La tempestad (Fernández)

(Redirigido desde «La tempestad (Ensayo)»)
El Museo universal (1868)
La tempestad
de Ildefonso Fernández y Sánchez.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.

De la serie:

CUADROS DE LA NATURALEZA.
LA TEMPESTAD.

Por donde quiera que dirijamos nuestras miradas encontraremos numerosas pruebas de la bondad infinita de Dios, de su poder eterno, de nuestra miserable debilidad. Si en el silencio de la noche elevamos nuestros ojos al cielo; si al asomar el alba los dirigimos al Oriente, si al tocar el sol en el meridiano reflexionamos sobre lo que Dios es, y sobre lo que nosotros somos, en esas miríadas de estrellas, colgadas en la inmensidad del espacio, mundos que constantemente giran sobre nuestras cabezas en órbitas que la mano del Eterno les señaló; en ese sol, centro de nuestro sistema planetario, cuyos rayos, reflejándose en las nubes, producen los mil cambiantes del iris; en esas ráfagas de luz, cuyos torrentes son la fuerza vivificante del mundo; en todas, y en cada una de estas mil encantadas armonías, en todos, y en cada uno de los fenómenos que, sucesivamente daremos á conocer, encontramos señalado con caracteres indelebles el nombre del Omnipotente.

Las causas mas pequeñas toman en sus manos las mas colosales dimensiones, y prueban de una manera irrecusable, al mismo tiempo que su existencia divina, la sumisión de esa poderosa naturaleza, que sólo es el instrumento de su poder inmenso.

Mirad sino aquella ligera nubecilla, blanco copo de lana que cual ligera gaviota surca el espacio, impulsada por los vientos del Mediodía. Era en un principio un punto imperceptible, perdido en la inmensidad; las fuerzas ocultas é ignoradas de la naturaleza, la fueron engrandeciendo, y su rizada superficie, antes tranquila y pacífica como la edad purísima de la inocencia, va trocándose poco á poco, hasta tomar un color mas ó menos oscuro, como es oscura el alma de los réprobos. Mirad como por instantes la azulada bóveda de los cielos se cubre de negras y opacas nubes que, derivándose de la primera, proyectan mil fantásticas figuras; las puertas de la eternidad se abren; los huracanes comienzan á gemir, y arrastrándose por la superficie de la tierra, talan todo cuanto encuentran a su paso; el orgulloso cedro y la robusta encina que durante algunos siglos desafiaron la cólera de los elementos, son esta vez, arrancados y llevados en su furia, como débiles aristas.

Ya avanzan en cerrado escuadrón las sombras de la noche, y dentro de poco reinará el caos sobre la materia. Zumbarán los vientos, y la naturaleza toda gemirá agoviada bajo el peso del infortunio; llorarán los árboles con dolientes gemidos; las rocas repetirán de monte en monte los lamentos de los árboles; resonarán en los valles mil gritos inarticulados y quejumbrosos; las aves volaran confusas buscando abrigo en las grietas de las enriscadas cumbres de las rocas; graznará lúgubremente la corneja, presintiendo la revolución que se va á operar en el espacio; el águila caudal, que antes se elevaba hasta las nubes, huirá ahora de ellas hasta tocar con sus alas la superficie de la tierra; el león rugirá sordamente en el desierto, y en las concavidades del Atlas resonará el lastimoso rujido del tigre.

