La tristeza voluptuosa: 11

La tristeza voluptuosa
de Pedro César Dominici
Segunda parte
Capítulo V

Capítulo V

Aquella mañana Eduardo Doria levantóse más temprano que de costumbre, con la cabeza pesada y el cuerpo muy quebrantado. Había dormido mal, y toda la noche la luz había pestañeado sobre la chimenea, en una lamparilla de plata, cubierta con una pantalla japonesa hecha de seda verde, que envolvía la estancia en una semi oscuridad de santuario, como la triste veladora de un altar. Niní, desde el día anterior, con un pretexto cualquiera, habíase ausentado, y él estaba solo, a la una de la madrugada, tendido sobre la cama contemplando los dibujos de las tapicerías, que se le antojaban ser rostros raros, que lo veían con insistencia, con aire amenazador; las flores de los muros parecíanle barbas y bigotes enormes; los triángulos y cuadrados del biombo que ocultaba la chimenea, cascos y armas de combate. Cerraba los ojos para huir de esos engaños de la imaginación, y entonces, llamaradas de fuego, que iban cambiando de color mientras más apretaba los párpados, se alzaban en su cerebro. Y pensaba obstinadamente en los muertos, en su buena madre, en el tío Fermín, en Iriarte, y en otros más lejanos todavía en sus recuerdos, que él había visto por casualidad cuando estaba niño, tendidos en un catre, con un pañuelo que le sostenía la quijada, y un crucifijo de hueso amarillento sobre el pecho. Después, volteaba de un lado a otro la cabeza, con cierto recelo, al menor ruido que creía oir, o bruscamente, como para sorprender a alguien que lo espiase por detrás. Tuvo miedo, sobrecogido de un pavor nervioso, saltó de repente del lecho y abrió corriendo el balcón, como para pedir socorro. El viento que soplaba del Parque refrescóle el cerebro y durmió algunas horas, presa de angustiosas pesadillas como si lo estuvieran ahogando, apoyándole grandes manos sobre el pecho, manazas muy pesadas, que él luchaba en vano de retirar de sí, con los miembros paralizados, incapaces de ejecutar un movimiento.

Otra forma de la melancolía comenzaba a dominarlo; soñaba despierto, pero, como siempre, no veía sino cosas tristes, historias de acontecimientos dolorosos. Su muerte repentina en medio de la calle, la llegada del comisario que registraba todos los bolsillos y que no encontrando papeles que probasen su identidad, hacía conducir el cuerpo a la Morgue. Y se contemplaba allí, en aquel local húmedo y sucio, pestilente a ácido fénico, y adivinaba la expresión de su rostro, alargado, amarilloso como las figuras del Museo Grevin. Y toda aquella gente ociosa y mal vestida que desfilaba delante de la vidriera buscando de conocer al muerto. Después, era la sorpresa de sus amigos al saber su fin; la pena profunda de Lagrange, que se paseaba silencioso, fumando nerviosamente, colérico de la injusticia de la suerte; el llanto sincero de Luciana; el miedo de Niní, que no quería dormir sola, ni apagar la luz, creyendo ver su espectro por todas partes.

Otras veces, era la idea del suicidio que lo perseguía, y analizaba con cuidado el género de muerto preferible, hasta verse tendido en el lecho, la cabeza deforme entre las almohadas rojas de la sangre que brotaba de su cerebro destrozado. El misterio de su muerte, las murmuraciones de las gentes: «Quién lo hubiera creído...» «Un hombre tan feliz, siempre contento, que reía siempre...» «Rico, y con una querida tan hermosa...» Y el misterio existiría siempre, porque él no dejaría nada que pudiese revelar el hastío de su vida, la tristeza voluptuosa de su carne.

