La sor
de Emilia Pardo Bazán


Al salir de la iglesia, antes de regresar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lisboa, donde pasarían la primera quincena de luna de miel, los novios se dirigieron en coche al Asilo-Escuela de párvulos. Querían despedirse de sor Marcela, hermana de la novia... y de la Caridad.

Cuando sor Marcela entró en el locutorio y se abrazó a su hermana, el contraste fue vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul de velo y los nítidos azahares de la corona. Las figuras contrastaban no menos que los trajes. Clara, la novia, una mujerona basta, ya algo ajamonada a los veintiséis, de protuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criatura delgada y menuda, un delicioso semblante infantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admiraba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda...

-¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo... qué guapo está! ¡La Virgen vaya con vosotros!

Trataba el novio de sonreír y de chancearse con la monjita, pero una emoción profunda y mal disimulada le quitaba el aplomo: sufría cruelmente. Enamorado de Marcela desde que la conoció, desde que puso los pies en casa de los señores de Ramos, creíase curado de la pasión. Habían corrido tres años o más desde entonces; el ingreso de Marcela en el noviciado de las Hermanas equivalía a la muerte; Clara se presentaba insinuante, coqueta, «buen partido», y Antonio se dejaba arrastrar a cortejarla, a pedirla y a casarse. Y ahora, volviendo a ver a Marcela, encontrándola tan niña, tan cándida, tan ideal, el corazón le advertía: «No la has olvidado: la quieres. Erraste al tomar otra esposa. Ésta era la destinada para ti».

Mientras las dos hermanas charlaban sentadas en el duro sofá del locutorio, el recién casado evocaba recuerdos. Él nunca le había dicho claro a Marcela, allá en el siglo, que se moría por ella, que la adoraba. Un respeto, un encogimiento extraño, la veneración que infunden la honestidad y la pureza excesivas, contenían su admiración apasionada. Soñaba mucho, le traía flores, le embromaba dulcemente..., y esperaba la ocasión, la hora, el entreabrirse del capullo... Más vigilante y resuelto que él, Cristo se había adelantado. ¡La niña era monja!...

No se podía escalar el noviciado, ni romper rejas, ni saltar tapias. La prosa de la vida, dominante hasta entre la poesía del misticismo y del amor, se interponía. Antonio se resignaba o creía resignarse. Si se tratase de un cariño humano, de una boda para Marcela, se hubiese sublevado, furioso; pero ¡monja! Ante eso, ¿qué hacer? Con secreta satisfacción pensaba: «Ya no se casará».

Y estúpidamente, rutinariamente, se había casado él, sujeto quizá a la casa de los señores de Ramos por lo que en ella quedaba del ambiente y del perfume de Marcela... Sólo ahora, llegado el momento, cumplida la suerte, Antonio se daba cuenta de su verdadero estado moral. No quería a su mujer, ni podría quererla nunca, y su corazón se quedaba allí, entre las paredes del locutorio, al lado de la monjita encantadora, su único, su verdadero amor en la Tierra.

Cabizbajo, lleno de tristeza y de abatimiento invencible, el novio permanecía silencioso, sin tomar parte en la plática de las dos hermanas. Marcela, que en la vida monástica había adquirido ya la costumbre de la curiosidad pueril, se deshacía en preguntas: ¿Adónde iban los recién casados? ¿Dónde se detendrían primero? ¿Llevaban mucho equipaje? ¿Tenían propósito de visitar el santuario del Bom Jesús, una cosa tan bonita? Por fin, Clara, en un girar de pupilas, observó la actitud de su esposo. Era inequívoca. Aquellos ojos ardientemente clavados en Marcela, aquella fisonomía entristecida y ansiosa, aquella palidez no engañaban. Clara, asociando ideas, con su suspicacia de mujer, de celosa instintiva, recordó... Hay detalles que, insignificantes en apariencia, de repente, por su enlace con otras circunstancias mínimas, adquieren terrible realce... Este trabajo mental, de concordancia y conexión, se verificaba en el cerebro de la novia, que veía lúcidamente lo actual y lo pasado. Y mientras en su alma se producía el desgarramiento de la ilusión, sus labios profirieron, atropellada, sarcásticamente, estas palabras:

-Adiós, Marcela... Tenemos prisa, ¿verdad, Antonio? Hoy nos hace mal tercio cualquiera... Adiós...

Y como la sor, cariñosamente, formulase una pregunta, la desposada respondió, con risa dura y amarga:

-¿Volver por aquí? ¡Hija, muy tarde! Nosotros somos del mundo y tú eres de Dios...