Y el rey de la creación, el hombre, ganará afanoso el seguro asilo de su morada para ponerse á cubierto de la tormenta; el sencillo pastor, que en el silencio religioso de los campos apacienta sus ganados, dirigirá su aprisco hácia el redil vecino; hasta la tímida oveja, demostrará presentir con sus balidos la gran catástrofe que amenaza. Y en medio de tanto temor y abatimiento, y sobre tanto pavor y espanto, y cerniéndose sobre la tierra estremecida, entre el bramido de los huracanes, y el ronco rodar del trueno que retumba en el espacio infinito, mil exhalaciones iluminarán fatídicamente los cielos. Ante tan maravillosos fenómenos; en presencia de inmensos bosques que arden incendiados por el rayo; á la vista de esas grandes y vírgenes selvas del Nuevo Mundo, allí, donde nunca habitaron sino el bisonte y la gacela, que huyen del voraz elemento; contemplando este mar de fuego, cuyas olas encendidas recorren leguas y leguas; ante razas enteras de animales que buscan otra morada mas segura; ante estos terribles episodios escritos en las elocuentes páginas del libro vivo de la naturaleza, ¿quién, decidme, piensa en las leyes naturales con que los sabios procuran esplicarlo todo? ¿Quién entonces se para á pensar en las diversas formas de cirros, estratos, cúmulos y nimbos que las nubes adoptan? ¿Quién, entonces, se acuerda de la electricidad positiva y negativa, ni de la rarefacción del aire, ni de los cuerpos buenos y malos conductores?

En presencia de tantos riesgos como corre la vida, nadie se acuerda del remedio. El alma atribulada, sólo piensa en que, tras esas nubes opacas que oscurecen la luz y ocultan las estrellas, hay un Ser ignorado, eterno é infinito, que dispone á su antojo de los elementos, que manda á las nubes que le sirven de refulgente trono de gloria, á cuya voz obedece el rayo, é impone su voluntad al universo. El hombre, sobrecogido de espanto, poseído de un temor respetuoso, rodeado de un profundo silencio, piensa acaso en lo que no pensó nunca, en la instabilidad de esta vida, en la grandeza de Dios, en su poder infinito, y tal vez en esos momentos en que la vida pende de un hilo que, el menor soplo puede romper, se acuerda de su buena ó mala conducta, y del lamentable estravío á que se dejó conducir por sus pasiones. Tal vez en esos momentos de angustia, se levanta de su lecho de inercia el grito poderoso de la conciencia, evocando recuerdos que acongojan y enlutan el corazón, como la misma tormenta.

Y estos no son sino los presagios de un fenómeno que admiramos con harta frecuencia.

Pero cuando ya los huracanes abandonan los antros en que dormían; cuando los elementos se entrechocan, y el mar se eleva hasta las nubes, y éstas bajan á juntarse con las espumosas gigantes montañas del Océano; cuando próximos á desbordarse los mares, saltando do sus profundos lechos, entonces, allá en sus perdidos horizontes, en la misma inmensidad, un débil cárabo africano, ó la ligera vela latina, ó el poderoso buque de hélice corren abandonados á impulsos de las corrientes, allí y sólo allí, se manifiestan en toda su intensidad los efectos de esta gran catástrofe. ¡Cómo entonces, entre el zumbido espantoso del huracán que quiebra como cañas los mástiles mas robustos, y dobla las gavías y palos de mesana, y hace nudos las cuerdas, y trizas las hinchadas y blancas lonas; cómo entonces, cuando el barco camina de popa á proa, ó viceversa; cuando, merced á los furiosos golpes de mar, se inclina sobre la banda de babor o de estribor, haciendo agua por todas partes, para cuya extinción no bastan todas las bombas, ni los brazos de toda la chusma; cómo entonces se oye la voz desesperante del arrojado capitán mandando las maniobras, el pito del contramaestre que marca los ejercicios, y el cañonazo que en aquellas soledades inmensas pide socorro!

Y cuando ya en lo humano las esperanzas son nulas, y el hombre confiesa su limitación é impotencia, delante de un abismo sin fondo que se abre á sus pies, de entre el rumor embravecido de las olas se levanta y oye en los espacios un himno de penetrante súplica, una salve á Nuestra Señora de Begoña, luz y amparo, tranquilo puerto de los marineros españoles!!

¡Seres incrédulos para quienes no existe sino el acaso, obrando como fuerza ciega en la naturaleza, anonadados ante esta prueba tan palpable de la existencia de Dios, y admirad su poder y su sabiduría!