Después de tomar el café, ocurriósele registrar unos viejos baúles, llenos de cachivaches y papeles de familia encerrados en largos tubos de metal, que le habían enviado de su pueblo después de las desgracias acontecidas. Hizo traer los baúles al salón, y allí pasó toda la mañana, revolviendo y curioseando todo aquello, con mucha atención, deseando adivinar qué historia tendría cada objeto, y pensando que eso era todo lo que quedaba del pasado de su familia. Pero, sobre todo, las historias que más le intrigaban conocer eran las de unas carteras de cuero, secas y porosas como madera, y que contenían trenzas de diferentes cabellos, amarradas con cintas descoloridas; algunos retratos hechos sobre vidrios ahumados, cuyas facciones se distinguían apenas al ponerlos contra el sol; medalla y crucecitas casi gastadas, con efigies de santos y de reyes. Eduardo creía ver en todo eso, remembranzas de amores y pasiones, porque sus abuelos paternos pertenecieron a una raza infatigable de voluptuosos. Aquellas suciedades metidas en grandes cofres, que parecían urnas, eran los restos de su familia; y sin embargo, su bisabuelo había sido un verdadero artista, gloria de su tiempo, su abuelo combatió con Napoleón en Egipto, uno de sus tíos pasó a Sicilia, formando parte de la expedición de Los Mil, a las órdenes de Garibaldi; otro de los hermanos de su madre, fue un sabio, naturalista y químico, que pereció en su laboratorio una tarde experimentando reactivos, y descubriendo cuerpos simples.

«He aquí la vida, pensaba; se lucha incesantemente. Por la gloria el héroe, el artista, el poeta y el sabio; los otros por el bien individual, por la fortuna, por los honores, por vivir burguesmente en su casa, entre una esposa y unos hijos, y después, vuelven todos a lo mismo, a la nada, llevando cada uno lo que ha sufrido y gozado. La vida es una triste ironía, una ley de infinita crueldad.»

Y repentinamente se encontraba poseído de una sorda cólera, sin saber contra quién, ni por qué. Convencido como estaba de que la felicidad no existía para los hombres, encontraba una funesta propaganda de maldad el traer a la vida nuevos seres, y sentía instintiva antipatía hacia sus padres, sentimiento que rechazaba de prisa, con horror, y una especie de odio contra Dios, si fuese cierto que existe y ordena. Luego una honda tristeza invadía su alma, mezcla de ira y de piedad por los humanos, destinados a desaparecer después de una lucha inútil entre locuras y sueños irrealizables.

Hubiera deseado amar la vida y ser como todos, dejarse engañar y seguir en el triste remolino camino de la muerte. Pero su alma rebelábase, a pesar suyo, y lo enfurecía la idea de que el hombre fuese un simple objeto, juguete de los acontecimientos, pasto insípido del tiempo, fruto podrido del atavismo y de la herencia. Encontraba que el hombre tomaba la vida muy a lo serio, instalándose en el mundo como si la existencia fuese duradera, y creándose voluntariamente lazos para hacer más agudo el dolor de la partida. Muchas veces habíase sorprendido riendo en silencio, con risa diabólica, viendo como luchaban los hombres por realizar sus proyectos, discutiendo y defendiendo el porvenir como si pudiesen poseerlo, gozarlo y vivirlo; y aseguraba que todos los hombres eran alocados y corrían tras una manía, sin preocuparse de pensar cuál era el objeto de la vida, creyéndose inmortales, sin reflexionar en el fin, en el regreso fatal a lo inconsciente. Otras veces al mirar al público en los teatros y en las diversiones, riendo y charlando alegremente desde su palco, creíase superior a toda aquella gente, y movía tristemente la cabeza, diciéndose; “Toda esa gente va al encuentro de la muerte y ríe.” Siempre había observado que en medio de las grandes alegrías, al finalizar los espectáculos y los festines más bulliciosos, sucedíanse instantes de profundo silencio, como si todos a la vez reflexionasen en una misma cosa, como si un ser misterioso e invisible hubiese penetrado de improviso en la sala y sugestionado de idéntico modo con su presencia todos los espíritus. Y todos quedábanse aletargados sin saber por qué, soñando con cosas raras y tristes, olvidando la felicidad, como dándose cuenta exacta de que las alegrías no equilibran las tristezas, y de que la vida es un inmenso camino lleno de abrojos en donde sólo reina el dolor, Parece que todos se engañaron voluntariamente para olvidar, pero luego se mira hacia el pasado, y se ven rodando los afectos, marchitos como las flores; se mira hacia el porvenir, y se ve igualmente los nuevos afectos que también han de morir. El presente, en el mar de la vida, es sólo un día, y la barca sigue vacilante, dejando hacia atrás el huracán que todo lo ha destruido, hacia adelante, hacia la tormenta que se prepara sobre nuestras cabezas.

