La torería
de Antonio de Hoyos y Vinent
Capítulo V

Capítulo V

Bajo la lluvia de fuego con que el sol abrileño incendiaba Madrid en gloria de luz, entre la curiosidad de las gentes alineadas, corría la calesa camino de la Plaza.

Junto a «Bomba», que le hablaba con afectuosa sonrisa alentadora, envuelto en sedas, bañado en la áurea reverberación de los bordados, «el Lucero» iba triste.

En la tarde de Abril parecía respirarse una alegría ruda y bullidora que flotaba disuelta en el ambiente, y, sin embargo, «el Lucero» estaba triste.

No podía olvidar las palabras de Julito, aquellas palabras que para su rudo caletre tenían algo de terrible misterio que flotaba antaño en las profecías sibilinas. «¡Cuidado, «Lucero»! ¡Los amados de los dioses mueren pronto!» ¿Los amados de los dioses? ¿Era dios, no diosa, duquesa de Rosalba? Y algo muy triste le oprimía el corazón.

¡Morir! Nunca hasta entonces había pensado en la muerte. La frase vulgarizada de un torero famoso había sido un evangelio recitado por doquiera que fuese: «¡Más «cornás» da el hambre!» Los toros no eran un peligro; mejor, eran un peligro inconsciente. No se pensaba en ello; se pensaba en el puñado de duros, que daban derecho al disfrute de algunos de los goces de la vida. Se rezaba una salve a la virgen y ella cuidaba de salvar. Pero él, en el roce constante con aquellas gentes, sentía en su alma un vacío inmenso. Además, al jugarse antes la vida, ¡había tan poco que perder y tanto que ganar!

Y la vida no tiene más valor que el de lo que podemos perder con ella. Ahora era otra cosa; ahora había la gloria, el dinero, los goces todos, y como remate, el amor de aquella mujer. Y «el Lucero» no quería morir.

Entraban en la avenida que lleva a la Plaza. Al fondo el amplio circo arábigo reverberaba en un incendio de sol, rematado por la bandera roja y gualda que tremolaba altiva... En los merenderos que orillaban el camino se veían girar abrazados, a los sones de los organillos, chulos y criadas, cocineras y soldados, mientras que bullangueros grupos, sentados a las mesas, comían hiperbólicos manjares rociados de peleón, y la musiquilla canalla saludaba al coche con sus lentas notas, llenas de cadencias lascivas. Como en los cuadros de los clásicos tiempos de Quevedo, los mendicantes, tendidos al sol en lamentable feria de lacerias, mostraban sus llagas y su miseria y salmodiaban, imploradores, sus conjuras. Los golfos corrían, pregonando con destemplados gritos programas de la fiesta y retratos del matador. Y en medio del jolgorio, las músicas, los gritos, las risas y los aplausos que saludaban su paso sonaban en los oídos del «Lucero» como el «Ave César» de los gladiadores



Dentro de la Plaza el espectáculo era aún más majo, más típico. En torno al amplio ruedo una muchedumbre, ansiosa de emociones fuertes, se prensaba en las barreras y los tendidos y se desbordaba por las gradas y andanadas en formidables ondulaciones de humana marca. Hombres de todas castas y pelajes gritaban, reían, aplaudían, en una exasperación enfermiza de la sensibilidad. Junto a elegantes, vestidas con britanismo irreprochable, taberneros en mangas de camisa; al lado de sesudos señores, «golfos» que habían «afanado» su entrada; codo con codo, pudibundas damiselas y mozas de partido; todos juntos, unidos en promiscuidad extraña, como cofrades de una masonería de sangre. Dominaban los caballeros; sombreros de paja, gorras, hongos, cordobeses formaban una superficie en que de vez en cuando ponía su gaya nota el parterre de filipino mantón. Arriba, en los palcos, como goyescas majas atalayadas en sus miradores, aristocráticos rostros mostraban su gracia un poco enfermiza entre los encajes de los mantillas.

En su palco, la vizcondesa de Pancorbo, instalada entre la generala Carreras y la esposa del ex ministro Suárez Salmón, pasaba revista a la concurrencia, poniendo su comentario sangriento a la presencia de cada uno.

¡Qué descaro de mujer! En sus tiempos...