Esos hombres que vimos poco há juguete de las olas, tienen el rostro curtido por el ardiente sol de los trópicos; han cruzado el Océano en todas direcciones; han arribado á toda clase de costas, desde las civilizadas playas de la opulenta Albion, hasta las riberas inhospitalarias de los pueblos hiperbóreos; han doblado todos los cabos, y surcado todos los Estrechos; y familiarizados con el gran charco, las necesidades de una mujer sencilla y virtuosa y unos hijos pequeños que dejaron en la orilla, les llevaron una vez y otra, y ciento, á parajes ignorados, buscando el pan de cada dia. Esta vida sembrada de azares y peligros; estos continuos vaivenes de la fortuna, a veces tan bruscos como los de la débil quilla que les sustenta, les han hecho insensibles á todo lo que no sea el abismo que miran á sus plantas. Acaso el asalto al abordage en las profundas tinieblas de la noche, los naufragios imprevistos, los escollos mas ocultos, los mas traidores bancos de arena, les han familiarizado con la muerte hasta el punto de no mostrar apego á la vida. Pero miradlos en estos momentos de dolor y agonía; miradlos en esta noche tormentosa, al resplandor siniestro del rayo, cuando desatadas todas las fuerzas de la naturaleza, parece como que el mundo todo se desquicia, saltando de sus naturales diques, para romperse en el piélago infinito del no sér; miradlos perdidos, sin norte, sin guia, en aquellos desiertos irritados de unos mares desconocidos; miradlos, y veréis postrados sobre cubierta, hombres cuyas frentes no abatieron nunca los rigores de la suerte mas adversa; hombres que acaso pasaron los mejores y mas floridos años de su vida entre los impuros vapores de un barco negrero y las inmundas bacanales de la ginebra y el rom, y oid sus tiernas súplicas, y los sinceros ofrecimientos de piadosas peregrinaciones. Y esto lo hacen del mismo modo los débiles que los fuertes, los esperimentados que los bisoños, los sabios que los ignorantes.

¡Ah!! ¡Es que allí, entre aquel caos de muerte que se ofrece por todas partes, entre el imponente estrépito de las olas, en el seno de aquella bravia naturaleza, se alza en todo lo que tiene de grande, en todo lo que tiene de sublime la imagen del Eterno!! ¡Es que allí, abandonado el hombre á sus solas fuerzas, se muestra cuan grande es su ciencia, sí, cuan grande su destreza; pero mucho mas grande su insensatez y su locura, y sobre todas estas grandezas, la grandeza de Dios Omnipotente, con todos sus divinos atributos!!

Colon, el prototipo de los navegantes por su audacia y su saber, Colon mismo, imploró muchas veces la ayuda dal cielo, y vestido con la túnica de romero, peregrinó piadosamente después de sus naufragios. También las tempestades doblegaron muchas veces aquella alma amaestrada en las contradicciones y en un valor sobrehumano para sufrir las penalidades y las miserias. También él, en mares no surcados por quilla alguna, á muchos miles de leguas de los últimos puntos visitados por los mas intrépidos navegantes de su época, sufrió los embates de las tormentas, y elevó en la oscuridad hacia los cielos su frente venerable. Hubo pues, para Colon, como para todos los navegantes, una roca de Cintra, que recibiese su cuerpo magullado por las furiosas olas del Océano.

