La sorpresa de Zahara

​La sorpresa de Zahara
Romance de 1841​
 de José Zorrilla
del tomo segundo de las Poesías.

- I -

Está Zahara en una altura
entre montaña y colina
sentada en la peña dura,
que asoma la cresta obscura
por entre Ronda y Medina.
Cuando encienden los cristianos
de noche hogueras en ella,
no distinguen los paisanos
si son sus fuegos lejanos
luz de atalaya o de estrella.
Y al bajar al Occidente
confunde la luz del sol
las lágrimas de la fuente
y el arnés resplandeciente
del centinela español.
Y si alguna nube errante
del valle exhalada sube,
parece el pendón flotante
hijo de la blanca nube
que va saltando delante.
Allí los moros pusieron
sus atalayas un día;
un foso después abrieron,
y la villa concluyeron
porque el invierno venía.
Tuviéronla muchos años
de los cristianos guardada,
y con mil modos extraños
causáronles muchos daños
en guerra tan prolongada.
Que a la sombra guarecidos
de las huertas y olivares,
bajaban como bandidos,
y robaban atrevidos
alquerías y lugares.
Los cristianos toleraban
con rabia tales desmanes
y vengarse meditaban,
mientra ufanos ocupaban
la villa los musulmanes.
Éstos, por cierto, valientes,
eran pocos, confiados
en el brío de sus gentes;
los otros, que eran prudentes,
los cogieron descuidados.
Con fosos y torreones
guarda hoy la morisca villa
en sus pardos murallones
los sobrepuestos blasones
de Aragón y de Castilla.
Que los nuestros la asaltaron,
y guardarla no supieren
los moros que la fundaron;
cinco veces la ganaron
y otras cinco la perdieron.
Por eso los vencedores
alzaron doble muralla,
y alzaron torres mayores
para quedar los mejores
en el sol de la batalla.
Por eso una sola senda
dejaron en todo el cerro,
porque más fácil se atienda
la sola puerta de hierro
si se empeña la contienda.
Por eso están los cristianos
malamente entretenidos
en casa de los villanos,
en pensamientos livianos
con las mozas divertidos.
Que osados y licenciosos
son además los soldados
cuando en puestos apartados
les dejan vivir ociosos
por fuertes o por cansados.
Pero avaros de venganza,
mas advertidos los moros,
hicieron punta a su lanza
mientras ellos en holganza
jugaban zambras y toros.
«De más a esos perros ya
la villa estuvo sujeta,
dijeron; vamos allá,
que por nosotros está
la voluntad del Profeta.»
Misteriosa expedición
propusieron a tal fin;
y para aquesta ocasión
dieron gentes en unión
la Alhambra y el Albaicín.
Salió el viejo rey Hazem
con gente muy escogida,
y dicen los que le ven:
«Alá té lleve con bien,
y vuelvas con honra y vida.»
Saludóles al pasar
el musulmán con la mano,
diciendo el arco al cruzar:
«Le tengo de festonar
con cabezas de cristiano.»

La tarde estaba nublada,
el viento ronco mugía,
y gruesa lluvia pesada,
la noche apenas entrada,
en anchas gotas caía.
Veló medrosa la faz
la luna entre nubes pardas,
y brilló en la obscuridad
el relámpago fugaz
en broqueles y alabardas.
Caídos los martinetes
sobre las mojadas telas
revueltas en los almetes,
caminaban los jinetes
el lodo hasta las espuelas.
Mohino el Rey por demás,
iba escuchando el rumor
de los pasos a compás;
después iba un atambor,
y los soldados detrás.
Iban entre los peones,
en vez de picos y palas
y estrepitosos cañones,
muchos moros con escalas
para entrar los torreones.
La luz del siguiente día
apenas cumplida fue,
ya Zahara se descubría;
llegó la noche sombría
y la tocaron al pie.
Contó el Rey cuidosamente
las hogueras y señales;
consultando diligente,
sus espías y su gente
partió en dos bandas iguales.
Guardando el cerro dejó
los jinetes y escuderos,
y él mismo después trepó
con algunos caballeros
y soldados que tomó.
Seguía la tempestad,
zumbaba agitado el viento
rodando en la obscuridad
y azotando la ciudad
con temeroso concento.
Se oía caer bramando
la lluvia de las montañas,
de peña en peña chocando.
a la llanura arrastrando
espinos, olmos y cañas.
Y en el alto torreón
aturdido el centinela,
murmuró humilde oración
acurrucado al rincón
de la covacha en que vela.
Y al calor de su gabán,
con el monótono arrullo
que allí las aguas le dan,
durmió rendido su afán
oyendo el vago murmullo.
Soltó la lanza su mano,
fijó el rostro en la rodilla,
y así soñó el veterano
una aurora de verano
en un lugar de Castilla.



