La vejez
¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?...
La vejez.
La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.
Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.
Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.
Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.
—¿Qué es la vejez?...
La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.
Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.
Las religiones, que tienen sobre la ciencia la enorme ventaja de poder dar respuesta a todos los misterios que nos' rodean sin necesidad de ofrecer pruebas, han explicado, con más o menos fantasía, qué es la vejez y qué la muerte. El melancólico Buda llamó a la vejez el tercer sufrimiento, para el cristianismo, es algo así como la preparación del alma que se despide antes de emprender su viaje final al seno de la Divinidad.
Poetas y filósofos han discurrido siglos y siglos sobre la vejez, pero de un modo imaginario. Sólo a mediados del siglo xix los fisiólogos han comenzado a ocuparse de este problema, con observaciones prácticas, sentando una afirmación que desconcierta a muchos y les hace morir con la cólera del que se siente víctima de una injusticia del Destino.
Según estos hombres de ciencia, el cuerpo humano está organizado para vivir ciento cincuenta años cuando menos. Algunos prolongan el término más allá de los doscientos años.
—¿Y por qué vivimos mucho menos?—pregunta con rabia el egoísmo humano.
Aquí la razón científica se plurifica en innumerables explicaciones. Cada sabio expone su teoría, aunque todos ellos están acordes en reconocer como una de las causas principales la mala organización de nuestro modo de vivir, la malsana influencia de las rutinas seculares, de las costumbres, de todo el engranaje de la existencia moderna, que al cogernos en la cuna parece no tener otra misión que llevarnos cuanto antes al sepulcro.
Es indudable que en remotos tiempos el hombre vivió más que vive en los presentes. Las tradiciones religiosas que hablan de vetustos patriarcas, alegres y sanos como jóvenes, tal vez no están desprovistas de fundamento. Es probable que alguna vez murieron los hombres centenarios dulcemente, cual una luz que se extingue, satisfechos de acabar sin protesta y sin rencor para la muerte, saciados de sus días, como dice la Biblia.
Los sabios franceses son los que mejor han estudiado científicamente este problema de la vejez y la muerte.
Hace medio siglo, los grandes fisiólogos Flourens y Demange explicaron la vejez diciendo que con el curso del tiempo las paredes de nuestras arterias, fatigadas por un largo servicio, pierden su elasticidad. Débiles y saturadas de sales de cal, riegan mal nuestros órganos, que se marchitan y atrofian. Su conclusión es ésta: «Cada hombre tiene la edad según el estado de sus arterias.» Pero cuando la averiguación científica les preguntó el porqué de esta infiltración calcárea de nuestros vasos sanguíneos, los dos sabios no supieron qué contestar.
Una nueva teoría, más simple y tal vez cierta, ha surgido recientemente: la del sabio Mechnikof, discípulo y heredero de Pasteur, continuador de su obra, hombre de laboratorio, que es a la vez un gran escritor y un artista elocuente. Según Mechnikof, todo el mal de nuestra vida, la triste vejez y la muerte anticipada, reside en el intestino grueso. En los tiempos prehistóricos, cuando el hombre salvaje, fiera semi-rracional, había de contentarse con grandes cantidades de alimentos vegetales, y perseguido sin cesar por otras bestias superiores, o perseguidor a su vez de las bestias inferiores, sentía la necesidad de mantener en su organismo durante largas horas los nauseabundos desperdicios de la alimentación, el intestino grueso le prestó un gran servicio desarrollándose como un órgano de indispensable necesidad. Las aves, que pueden librarse de estos residuos sin detener su movimiento, carecen de tal órgano. Hoy el intestino grueso es para los hombres, según Mechnikof, un terrible laboratorio de muerte, donde se fabrican las toxinass que envenenan lentamente nuestra existencia.
El cuerpo humano lo ve este sabio como una república federal de células en la que la división del trabajo ha llegado al último extremo: «Unas células fabrican el azúcar; otras, la bilis; las hay que con sus movimientos producen el fenómeno de pensar.» Todos estos pequeños seres que viven en nosotros y para nosotros, formando gran parte de nuestro cuerpo, los apellidan los biólogos células nobles.
Al lado de ellas hay otras células más groseras y robustas al mismo tiempo, que están encargadas de la limpieza y defensa de nuestro organismo: como si dijésemos la policía interior del cuerpo humano. A estas células, siempre hambrientas, rudas y brutales, las llama Mechnikof fagocitos, o sea células comedoras. Si encuentran un microbio o un residuo malsano en nuestro interior, le dan caza, lo rodean y lo devoran. El ejército de los fagocitos es la guarnición de la plaza fuerte de nuestro cuerpo. Enemigo que penetra en ella perece in, mediatamente, y así podemos, defendemos de los innumerables sitiado res invisibles que nos rodean a todas horas e intentan asaltarnos. Pero estos aliados de nuestra vida, estos defensores de nuestro organismo, crecen en ferocidad con el tiempo. Son como los perros de caza, que acaban por devorar las piezas, olvidándose de ayudar a su dueño. Cuando en el curso del tiempo las células nobles se usan, a causa de las toxinas que fabrica el intestino grueso, y carecen de defensa, los fagocitos las consideran con igual animosidad que si fuesen enemigos, y arrojándose sobre ellas las devoran, no dejando más que los residuos calcáreos, imposibles de digerir. De aquí la fragilidad del esqueleto, la decadencia de los órganos. la marchitez rugosa de la piel, la vejez, en una palabra, que no es realmente más que una enfermedad.
Y, sin embargo, esta época de nuestra vida, que representa la decadencia y atrofia de los órganos, ha gozado siempre de cierta superioridad.
