La tristeza voluptuosa: 06

La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici
Primera parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Algunos meses después, pasado ya el invierno riguroso de ese año, en que el Sena se había helado y necesariamente habíase suspendido el tráfico de los vaporcitos que como grandes peces lo cruzan, ligeros y graciosos, Eduardo, todavía algo impresionado con su desgracia, y fastidiado de la vida de estudiante en el Barrio Latino, que encontraba estúpida desde el momento en que había decidido no engañarse por más tiempo y abandonar la medicina, profesión, como él decía, indigna de un artista, había alquilado un departamento del lado del Bosque de Boloña, casi en las fortificaciones, para llevar una vida campestre en medio de la cultura y el refinamiento de París, y fortificar así su alma, que él sentía en un peligroso período de transición.

En efecto, después de la muerte de la madre, su manera de raciocinar y de entender el objeto de la vida había cambiado por completo. Todas sus dudas y vacilaciones se transformaban, y en el fondo de su ser germinaba, como una nueva planta, otro yo, algo degenerado en sus ideas y sentimientos, un escéptico a su manera, creyendo en Dios y en el alma, pero no en las felicidades del otro mundo, y mucho menos en que ese ideal supremo que él entendía por Dios se entrometiese en las cosas de la tierra, ni como protector ni como vengador de los humanos. Hecho el mundo, sin objeto alguno, el hombre, como la planta, como el mineral, están sometidos a las mismas leyes en la evolución del tiempo. Con el fin de la vida, que es solamente un movimiento, la materia no perece, se transforma; y esa fuerza que él entendía por alma, y que posee en la misma esencia, pero en diversos grados de perfección el hombre, el animal y el vegetal, tampoco perece; sigue su transformación hacia el supremo ideal, pero sin conservar ni sensaciones, ni ideas, ni memoria, ni voluntad, cosas todas que no pueden existir sino en contacto íntimo con la materia. Es un absurdo creer que los muertos recuerdan, o sufren, o gozan. Para darnos una idea exacta de lo que seremos después de muertos, no tenemos sino que pensar que hemos pasado a través de los siglos en la muerte, y que, por consiguiente, no es ese un misterio para nosotros. En aquel tiempo, ¿sufríamos, gozábamos, recordábamos? No. Luego entonces, ¿por qué ese temor pueril a un estado que nos es más conocido que la vida? La muerte es nuestro estado natural; la vida es lo anormal, lo misterioso, lo ilógico. Que cada cual se rodee de toda la poesía que desee; las religiones y sus ideales son detalles sin importancia, que no han de revelarnos nada en el misterio de la existencia y que no merecen discutirse, porque todas tienen como base lo que exista más allá de la tumba. Pensemos solamente en el enigma de la vida, en esta santa unión de la materia y de la fuerza, que es la que engendra todos los dolores, y la única que puede mostrarnos todos los placeres.

Habíase entregado a leer filosofía, prefiriendo los autores alemanes; pero una vez conocidas las diferentes teorías antiguas y modernas, formóse una más enfermiza que las otras, sin dar mucha importancia a las divagaciones, y con el deseo de llevarla a la práctica. La manera de esperar la muerte era su mayor preocupación. La juventud es la vida; desde que comienzan la vejez y las enfermedades, ya no se vive, se espera la hora del tránsito, y nada más; y puesto que la verdadera vida no dura sino un instante, la época del placer y del amor, amemos y gocemos, que tiempo de sobra tendremos para pensar y padecer.

Sin embargo, Eduardo Doria era el menos egoísta de los hombres, y jamás llegó a su boca la copa del placer sin que quedasen en sus labios heces de amarguras desconocidas. E1 amor apasionado que sentía por Marieta, estaba siempre mezclado con tristezas y desengaños; y cuando después de esos instantes de suprema felicidad, en que ambos, como dos palomas, olvidaban el mundo, aislados y silenciosos, con las almas rebosantes de alegría, él abría la ventana, y allí, solos, acariciando con una mano los cabellos negros y sedosos de su amiga., entregábase a contemplar la oscuridad del bosque, imaginándose percibir voces lejanas que lo llamaban detrás de los árboles, espectros de sus dolores futuros que le hacían muecas y burlas para significarle que esa felicidad de poseerla era efímera y falaz, y que muy pronto el olvido y la separación vendrían diligentes a tocar a su puerta. Entonces la veía y la besaba dolorosamente, como a una futura muerta de su alma, que había de llevarse consigo un pedazo de esa juventud y de ese placer que en su filosofía representaba la verdadera existencia. Y ella, sin sospechar esos martirios ocultos, creyéndolo dichoso, sin una sombra de melancolía, respondía a sus besos con nuevos besos ardorosos, sonreída y deliciosamente voluptuosa. Luego lo traía hasta el piano, y él se entregaba a improvisar; sus dudas y sus nostalgias transformábanse en arpegios y armonías, que terminaban por entristecerla, y Marieta respetaba sus pensamientos, y lo seguía, recostada en un rincón del salón, colocando sus pies chiquitos y nerviosos sobre un cojín azul, sin atreverse a interrumpirlo, pero sin prever que fuese ella la causa de esas tristezas no vividas. Eduardo pensaba, entre tanto, que con los nuevos amores desaparecen las virginidades de las impresiones, y que al extinguirse la última sensación, la vida es el hastío, como al reventar la última cuerda de una cítara, el instrumento se hace inútil. Esta criatura que yo amo tanto, tal vez mañana no tenga en mi alma reflejo alguno. Olvidarla es comenzar a morir con mi pasado. Ella, que me ha revelado una nueva vida, que ha hecho vibrar en mi ser células dormidas, cuya existencia yo nunca sospeché; ella, por quien yo he sufrido y amado, también está destinada a perecer en el incesante movimiento de las cosas. Y su alma lloraba en el piano las penas que han de venir. Al fin Marieta, de pie, detrás de él, le tapaba la boca con sus manos perfumadas, y Eduardo se las besaba como dos tesoros inestimables, temiendo que ese dolor del mañana no se aproximase a grandes pasos, y creyendo que cada beso impreso sobre su suave cutis, disminuían la cuenta de los que fatalmente le faltaban para llegar al del olvido y la separación.