- II -

Es grato en el blando lecho
oír el viento que brama,
y el agua que se derrama,
sobre los techos rodar;
oír en la estrecha calle
el rumor acelerado
de las armas del soldado
que acaban de relevar.
Y en confuso remolino
oír crecer la tormenta,
que cambia, al pasar violenta,
las veletas de metal;
y oír zumbar sacudida
la mal sujeta campana,
y oír en la ancha ventana
temblar hendido el cristal.
El desvelado maldice,
el tímido infante llora,
la madre le mece y ora
-con religioso pavor;
el enfermo se acongoja
y el amante desespera,
que acaso vela y le espera
entre las rejas su amor.
Los de Zahara, silenciosos,
o velaban o dormían;
sólo en la villa se oían
en la densa obscuridad,
el agua de las goteras,
el vago mugir del viento
y el ronco y medroso acento
de la negra tempestad.
Sólo en apartada torre
del mal guardado castillo,
con el fulgor amarillo
de una lámpara al morir,
velan algunos soldados,
y se siente desde fuera
el rumor de una quimera
y jurar y maldecir.
Se sienten sus carcajadas,
sus apodos insolentes,
que en todo hallan tales gentes
contentamiento y placer.
Se juntan en borracheras
para acabarlas riñendo,
y vuelven, en concluyendo,
desde reñir a beber.
Y en el calor de la orgía
y el vapor de los licores,
disertan de sus amores
en obsceno platicar;
que su lengua irreligiosa,
sin respetos y sin vallas,
sólo de sangre y batallas
o mujeres ha de hablar.
De éstas se miran algunas
con los soldados más mozos,
en impúdicos retozos
y deshonesto ademán,
que osadas y descompuestas
o blasfemando o riñendo,
hasta embriagarse bebiendo
desatinadas están.
La trémula llamarada
de una hoguera agonizante
presta a su rudo semblante
una expresión más feroz;
y recibiendo la bóveda
la algazara en su ancho hueco,
remeda con largo eco
la desentonada voz.
Harto de vino y de amores,
en dos bancos apoyado,
cantaba un viejo soldado
al son de un roto rabel,
o hiriendo a compás la mesa
con plato, copa o cuchillo,
aullaban el estribillo
ellos y ellas con él.
Brindaban, y a cada brindis
insensatos blasfemaban,
y reían y danzaban
completando la embriaguez;
y sus sombras en silencio,
gigantescas, agitadas,
cual fantasmas convidadas
erraban por la pared.
«¡A ellos!», gritaron voces,
y entraron el aposento
diez a diez y ciento a ciento
los moros del rey Hazem,
y apenas a las espadas
acudieron los cristianos,
les cercenaron las manos
y las cabezas también.
Lidiaron acaso algunos,
pero tantos les entraron,
que al fin los acuchillaron
con las hembras a la par.
A los gritos de los moros,
los cristianos despertaban;
pero ¡los tristes se hallaban
cautivos al despertar!
La soñolienta pupila
prestaba crédito apenas
a las cuerdas y cadenas
con que atados dos a dos
por los árabes se vieron,
a quienes con lengua y ojos
pedían piedad de hinojos
en el nombre de su Dios.
Las lágrimas de las madres,
de los niños los sollozos,
los esfuerzos de los mozos,
el dolor de la vejez,
son inútil resistencia,
porque a todos los infieles,
atados como lebreles
los arrastran a la vez.
En vano lucha la virgen
desesperada con ellos,
que con sus propios cabellos
mordaza o cordel la dan;
en vano niños y enfermos
yacen sin fuerzas postrados;
en tropel, como ganados,
todos a los hierros van.
Fueron ¡por Dios! tristes horas
las de noche tan sangrienta:
¡a quien de allá pidan cuenta,
malas cuentas ha de haber!
que si hay justicia en los cielos,
de tanta vida inocente,
una vida solamente
ha muy mal de responder.



