La tristeza voluptuosa: 13

La tristeza voluptuosa
de Pedro César Dominici
Tercera parte
Capítulo II

Capítulo II

Carlos Lagrange había terminado su nuevo libro, destinado a propagar en la América Latina las ideas de la ciencia moderna. Una onda de fortaleza y esperanza en la obra civilizadora de los hombres, y en el destino de la humanidad flotaba entre sus páginas, como la brisa sana y purificante de las grandes alturas; y en sus entusiasmos, de sectario, cuando hablaba del alma nueva que comenzaba a formarse en el pueblo, que cambiaba poco a poco de ideales y de tendencias, parecía un apóstol.

Había tomado en el París revolucionario los sueños más exquisitos para el equilibrio de la sociedad futura, cuyo triunfo cantaba en frases sonoras de elegante corte épico. Las luchas obreras habrían desaparecido, la guerra se convertiría en el soñado tribunal de árbitro, y por todas partes, la elocuencia y las ideas, la prensa y el libro, dominarían la fuerza brutal de los cañones y de las bayonetas; y el pueblo, el pobre pueblo, que como soldado da la victoria a los jefes, como obrero aumenta las riquezas del propietario, y como elector lleva al poder los partidos, no sería el eterno olvidado de las clases privilegiadas, el apoyo ciego de los gobiernos y de las naciones. Sin embargo, condenaba las mayorías como retrógradas, por ser base de las mediocridades, sostenedoras adocenadas del conservatismo del poder; y era por eso enemigo de los parlamentos, de las academias y de los concursos, en que las tendencias originales y las ideas avanzadas quedan aplastadas por el criterio común, enemigo de toda innovación, temeroso de cualquier reforma.

Atacaba la pena de muerte como la más abyecta usurpación de los derechos naturales; la sociedad no es para destruir, y todas las fuerzas, buenas o malas, pueden ser útiles en el concierto general. Las energías del criminal, sabiamente dirigidas por la justicia, son fuentes de beneficios para esa sociedad, que emplea la destrucción como la manera más perfecta de enseñar y corregir. El criminal es una fuerza extraviada que puede aprovecharse, del propio modo que se hace fructífero con nueva tierra, con nuevas aguas y con nuevos árboles, el terreno abandonado como foco peligroso de miasmas y de fiebres. En sus teorías sociales era el más utópico de los sofistas, y aseguraba que para obtener en la práctica un verdadero progreso era necesario exagerar hasta todo extremo la doctrina. Sin hacer del hombre un instrumento ciego del acaso, pedía el estudio profundo del atavismo y de la herencia en las familias y en los pueblos, y así encontraba irracional esas escuelas comunales y esos liceos, en que se reciben toda clase de alumnos y pensionarios que viven en continua unión, en contacto diario, propagándose las tendencias y los vicios, sin aprovechar las buenas cualidades ni las buenas índoles. Al cabo de cierto tiempo, se encuentran perdidas las fuerzas superiores, y sólo vaga en las aulas el espíritu mediocre de las inteligencias comunes, que acaba y asfixia todos los ideales. Proponía crear institutos de educación en donde se estudiasen por mucho tiempo las condiciones psicológicas y fisiológicas del niño, consultando la historia de su familia y observando en él sus inclinaciones naturales, las pasiones y virtudes que se desarrollan, para desviar los malos instintos, la tristeza de los sentidos, y ayudar la evolución de las buenas tendencias. ¿Cómo es posible, se decía, que se pretenda educar del mismo modo, con los mismos métodos, todos los diversos elementos que concurren a una escuela, sin tomar en cuenta de dónde viene ni quién es cada discípulo? Es como querer vestir con las mismas medidas una comunidad en que hay seres de todos tamaños y de todas formas.

Las escuelas, los cuarteles y las penitenciarías, como están hoy constituidas, desarrollan los vicios o inoculan en la sangre las malas pasiones. El niño, como la planta, debe vigilarse constantemente para que de frutos copiosos, y la educación física no debe abandonarse por los cuidados de la inteligencia. Del desarrollo del cuerpo depende el equilibrio de las funciones vitales, y el maestro, después de los padres, es el culpable del destino ciego de los hombres, que, sin haberse formado una base sólida y sana, van vacilantes camino de la muerte arrojados aquí o allá por la suerte y por los acontecimientos.