Y después que se ha mostrado la magestad de Dios en toda su grandeza, impelidos por el soplo invisible de lo desconocido, de los infinito, pasan los huracanes, y enmudecen los truenos, y los relámpagos apagan sus hogueras, y las cataratas del cielo se abren, y cae la lluvia a torrentes; lluvia benéfica que despeja y purifica la atmósfera. Y los agitados abismos de los mares recobran por instantes su acompasado y habitual movimiento, el flujo y reflujo periódicos. ¡Cuan sabiamente se encuentra todo dispuesto en la naturaleza, y cómo esas mismas leyes que admiramos pregonan la magestad, previsión y sabiduría de Dios!! Esa tormenta, cuyos truenos infundían pavor en los corazones, cuyos rayos ponían en inminente peligro la vida del hombre, ha venido á convertirse en una prodigiosa fuente de riqueza, y en el mas inagotable manantial de exhuberante vida para todos los seres. El agua que cae de las nubes, después de haber enriquecido la sávia de los vejetales, después de haberlos proporcionado uno de los abonos mejores para su alimentación, y el medio de que otras sustancias sean solubles, después de haber hecho brotar ese verde tapiz que cubre los campos, devolviendo al labrador la alegría, esa rica alfombra de flores que son el ornato de la tierra, riega los valles, inunda las llanuras, se desliza hacia el lecho de los rios que, en su magestuosa corriente, la empujan hacia el gran recipiente de los mares, para que después en el laboratorio inmenso de la atmósfera, sufriendo una serie no interrumpida de trasformaciones, vuelva á dar origen á los mismos fenómenos.

Sí: esas murmuradoras fuentes, en cuyo fondo cristalino, sembrado de menudas guijas, mas de una vez se miran el ciervo y la gacela; esos ligeros arroyuelos que corren bullentes por la pintada esmeralda de los bosques y florestas; esos ríos imponentes que, ora con su perezoso curso, ora con las profundas cataratas producidas por el violento declive del terreno, ensordecen con sus ecos el apacible silencio de la selva vecina, y por cuyas anchas márgenes boga tranquilamente la ligera barca del pescador ó el poderoso navio de anchas lonas, el San Lorenzo y el Orinoco, deben sus riquezas al tremendo espectáculo de las tempestades.

Y asi como la alegría que esperimenta el hambriento á la vista del manjar codiciado; asi como la gratísima sensación que conmueve al sediento en presencia de la fuente de limpios cristales; como el placer que recibe el que en medio de las tinieblas de la noche, ve asomar en el Oriente la luz de una nueva alborada; asi como es inmensa la dicha del que sumido en la desgracia, siente asomar la consoladora esperanza de una felicidad posible todavía; asi es el contento, de tal suerte respira el hombre después de la tormenta, elevando miradas de reconocimiento al Sér ignorado y oculto tras del azul purísimo de los cielos. Y no sólo el hombre cambia de fisonomía, física y moralmente hablando, sino que hasta los mismos irracionales, que poco antes gemían bajo la gran pesadumbre de una atmósfera de hierro, respiran ahora gozosos, y con gritos inarticulados sí, pero con voz elocuente, cantan las glorias y magnificencias del Señor. Todo es vida y movimiento, todo respira dicha y alegría; ved las pintadas avecillas como, sacudiendo las afiligranadas perlas del rocío que cubren su brillante vestidura, entonan himnos de amor y de ventura. Mirad las plantas que carecen de movimiento general y absoluto, haciendo uso del que en pequeño grado se les concedió, escitadas por la electricidad de que los aires se impregnaron, elevar sus hojas hacia los cielos, y cómo engalanadas con un color verde que la mano del hombre no ha sabido imitar, reconocen que hay un soberano artífice, autor de tantas maravillas.

El estudio bien dirigido de ellas, nos demuestra que en la complejidad de los mundos todo se encuentra relacionado; el menor detalle, el hecho al parecer, mas insignificante, nos enseñará que Dios en su presciencia infinita, hace brotar el bien del mal, como de las penas el bálsamo para curarlas, como de la tempestad las fuentes de la vida, como del rayo la maravillosa trasmisión del pensamiento, del uno al otro polo.

Tal es, en conclusión, uno de los fenómenos escritos indeleblemente en el gran libro de la naturaleza; tal la impresión que su lectura ha causado al autor humilde de estas mal trazadas líneas, y de este género las reflexiones que se han aglomerado en su mente, cuando desprovista su alma de toda idea terrena, abismado en el silencio de los campos, en el seno de una escena semejante, se ha remontado en alas de la caridad y la fe, á la contemplación de Dios en sus obras.

Ildefonso Fernandez y Sánchez.