- III -

Medrosa de tanto duelo
subió al Oriente la aurora
entre cortinas de nubes
que la apagan o la embozan.
Lloraba el cielo por ellas
hilo a hilo y gota a gota,
sin que el sol tornasolara
las lágrimas con que lloran.
Andaba el aire aturdido
sin hallar sitio en la atmósfera,
que asaltada por la lluvia,
entre la lluvia se ahoga;
y tanta gala los cielos
ostentan cuando la acosan,
que con mundos de cristal
la bloquean y la toman.
Lloraba el cielo por Zahara,
que acaso por pecadora
la castiga, y ver no quiere
los males con que la azota.
Cerróse en agua, y con ella,
cerró su misericordia;
vendó con nieblas sus ojos,
y su clemencia hizo sorda,
por no ver al rey Hazem,
que en medio la gente mora,
amarra dos mil cristianos
al carro de su victoria.
Cabalgaba el agareno
sobre una yegua de Córdoba
con la crin hasta el estribo,
y hasta la tierra la cola;
y como el cielo la empapa
en las aguas que la mojan,
la cola y la crin parecen
de espumas, algas y esponjas.
La plaza cercan los moros,
donde dos a dos arrojan
los cristianos que cautivan,
los cautivos que sollozan.
Allí mujeres y ancianos,
allí vírgenes y esposas,
juntan a golpes y a gritos
entre algazara y chacota.
Casi desnudos los llevan
a todos por más deshonra
hasta el centro de la plaza,
donde a la intemperie opongan
la desnudez de las carnes,
su temblor y sus congojas;
y a los ojos de los moros
los defectos de las formas
o las castas perfecciones,
que con torpes ojos hozan.
El noble rostro hacia el suelo
los tristes vencidos tornan,
por ocultar en los ojos
las lágrimas con que lloran;
que la libertad perdida
sin infamia nos agobia,
pero mata y avergüenza
perder libertad y honra.
Caíales por los hombros
el agua, porque furiosas
en su cabeza las nubes
reventadas se desploman;
que cuando al fin Dios castiga,
muestra su justicia toda,
pues la maldad de los hombres
toda su clemencia agota.
Mandó Hazem que los cristianos,
guardados por buena escolta,
vayan delante a Granada
por la vereda más corta;
mas viendo que los ancianos
y los enfermos lo estorban,
a su guardia de gomeles
dijo impaciente en voz ronca:
«Llegarán los que llegaren;
los mozos a las mazmorras,
las muchachas al serrallo,
y los viejos a la horca.»

