, y en el momento en que se verificó su captura no pertenecía a la servidumbre del señor conde de Montsalvens.

-¿Decís que ha nacido en vuestros dominios? ¡probadlo! -exclamó el de Montsalvens con inexplicable sonrisa.

-Estoy pronto a ellos -dijo tranquilamente el barón-; pero antes quisiera que su señoría me concediera dos minutos de secreta conferencia, pues me parece que quedaría convencido, y que este negocio se terminaría sin necesidad de entrar en ciertas cuestiones enojosas.

-No sé qué esperanza maligna animó al oír estas palabras la sombría fisonomía del señor de Montsalvens; pero lo cierto es que se apresuró a complacer al de Charmey, rogando a todos los presentes se sirvieran pasar a la sala inmediata.

-El acusado puede quedar -dijo el barón-; lo que tengo que deciros le interesa especialmente.

Arnoldo que nada comprendía aun de cuando estaba pasando, tenía fijos en el joven Charmey sus grandes y melancólicos ojos con indescribible afán. Este, apenas quedaron solos, dijo con dignidad, después de cerrar por sí mismo todas las puertas:

-Señor conde, la villa de Neirivue acusa a este mancebo de haberos robado mil piezas de oro de 32 franken; pero en el momento en que tengo la honra de hablaros, se está desmintiendo como es debido tan vil calumnia por todos mis agentes, a quienes he dado el expreso encargo de divulgar la verdad, restableciendo la buena reputación que merece el acusado. Las mil piezas de oro que posee Arnoldo Kessman se las he regalado yo.

-¡Vos! -exclamó el joven estupefacto.

-Habéis pagado con ellas -dijo furioso el conde-, la caja que me robó por sugestiones vuestras.

-Esa caja no os pertenecía, señor conde -repuso sin alterarse Charmey-; no podéis acusar de robo a este mancebo, porque aunque llegarais a probar hasta la evidencia que se había posesionado de los papeles que contenía la mencionada caja, él pudiera probaros también con ellos mismos que eran propiedad suya que vos injustamente le reteníais:

-¡Oh! ¡que lo haga! ¡que lo haga! -exclamó con feroz alegría su interlocutor-; aconsejádselo vos, barón de Charmey. ¡Eso es precisamente el contenido de esos papeles! yo os desafío a que lo ejecutéis.

Sonriose el barón y contestó:

-Os comprendo, señor conde, pero veo al mismo tiempo que tenéis poca memoria, así como antes he podido conocer que no poseéis toda la prudencia y sagacidad que os suponía. Olvidáis que no es necesario presentar todos los papeles que encierra la caja para probar al mundo que es propiedad de Arnoldo Kessman. Entre las cartas que con laudable intención guardabais tan cuidadosamente, tuvisteis la indiscreción de dejar otras de distinta letra, firmadas con otro nombre, y en ellas consta, en primer lugar, que la caja y todo lo contenido en ella se os dejaba en depósito, en sagrado depósito para que se lo entregaseis a este huérfano cuando cumpliese los veinte años: en segundo lugar, consta también en ellas, recordadlo, que como de aquellos papeles se os dejó depositario también de la considerable suma de cinco mil piezas de oro de 32 franken, de las cuales sois deudor a este joven todavía.

Palideció el conde mientras hablaba su contrario, y tembló de pies a cabeza al oír la conclusión de su discurso.

-¡Y bien! -dijo con sofocada voz después de un instante de meditación-: ¡Habéis vencido, barón de Charmey! me arruinaréis, me quitaréis la honra, pero la vuestra no ha de quedar intacta. Lo que no puedo probar con papeles lo divulgaré a gritos por toda la Helvecia.

-Poco crédito puede alcanzar un hombre que queda infamado -respondió mordiéndose los labios el joven Charmey-. Después que os hayamos probado que sois un ladrón, señor conde, nadie tendrá dificultad en creer que seáis también un calumniador, y yo tengo una espada para sostenerlo. Pero no [es] eso lo que ahora deseo: lleváis, aunque indignamente, un nombre ilustre que quiero respetar yo, y me interesa que no salgan jamás de labios como los vuestros otros nombres que respeta todo el mundo. Atended, pues, a lo que voy a deciros. En este instante se está pronunciando un fallo que va a arrancaros los vastos dominios que me usurpasteis: yo os dejo, si queréis, para que no sea completa vuestra ruina, os dejo en tranquila posesión de la herencia de este joven, obligándome a resarcirle de su pérdida. Nada sabrá el mundo de la infame conducta que habéis observado reteniendo el patrimonio de un huérfano confiado a vuestra tutela, y vos, por vuestra parte, jamás pronunciaréis sin veneración los ilustres nombres de aquellos cuyos secretos sabéis. El día que os atrevierais a faltar a esta condición fundamental, arrojaría yo las cartas del padre de este joven a la faz del orbe, y a vos os cerraría la boca con una bala.