Sus ideas sobre religión eran sinceras, hijas de largas meditaciones y de vigilias incontables, en que consultaba el Nuevo y el Antiguo Testamento. Muchas horas había pasado admirando las leyes de Moisés, en las cuales veía los fundamentos de la moral cristiana, y admiraba a Jesús de Nazareth, como al más audaz revolucionario, pero rechazaba con gran indignación los templos modernos, como rechazaba los antiguos templos paganos, las mezquitas y las pagodas. La idea de Dios hecho imagen, en forma de Buey, de Triángulo o de Hombre, lo ponían colérico, no pudiendo habituarse a la despreciable necesidad que tienen las muchedumbres de adorar un fetiche. Sin ocuparse mucho del sacerdocio, que veía como una profesión, como otra cualquiera, como la ejercieron los sacerdotes que consultaron el Oráculo en tiempo de los griegos, o a Isis en los tiempos egipcios, o al Sol y la Luna en la civilización incaica, rechazaba la profesión de fe, y la triste perspectiva de que para pertenecer a esa secta deba dejarse a las puertas de la iglesia, como un fardo peligroso, la libertad de conciencia. A su manera de entender las cosas, los frailes y los curas tienen razón de vivir de ese modo, en los modernos templos paganos, en donde cada santo está sustituyendo un dios antiguo, aunque eso oficio sea más propio para mujeres, como lo acostumbraban las vestales y sacerdotisas, pero encontraba vergonzoso que un hombre se decidiera a abandonar la libre posesión de su sexo, por la vida tranquila y egoísta de los claustros y monasterios, sobre todo, necesitando la tierra brazos y manos el arado.

Y proclamaba como ella debe ser la religión, grande, inmensa, indestructible, teniendo como templo la Naturaleza, como ideal la Justicia, como símbolo la Belleza. Imaginábase en sus sueños de democracia, en las plazas más concurridas, al lado de la República, la estatua de mármol de Jesús, representando la mansedumbre y la fraternidad. «En esa época, ¿qué religión dominará, qué nuevo genio habría nacido en el mundo, y hecho transformar con sus doctrinas los ideales y la filosofía del pueblo? ¿Vendrá después que un hombre haya humillado al mundo, o los nuevos héroes seguirán detrás del manto estrellado del nuevo Dios, asegurando sus doctrinas con la espada y la tea? Que para entonces se encuentre ya desengañado el pueblo del premio de la guerra, y que toda la sangre que por tantos siglos ha bebido la tierra, sea el sublime galardón de paz que ha de traer en su manto de púrpura el futuro nuevo Rey del mundo.»

Esas frases de sabor bíblico, eran los gritos rebeldes de su alma, que juzgaba como imperfecto el cristianismo, doctrina, como él decía, admirable, considerada como la obra de un hombre, tristemente fementida, si era la obra de un Dios. Y sostenía, que en diez y nueve siglos el cristianismo no había logrado reformar ni conquistar el mundo, y que el hombre no había mejorado de sentimientos, ni la humanidad había preferido la tendencia al bien. Los hombres, tan malos, o peores que antes, son siempre igualmente desgraciados; y Jesús, el manso, el cordero, la paloma, ha ensoberbecido las almas con su canto revolucionario, que terminó con la melancólica protesta del Gólgota. «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?» Tal vez arrepintióse el mártir soñador en ese instante de haber llevado sus ideales hasta el sacrificio, y dudó, como han dudado todos los hombres, al encontrarse abandonado, traicionado y negado por sus amigos, recordando que los otros filósofos, a quien él había imitado, y en cuyas fuentes había bebido, si es cierto que también se sacrificaron por sus ideas, muriendo igualmente por la humanidad, al menos encontraron en la agonía el consuelo de verse rodeados de sus discípulos. Y Lagrange, con toda la honradez de su alma, anatematizaba a los traidores y a los cobardes de todas las épocas, raza indigna de acompañar al genio en su camino luminoso, lleno de martirios y de tristezas, palmas y laureles de toda nueva idea.