Los primeros conductores de hombres fueron los guerreros: esto es indudable. Las hordas, obligadas a pelear para poder vivir, acataron, por egoísmo y espíritu de conservación, la autoridad del más bruto. Pero cuando el hombre aró la tierra, y poseyendo otros medios de existencia que la caza o el robo pudo vivir en relativa paz, acató la autoridad del patriarca: y entonces la majestad de la vejez, las luengas barbas de nieve, la frente arrugada y serena, ejercieron una influencia misteriosa, un poder religioso, superior al del brazo membrudo armado con el hacha de pedernal.
En el hombre es instintivo el respeto a la ancianidad sana que aún puede pensar. Los antiguos dioses, cuando necesitaban oráculos, sólo hablaban por las bocas pálidas de los sacerdotes, cubiertas de hilos de plata. Todos sentimos confusamente que algo superior, reposado e inmutable, como el supremo misterio de la Naturaleza, 0^0^^ por esos pensamientos que han vivido mucho.
Una parte importante de la Humanidad occidental y civilizada venera como personificación de Dios a un sacerdote de cabeza blanca y blancas vestiduras que extiende su diestra desde Roma. La ancianidad es condición indispensable de su ministerio. Un Papa de veinticinco años haría retroceder de espanto al catolicismo.
En el arte las primeras figuras son grandes ancianos, a partir de Hornero, con sus ojos sin luz y su barba de blancos anillos. Víctor Hugo, muriendo a los cuarenta y cinco años, hubiera sido para la Historia un gran poeta, pero no el vidente de todo un siglo, el patriarca protector de los miserables, el generoso cantor de la Piedad Suprema. Tolstoi es grande por sus obras,. por su noble locura evangélica; pero lo más conmovedor en él es la ancianidad, esa vejez heroica, eco de todas las miserias y tristezas, que con motivo de su jubileo implora la cárcel y el patíbulo a cambio de redimir a sus semejantes.
La vejez inteligente y sana, con el pensamiento intacto, infunde el mismo respeto que sienten los orientales por el loco sagrado. Hay en ella algo de lo que llaman los árabes el soplo de Dios.
No es esto decir que el mundo debe ser dirigido por los viejos. Los que libran las batallas de la vida, hacen las revoluciones y aceleran el progreso, son los jóvenes. A ellos la espada y el escudo; para ellos la primera línea, la vanguardia, en la que se reciben golpes de muerte y besos de gloria. Pero cuando llegan al cansancio y la noche, alguien ha de recoger a los caídos y rezagados, alguien ha de poner término al combate, pues la vida no es guerra toda ella ni toda paz. Son los viejos entonces los que mandan, los grandes maestros de piedad y tolerancia, los que contemplan el torrente humano desde las alturas de una dulce impasibilidad, inaccesibles a las ambiciones y a los odios que nos agitan a los demás hombres. Los jóvenes son los guerreros del progreso humano; los viejos, los sacerdotes que lo consagran y dulcifican con su bondad.
Antiguamente, el poder del patriarca se fundaba en su experiencia, en lo que había visto v aprendido durante los años. Hoy esto no es indispensable. Un hombre de treinta años puede saber lo mismo que otro de ochenta, gracias a las facilidades que la Imprenta y los viajes proporcionan a toda clase de conocimientos.
La majestuosa grandeza de la vejez no reside en la experiencia, sino en su tranquilidad, en su alma serena para examinar las cosas.
Pasamos gran parte de nuestra vida corriendo tras brillantes y engañosos fantasmas, viendo todo cuanto nos rodea al través de mágicos celajes.
Peleamos como fieras, por el amor, la gloria, el honor, la riqueza... ¡Ay! Sólo los viejos, cuando están próximos a abandonar el mundo, saben lo que son y lo que valen estas palabras. Los velos engañosos se rasgan para ellos. Lo que a nosotros nos enardece, no despierta eco alguno en sus organismos. Ellos conocen la verdad, la única verdad, oculta tras las fantasmagorías juveniles. Lo cierto para ellos es haber cumplido el deber; su único amor, el que presta apoyo al semejante; su única riqueza, la satisfacción de sí mismo por haber hecho el bien.
La vejez, al apagar los instintos y pasiones que perturban nuestra vida, da a esos hombres una serenidad de semidioses, prolongando su vista al través de las tinieblas y prejuicios que nos rodean.
Una vejez tranquila, con el pensamiento sano, es, como diría un poeta antiguo, «el mejor de los dones de los dioses». Del ángel y la bestia que, según Pascal, llevamos todos dentro de nosotros, el ángel queda en pie, bondadoso, tolerante, lleno de dulce misericordia para los hombres y las cosas, y la bestia, apasionada y rugiente de apetitos, cae a los pies, como envoltura rasgada y flácida.
Pasamos media vida enloquecidos por el genio de la especie; esclavos del instinto de reproducción, que nos perturba y nos hace cometer toda clase de actos indignos o de heroicidad oscuras y disparatadas; creyendo qué la existencia no es más que esto, sordos y ciegos para otros deberes.
La vejez, libertada de tan grosera servidumbre, sonríe misericordiosa.
Un obispo de otros siglos mostraba inmensa tolerancia ante pecados y crímenes.
Cuando sus familias se escandalizaban de esta bondad, el anciano les respondía, con rudeza castellana, llevándose un dedo a la frente:
—¿Qué queréis?... Dios os ha hecho a semejanza de una casa; y cuando no hay paz en el piso bajo, es natural que arriba anden todos como locos.