Y Eduardo deliraba en pleno día, agostando sus ilusiones, como el ardoroso sol la siembra llena de renuevos del labrador. El amor, que había constituido su solo ideal, comenzaba a fatigarlo, y la voluptuosidad ya no podía ofrecerle sino placeres conocidos, labios iguales y senos vacíos. No encontraba sino un solo medio de retardar la hora aciaga, que él distinguía muy cerca, amenazadora o inevitable: perseguir el refinamiento hasta el límite de la locura, y allí abandonarse a su destino, sin luchar ya más, como un cuerpo extraño que desciende, indiferente al sitio en donde va a caer, como una lágrima, como una hoja, como una piedra.

En esos momentos la vida era un peso para su cuerpo, y honda melancolía lo embargaba, teniendo piedad de sí mismo y siguiendo con la humildad de un esclavo sus raciocinios desesperantes de escéptico. Comprendía que su enfermedad se agravaba, pero sentíase débil para combatirla, y sobre todo, llevaba la convicción de que toda lucha era inútil. Su alma cantaba como una cítara la tristeza de vivir, y entre tanto, él consideraba que cada nuevo día traería una nueva decepción. Eduardo Doria no había experimentado nunca la felicidad completa, en sus horas de suprema voluptuosidad, loco de pasión, cuando entre besos y caricias amaba la vida, imaginándose que los seres habían nacido únicamente para el amor y el deseo, la tristeza, como una sombra, espiaba el instante de penetrar en su cerebro, con el manto de la reflexión, para obligarlo a comparar y padecer.

Y recordaba que cuando era niño, en su pueblo, de sanas y honradas costumbres, se vio muchas veces acometido de grandes tristezas silenciosas, sin motivo alguno aparente, sin saber por qué, y se negaba a ir a la mesa, a salir a la calle, por dos o tres días, hasta que su pobre madre, preocupada, venía a suplicarle, que le dijese lo que le hacía sufrir, y al fin él, sin encontrar pretextos para explicarse, se echaba a llorar entre sus brazos, como buscando un refugio para aquella pena desconocida, que, como un susto interior, lo hacía padecer horriblemente. Y ahora, tantos años después, en su aristocrático salón, rico y joven, experimentaba aquellas mismas sensaciones de su infancia, aquel mismo susto inexplicable, pero abandonado en el mundo, bajo el más refinado y peligroso medio de París. Y al revolver aquellos baúles, únicos restos de sus antepasados, cenizas de una inmensa pira encendida durante muchos años, pensaba, con la mirada fija sobre el suelo, como un autómata, que su alma estaba muy enferma, puesto que él la sentía aletear en su organismo como una mariposa prisionera, y que si el mundo moderno no poseía nada nuevo para hacer amar la vida, la obra de la civilización había sido desdichada, convirtiendo el amor en un insípido manjar para los paladares burgueses, y la lucha por la vida en una lucha despreciable por comer y dormir.

Y cerrando dolorosamente los ojos, sentía envidia por los antiguos paganos que crearon el arte de amar para las almas refinadas, y lucharon por ideales más nobles y más intelectuales que las generaciones presentes.


El aniversario de Eduardo había caído esa vez justamente en la Mi-Câreme, y él había invitado a sus amigos para festejarlo, pero a condición de que viniesen todos disfrazados.

Sobre los boulevares reinaba la locura, vestida de arlequín, con su gorra de cascabeles. La gente se apiñaba en las aceras esperando la hora de la cabalgata, y atacábanse como en una verdadera batalla, vaciando sin descanso los sacos de confetti. El suelo estaba como alfombrado, y los pies manchaban trabajosamente sobre los papelillos, como sobre grandes campos de paja. Las mujeres eran las incansables y las temidas en la lucha; con el rostro protegido por el velo del sombrero, su placer era echar los papelillos dentro de la boca de los hombres, o lanzarlos con fuerza sobre los ojos, para ver los movimientos bruscos de las cabezas al huir de un lado para otro, y entonces reían dando salticos nerviosos, esquivando la revancha, o deteníanse tercamente a resistir el ataque, orgullosas de ser siempre las vencedoras. En los balcones de los Cafés estaban las más elegantes, lanzando desde lo alto, serpentinas muy rápidas que caían sobre las cabezas de los paseantes, o se colgaban de los árboles, semejando largos lazos de cintas multicolores. En las terrazas, artistas ambulantes en busca de centavos cantaban canciones picantes, con voces acatarradas, roncas del trabajo de todo el día, o recitaban monólogos imitando a algún viejo personaje político, o, aprovechando el lado patriótico, hacían escenas en donde la libertad era aclamada y el ejército ensalzado; terminando con arranques belicosos de fingida emoción, dando gritos por la patria y la república. Otros tocaban en pitos y violines serenatas desafinadas, sin ritmo, sin compás, y aunque las más de las veces estaban acompañadas con platillos y panderetas, resultaban tristes y fatigosas, músicas frías, enfermas de miseria, pobres de pasión.