Sin aceptar todos los argumentos de la filosofía de Augusto Comte, su ideal revolucionario iba hacía el positivismo; y el sistema del gran filósofo lo seducía por la bella conclusión general de su tratado, que construía sobre las ruinas de las ideas religiosas, en otro tiempo necesarias para la vida de los pueblos, hoy completamente desacreditadas, la religión social, por el culto de la razón, el único digno del cerebro del hombre. Y miraba con desprecio las inteligencias elevadas que se han dejado engañar por la parte artística del catolicismo, por lo que él llamaba desdeñosamente la mise en scéne de la Comedia de la Fe: los templos fabricados con oro y mármol, decorados con esculturas y telas maestras; el olor sugestivo del incienso, el tañido doliente de la campana; y la música, esas sinfonías de los oratorios que han hecho la gloria de Palestrina y de Bach, y que invitan a soñar con cosas lejanas, dominando las almas por su lado vulnerable, por esa tendencia a la meditación y a la tristeza que existe en todos nosotros, y que en el fondo sólo es la inconformidad con la idea de la muerte, una forma religiosa del escepticismo


¡Como había cambiado su alma! Él, que años atrás había acariciado con placer la idea de la muerte, creyendo que la vida no tenía objeto, y negándose a tomarla como un pasatiempo, sin resignarse al vacío intelectual por la falta de ideales, había al fin encontrado una manera de luchar y de ser útil, y considerábase feliz de poder contribuir en algo a poner las bases de la sociedad futura. Su plan era noble y grande, regresar a la América después de haber concluido de nutrir su cerebro con todos los manjares del París intelectual, y trabajar por la cultura de su país, no ya con sus libros, sino personalmente, creándose un círculo que lo ayudase y lo siguiese en la gran obra. Y veíase como el elegido para implantar las reformas políticas y sociales de su país, pensando sin descanso en todo lo que podía hacerse de aquella América, noble y llena de energías, en donde existe la más clara idea de la democracia y de la igualdad, en donde el pueblo no conoce sino crímenes pasionales, celos de enamorados y tragedias de amores, en donde se considera una cobardía arrojar a escondidas una bomba, para hacer saltar al primero que pase, mujer, niño o anciano. La principal tarea consistía en abolir el personalismo, en obligar al pueblo a luchar por ideas y principios, no por hombres ni empleos; en hacer comprender a los gobernantes que ellos representan los derechos del pueblo, y que el orden y la honradez son los más preciados adornos de un magistrado. ¡Oh! Todos aquellos vastos campos poblados, y la tierra engendrando y esparciendo por medio del trabajo sus riquezas inagotables, sin que nadie conociera el hambre ni la miseria. Y aquel futuro reformador soñaba días enteros con la gloria de la iniciativa, mirándose algo así como un providencial, que aguardaba desde el refinado centro en que vivía, la hora de la prueba.

Hacía ya más de un año que se había casado civilmente, y aunque esto no había cambiado en nada su manera de vivir y de pensar, estaba contento de legitimar ante la sociedad su unión y el nombre de su hijo, ¿Y por qué no? Luciana había llegado pura a sus brazos, y se había conservado honrada y digna de todos los sacrificios. Era ella quien lo había reconfortado y sostenido en sus momentos de desconsuelo, quien lo había hecho amar y comprender la vida. Y aunque ella no le habló nunca de su matrimonio, creyendo que su amor se rebajaría con cualquiera idea de interés, él, en ciertos momentos de confidencias en que le hablaba del porvenir y de sus proyectos humanitarios, creía leer un reproche muy disimulado en los grandes ojos negros y severos de su amiga, como si lo tratase de ingrato y de egoísta. Por fin una mañana participóle su decisión, y ambos se fueron a escondidas a la alcaldía, él, sereno y satisfecho, ella, nerviosa y bella, sin poder ocultar su alegría. Y en nada cambiaron sus almas después de la ceremonia. Sus amores conservaban el perfume voluptuoso de sus primeros tiempos, cuando se daban besos silenciosos a la salida del Louvre, temiendo ser sorprendidos, al caer la noche con su infinito manto de sombras sobre la gran ciudad; cuando vagaban cogidos de la mano en las Tullerías, protegidos por los árboles, entre las estatuas desnudas y los grupos alegóricos, él, convenciéndola de que debía ser suya, que la amaría siempre, ella loca de amor, pero vacilante, temerosa del porvenir, poseída de la trascendencia del paso que iba a dar. Y allí se hacían promesas y juramentos al aire libre, bajo el cielo azul, hasta que los mirlos se disputaban las ramas más altas de los castaños, y las angustias de la luz eléctrica al entrar en los grandes focos, les advertían que la noche había llegado, y que era la hora de separarse. Y ella se iba solita, muy de prisa, hacia su casa, con las mejillas rojas y el corazón lleno de esperanzas, creyendo, como toda muchacha enamorada, en las palabras de su amante y en los aleteos misteriosos con que el amor cantaba en sus oídos. Sin embargo, Luciana no le exigió nunca matrimonio, no le pidió sino ser amada, pero amada siempre, mientras ella fuese buena; y tal vez en el fondo, sabía que quien la amara no podría olvidarla, y que con las caricias de sus ojos de mirar altivo y las muecas deliciosas de su boca sensual le bastaba para evitar que fuese perjuro el hombre a quien ella se entregase.