En aquel momento la Suárez Salmón observaba el palco de Tina Rosalba, que tenía al lado, y deseosa de comunicar sus luminosas observaciones a la Pancorbo, a quien la unía la solidaridad profesional, le dio con el codo, mientras, redicha, con grandes aspavientos, murmuraba:

- ¿Pero ha visto usted qué palco?

-¡Una «menagerie»! -afirmó la Pancorbo, espiando a sus vecinas con el rabillo del ojo.

En el palco contiguo, rodeada de sus extraños amigos, Tina, en pie junto a una de las columnas de hierro, fijaba sus pupilas en el áureo páctolo que fulguraba en el callejón de salida. Toda de blanco, en una túnica a la vez suelta y moldeadora que dejaba adivinar las elásticas curvas de su cuerpo admirable, el rostro pálido, ensangrentado por la boca roja y carnosa, la mantilla de blonda blanca, sin peinetas ni horquillas, cayendo sobre la frente y sombreando los ojos llenos de vida, al pecho un ramo de claveles, emanaba un castizo encanto a la vez majo y señoril.

La vizcondesa sintió arder su pecho en santa ira. Ella era muy española (como atestiguaba su mantilla de ruedos y su traje tabaco) y aquellas porquerías le quemaban la sangre. ¡Qué palco, señor, qué palco! ¡Y qué gentes! ¡Y decía el sin vergüenza de Julito que eran «detraqueis»! ¡Memos, señor; memos de «nativitate»! -y con el desgaire propio de una verdulera de la plazuela del Carmen se reía.

-¡Dios los cría y ellos se juntan! En sus tiempos... ¡Claro que no eran ningunas santas (ni mucho menos) y que se les antojaban los toreros y los que no lo eran; pero, vamos, hacían las cosas de otro modo; como Dios manda!

Tina, siempre de pie, había conseguido divisar al «Lucero». Justo. Allí, junto al «Bomba» y «Machaquito». Con gesto lleno de cinismo le envió un saludo. La de Suárez Salmón repitió su codazo.

-¡Pero, en nombre del Padre...! ¿Ha visto usted qué descaro?

¡Vaya si lo había visto! ¡Media hora hacía que no veía otra cosa; pero también había visto unas enormes cestas de merienda que de fijo suplirían con creces lo menguado de la suya, y además, Calabrés, siempre maquiavélico, había susurrado a su oído no sé qué promesas de unos bocadillos de calandria, última invención del cocinero de Tina, que eran cosa de chuparse los dedos, y que llevó al magnánimo espíritu de la dama beatífico optimismo. No pareciéndole bien, sin embargo, darse a partido ante su amiga, contestó a su escandalizada actitud con un gesto harto ambiguo: «¡Ya! ¡Ya!» No se le escapó, sin embargo, al empecatado Julito, que, tirando de la falda de Tina, advirtió:

-¡Ten cuidado! Desde lo alto de ese palco cuarenta siglos nos contemplan.

Sonó un toque de clarín, abriéronse las puertas de los corrales, y a las alegres notas de un pasodoble torero, como un río de oro que se desborda, hicieron su entrada en el ruedo las cuadrillas. Al frente, tras los alguacilillos con su traje arcaico, después de los dos matadores, a la derecha «Bombita», de gris y oro; a la izquierda «Machaquito», de verde con dorados bordados; en el centro el novel diestro, «el Lucero», en una gloria de seda y azul recamada de áureos alamares. Tras ellos, en correcta formación, los peones; a continuación los picadores monstruosos sobre las bestias escuálidas; tras ellos los monosabios insolentes y procaces en sus diablescos atavíos, y cerrando la comitiva las mulillas, enjaezadas de cascabeles y empenachadas de banderolas. Entre los marciales acordes de la música la gaya cabalgata dio vuelta al redondel, descubriéndose los diestros ante la presidencia, y fueron a dejar sus capotes.

En aquel momento Julito apretó el brazo de Tina.

-Mira allí, en las gradas, tu odiada rival.