Rugió Montsalvens como el tigre encarcelado; pero aceptó las proposiciones de su contrario.

-¡Habéis vencido! -repitió con ahogado acento-; ¡mandad! os toca a vos ahora.

-Pues bien; quedamos convenidos -añadió-; solo falta que salgáis a decir en alta voz a todos vuestros domésticos que quedáis completamente satisfecho de la inocencia de Arnoldo, que lamentáis la ligereza de vuestra conducta, y que deseáis que se divulgue por todo el país la verdad de estos hechos.

-¿Eso más? -dijo el conde con amarga sonrisa.

-El honor de este mancebo lo pide, señor de Montsalvens.

-¡Bien! -dijo el conde-, y salió con precipitación.

Entonces Kessman, que de todo aquello solo había comprendido claramente que debía al barón la libertad y la honra, se precipitó a sus plantas exclamando:

-Con nada podré pagaros jamás lo que por mí habéis hecho, señor de Charmey; pero decidme en nombre del cielo si en efecto os debo a vos el dinero que me dieron en el camino de Eví, o si solo lo habéis dicho para evitarme el remordimiento y la mengua de haber recibido un donativo del diablo.

-Podéis estar perfectamente tranquilo, mi querido Arnoldo, -le respondió su salvador con visible emoción-. Ese dinero ha salido de mi bolsillo para pasar al vuestro. Vos erais paje de cámara de un hombre que guardaba, como ya habréis comprendido, papeles que comprometían el honor de una familia: pensé en que podría sustraerlos por vuestra mediación, y aprovechando las favorables circunstancias de aquella antigua tradición y del anhelo que debíais tener por adquirir dinero, imaginé el ardid que tan felizmente me ha salido. Entonces, Arnoldo -añadió el joven caballero más conmovido aún-, ignoraba yo mismo lo que sé ahora por aquellos documentos: ignoraba que al quitárselos al conde no hacíais más que tomar lo que era vuestro.

-Pero si eran míos esos papeles -observó Kessman-, ¿por qué os interesaba tanto el conquistarlos vos, señor de Charmey?

-¡Escuchad, Arnoldo! -dijo el barón bajando la voz que su emoción hacía trémula-. Una dama de elevada clase, cuyo marido se hallaba ausente, tuvo la desgracia de inspirar una pasión tan invencible como la que sentís por Ida Keller a un caballero ilustre, que para mayor desventura supo además hacerse amar. Sí, el tirano sentimiento que os hizo aceptar un donativo infernal en vuestro concepto, fue también poderoso en el alma de aquellos dos desgraciados. ¡Todo lo olvidaron, Arnoldo! Pero volvió el esposo; los culpables hubieron de separarse para siempre, y poco después murió uno de ellos en brazos del conde de Montsalvens, que era su amigo y su deudo. Quedó en poder de ese malvado un niño infeliz, fruto de aquella pasión infausta, y con este sagrado depósito que le hiciera un padre moribundo, recibió también los papeles, cuya existencia ignorabais. Muchos de ellos eran cartas de amor; cartas trazadas con tanta pasión como imprudencia por la mano de una mujer: ¡firmadas con su nombre! Otros eran escritos del amante dirigidos a su confidente y amigo; por ellos he sabido que vos sois, Arnoldo, aquel huérfano confiado a la tutela del indigno sujeto en cuya casa habéis ocupado el lugar de un criado: en ellos también consta que vuestro padre os dejaba en manos de ese infiel depositario una parte de sus caudales. Pero nada de esto sabía cuando anhelaba la posesión de aquellos documentos: entonces solo pensaba en arrancar de manos de un infame las pruebas del deshonor de una respetable familia; porque el que las poseía, Arnoldo, había hecho de ellas un arma para proteger sus usurpaciones; ¡sí! era bastante bajo para decirme: «El día que me reclaméis los bienes que os he quitado, ese mismo divulgaré los secretos que poseo; removeré las cenizas de la desgraciada que ya no existe, y arrancaré a su memoria el usurpado respeto que la acompañó a la tumba».