Preparan los granadinos
bohordos en Bibarrambla,
torneos para los nobles,
para el pueblo luminarias.
Cuelgan de púrpura y blanco
miradores y ventanas,
y el populacho a las puertas,
al Rey impaciente aguarda.
En la vega están los ojos
y en la vía de Zahara,
que el Rey envió corredores
a decir que está ganada.
Añafiles y atabales
por honra y por fiesta sacan,
y en corros moros y moras
gritando y riendo saltan.
«¡Viva el Rey!» dicen algunos,
y otros gritan: «¡Muera Zahara!»,
y todos a los vencidos
insultan, mofan e infaman;
que siempre quien vence grita
porque los vencidos callan,
porque las lenguas se sueltan
donde las manos se atan;
porque la risa provoca
tal vez la ajena desgracia,
y al que nace desdichado,
hasta compasión le falta;
que quien cae pone a los otros,
para que pasen, la espalda,
y maldición es que lloren
algunos lo que otros cantan.
Así ondean los pendones
en las torres de la Alhambra;
así Granada la bella
se viste imbécil de gala,
cantando hoy loca las glorias
que ha de maldecir mañana.
Venir se ven los cautivos
entre la neblina parda
a pasos descompasados,
como los cautivos andan;
que como el alma les pesa,
así les tiembla la planta.
Delante y detrás los moros,
y por los lados, los guardan,
los alfanjes en la diestra,
los broqueles a la espalda.
Siguen después los jinetes
y nobles con el Monarca,
los lanzones en la cuja,
en el arzón las adargas;
mostrando bien los caballos
en su perezosa marcha
la fatiga del camino,
lo largo de la jornada;
que traen el arnés mohoso,
deslucidas las gualdrapas,
hasta las crines el lodo,
desde las crines el agua.
Cuando a la puerta de Elvira
los zahareños llegaban,
cantaba el pueblo su triunfo
con vítores y algazara.
Aplaudían con las manos,
con panderos y sonajas,
al son de los duros hierros
que los otros arrastraban.
Cesó de pronto el aplauso,
susurraron en voz baja
palabras que nadie oía,
pero todos murmuraban.
Ojos había en la turba
obscurecidos con lágrimas,
y ojos que con luz sombría
para maldecir miraban.
Desnudos y a la intemperie
los prisioneros entraban,
ancianos, madres y niños,
entre broqueles y lanzas,
sin respeto a su inocencia,
a su sexo y a sus canas.
Las madres, sus muertos hijos
traían desesperadas
en los maternales brazos
y en los brazos de su alma.
Movidos a compasión
los moros de pena tanta,
sus ojos de los cautivos,
indignados, apartaban.
Las madres libres, llorando,
atropellando los guardias,
a las cristianas cautivas
sus propias telas regalan,
y parten los alimentos
que a los moros preparaban,
entre los tristes esclavos,
que los devoran con ansia.
Algunos, más altaneros,
acaso los rehusaban,
que el pan de la esclavitud
entro los labios amarga.
Alzóse Muley Hazem
en los estribos de plata,
viendo la piedad del pueblo
y la miseria cristiana.
Rabioso de que la plebe
le eche su crueldad en cara,
atropelló con su yegua
por la turba aglomerada,
dividiendo así los moros
y los esclavos de Zahara.
«¡Adelante! gritó airado,
con la voz ronca de rabia.
Todos son esclavos míos:
al serrallo las muchachas,
los mozos a las mazmorras,
donde más a luz no salgan,
y los viejos, que los maten,
pues no me sirven de nada.»
Calló el pueblo amedrentado,
obedecieron los guardias,
y el Rey subió con los nobles
a toda rienda a la Alhambra.