Era verdad. Junto a la «Visajes», que ostentaba un mantón de alquiler verde y blanco, Rosita envolvía la sandunguera gracia de su cuerpo de chula en espléndido pañuelo blanco florecido de rosas púrpura y alegrado de chinescos personajes. Entre los cabellos negros claveles prendidos con peinetas de brillantes, y en las orejas enormes solitarios, tenía la picante belleza de las hijas del Manzanares. Y sobre esa belleza pasaba, exaltándola, un velo de melancolía. Los ojos, nimbados de tristeza y cernidos de libores, miraban ansiosos a su amante, y los labios, nido de donaires, tenían ahora una crispación doliente. ¡Ah, la inmensa tristeza de aquellos días de triunfo! ¡La amarga, la negra tristeza de la victoria que le alejaba del amado! ¡Lo había perdido para siempre! Rosita pensaba en todas las horas de amarguras pasadas por aquel hombre, en las humillaciones y las bajezas, en su caída misma. El canalla había tenido el valor de reprochárselo como una afrenta imborrable; peor aún, como una mancha contagiosa. ¡Un matador de cartel no podía vivir con una mujer pública! ¡Él no era ningún chulo! Y había partido para poder adorar impunemente a aquella señorona, a la duquesa de Rosalba, en cuyas manos sería un juguete que se tira cuando está roto. Pero ¿qué le importaba a ella tener segura su venganza? ¡Le quería con toda el alma! Y nostálgica, en medio del bienestar actual, evocaba con pena las horas de lucha y de tristeza cuando le tenía al lado. Por eso el corazón de Rosita sangraba bajo las ropas monstruosas y las irónicas sonrisas de los hijos del Celeste Imperio.

«El Buñolero» abrió el toril y de un salto la fiera se plantó en la arena; miró a un lado y otro, olfateó la tierra y permaneció inmóvil como un ídolo de bronce. Tenía «Quemadito» fina estampa, tostado color y pitones cortos, afilados como agujas; su pata, delgada y nerviosa, escarbó el suelo un instante; después, al reclamo del rojo capote que «Bombita» desplegaba ante él, arrancó bajando la testuz; el torero le esperó a pie firme, desplegada la capa en abanico, quebró el cuerpo para dejarle paso, giró sobre sí mismo y tornó a ofrecerle el purpúreo trapo. Embistió el toro nuevamente y nuevamente quebró el diestro, hasta que al fin, tras cuatro o cinco pases, con ademán lleno de elegancia, enroscó a las piernas la capa, y quitándose la montera rozó con ella la cabeza del bruto y quedó inmóvil, en un gesto airoso de suprema arrogancia.

La Rosalba aplaudió con entusiasmo. ¡Bien por «Bomba»!

Mientras, el toro había divisado los centauros y corría a ellos en ciega embestida. Formidable, con un no sé qué de inamovible, a lomos de un escuálido jaco que apenas si podía sustentar en sus cuatro patas de alambre la monstruosa carga, un picador se destaca y, empuñando fuertemente la pica, aguardó la embestida. Fue tremendo; el fiero bruto creciose al castigo, y con voluntad y poder insistió en su ataque, y arrastrado por el caballo, que se vaciaba, por enorme herida, el jinete cayó a tierra, yendo su cuerpo a resbalar con gran estrépito contra la barrera.

-¿La habrá roto? -interrogó guasón Julito a su amiga.

No contestó ella. En pie, un poco pálida, dilatada la nariz, seguía la dama con ansiedad las peripecias de la lucha.

Al caer el picador, el toro había cargado sobre él; pero ya «el Lucero» tendía su capote, y andando hacía atrás se llevaba al bicho toreando «por faroles». Ágil, elegantísimo, con rápidos movimientos llenos de soltura fatigaba a la bestia, que cada vez embestía con mayor saña, hasta que al fin, en el centro de la Plaza, dio algunos recortes, y al ver parado al bruto le volvió la espalda; y andando lentamente, sin volver la cabeza, se alejó arrastrando la capa.

Sonó una formidable salva de aplausos. El héroe saludó y sus ojos buscaron en los palcos los de su amada.

La Rosalba aplaudía con entusiasmo nervioso, que hacía mirar a las gentes y arrancaba miradas reprochadoras a la Pancorbo.

-¡Señor, señor! -pensaba la vizcondesa-; en mis tiempos también se enamoraban las mujeres, pero no hacían aquellas tonterías -y comunicaba sus impresiones en voz muy baja a la Suárez Salmón, no fuera a oírle, pues unos pastelillos de fresones que el lacayo de la Rosalba sacaba de un cesto en aquel instante hicieron bajar tres grados su catoniana severidad.