Después de la sencilla ceremonia, que había estrechado aquel lazo ante la sociedad, los recuerdos, como perfumes del pasado se hicieron más intensos en aquella casa, en donde la belleza indestructible de la Venus Capitolina triunfaba siempre sobre la ciencia y la filosofía, en la gran mesa redonda del salón, entre los retratos sugestivos de poetas y de artistas.

Sin embargo, Lagrange tenía también sus momentos de pesar y de desconfianza en la obra de los precursores. Temía el espíritu inconsciente de las muchedumbres, la fragilidad de los sentimientos del pueblo, que no está nunca seguro de lo que ha de desear mañana, y que puede, con el error de un día, retardar por muchos siglos el triunfo de las ideas.

La obra era lenta y arriesgada, y desconsolábalo ver que el trabajo de toda su vida sería un grano de arena arrojada en medio de un huracán. Ni siquiera su pobre nombre llegaría a ser conocido. Con qué desconsuelo contemplaba las vidrieras de las librerías, en donde cada día aparecían nuevos libros, editados primorosamente, trabajos hechos en muchos meses de fatigas y desvelos, y que el público lee, juzga y condena con la mayor indiferencia, sin pensar cómo sufren las almas para dar vida a la más insignificante obra de arte. Al visitar las bibliotecas, en donde millares de volúmenes yacían alineados en los estantes, se sentía humillado ante el poder del cerebro del hombre.

—«Qué podrá decirse de nuevo que ya no esté allí», —pensaba.

Y entonces proponíase no escribir más, dedicarse a otra cosa, aprender una profesión lucrativa; pero era imposible, escribir era ya una necesidad para su organismo, un vicio, si se quiere, del cual no podría deshacerse.

Por fortuna, esos días de desengaño se iban haciendo raros, y la fe en su propaganda renacía, pero siempre con cierta amargura, como convencido de que aquel era un pretexto que él se había buscado para amar la vida, aceptándola sin análisis, no ganando nada en rebelarse contra las leyes naturales, siendo el hombre más débil en la lucha.

—«Vivamos como viven todos, —se decía—, sin meditar en las causas ni en las consecuencias de la existencia, como pobres seres impotentes que somos, fuerzas perdidas. Obligados estamos a aceptar la «ciega necesidad» en las cosas y en los seres, y a seguir como un símbolo un ideal cualquiera, para creer que la vida tiene un objeto».

Pero la fortaleza volvía a nacer en su alma vacilante, bajo el amparo omnipotente del amor, y el deseo de luchar levantaba todas sus energías, llenándolo de esperanzas, clamando por la verdad y la justicia, los sueños de la santa democracia, y esperando en el misterioso porvenir de los pueblos y en el perfeccionamiento progresivo de las razas, destinadas a hacer triunfar los ideales de la ciencia, y a convertir en dogma el sabio e inmutable principio químico: «Nada se pierde, nada se crea».

«¿Por qué no pensar con Spencer que la vida es un ritmo?», se decía: «El ritmo existe en toda la naturaleza, en los seres y en las fuerzas, y se revela inmutable en todas las funciones animales, en la nutrición, en el pulso, en la respiración, en los fenómenos físicos y fisiológicos, en el calor y en la luz». Su amor por el estudio, su curiosidad en buscar la explicación de los hechos y de las cosas, lo animaban al trabajo, solicitando las nuevas teorías, sin burlarse de ninguna que tuviese una base algo científica, desde la indestructible de la evolución, hasta la frágil y sugestiva de la vida psíquica, que los magos y ocultistas modernos han ido a desenterrar en las leyendas de la India, en donde todavía los fakires ejercen sus poderes misteriosos, y hacen llover flores y perfumes sobre los campos desiertos, en las noches silenciosas y obscuras en donde vio la luz la antigua filosofía.