Pero la cabalgata se acerca, y la animación crece, y todos buscan sitio para ver mejor el desfile. Los carros marchan muy despacio, cada uno con su orquesta, llenos de mujeres semidesnudas, pintarrajadas, con pelucas rubias o negras, mujeres que bailan y hacen muecas al público. Adelante avanza el Cortejo de los Estudiantes, onda de alegría forzada que la tradición ha impuesto al Barrio Latino, y que ellos conservan con orgullo, tratando de sobrepujar en originalidad y gracia los años precedentes. El carro de las Ciencias, el de las Artes, el de Venus, el de Minerva, y detrás siguen hombres y mujeres disfrazados de Cupidos, de guerreros disparatados, armados con cota y malla, grandes cascos brillantes y espadas de doble filo, de médicos con pelucas de viejos, calzón corto y zapatos de hebillas, que llevan en las manos largas jeringas sugestivas, de filósofos enflaquecidos por las vigilias, de sabios y de artistas conocidos. Detrás viene el Cortejo de los Mercados, con sus carros alegóricos y su gente disfrazada, de rábanos, de espárragos, de coles y lechugas. Cada cortejo lleva en su carro más lujoso su «Reina», la más bonita muchacha de su barrio, y ellas van rodeadas de sus damas de honor, muy ensimismada, llevando el estrellado manto real sobre las espaldas, y la vistosa corona de cartón en lo alto del peinado, y son ellas las más felices, las escogidas para formar la nobleza de un día, aristocracia fugitiva que nace y muere en una tarde muy alegre de grandezas y mascaradas. Por fin llega, entre el ruido metálico de las trompetas y los vivas de los comparsas, el Cortejo de las Lavanderas, en donde viene la “Reina de las reinas”. Adelante marchan a caballo jinetes vestidos a usanza de los antiguos paladines, precedidos de Don Quijote y Sancho, y de héroes y personajes populares de poemas y novelas; y sobre un suntuoso trono hecho con tablas y flores, rodeada de su corte, va la omnipotente soberana de un día. Había sido la escogida por el jurado como la más bella entre todas, y ella ríe y saluda con donaire a la concurrencia que la aplaude cariñosa. Las otras reinas sentían celos de su soberana, y aunque murmuraban interiormente descontentas de la elección, la diplomacia les exigía el disimulo, y sus risitas más amables y sus frases más afectuosas, eran siempre para ella. Hasta e Hotel de Ville se fueron a recibir los dos besos clásicos del Señor prefecto, y a tomar algunas copas de champagne, escuchando los discursos oficiosos y la música de estilo.

La cabalgata seguía su marcha hacía los sitios más populosos de la ciudad, llevando consigo la algazara y la alegría, las batallas de confetti continuaban sobre los boulevares, y las sombras crepusculares de la noche que caía, daban cierto aspecto trágico a toda aquella multitud delirante e inconsciente.

En el parque Monceau el departamento de Eduardo estaba brillantemente iluminado y lleno de flores y de hierbas perfumadas, de demi-monsas, de iris, de lilas y de claveles. Había hecho traer rosas ardorosas del Mediodía y camelias tersas y delicadas como flores de nieve. En el comedor las fruteras estaban repletas de fresas y cerezas muy rojas; naranjas de Valencia, amarillas color de oro; melocotones de piel muy suave; y como vinos y postres, todo lo más exquisito y refinado. Antes de la hora fijada estaban todos allí. Las mujeres, descotadas, voluptuosas, y con ganas de reír y de divertirse; alegres con la algazara de la calle; con los labios temblorosos, en busca de besos, y los ojos brillantes, pidiendo caricias; los nervios excitados, bajo la fiebre de las primeras copas del aperitivo. Los hombres, complacientes, felices de verlas contentas.