-Me estáis descubriendo la más inaudita bajeza -dijo Kessman-, y os rindo infinitas gracias, señor barón, por haber salvado el honor de mi madre, haciéndome instrumento de vuestro designio; pero permitid que os diga que aun no comprendo el interés personal que en todo esto tenéis: no, no alcanzo el motivo que os puede hacer tan precioso el buen nombre de mi familia que por conservarlo habéis dejado al conde en tranquila posesión de vuestros dominios.

-¿No lo habéis comprendido todo, Arnoldo? -repuso el barón reteniendo con dificultad una lágrima que asomaba a sus párpados-: ¡pues bien yo voy a explicarlo! Sabed que no es común a los dos el sagrado deber de conservar sin mancha el nombre de aquella que os dio la vida, porque... ¡también en su seno comenzó la mía!

-¡Sois mi hermano! -exclamó trasportado Arnoldo.

-¡Más abajo!... -respondió Charmey-: ¡venid a pronunciar ese nombre sobre mi corazón, hermano mío; ¡pero después olvidadlo! Este sacrificio nos impone a entrambos el respeto debido a nuestra infortunada madre.

Los dos jóvenes se precipitaron uno en brazos de otro y confundieron sus lágrimas en aquel largo y tiernísimo abrazo; pero al mismo tiempo llegaron a sus oídos estrepitosas aclamaciones que resonaban en torno del castillo.

-¡Viva el barón de Charmey! ¡viva Arnoldo Kessman! -repetían innumerables voces.

El oficial austriaco se presentó en aquel mismo instante en la estancia en que se hallaban los dos hermanos.

-Señor barón -dijo-, el conde de Montsalvens me ha manifestado quedar perfectamente satisfecho de la inocencia de este mancebo, y según tango entendido, su novia y los vecinos de Neirivue acaban de llegar a las puertas de este castillo clamando por vos y por él. Vengo, pues, a felicitaros con todo mi corazón, y a advertiros que me vuelvo a Friburgo con mi gente.

-Señor oficial -respondió el barón-, acepto con gratitud por mí y por mi protegido vuestro cordial parabién; más rechazo vuestra despedida. Sabed que este joven fue preso el mismo día que celebraba sus contratos matrimoniales, según supe en Friburgo por su padre, al cual he dado mis instrucciones, a fin de que podamos terminar hoy mismo, en el castillo de Charmey, los interrumpidos regocijos. Me creo con derechos de ser preferido para padrino de la boda y os convido a presenciarla esta noche. Mañana, más descansada vuestra gente, podréis volveros a Friburgo.

El oficial se inclinó en seña de asentimiento, y Arnoldo hizo otro tanto para besar la mano del barón, que le dijo entonces:

-Vamos, amigo mío, a abrazar a Ida (espero que me lo permitiréis sin tener celos esta vez), y a advertirle a Juan Bautista que debe añadir a los contratos la cláusula de que aportáis al matrimonio cinco mil piezas de oro de treinta y dos franken de las que me reconozco deudor. Yo me reservo el derecho exclusivo de disponer los festejos de las nupcias, y os advierto desde ahora que una de las novedades con que quiero obsequiaros será la iluminación del camino de Eví, adonde hemos de ir en caravana a cortar el helecho para alfombrar la capilla en que recibáis la bendición.

Los vecinos de Neirivue lograron en aquel instante ganar por asalto las puertas del castillo, y entrando en tumulto se apoderaron de Arnoldo para llevarlo en triunfo a los brazos de su Ida...

En toda la villa de Neirivue y aun en otras muchas del contorno fueron objeto de conversación para el resto del año las suntuosas bodas de Ida Keller con Arnoldo Kessman, y los populares regocijos que siguieron a aquellas con motivo del completo triunfo del joven barón de Charmey, puesto en posesión de los pingües dominios que le había usurpado hasta entonces el aborrecido conde Montsalvens.

No falta tampoco quien nos asegura que al año siguiente, en la noche de la Velada del helecho, ocurrió un nuevo motivo de la alegría, cual fue haber dado a luz felizmente la esposa de Kessman un hermosísimo infante, a favor del cual repitió el barón de Charmey, en el acto de su aparición en el mundo, el donativo del diablo.