Acababa de dar el presidente la señal de banderillas, y el público clamaba con griterío ensordecedor:

-¡Los matadores! ¡Los matadores!

Un pobre banderillero se destacó, temeroso, con los palos en la mano, y entre un chaparrón de injurias quiso clavar un par. Una de las banderillas quedó trasera y la otra rodó por el suelo.

Los espectadores, en pie, ululaban de indignación:

-¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ladrón! ¡Que lo ahorquen!

Al fin «Bombita» cogió los rizados palitroques, y el pueblo soberano, con esa inconsciente rapidez con que muda de actitud, rapidez que tiene algo de las ondulaciones del mar, aplaudió con entusiasmo.

El diestro fuese al centro de la Plaza, y firme, en un alargamiento elegante de su silueta, citó al toro. Acudió el animal, y sin mover los pies, con sólo una ligera desviación del torso, dejó un soberbio par.

Cogió las banderillas «el Lucero»; en alto los brazos avanzó hacia el bruto, llegó hasta él, y en un gesto rapidísimo clavó los pinchos y esquivó la acometida.

Sonó el toque de muerte. «Bombita», con los trastos en la mano, se acercó al neófito; descubriéronse ambos; el maestro tomó el capote de manos del novicio y le entregó estoque y muleta. Ya armado caballero de la andante torería, dirigiose «el Lucero» al palco presidencial, saludó, y de allí fuese al de Tina.

-¡Brindo por las mujeres bonitas, por la grandeza, por Madrid, y porque si no mato al toro, el toro me mate a mí!

Julito murmuró:

-¡Atiza!

Y la Suárez Salmón sacudió otro golpe a su amiga.

-¿Pero ha visto usted?

-¡Ya! ¡Ya!

Rosita, mirando consternada a la «Visajes», musitó:

-¡Qué ingrato! ¡Yo que he pasado la vida queriéndole!

La otra la consoló a su manera:

-¡Déjate, que tiene ley y ya «golverá»!

Tina se quitó una sortija de brillantes, y sacándole el pañuelo a Julito la ensartó allí para obsequiar luego al matador.

Este, con la sangrienta muleta en la mano, se acercaba al toro tranquilo, sonriente. Por un instante la idea de morir rozó su frente como un pájaro agorero; pero los aplausos, los miles de miradas que sentía fijas en él, y, sobre todo, la dorada claridad de unas pupilas que le acariciaban, le infundieron valor. Sereno desplegó el trapo ante el hocico del toro, y con el pie azotó el suelo; embistió el bicho y «el Lucero» apenas hurtó el cuerpo; un pase de pecho, otro, otro... El público inició un aplauso ante la guapeza del torero.

Tina, anhelante, seguía el juego, sintiendo una deliciosa impresión de horror.

Otro pase aún, y éste tan de cerca, que el cuerno rozó la taleguilla. El torero, envuelto en áurea reverberación, permaneció inmóvil, frío y arrogante. Nutrida salva de aplausos premió su valentía.

-¡Es valiente! -aseguró la Pancorbo con irónica admiración.

Y la Suárez Salmón subrayó:

-¡Que lo diga Tinita, si no!

Había cuadrado al toro y se disponía a tirarse a matar. La fiera, a plomo sobre sus cuatro patas, parecía fascinada ante «el Lucero», que empuñando el estoque abatiera la muleta.

Un grito de horror se alzó de todos los ámbitos de la plaza, y luego se hizo un silencio de muerte. El toro, arrancando de improviso, había empitonado al diestro, y tras zarandearlo, lo arrojó por alto. Cayó al suelo y allí permaneció lívido, el pecho abierto en ancha herida, de que se escapaba un chorro de sangre.

Rosita se había puesto de pie, y desatentada, loca, hendía la multitud buscando una salida.

-¡Lo ha matado! -murmuró Julito, maligno, junto a Tina.

Pero la duquesa de Rosalba, muy pálida, hermética, oprimía en sus manos el pañuelo con la sortija y sonreía siempre, mientras sus ojos, dilatados de espanto, contemplaban al «Lucero», que yacía en medio de la plaza inerte, roto como un pobre pelele vestido de oro y seda.