La tentación
Había un Obispo que era muy amante y devoto de San Andrés, y más que a otra virtud alguna, afecto a la castidad.
El Demonio, a quien Dios le quitó el poder pero no el saber, por tal de perder aquella alma justa y pura, tomó el cuerpo de una hermosa princesa mora, que se fue hecha un mar de lágrimas a buscar al piadoso Obispo, y le contó como quería ser cristiana y tomar hábito en un convento, y que sus padres no querían, teniéndola avasallada, y queriéndola casar con otro moro fiero.
El buen Obispo se compadeció mucho de ella, la hospedó en su palacio, llamó a otros sacerdotes sabios, para que, instruida cuanto antes en la doctrina cristiana, entrase, cual deseaba, en un convento. Cuando le tocaba al Obispo la plática, aquella mujer se ponía cada vez más hermosa, y resplandecía como un sol, tratando de mudar el tema, y de hablar de cosas mundanas y de amores, con tal maña y liviandad, que el pobre Obispo sentía su corazón rebelde y su virtud flaquear.
Un día que ya lo traía confundido con la mucha palabrería que le gastaba, le dijo:
-Ya que sabéis tanto, ¿a que no me podréis contestar a tres preguntas que os voy a hacer? Y si no halla S. E. la solución, tendrá que confesar que yo sé más que S. E.
Entró en eso un criado, y dijo a S. E. que a la puerta estaba un pobrecito viejo que pedía limosna.
-Que se vaya -dijo la mora.
-No -repuso el Obispo-. Dile que suba, que le socorreré.
Entró el pobrecito, y se sentó a un lado.
-Vamos -dijo el Obispo a la mora-, haz las preguntas para que te las conteste.
-Dígame, pues -preguntó la mora-: ¿Cuál fue el primer milagro que hizo Dios?
El Obispo se quedó parado; pero el pobrecito, alzando gravemente la voz, contestó:
-Hacer el hombre a su semejanza.
Nada pudo oponer la mora; y así pasó a la segunda pregunta, que fue:
-¿Me podréis decir dónde está la tierra más alta que el cielo?
Si la primera pregunta dejó al Obispo parado, la segunda lo dejó confundido.
-En el trono celestial -dijo el viejecito-, pues allá está María en cuerpo y alma.
La mora, a su vez, se quedó confundida con aquella respuesta, y pasó a la tercera:
-Pues ya que tanto sabéis -dijo al viejecito-, ¿me podréis decir cuántas leguas hay del cielo al infierno?
-Eso sólo vos podéis saberlo -contestó el viejecito-, pues sólo vos, Satanás, ángel rebelde, las habéis andado.
Al verse descubierto por aquel viejo, que era San Andrés, Satanás dio un rugido y desapareció.