La tropilla editar

Recibida la hacienda y puesta en marcha, don José cortó de las demás su tropilla y se volvió para la estancia, donde era capataz, arreando solo y en tren ligero, los quince caballos rosillos y la yegua mora que, con su recado, su poncho y sus huascas, constituían lo mejor, sino el total de su fortuna, al mismo tiempo que eran su orgullo y su gloria.

Unas veinte leguas, más o menos, tenía que hacer: de estas leguas pampas, medidas al tanteo, y que, según la estación y la hora, el estado del caballo, la dirección del viento y el rumbo, parecen dos cada una, o se vuelven un soplo. Todo, en esa ocasión, le favorecía: la tropilla, compuesta de puros animales lindamente baqueteados y bien reposados, volvía para la querencia, por una mañana deliciosa de otoño y con el viento de cara, que refresca y barre el polvo: era como quien dice el cielo.

Una cosa es andar en esas condiciones y otra muy diferente galopar, envuelto en una nube de tierra, con el viento de espaldas, y por una tarde de verano, en mancarrones flacos, cansados o demasiado gordos, o mal arreados y que porfían para volverse; así, ¿quién no llega marchito?, pero, como iba don José, es fácil guapear y, sin sentir, andaba, suavemente arrullado por el galope rítmico del caballo, mecido por el campanilleo alegre del cencerro de la yegua que marchaba por delante, acelerando el trote, rodeada por los catorce rosillos, en grupo compacto.

Ninguno se atrevía a pasar delante de la madrina, dejando todos que puntease su cabeza, y que, a su lado, marchase sin estorbo el bonito potrillo de pocas semanas que la acompañaba.

Don José iba pensando, cantando, silbando o conversando solo, y de vez en cuando, apostrofando a sus dóciles compañeros de viaje, no con palabras muy elegidas, que digamos, pero siempre en tono de indulgente cariño, como amo altanero a viejos servidores queridos.

Se acordaba cuántos años y cuánto trabajo le había costado la formación de su tropilla.

Quince caballos, de un mismo pelo, siguen una yegua; obedecen al silbido, al gesto del amo; andan en un solo montón, sin que ninguno se corte; no se separan de la madrina, ni de día, ni de noche; paran a mano, en medio del campo, y se dejan ensillar sin moverse, todo esto con tanta facilidad y tanta limpieza, que cualquiera se figuraría que así han nacido: al que no sabe las cosas, todo le parece sencillo. Pero don José sabía, él; y en cada pieza de su tropilla, podía leer un capítulo de su historia.

Cuando hizo sus quince años, su padrino le regaló la primera yegua mora, con un potrillo rosillo, y su padre le sacó un boleto de marca a su nombre. ¡Ah!, como todavía se acordaba el gusto, el orgullo con que había, él mismo, aplicado el fierro candente en el cuarto del primer potrillo de su propiedad! ¡Qué rico olor el del pelo quemado! Desde entonces, cada vez que había podido tener juntos unos pesos, y encontrar, a la vez, algún potro rosillo que pudiese comprar, aumentaba la tropilla. Y habían pasado ya muchos años; la yegua fundadora había muerto, siendo reemplazada por una hija que le salió igualita, y los potros se habían vuelto caballos, domados todos por el mismo amo con el cuidado que siempre se le da al trabajo que uno hace para sí, amansados con mano prolija y paciente.

Por cierto que muchos se habían renovado; de los primeros entablados sólo unos cuantos quedaban, y viejos ya, medio bichocos, pero a medida que se hacía inservible alguno, lo reemplazaba un potro, siempre del mismo pelo.

A pesar de ser todos tan parecidos, primera vista, don José bien los sabe distinguir: uno es más claro, otro, más oscuro; éste tiene un lunar blanco en el lomo, aquél, una estrella en la frente. La cola, la crin, el tamaño, el modo de orejear, todo le sirve de indicación para conocerlos y saber cuál debe ensillar en tal o cual parte del viaje, o para tal o cual trabajo.

Aquél que anda allá, a mano derecha, contrita la yegua, es el más viejo de todos; guapo y sufrido como ningún otro, tiene un galope tendido y suave, exquisito, y se ensilla siempre el último, en las jornadas largas, cuando vienen llegando las ganas de descansar. El postre, lo llama, por esto, don José. Este es tropezador, porque se duerme caminando; y es necesario pegarle, de vez en cuando, un buen chirlo. Otro tiene el galope duro y seco, cansador y desagradable, pero, amigo, para carnear, no hay otro, porque solo, sin jinete, sujeta, sin aflojar, cualquier novillo enlazado. Si se trata de apartar, aquel, allá, es el mejor; pues, busca el animal con el pecho y se le pega hasta que salga corriendo. Para ir de chasque, ese alto, y, de tiro, el que lo sigue, y no hay tren que lo gane.

También hay el de las carreras, y el del juego de sortija; para bolear avestruces, hay uno lindo, y si viera, en el rodeo, aquél otro, pegando una pechada, quedaría admirado. Cualquier mujer puede ensillar este que va en la orilla; es un carnero, de manso, y anda de sobrepaso.

Algunos tienen sus defectos o sus mañas; uno se lastima en el lomo, otro es duro de boca, aquél es espantadizo, pero esto es poca cosa y no hay que hacerle caso, pues casi es tan imposible encontrar un caballo sin tacha, como un hombre perfecto.

Y don José, galopando, repasaba en su memoria muchas cosas del pasado: no puede uno estar solo, durante tantas horas, sin que trabaje la mente y, por ella, se remuevan recuerdos y pensamientos. Se acordaba cómo había tenido cada uno de sus animales; y cómo los había domado; lo que, con cada cual, había hecho, y en qué circunstancias alegres o tristes, buenas o malas, lo habían acompañado. Uno le había dado un porrazo; con el otro, se había llevado en ancas, a su rancho, por una noche oscura, y, para asegurar el consentimiento paterno, a la mujer con la cual iba pasando la vida y rodeándose de muchachos; con aquellos dos, se había presentado, en el 80, a la comisión reclutadora, cuando la revolución. Tres de ellos habían quedado perdidos más de seis meses, llevados quien sabe por quién, -aunque sospechaba-, y devueltos por la suerte; y aunque ya no fueran de los mejores, porque se los habían cansado y echado a perder, les tenía ese cariño especial, tan fuertemente arraigado en el áspero suelo de la injusticia, que siempre otorga el padre cariñoso al hijo pródigo.

Así de todos, y de cada uno; y a cada recuerdo, esboza don José una discreta sonrisa o una mueca triste; y cuando le toca ensillar uno de los que menos le agradan se resigna, pensando que, en la vida, siempre hay que sufrir, y que el hombre feliz es el hombre de aguante, y que cada cual tiene que cruzar la travesía con el caballo que le haya caído en suerte, pingo guapo, bagual indómito mancarrón bichoco.