Durante la comida los chistes y las risas no cesaron, y las parejas enamoradas, con los labios húmedos de dulces, fragantes de esencias raras, continuaban insaciables dándose besos, besos que hacían correr calofríos luminosos por las mejillas ardientes de las muchachas, y palpitar más de prisa los corazones al levantarse majestuosos los senos, inconformes y prisioneros en lo alto del corsé. Y ya ellas comenzaban a poner las caras compungidas, con mohines deliciosos de gatas mimadas, locas por irse a sus alcobas solitarias, en donde el poema de los besos era la quinta esencia de la felicidad y del amor. Y todos se alejaron abrazados, bailando y cantando, sin noción exacta de la hora, y de la vida.

Eduardo Doria era el único que no había gozado de la fiesta, torturado por la psicología enfermiza de sí mismo. ¿Cómo arrancarse de la sangre aquel torrente heredado de voluptuosidad, fuente inextinguible de sensaciones morbosas, de nuevos deseos, que apenas gustados desaparecían, dejando en el fondo de su ser un germen infinito de tristeza, mezcla de sombras de cosas ya vividas y de amores presentidos que habían de tener el mismo fin? Su martirio era a sus ojos peor que el suplicio que había soportado aquel desventurado rey de la Frigia, que convertía en oro todo lo que sus manos tocaban. La voluptuosidad existía en cada fibra de su alma; pero su sensualismo era un sensualismo doloroso, nunca satisfecho, jamás contento; y para mayor desgracia, su imaginación le presentaba todo con colores más bellos de lo que la realidad podía ofrecerle, y cada deseo vivido era una nueva desilusión en el camino del futuro ideal. En lo íntimo de su ser se ocultaba el más romántico de los artistas. Desde meses atrás había intentado cambiar la corriente de sus sensaciones por la saciedad, por la extenuación de sus sentidos; pero el resultado había sido fatal, y ahora la mujer comenzaba a desaparecer, y sólo suspiraba por los trajes de seda, por las enaguas de encajes, por los cuerpos elegantes y esbeltos que él no podía poseer. Cuando veía a Niní con el mismo traje, con los mismos adornos, quedábase completamente indiferente; pero el cambio de color, el cambio de perfume en las toilettes, producían una nueva sensación en su organismo. Su imaginación volaba como un pájaro de alas inmensas hacía el más azul de los países, pero el análisis implacable teñía su cielo de nubes negras y fúnebres. Y en ciertos momentos él sentía que su sangre se filtraba gota a gota en el cerebro, y la oía correr muy de prisa por las venas, cantando como una fuente misteriosa la belleza eterna de las formas femeninas, la transparencia de un ensueño irrealizable.

Y en medio del banquete, sin conciencia de sí mismo, poseído de la tristeza de vivir, había protestado contra el amor y el placer, proclamando el triunfo del licor, y recitando, ya beodo, aquellos versos singulares del poeta enfermo de Las Flores del Mal:

Tout cela ne vaut pas, ô bouteille profonde,
les baumes pénétrants que ta panse feconde
garde au cœur altéré du poëte pieux;
tu lui verses l’espoir, la jeunesse et la vie
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Y apurando hasta el último sorbo una botella de champagne, perdida la razón cayó como un cerdo sobre la alfombra, en donde yacían casi marchitas las rosas ardorosas del mediodía y las camelias tersas y delicadas como flores de nieve.

Entretanto, en el salón, Niní habíase desabrochado el corpiño que la sofocaba, y reía con su risa perversa, escuchando las suplicas lacrimosas del belga, que, de rodillas le juraba que sería su esclavo, si ella se mostraba menos cruel, y le besaba las manos y los pies como a una diosa adorada. Al fin ella, con ganas de sentirse acariciada, dejóse besar y abrazar, como quien da una limosna de amor, con todo el orgullo de su belleza tentadora. A su lado el aire se hacía excitante con los efluvios voluptuosos de las flores y del vino.