—Tú eres muy malo, le decía. ¿Por qué tocas esas cosas tan tristes? Al oírte me imagino que estoy sola en un valle desierto, y que te he perdido para siempre. ¡Oh! si yo supiese, qué de cosas alegres te compondría para festejar nuestra felicidad y nuestro amor. Tócame algo de Manón. ¿Te acuerdas cuando tú me querías comer con los ojos, aquella noche en la Opera Cómica? ¡Qué raro! Y, sin embargo, algo extraño me decía que yo debía amarte. La noche siguiente volví a oír Carmen, y te busqué por todas partes. Yo me decía: pero qué torpe, cómo no piensa que yo podía estar aquí. ¡Qué extraño es todo eso!...

Entonces Eduardo, para distraerla, le tocaba el dúo del primer acto, cuando De Brieux invita a Manón a huir a París. Haciéndola reír, imaginándose escuchar a la joven provincial, vestida con su saya corta, que respondía al caballero, juntando las manos, como si la invitasen a ir al cielo: ¡A París!... ¡Tous les deux!... Pero Eduardo no pensaba en Manón, pensaba en ella y la veía arriba en el palco, dejando fuera de la barandilla de pelouche muy rojo, su manecita bien guantada, y que él había deseado besar muchas veces. ¡Cuán cambiado se sentía en tan corto tiempo!... Si estaría destinado a no conocer que era feliz, sino cuando la felicidad había ya huido, por la comparación de las horas transcurridas. Esos recuerdos de sus primeros días de amor, le mortificaban. Eran sensaciones desaparecidas para siempre, exhaladas por su alma, como la esencia odorífera de un ánfora, y ahora podía amar otras mujeres más bellas, más seducientes, pero ya no volvería a experimentar del mismo modo sus viejos deseos, sus primeros delirios de amor, cuando al llegar de su país, fascinado ante aquel brusco cambio entre su pobre aldea y la esplendente ciudad que llena el mundo con sus bellezas tentadoras, la vio, y la amó, apasionadamente, con los deliquios de un triste efebo ante una diosa pudorosa, sin atreverse a tocarla, creyendo fuese un sueño que aquella mujer deliciosa, vestida de seda, con joyas y oro sobre su cuerpo, llegase a ser toda suya. Y la había amado en esos primeros días con humildad, feliz de obedecerla como un esclavo, contemplándola por la noche horas enteras, mientras ella dormía como un niño, hundida la cabeza entre las almohadas, con su rostro sereno y conforme de quien no tiene conciencia de la vida.

—Y pensar que todas esas sensaciones han muerto ya para siempre en mi alma.

Los amigos de su pueblo lo envidiaban porque él vivía en París, sin darse cuenta de la gravedad que ese acto encierra para un degenerado hijo de europeos en un país exótico, que al encontrar su medio de acción, se desarrolla fatalmente y se dirige con pleno conocimiento de sí mismo hacia la muerte. ¿Y acaso no llegará, dentro de algunos años, el día en que sea él quien los envidie, porque ellos serán los fuertes, los equilibrados, y poseerán todavía sus sensaciones vivas, sus deseos latentes? Ellos, los sanos de espíritu, robustecidos en el campo, con fe en la lucha, con la alegría de vivir para la familia y para la patria. El, joven de cuerpo y de salud, como ellos, pero llevando en su organismo los vicios de una raza no mezclada, será tal vez en esa época un desgraciado, que por haber vivido demasiado de prisa, ha agotado sus últimas células sensibles entre refinamientos intelectuales y deseos irrealizables. «Mi alma semejará entonces un hosco cementerio abandonado, poblado de cruces, con sus inmensas puertas cerradas, y sólo del lado fuera crecerá esa yerba estéril que nada logra marchitar. ¿Qué hacer entonces? ¿Hacia dónde buscar la calma?...»

Marieta habíase al fin dormido sobre el sofá, envuelta en una semi oscuridad rojiza que reflejaba la lámpara coronada de un gran quinqué, en el centro del salón. Y Eduardo continuaba insensiblemente tocando cosas tristes en su piano, dando formas a esos escépticos pensamientos de su cerebro, sin atreverse a contemplar desde el balcón la soledad del bosque, temeroso de escuchar todavía detrás de los árboles los espectros desesperantes de sus dolores futuros.