- IV -

Sentado está el rey Hazem
en un morisco almohadón,
y muchos moros se ven
cruzar el ancho salón
para darle el parabién.,
A las puertas, reverentes,
delante su Rey se paran,
doblando humildes las frentes;
que al Rey miran tales gantes
como al mismo Dios miraran.
Mirra y esencias de flores
arden en pebetes de oro,
y el sol de los miradores
anubla el humo de olores
que avaro respira el moro.
El aire colman de ruido
dos fuentes azafranadas;
y en su murmullo perdido,
se oye el trinar dolorido
de las aves enjauladas.
Porque en nichos de cristal
cerradas, las hay tan bellas
en la bóveda oriental,
que el aire parece mal
sólo porque está sin ellas.
Las miró el viejo Muley.,
Y, viéndolas, suspiró:
«En vano me llaman rey,
dijo, si como ellas yo
esclavo soy de mi ley.
»Que penan ellas así
en ese encierro, imagino;
mas ellas placen ahí,
y en eso quiso el destino
diferenciarlas de mí.»
Volvió, con tal pensamiento,
a suspirar otra vez;
bajó el rostro macilento,
pero repuesto al momento,
demandó con altivez:
«Los cristianos, ¿qué se hicieron?»
«En las mazmorras están
en cadenas», respondieron.
«Los condenados, ¿murieron?»
«Si no han muerto, morirán».
Volvió el Rey a meditar,
de los suyos recelando,
y siguieron a la par,
las fuentes su susurrar
y los pájaros cantando.
«Alá nos dio la victoria,
siguió el Rey; ¿qué dicen de ella?»
Todos callaron. «Fue gloria
ganarles villa tan bella.»
Tendránlo, a fe, en la memoria.
Harto el rey Hazem habló;
los cortesanos callaron,
que el pueblo indignado vio
que los cautivos entraron
como perros que él ató.
Y los moros presentían
que, la tregua quebrantada,
los cristianos entrarían
por las vegas de Granada
y a Zahara no olvidarían.
Por eso, ante el Rey estaba
la turba sin contestar,
que mal con su Rey andaba
desque vid o que mandaba
a los viejos degollar.
Callaba Muley Hazem,
sin hallar paso mejor;
que sabe el Príncipe bien
que sangre mancha también
el laurel del vencedor.
Corrían entrambas fuentes,
trinaban los ruiseñores,
y el sol, en ambas corrientes,
sus rayos más transparentes
deshacía en mil colores.
Los vidrios de las ventanas,
contornos dando a sus sombras,
estampan las formas vanas
de sus historias livianas
en las moriscas alfombras.
El silencio a interrumpir
vino una voz de dolor:
«Preparaos a morir»,
se oía a gritos decir
a un hombre en un corredor.
Todos el rostro tornaron
impacientes a la entrada,
y repetir escucharon:
«Tus glorias se marchitaron.
¡Ay de ti, bella Granada!»
Entró el hombre en el salón,
de musulmanes cercado;
érase el tal un santón
que vivía en la oración,
del tumulto retirado.
Pasó la noche corriendo,
gritando en la obscuridad:
«Granada, los estoy viendo.
¡Ay de la hermosa ciudad!
¡Tus muros están cayendo!»
Los moros, viéndole entrar,
delante se le inclinaron,
y él siguió en su predicar:
«¡Los estoy viendo llegar,
y vuestros días contaron!.
»¡Ay de ti, la desdichada
ciudad reina de ciudades
Por el cimiento horadada,
los cielos en ti, Granada,
lloverán calamidades.
»Es en vano resistir.
¡Ay de ti, reina de Oriente!
¡Alá te manda morir!
Los estoy viendo venir.
¡Ay ciudad! ¡Ay de tu gente!»
Harto ya Hazem de escucharle,
furioso le preguntó:
«¿Quién eres?» Sin contestarle,
gritando el santón siguió;
y el Rey volvió a preguntarle.
«Enviado soy de mi Dios,
dijo el moro, y dióme el cielo
un mensaje para vos.»
Y el Rey: «Pues ve que en el suelo
no hay más oídos que dos.»
Siguió entonces el santón,
muy loco o muy confiado,
su doliente relación,
con el Monarca encarado
y a guisa de inspiración:
«La tregua está quebrantada,
y a muerte al traidor sujeta.
¡Ay de ti, bella Granada!
¡Cayó en ti, desventurada,
La maldición del Profeta!
»Borrada su suerte halló
del pensamiento divino:
por ti, ciudad mucho oré;
y para leer tu destino,
hasta el cielo penetré.»
Oyóle Hazem un momento,
y enfurecido además,
dijo, dejando su asiento:
«¡Quien leyó en el firmamento,
no puede llegar a más!»
La turba ve estremecida
la rabia del Rey, y calla,
y el Rey dijo a su salida:
«Quitad a ese hombre la vida
en lo alto de la muralla.
»Cuando vengan los cristianos,
siguió volviendo a los moros,
lanzas tenéis en las maros:
¡cerrad con ellos, villanos,
como cerráis con los toros!